Abajo reinaba un profundo silencio, y el único sonido que llegaba a los oídos de Walter era la voz del padre Theodore, que recitaba el Shahra, la plegaria de la mañana, en el cuarto contiguo.
El muchacho se vistió con una sensación de confianza repentinamente revivida. Durante cinco días habían estado cumpliendo su misión con perspectivas de buen éxito. Muchas peticiones de paz, firmadas por personas que representaban las mayores riquezas de la ciudad estaban llegando al Gran Palacio Interior. Diariamente se realizaban manifestaciones en las plazas de los mercados. En casi todas las puertas de la Ciudad de los Mil Puentes había ramas de sauce, y parecía cada vez más, que pronto había de llegar el momento en que los ministros de la corte se vieran obligados a ceder ante la opinión pública. Mas desde hacia cinco días no se había producido información alguna sobre el paradero de Lu Chung.
Aquella nueva sensación de confianza era algo que el muchacho no podía explicarse, pero estaba seguro de que El Ave que Empluma Su Nido habría de ser localizado pronto. Esa esperanza le coloreaba los pensamientos hasta el punto de que empezó a preguntarse qué haría al encontrar a Maryam. La muchacha no se había separado un instante de sus pensamientos durante aquellos largos meses de separación, y, en relación, Engaine había sido olvidada. Walter se daba cuenta de que su afecto estaba tan profundamente ligado a la protegida que viajara con ellos en la azulada tienda, que su amor por la dama que dejara en su tierra había ido disminuyendo hasta llegar a ser sólo un vago recuerdo. No obstante, también tenía clara conciencia de que su amor tenía que permanecer inexpresado. No podía romper su promesa. Y al arreglarse el largo cabello bajo un tricornio de brocado, se dijo para sí que tendría que conservar un firme dominio de sus emociones cuando llegara el momento de la reunión.
Chang Wu lo visitó temprano. El día prometía ser caluroso, y el enviado estaba vestido de hilo negro; calzaba sencillos escarpines de fieltro negro y se abanicaba con asiduidad. En sus ojos brillaba un destello de triunfo.
La presencia en la ciudad de mi joven compañero estudiante ha sido puesta en conocimiento de Su Esplendor Real, la Emperatriz Madre —dijo—. Se han impartido órdenes para que usted sea llevado esta tarde a ver a la Emperatriz, para que ella oiga por sí misma lo que usted tiene que decir.
Luego sonrió y tocó a Walter en el hombro con su abanico.
—Hay más. Lu Chung ha sido hallado. Está ahora en la casa del magistrado más cercano, esperando el interrogatorio. Tenemos que ir allí inmediatamente.
Vieron a Lu Chung en cuanto llegaron a la casa del magistrado, que también servía de tribunal de justicia. A El Ave Que Empluma Su Nido lo estaban llevando por un vestíbulo bajo. Estaba desnudo hasta la cintura, y llevaba unos lazos atados a las orejas en señal de que se le sospechaba de haber cometido graves delitos. Ese hecho lo había conmovido tanto, que los rollos de gordura de su estómago parecían caídos y el sudor le chorreaba por ellos como las gotas de humedad que cubren las botas del aguatero.
El preso no los vió, pero pareció evidente que había visto a los ocupantes de una cámara oscura por la cual pasaron en camino a la audiencia. Aquella cámara estaba al pie de unos escalones, pero penetraba en ella bastante luz para que pudiera verse que unos cuantos criminales convictos habían sido introducidos en toneles, de los cuales sólo asomaban sus cabezas por unos agujeros practicados en la parte superior. Como vivían en el peor de los abandonos y les faltaba toda esperanza, sus lamentaciones llenaban el ambiente. Lu Chung se estremeció al pasar, y su enorme corpachón retembló de miedo.
Walter cogió del brazo a Chang Wu.
—¿Qué les harán a esos pobres individuos?
—Nada —contestó el enviado encogiéndose de hombros con indiferencia—. Son malhechores de la peor clase. Las condenas que cumplen son de extensiones diversas, pero siempre resultan en lo mismo. No es posible vivir en tan poco espacio, de modo que todos mueren antes de cumplirlas.
Al llegar a la sala de audiencias, Lu Chung se sintió más desesperado aún. En un rincón de la estancia podía verse el temible espectáculo de un hombre que tenía la cabeza cubierta por un capuchón cuadrado adornado por un copete de plumas de cuervo. El hombre también estaba desnudo hasta la cintura, y siempre que accionaba con los brazos, sus músculos se movían como jóvenes pitones que treparan por un grueso tronco.
—Ése es Hsui, el verdugo e interrogador por medios físicos —murmuró Chang Wu mientras se sentaban en las últimas filas de asientos—. Lo conocen por el mote de La Mano Que Tira de la Nariz, y dicen que siente gran placer en demostrar su habilidad. Si Lu Chung se muestra empecinado, Hsui lo interrogará con filosos cuchillos calentados al rojo. Y ese miserable obeso dirá cuanto sepa.
—Lu Chung demostró una inmediata inclinación a evitar las atenciones de La Mano que Tira de la Nariz, Hsui. Empezó a hablar, y el padre Theodore le murmuró a Walter al oído que estaba explicando sus motivos para unirse a la caravana de Bayan, el de los Cien Ojos.
—Su declaración no me convence —dijo el sacerdote—. Seguramente no le ha de ir bien.
Chang Wu se sentó junto con el magistrado en el banco, y, con ese consentimiento oficial, empezó a interrogar al preso. Al terminar el interrogatorio, Lu Chung fué llevado otra vez a su celda y el enviado volvió a su asiento al lado de Walter.
—Hay buenas noticias, aunque malas también —dijo—. El amigo de usted, llamado por el preso El Extranjero Alto, fué capturado por unos bandidos una mañana cerca de una población situada sobre el río Wei-Ho. Lu Chung había ido a la aldea con la chica, y se enteraron del desgraciado acontecimiento cuando estaban por regresar al punto en que había sido levantada la tienda. Desde entonces, no ha vuelto a saber más de El Extranjero Alto.
Walter estaba demasiado atónito para contestar. Después de largo rato se puso de pie y echó al andar por la habitación, llena la mente de los más tristes presentimientos. Estaba seguro de que Tristram había sido muerto. Existía una posibilidad de que los bandidos trataran de llevárselo con el propósito de venderlo como esclavo, pero el muchacho no ignoraba que su amigo preferiría la muerte a eso y que lucharía hasta el fin. Sí, lo habían muerto y arrojado al río. Walter estaba convencido de ello: no le quedaba duda alguna en el espíritu en cuanto a quién era el culpable. Era su resolución la que los llevara a esa tierra extraña y cruel, y la muerte de Tristram podía serle imputada a él.
Se había puesto muy pálido, y las manos le temblaban al regresar a su asiento con los demás.
—Lu Chung sabe más de lo que ha dicho —exclamó con apasionado tono—. Ha hecho un trato con los bandidos. Eso resulta evidente por su ausencia en el momento del rapto. Hay que arrancarle la verdad.
Hizo una pausa, y, como temeroso de hacer la pregunta, prosiguió.
—Y ¿qué ha sido de la chica?
—Ese enorme y gordo cerdo ha estado a la altura de sus viejas artimañas —dijo Chang Wu—. Trajo a la chica a Kinsai, y, como consideración la entregó a Sung Yung, quien tiene la intención de devolvérsela a su hermano en Antioquía. Sacará mucho provecho de la transacción, porque Lu Chung dice que Anthemus pagará mucho para volver a tenerla. Hoy la embarcan hacia el gran río Amarillo. Luego seguirá en barco río arriba hasta el punto del que parte el camino del desierto.
—Entonces apenas si nos queda tiempo —dijo Walter.
Pero Chang Wu meneó la cabeza, vacilando.
¿Qué se propone hacer el joven estudiante? —preguntó—. Sung Yung tiene gran influencia en la corte de justicia. Los magistrados siempre le escuchan porque dicen que los soborna muy bien cuando es necesario. ¿Con qué fundamento puede pedirse la custodia de la chica?
—Pues por su propio deseo. No quiere volver a casa de Anthemus.
—Los deseos de la chica no tienen importancia. Los magistrados verán que no tiene marido ni padre, de modo que opinarán que ha de regresar al lado de su hermano. ¿Tiene alguna clase de parentesco con la muchacha el honorable estudiante?
—No.
—¿Tiene pues la intención de casarse con ella?
—No —dijo Walter meneando la cabeza—. Pero tiene sangre inglesa, y siempre ha deseado regresar con nosotros a la patria de su padre.
Chang Wu abrió los brazos con resignado gesto.
—Es lástima que el joven estudiante no se proponga casarse con ella. Eso sí que proporcionaría algún fundamento sobre el cual actuar. En cambio, tal como están las cosas, los jueces no lo escucharán. Este humilde servidor cree que nada puede hacerse por ella.
Después de pensar un rato Walter preguntó:
—¿Cuándo se embarca?
—Dentro de dos horas. Lu Chung ha dicho que la tiene estrechamente vigilada en el depósito de sedas de Sung Yung. De allí saldrá.
Mientras hablaban, Walter se había sentido obsesionado por un único pensamiento. Estaba recordando la visita que Anthemus le hiciera aquella tarde en Maragha. Aún podía recordar con una sensación de disgusto la expresión del rostro del mercader y su siniestro tono de voz al murmurar: «No tiene usted idea de cuánto sufrirá ella por lo que ha hecho». Anthemus no era de los que olvidan. La trataría con tanta crueldad como aquella con que la hubiera tratado entonces. Y Walter dijo para sí: «¡No he de permitir que la lleven! Tengo que seguir el único procedimiento por el cual puede ser salvada».
Ninguna promesa podía impedir que se salvara a Maryam del castigo que esperaba y de la triste vida que podía esperar después. Pensó en la desgracia que había resultado del tonto juramento hecho por su abuelo. Seguramente algo malo tenía que haber en una norma que causaba tanto mal a la gente sólo por unas palabras pronunciadas en un momento de enojo.
—Soy responsable por la muerte de mi amigo —dijo—. No puedo sumar otro error a ése. ¿Inclinaría a los jueces a sacarla de manos de Sung Yung mi intención de casarme con ella?
Chang Wu vaciló.
—¿Quién sabe? Puede que Sung Yung esté preparado a influir en ellos con el regalo que pesa mucho en la mano. Eso sólo puede asegurarlo el hecho consumado. Ningún juez separaría al marido de su mujer.
Y al rato, añadió:
—No sería prudente tratar de emplear la fuerza. El hombre tiene mucho poder en la ciudad.
—Entonces hemos de presentar un hecho consumado —dijo Walter, y, volviéndose hacia el padre Theodore, añadió:
—Tenemos, en el mejor de los casos, muy pocos minutos para realizar el plan que acaba de ocurrírseme. ¿Quiere usted emplearlos en celebrar una ceremonia nupcial? Será difícil, y quizá corra usted peligro.
—He venido a esta tierra en una misión que es en sí muy peligrosa —dijo el sacerdote con expresión de orgullo ofendido—. ¿Cree usted que retrocedería ante cualquier consideración de riesgo personal? No, no, usted es injusto conmigo. Pero en cuanto a la ceremonia nupcial, veo grandes dificultades. ¿Unos minutos solamente? Joven, el servicio nestoriano es cosa hermosa y sagrada, y tarda casi una hora. Hay que recitar muchas plegarias e himnos. Tiene que haber un anillo, una copa de vino y hnana, para espolvorear en el vino. Tengo un anillo que ha de servir; me alegro también de decir que tengo bastante hnana para el acto; es polvo juntado en la tumba de un santo mártir. Pero la falta de tiempo es un obstáculo que no podemos vencer.
—Buen padre Theodore —dijo Walter seriamente—, es éste un caso de vida o muerte. Estoy seguro de que las palabras esenciales del servicio bastarían. La chica y yo nos consideraremos unidos ante Dios sin todas las plegarias e himnos.
—Yo proporcionaré la copa de vino —dijo Chang Wu.
—¿De este fuerte vino chino? —exclamó el sacerdote—. Debería ser un vino liviano y suave, producido por las viñas de nuestras cálidas colinas. ¿Serviría algún otro para dos personas de la fe cristiana? ¿Podrán quedar unidos por medios tan poco santificados?
—Haremos lo mejor que podamos —declaró Walter—. Venga, padre Theodore. Deje usted de lado sus escrúpulos. Ocúpese del servicio y elija usted los pasajes necesarios. No tendremos más de uno o dos minutos.
El sacerdote meneó la cabeza, apesadumbrado.
—Será casi un sacrilegio —dijo—. Estoy muy confuso. Pero… si es necesario, haré como usted dice.
El depósito de sedas de Sung Yung daba a una de las plazas del mercado. Era el más imponente de todos los edificios que allí había; su techo era muy alto y se destacaba por sobre todos los demás, y sobre la puerta había una dorada imagen del gusano de seda. Las persianas del frente habían sido abiertas y descubrían una amplia habitación en que grandes carreteles de seda cubrían las paredes de casi siete varas de alto. Las sedas eran ricas y lustrosas, y sus colores eran tan hermosos y brillantes que parecían iluminar todo ese lado de la plaza.
Frente a la casa había una silla de manos con las cortinas bajas. Dos portadores, cubiertos sólo por unos taparrabos, estaban entre las varas, adelante y atrás. Walter pensó en el día en que Tristram y él presenciaron los preparativos de la partida en Antioquía. En aquella oportunidad habían estado impotentes para intervenir. ¿Tendría Walter mejor suerte este día?
A pesar de la necesidad de concentrarse en la tarea que le esperaba, Walter sólo podía pensar en la suerte de su amigo. Aún seguía convencido de que Tristram había sido muerto, pero lo ocurrido aquel día en el río Wei-Ho siempre habría de tener tanto de misterio como lo relativo a Wat Stander. Nunca habría forma de seguirle los rastros en caso de que hubiera caído prisionero; igual habría sido esperar recuperar una gota de vino caída al mar que un hombre perdido en aquellas inmensas tierras. Hasta la perspectiva de rescatar a Maryam apenas si le impedía seguir acusándose a sí mismo.
—Allí está Sung Yung —dijo el enviado, señalando a la plaza con su abanico.
Un hombre excesivamente obeso había salido del depósito, apoyado en los hombros de dos criados. Echo a andar lentamente hacia la silla de manos, dando cada paso con un cuidado tal que era evidente que dudaba de la capacidad de sus piernas para soportar el enorme peso de su cuerpo. Estaba envuelto en una delgada túnica de seda que se le pegaba al sudoroso torso, y le cubría la cabeza un grotesco sombrero en forma de pipa de vino.
Chang Wu dijo en tono profundamente despreciativo:
—Dicen que tiene unas cuerdas colgadas sobre la cama para ayudar a levantarse. ¡Cuántas desgracias ha traído ese Sung Yung a mi desdichado país!
—Parece que hemos llegado en el preciso momento de la partida. ¿Está usted seguro, Chang Wu, de que los que han prometido ayudar se hallan cerca?
—No tenga usted cuidado. La Hermandad de las Estrellas Azules nos prestará su ayuda. Ahora trabaré conversación con esa infame mole de grasa que aprovecha de las desgracias del país, mientras mi joven amigo cumple con la otra parte de su plan.
La plaza estaba muy concurrida, y muchas personas rodeaban la silla de manos. Walter se unió a ellas, y se puso lo más cerca posible. Empezó a hablar en griego, como si se dirigiera al sacerdote nestoriano, aunque en voz bastante alta para que lo oyeran desde el interior de la silla.
—No contestes, Maryam, si estás ahí. Soy Walter, mueve apenas la cortina si logras oírme.
Hubo un momento de ansiosa espera. Luego, una de las cortinas se movió levemente.
—Dije que me encontraría contigo en Kinsai. Dios y el bueno de St. Aidan me han permitido cumplir por fin mi promesa. Sólo hay un modo de libertarte, Maryam, y es decir que eres mi mujer. Si así lo deseas, vuelve a mover la cortina.
La cortina se movió por segunda vez.
—Hemos de tener mucho cuidado. No des señales de vida hasta que me oigas decir: «Sí». Entonces, aparta la cortina y sal. Quiero que estés pronta para hacer inmediatamente cuanto te diga, pues tenemos poco tiempo. No temas, Taffy. Todo ha sido cuidadosamente proyectado.
Walter echó una rápida mirada a su alrededor, y suspiro de alivio al ver a algunas personas de chaquetas bordadas de estrellas y ceñidas por cinturones de piel de foca, que se adelantaban hacia él por entre la multitud. Hizo una seña al padre Theodore para que empezara.
El sacerdote se puso a leer una hoja de pergamino que tenía en la mano. Mantuvo la cabeza baja y repitió apresuradamente las palabras. La lectura no duró más de un minuto, pero a Walter se le antojaron siglos. Uno de los portadores se había adelantado, como si empezara a sospechar. Un joven de estrellada chaqueta lo hizo retroceder de un codazo.
El padre Theodore se metió la hoja de pergamino entre los pliegues de su túnica y abrió un cesto que llevara al hombro. Sacó una copa de plata llena de vino. Hizo la señal de la Cruz sobre el borde, y arrojó en la copa un anillo y una pizca de fino polvo.
—Beba —dijo, entregándole la copa a Walter—. Dos tercios son para usted. Ni más, ni menos, si quiere usted la felicidad matrimonial. Si bebe más, será usted un marido tiránico; si menos, su esposa será quien gobernará la casa. Beba, y luego conteste usted.
Walter bebió parte del vino y dijo: «Sí», con voz clara. En seguida se abrieron las cortinas y Maryam bajó de la silla. Walter sólo tuvo tiempo de ver que parecía muy pequeña, más pequeña de lo que la recordara, y un poco asustada.
El padre Theodore le tendió la copa, y la chica bebió el resto del vino. Luego, interrogada por el sacerdote, dijo: «Sí» y cogió el anillo que estaba en el fondo de la copa. Cuando se lo hubo puesto en el dedo, el sacerdote puso la mano derecha en la cabeza a Walter y luego a ella.
—Os declaro marido y mujer —entonó en voz alta.
La ceremonia sólo había tardado unos minutos y la gente que les rodeaba no parecía haber comprendido su significado. Sólo entonces se atrevió Walter a mirar a su flamante esposa, y en ese momento tuvo clara conciencia de que la amaba. Comprendió que la había amado intensamente, con fervor, desde que se separaran, y que sólo porque su sentimiento del deber exigía la permanencia de su prometida fidelidad a Engaine había dejado de advertirlo antes. Se sintió tan seguro de estar obrando bien, que lo invadió una sensación de felicidad.
—¡Walter! —exclamó Maryam alzando la vista, con voz trémula.
A la muchacha le brillaron, radiantes, los ojos, por entre una niebla de lágrimas. Walter la cogió del brazo y murmuró:
—¡Ahora estás a salvo, gracias a nuestro vigilante padre Theodore!
Entonces los jóvenes de chaquetas estrelladas, que pertenecían al círculo de ancianos mercaderes que escucharan a Walter el primer día de su llegada, los rodearon para formarles una guardia personal. El padre Theodore, otra vez pergamino en mano, abrió la marcha hacia un costado de la plaza. Resuelto a dar una nota de mayor regularidad al servicio, empezó a leer con voz sonora las plegarias que se viera obligado a omitir antes. Uno de los jóvenes cogió una guirnalda de flores blancas de una bandeja de vendedor ambulante y la puso alrededor del cuello de la novia.
Walter apretaba la mano a su esposa. La oyó decir en tenso murmullo:
—Hemos esperado mucho y hemos seguido esperando, pero por último ya no cabía la esperanza. ¡Estábamos seguros de que te habían matado!
La chica estaba pálida y delgada, y los ojos que volvió hacia él parecían más grandes que nunca. Walter vió también que Maryam estaba pobremente vestida. El manto que la cubría había sido una vez azul oscuro, pero ya por entonces estaba viejo y raído. Casi llegaba al suelo, y sólo dejaba ver las botamangas de unos angostos pantalones negros.
—Ahora no es el momento de hablar —dijo Walter—. Dentro de pocos minutos he de dejarte. Pero puedes estar segura, Taffy, de que ya no hay más peligro y nunca volveremos a separarnos.
—¡Apenas si puedo creerlo! —dijo ella, embriagada de felicidad—. ¡Pensar que estás vivo y juntos!
Pero a pesar de las afirmaciones de Walter, un peligro parecía inminente. Unos criados armados de Sung Yung estaban saliendo precipitadamente del depósito de sedas, mientras que su amo trataba de abrirse paso, con furibunda mirada, por entre la multitud. Chang Wu lo seguía.
Walter se adelantó e interpeló al mercader de sedas.
—Es usted Sung Yung y le conocen por El Fuego de Negras Nubes —dijo, y advirtiendo que había hablado en inglés, se volvió hacia Chang Wu—. Dígale que estoy casado con la hermana de Anthemus, a la que ha estado manteniendo secuestrada sin derecho alguno. Habrá de comprender que este asunto no es ya de competencia de los jueces. La boda ha sido realizada públicamente ante toda esta gente.
—Será un placer repetir a este barril de grasa rancia lo que usted acaba de decir —declaró Chang Wu.
—También puede usted decirle que yo había esperado verle en otras circunstancias. Recibí instrucciones de Anthemus, que he cumplido en parte. No puedo ya seguir cumpliendo con lo convenido entre nosotros, pero le dice que le devolveré el dinero que ha gastado en mi viaje.
Chang Wu tradujo, y resultó evidente que estaba ampliando el mensaje. Walter se enteró con posterioridad que Chang Wu había añadido que el pago se haría en ese papel sin valor con que el mismo Sung Yung había inundado el país por orden de Anthemus.
El efecto de aquellas palabras fué mayor del que esperaba el enviado. Uno de los celosos custodios de la pareja sacó un fajo de arrugados billetes de un bolsillo y se los arrojó a la cara a Sung Yung. Inmediatamente se oyeron gritos de: «¡Paz, paz!», en la plaza, y el enfurecido pueblo empezó a rodear al mercader en sedas.
El desorden que así comenzara se convirtió en un verdadero tumulto. Sung Yung fué zamarreado y abofeteado por enojadas manos, y su protuberante barriga fué la que absorbió la mayor parte de los golpes. Sus agudos chillidos para pedir auxilio se perdieron en el creciente clamor de la multitud. Un vendedor de pescado le golpeó el rostro con su cesto. El mercader perdió el equilibrio y cayó en el pavimento de ladrillos. Inmediatamente se produjo una furiosa lucha alrededor de él entre la gente, que trataba de darle puñetazos y puntapiés al postrado cuerpo.
Entre tanto, otros arrancaron el gusano de seda de oro de la puerta de entrada del depósito y lo rompieron en mil pedazos. Un hombre se apoderó del extremo de uno de los enormes carreteles de seda amarilla y salió corriendo con él hasta que la seda se estiró hasta el otro lado de la plaza, como el fuego del cielo al cual Sung Yung debía su nombre. Otros siguieron el ejemplo, y pronto hubo largas franjas escarlatas, azules y verdes que salieron del depósito en todas las direcciones. Todos gritaban: «¡Paz, paz!». Las pocas dagas que aún se veían fueron arrancadas del suelo y substituidas por ramas de sauce. La tienda de un mercader en té, uno de los pocos que publicara su deseo de que prosiguiera la guerra, fué invadida por el populacho. Los cajones que contenían la mercadería fueron arrastrados a la calle, donde fueron apilados e incendiados. La vista de las enormes llamas incitó a los revoltosos a atacar otras tiendas cuyos dueños eran notorios simpatizantes de los proyectos de Sung Yung.
Cuando el grupo que rodeaba el foco central del disturbio se dispersó, pudo verse que Sung Yung no iba a poder ya ejercer influencia alguna en la política. Le habían cubierto la cabeza de pedregullo, que fué apisonado hasta que aquel enorme cuerpo hubo dejado de moverse.
Temeroso de que se hiciera tarde para la audiencia en el Gran Palacio Interior, Chang Wu dirigió a sus compañeros por una callejuela hacia uno de los angostos canales que dividían la ciudad. Allí Maryam fué embarcada en una barcaza con el padre Theodore y dos hombres de escolta, con instrucción de que llevaran a la muchacha a casa del enviado para que descansara por el resto del día. El rostro de Maryam, al contemplar a Walter desde su asiento en la popa reflejaba tanta ansiedad y asombro que el muchacho bajó al desembarcadero y dijo:
—Sólo es por unas horas, Taffy. Me uniré contigo lo más pronto posible.
La barcaza se alejaba ya, y la chica sonrió y saludo con la mano a su marido al desaparecer por un codo del canal.
—¡Vamos! —dijo Chang Wu con tono de urgencia—. Se perderá una oportunidad magnífica si llegamos tarde a la audiencia de Su Grandeza Imperial.