VI

Y Rauf de Bulaire, conde de Lessford, había muerto.

Walter se quedó inmóvil, sentado en el borde de la cama, encogidos los hombros, lleno el espíritu de contradictorias emociones. Estaba pensando en lo que su padre le dijera el día de su segundo encuentro: «No he hecho lo que hubiera querido hacer por ti, hijo mío», y «Cuando seas mayor y hayas visto las cosas por ti mismo, quizá comprendas mejor y no me quieras demasiado mal». Walter comprendió que era cierto lo que decía la gente; que su padre siempre estuvo sometido a la influencia de aquella normanda, su esposa. Trataba de reconsiderarlo todo en su mente, seguro de una sola cosa: muerto su padre, nunca volvería a pensar mal de él. Y se volvió sobresaltado cuando Giles le tocó el hombro.

—Alguien quiere verlo, señorito Walter —dijo el mayordomo—. Ha llamado a la puerta trasera y dice que no puede entrar. Creo que es un estudiante externo, señorito Walter.

Éste se echó apresuradamente el fardo de ropas al hombro. En el vestíbulo acababa de producirse un griterío, lo cual le indicó que algunos de sus compañeros habían vuelto de sus clases, aunque por el alboroto parecía que la casa hubiese sido invadida por una bandada de gansos. Oyó que uno exclamaba:

—¡Por St. Winwaloe, qué día asqueroso!

Era moda por entonces que cada estudiante eligiera uno de los santos menos conocidos para invocarlo en forma enfática, pero nadie del hospicio había adoptado a ese piadoso abate del siglo VI, de modo que resultaba evidente que había extraños en el grupo. A Tristram no le convenía ser visto.

Y al volverse hacia las escaleras, Walter le dijo a Giles:

—Ocúpate de que el mensajero de Bulaire pueda meterse algo entre pecho y espalda y luego ponlo en camino.

La tormenta había vuelto a desatarse con toda su furia, y Tristram, que aguardaba pacientemente de pie ante la puerta trasera, estaba ya calado hasta los huesos.

—Me voy en seguida —dijo—. Quizá haya sido un tonto de perder tiempo viniendo aquí. Pero quería que supieras la verdad.

Estaba jadeante, como después de una larga carrera.

—He reñido con mi casero y temo que esté mal herido. Conque, ¡ya se acabó Oxford para mí!

—Volviste pues a la casa de Sheydyard Street.

Tristram asintió como disculpándose.

—Sé que se había convenido que no iría por allí y que habría de buscar otro alojamiento. Pero pensaba continuamente en la pobre tejón. Nadie iba a darle de comer, de modo que cogí unos restos de comida, lo bastante para que le durara algunos días, y me los llevé. Al llegar… —y el muchacho tragó saliva antes de proseguir—, ¡estaba muerta! Se habían vengado en la inválida bestezuela. Tenía aplastada la cabeza, y al lado del cadáver había una regla de la tienda, manchada de sangre.

Y a Tristram le brillaron de profundo enojo aquellos ojos, generalmente de expresión tan suave.

—Bajé las escaleras en su busca. Me vio llegar y cogió un balde de engrudo. Lo derribé antes que pudiera levantarlo a la altura de sus hombros. Su mujer me pegó por detrás con un atizador, y sus chillidos atrajeron a los vecinos. Tuve, pues, que echar a correr.

Y miró apesadumbrado a Walter antes de concluir:

—Espero que no esté demasiado herido.

—Yo también me marcho —dijo Walter—. Me alegro que hayas castigado al individuo, Tris. Ahora podemos irnos juntos.