II

La noche había dejado caer ya su negrura sobre los inclinados aleros de los techos de Oxford cuando Walter salió de la iglesia. El muchacho echó a correr velozmente por el laberinto de tortuosos senderos que se extendía detrás de St. Martin, taloneado por instintivo temor.

Lo más extraño de la vida en la universidad era que el cuerpo estudiantil no demostraba miedo a la noche. En el hogar de Walter era otra cosa. En Gurnie se vivía a la sombra de muchos temores, pero el que mayor presa hacía en todos los espíritus era la certeza de que las horas de oscuridad pertenecían al diablo. El muchacho había contemplado con jadeante respiración la bajada del sol detrás de la ondulada línea de los robledales en Algitha Scaur, aguardando casi ver las puntas de los cuernos de Satanás asomar en el horizonte. Los labradores llegaban corriendo de los campos una vez desaparecida la luz del día, como si una bandada de brujas los persiguiera chillando. El bueno del padre Clement tiraba vigorosamente de las cuerdas de las campanas cuando una tormenta amenazaba oscurecer el día, y a menudo se le veía salir con agua bendita para alejar a los demonios que llegaran con las tinieblas, en alas del viento. Nadie respiraba a sus anchas hasta que las persianas en Gurnie estuvieran bien cerradas y Agnes Malkinsmaiden hubiera servido la cena y la cerveza que infunde renovado valor a los estómagos vacíos.

Walter no conocía sonido más bien venido que el canto del primer gallo por la mañana. Entonces la vieja mansión renacía a la confianza. Se podía oír silbar y tararear a criados y labradores mientras se ataban los jubones y se derramaban agua fría sobre las cabezas en la fuente cercana a la cocina. El día era de Dios, y todo andaba bien en el mundo.

Más en Oxford, con la llegada de la oscuridad la vida cobraba un pulso más acelerado. Los estudiantes salían entonces con hopalandas bien arropadas alrededor del cuerpo para ocultar las filosas hojas que llevaban ceñidas en vez de tinteros. Entusiasmados por la perspectiva de alguna aventura, una cita con alguna criada de taberna o una pelea con burgueses de la ciudad. Había animación en sus voces cuando gritaban: «¡Un estudiante, un estudiante!», a otros grupos que pasaban por las angostas callejuelas. A veces, el tono se profundizaba hasta adquirir una expresión de alarma cuando había lío con la patrulla, y entonces, al grito de guerra de: ¡Surgite! ¡Surgite!, los estudiantes salían corriendo de tabernas, hospedajes y oscuras guardillas en ayuda de sus apurados cofrades. A los hombres de Oxford parecía gustarles la oscuridad, pero aquello no se debía a que hubiesen perdido todo su temor al diablo. Iban a confesarse con la misma aprensión y aspecto avergonzado que el más nervioso de los pecadores. Era más bien porque el manto de la noche les hacía más fácil olvidar su juventud y contonearse como los atrevidos matones que pretendían ser.

Dos eran los motivos por los cuales Walter rara vez salía con sus compañeros. El primero era su deseo de seguir con sus estudios. Apenas si podía esperar que llegara el día en que sus conocimientos de latín y de griego, así como las nociones de árabe y hebreo que tan penosamente estaba adquiriendo, pudieran aplicarse en forma práctica. Desde las Cruzadas, las miradas de aquellos que necesitaban recuperar sus fortunas se habían vuelto hacia el este. Quería oír el metálico ruido de las monedas en su bolsa. Esperaba que llegara pronto el momento en que Engaine no pudiera mirarlo con sus verdosos y azulados ojos y decirle: «¡Terrateniente!», con tanto desprecio.

El segundo motivo era su extremada sensibilidad con respecto a su cuna. Sus compañeros habían llegado a considerarlo un individuo muy huraño. El muchacho se apenaba por su impopularidad, mas parecía incapaz de evitarla. Cuando los demás se ponían las hopalandas para alguna andanza nocturna, siempre le venían ganas de decir:

—Aguardadme, maestros de arte, no soy mala persona al fin y al cabo.

Pero dominaba el impulso diciéndose:

—No te quieren. Ya lo han demostrado bastante. ¿Dónde está tu orgullo, tonto?

Su amor por Oxford era casi fanático, más el muchacho no era feliz allí.

Al llegar al hospedaje, descubrió que su larga espera le había costado la cena, mas su pesar fue atenuado por el olor que se filtraba por debajo de los tabiques a la entrada, y que le indicó que Giles había vuelto a servir pescado. Según todas las probabilidades el pescado no sería fresco. Quizás alguno de los estudiantes librara de contrabando alguna batalla (expresión que usaban para designar a la comida consumida fuera de hora) en su cuarto, más entrada la noche. Pero pensó que aun en ese caso, no lo invitarían.

Probó sumirse en el Monologium de San Anselmo, pero el dormitorio alto resonaba con las voces de los que leían. Se preguntó si se atrevería a decir lo que pensaba, que en Francia y demás países verdaderamente cultos se consideraba una falta de instrucción el no poder leer callado. En ese momento advirtió que Ninian estaba descolgando de la pared su caperuza bordeada de piel. Ninian tenía el privilegio de ostentar ese distintivo de nobleza porque su padre era capitán de guardias en la frontera con Gales. El padre de Walter era conde, más el muchacho se veía obligado a usar una caperuza sencilla.

Ninian se dirigió hacia donde Walter se hallaba.

—Bastardo —le dijo—, tengo que conversar contigo y no quiero que oigan estos patanes. Ven, salgamos.

Todo, en Ninian, irritaba a Walter; su aire de superioridad, su afectada pronunciación, la flojedad de su mandíbula, y, por sobre todo, su situación con respecto a Engaine.

—Acabo de llegar y estoy empapado, como puedes ver. Dentro de una hora apagarán las velas y apenas si me queda tiempo.

—Te prestaré mi capa —rezongó Ninian—. Es nueva, y habrás de cuidarla mucho.

Luego frunció el ceño con aire de superioridad.

—Tus modales podrían ser mejores, bastardo.

—Mis modales son cosa mía. Estoy muy satisfecho con ellos.

Al hijo del capitán de guardias le resultó difícil aceptar esa desconsideración de sus deseos. Se rascó la barbilla y siguió ceñudo.

—Me fastidias tanto como un pie cubierto de sabañones. Pero, al fin y al cabo, eres de sangre noble, lo cual hace variar la situación. Si consientes en venir —añadió en tono más amable—, le hablaré a Giles para que nos dé algo de comer.

La cosa cambiaba de aspecto. Walter se acordó de que estaba muy hambriento.

—¿Algún trozo frío de carne de vaca? —preguntó.

Ninian asintió con un movimiento de cabeza a la vez que hacía sonar unas monedas en su bolsa.

—Carne de vaca o de cordero; lo que podamos conseguir. Quizá pida también un poco de pastel.

Y, bajando la voz, añadió:

—Quiero hablarte de Engaine.

Walter arrojó su empapada hopalanda a un rincón y se puso la capa ofrecida. Nunca había tenido una de aquellas nuevas y elegantes prendas y se contoneó inconscientemente al prenderse el cuello de piel.

—Te envidio tu estatura —dijo Ninian, mirándolo con fastidio—. Y ¿por qué tendrás a la vez un arco de nariz normando y ese cabello amarillento? Si yo tuviera algunas de tus características, Engaine pensaría mejor de mí. Empezaron a bajar la escalera interior (motivo de gran orgullo para los habitantes de la casa, pues la mayoría de las casas de Oxford tenían escaleras exteriores), y Ninian empezó a contar sus preocupaciones.

—He de confesar que estoy molesto por algo que acabo de oír. Engaine y yo somos primos hermanos, pero en ambas familias siempre se ha tenido por seguro que íbamos a casarnos. Naturalmente, estoy de acuerdo. La chica entrará en posesión de todos los bienes de Tressling, y, además, es bastante bonita y juguetona. No voy a poder estar a su altura en tierras, pero recibiré los feudos de Barley por parte de mi madre y una buena extensión de terreno boscoso en la frontera. No soy precisamente un mendigo. Pero ahora —prosiguió con aflicción— acabo de enterarme que el borracho de su padre tiene otros planes. Parece que un pez más gordo ha mordido el anzuelo. ¿Qué harías en mi caso, bastardo? Llevas una astuta cabeza sobre los hombros, aunque seas un malhumorado mastín, y claro está, no le tienes cariño a Tressling. Aprecio tu opinión. ¿Te gustaría ir en derechura a ver al viejo odre y hacer valer tus derechos?

Ante esa revelación Walter experimentó una preocupación más honda que el afectado Ninian.

—¿Quién es el otro pretendiente? —preguntó.

—No estoy seguro. En Tressling se muestran muy reservados al respecto. Pero abrigo mis sospechas —añadió en tono jactancioso—, y no tengo intención alguna de hacerme a un lado.

Habían llegado a la puerta de calle cuando resonaron detrás de ellos los apresurados pasos de maese Matthias Hornpepper. El mayordomo de la casa era un hombrecillo regordete de nariz larga y sombría, que se sentía constantemente ofendido. Sus deberes lo mantenían en un estado tal de torbellino que raras veces se le veía, cualquiera fuera la estación o la hora, sin sudor en la frente.

El mayordomo carraspeó, nervioso.

—¡Ah, ejem! ¡Señorito Ninian! —gritó—. Quiero decirle unas palabras, joven caballero.

—¿Qué querrá ahora esa vieja bola de grasa de bamboleante cabeza? —murmuró, y, enfrentándolo, dijo—: Voy a salir. No tengo tiempo de hablar con usted ahora, maese Hornpepper. Es usted una sarna fastidiosa, maese Hornpepper, y creo que hemos de encontrarnos otro mayordomo.

—He recibido una seria queja respecto de usted —dijo maese Hornpepper en tono humilde.

—¿Qué le pasa a este bellaco? —preguntó Ninian—. Le pago diez peniques por semana, mientras que de los demás sólo recibe ocho. ¿No basta acaso que me robe sin que además me haga zumbar la cabeza con sus eternas quejas?

—Se trata… Pues se trata de una muchacha. Y la queja viene de un bedel de la universidad.

Resultó evidente que Ninian estaba alarmado. Por los débiles y grisáceos ojos le pasó un defensivo brillo.

—Parece —dijo maese Hornpepper—, que ha sido muy imprudente, si es que puedo atreverme a comentar su conducta. La chica ha sido lo bastante tonta para, ejem, para quedar embarazada.

Ninian pareció por un rato aún más asustado. Luego, una sonrisa de satisfacción se le extendió por el largo y cetrino semblante. Evidentemente, se hallaba complacido.

—¡Diablos, eso sí que vale la pena oírse! —exclamó—. Mi padre se sentirá orgulloso de mí. A menudo le he oído decir que un hombre no es hombre hasta no haber dado al mundo seis bastardos.

—¡Será un escándalo, un escándalo tremendo! —protestó el mayordomo—. El pobre Thomas Tavener tenía el rostro blanco como cera al referirme el hecho. Estaba muy ilusionado con su hija y está desesperado por la vergüenza en que la ha sumido.

—¿Vergüenza? —exclamó Ninian—. ¿No ves que es lo mejor que podía haberle ocurrido? Su hijo tendrá sangre noble. Se hará un arreglo, por supuesto; mi padre se ocupará de eso. Habrá bastante para mantenerla a ella y al pequeño bastardo en cuanto nazca.

A Walter le costó mucho no echarle las manos al cuello a su compañero. Los hombres usaban la palabra «bastardo» con la misma frescura con que decían «buen día» o «Dios te guarde», pero el muchacho nunca había podido acostumbrarse a ello. Siempre que aquel calificativo se le aplicaba a él, pensaba en el pálido rostro de su madre y en las tristes circunstancias en que vivía en Gurnie. Entonces una ardiente rabia interior se apoderaba de él.

En ese momento se dieron cuenta de que los oían. Una fuerte risotada resonó en el corredor y la voz de Humphrey Armstraung, de las tierras del oeste, dijo:

—Conque ¡nuestro noble Ninian ha estado putañeando!

Y apareció detrás de un tabique de roble, sonriente bajo la redonda gorra que llevaba como bachiller en artes. Armstraung, generalmente conocido por el apodo de El Estudiante Magistral, era el jefe reconocido de los muchachos. Lo seguían varios otros: Rob Wynter, de los Países Bajos, y Ludar Fitzberg, de Irlanda, entre ellos.

—¡Señoritos, señoritos! —cloqueó el mayordomo, desesperado—. ¡No sabía que tuviéramos testigos! De esto no ha de trascender nada fuera de aquí. Tenemos que pensar en el buen nombre de la casa.

—Nos callaremos —gruñó Armstraung—. Aunque, en mi opinión, añadiría algo a nuestro buen nombre si trascendiera.

Los otros asintieron con un movimiento de cabeza. Por el modo en que miraban a Ninian, Walter comprendió que el futuro padre había crecido mucho ante sus ojos.

—¡Por San Cristóbal! —exclamó el Estudiante Magistral, palmoteándole aprobadoramente la espalda—. ¡Había un halcón entre los pichones de colimbo, y ninguno de nosotros lo sospechaba!

—Si es varón, puedes entregárselo al rey —sugirió el irlandés mirando socarronamente a Walter—. Ese parece ser el mejor procedimiento a adoptarse con los hijos bastardos, aunque algunos padres prefieren no reconocerlos.

Para demostrar su cambio de opinión para con el errante Ninian, todos decidieron salir con él y hubo una carrera en busca de hopalandas. Cuando salieron, siete en total, la tormenta había menguado y la única molestia que sintieron fue el pisar la mojada calle.

—¿Adónde vamos, burlador? —preguntó el Estudiante palmoteándole por segunda vez la espalda a Ninian—. Esta noche tienes derecho a llevar la voz cantante… y a pagar al gaitero, por supuesto.

Ninian estaba rebosante de satisfacción.

—¡A casa de Timothy-Two-Tunes! —exclamó, temerario—. Timothy cantará para nosotros y nos darán una gota de anís en la cerveza.

Cuando llegaron, la taberna de Timothy-Two-Tunes estaba abarrotada de parroquianos, en su mayoría universitarios de la clase más rica. En un primer momento, Walter creyó que todos ellos eran artistas, y, por lo tanto, dedicados al Trivium, cuyos estudios consistían en gramática, retórica, lógica y latín. Finalmente vio a un estudiante de derecho, suculento individuo cuya entorpecida lengua hablaba de impuestos de capitación y otros oscuros temas que habrían de preocuparle cuando se convirtiera en un jurisconsulto hecho y derecho. Frente al fuego estaba sentado un sacerdote que se había levantado la sotana sobre las rodillas. A primera vista podía clasificárselo como capellán, por ser tan gordo y preocuparse tan poco por su aspecto. Los hermanos capellanes no tenían otras obligaciones que las de decir plegarias por las almas de los fieles difuntos.

—El comesantos está acaparando todo el calor —gruñó el Estudiante, pues por entonces estaba de moda en Oxford afectar irreverencia—. No hay decencia en una espalda tan ancha como ésa. ¡Pensad en toda la carne de cordero y cerveza necesarios para mantener viva esa carroña! ¿Por qué no se va adonde debería estar, recitando sus avemarías para las pobres almas que dependen de él para escapar de freírse en el Purgatorio?

Ninian se dirigió a Timothy-Two-Tunes:

—Tabernero, cerveza para siete. Y acuérdate de echarle una gota de anís a cada jarro.

Timothy, que estaba cantando en el otro extremo de la habitación, no hizo caso. Rasgó las cuerdas de su laúd y siguió con su canción. La melodía era nueva y las palabras del refrán eran animadoras:

¡Vamos a Cathay!

¡Vamos a Cathay!

Su hija Dervagilla se presentó a atender a los estudiantes. Era una gorrona de pechos erguidos que se defendía contra las asiduidades inoportunas alardeando tan abiertamente de robustez que nadie se atrevía a insinuarse. Los brazos en jarras, miró burlonamente a Ninian y dijo:

—¿Cerveza, dijiste, y anís? Has de mostrarte más cortés, por favor, pues en caso contrario será, artemisa y no anís lo que te dé.

Y volviéndose hacia los demás, murmuró por un costado de la boca:

—Si alguna vez lo tuviera en cama conmigo, le rompería el lomo a ese prolífero machito.

El estudiante de derecho estaba discurseando por entonces sobre el joven rey Eduardo y lo que éste haría cuando regresara de la Cruzada.

—Por fin vamos a tener un verdadero rey. ¡Éste sí que pondrá en rienda a los orgullosos barones! Les quitará el poder, y así volveremos a gozar de paz y orden en el país.

¡Paz y orden en el país con un poder real tan absoluto como el del perverso Juan Sin Tierra, que trató de anular todos los derechos! Walter se dijo que el hombre estaba loco por decir tales disparates.

—Si hay paz y orden en el reino —preguntó— ¿cómo han de ganarse la vida los abogados?

—No le hagas caso al bastardo —le dijo Hump Armstraung al estudiante de derecho—; ése siempre está descontento por algo.

Walter no contestó. Se puso de pie y se dirigió hacia el extremo opuesto de la habitación, donde encontró un asiento en un banco de madera. No quería tomar parte en semejantes conversaciones. El nuevo gobernante tenía todas las tradiciones de realeza de los Plantagenets, eso se lo reconocía; el mismo valor y amargo orgullo, así como la alta estatura, la brillante mirada y el dorado cabello. Los reyes Plantagenets eran hombres guapos. Pero Eduardo mató a Simón de Montfort en Evesham, al gran Simón que luchara por los derechos del pueblo, y su padre, el viejo rey Enrique, había confiscado las tierras de Gurnie. ¡Eduardo I no gozaría de la lealtad de Walter!

El muchacho trató de encontrarse con la mirada de Ninian, esperanzado en que éste se acercara a él para tener esa conversación. ¿Qué era esa siniestra noticia, de Engaine? ¡Un pez más gordo mordía el anzuelo! Aquello sólo podía significar que el lord de Tressling estaba proyectando un pronto casamiento para su hija y heredera.

A Walter nunca le habían preocupado mucho las pretensiones de Ninian. Pero ¿quién era ese pretendiente, más valioso, que había en perspectiva? La sola idea de que Engaine pudiera casarse con otro era como una daga que se le clavara en el corazón.

Ninian seguía riéndose tontamente al beber su cerveza y no miró una sola vez en su dirección. ¿Qué le pasaba a ese individuo? ¿Acaso había olvidado el motivo por el cual salieran?

El estudiante de derecho terminó con su aburrido palabrerío. El sacerdote se irguió en su sillón, miró a su alrededor y guiñó a los asistentes.

—La intranquila alma de mi fallecido hijo espiritual está brincando animadamente —dijo—. Tengo que volver a mis plegarias por ella. Voy a vivir bastante bien del oro que ha dejado, y me corresponde no dejarla asarse demasiado.

De pronto Walter se levantó de un salto del duro banco. En la calle había surgido un fuerte clamor. Por encima del sonido de voces airadas se oyó la señal a que los estudiantes respondían estuviesen donde estuviesen.

—¡Surgite! ¡Surgite!

Walter se sorprendió de pie, mientras su mano buscaba con nerviosa prisa el puñal que llevaba al cinto. Armstraung se levantó con tal violencia que hizo perder el equilibrio al sacerdote, quien cayó al suelo sobre sus poderosas nalgas, moviendo las piernas en el aire como un escarabajo volcado.

—No es asunto nuestro —estaba protestando Ninian, pero nadie le prestaba la menor atención.

Y al segundo todos estaban en la calle gritando:

—¡Un estudiante, un estudiante!