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Lunes, 24 de diciembre

Nochebuena, once y veinticinco de la noche

El hechizo se rompió. Zozie se detuvo y me clavó la mirada. Se acercó a mí y pegó su cara a la mía. Percibí el olor a cangrejo muerto, pero no parpadeé ni aparté la cabeza.

—¿Te atreves a preguntármelo? —espetó.

Mirarla resultó casi insoportable. Había cambiado su rostro y volvía a ser temible: una giganta con la boca como una caverna llena de dientes cubiertos de musgo. La pulsera de plata que llevaba en la muñeca parecía un brazalete de calaveras y su falda de corazones chorreaba sangre, dejaba caer una lluvia de sangre sobre la nieve. Era espantosa, pero estaba asustada y, tras ella, mamá era testigo de lo que ocurría y esbozaba una sonrisa peculiar, como si, de alguna manera, comprendiese mucho más que yo.

Me dirigió una levísima inclinación de cabeza.

Repetí las palabras mágicas:

—¿Qué había en la piñata negra?

Zozie lanzó una especie de gruñido ronco.

—Nanou, creía que éramos amigas. —Repentinamente volvió a ser Zozie, la Zozie de siempre con los zapatos de caramelo, la falda escarlata, el pelo con la mecha rosa y los collares multicolores y tintineantes. Me pareció tan real y conocida que se me estrujó el corazón al verla tan triste. Le temblaba la mano que había apoyado en mi hombro y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando susurró—: Por favor…, ay, Nanou, te lo ruego, no me obligues a decirlo.

Mi madre se encontraba a menos de dos metros. Tras ella, en la plaza, estaban Jean-Loup, Roux, Nico, madame Luzeron y Alice; sus colores parecían los fuegos artificiales del catorce de julio: dorados, verdes, plateados y rojos.

A través de la puerta abierta noté un súbito olor a chocolate y pensé en el cazo de cobre al fuego, en la forma en la que el vapor se había deslizado hacia mí como dedos espectralmente suplicantes y en la voz que casi había creído oír, la de mi madre, que decía: Pruébame, saboréame

Pensé en todas las veces que me había ofrecido chocolate caliente y lo había rechazado. No lo rechacé porque me disgusta, sino debido a que estaba enfadada porque había cambiado, a que la responsabilizaba de lo que nos había ocurrido y a que quería desquitarme, demostrarle que soy distinta…

Zozie no tiene la culpa, pensé. Zozie no es más que el espejo que nos muestra lo que queremos ver: nuestras esperanzas, nuestros odios, nuestras vanidades. Cuando lo miras de verdad, el espejo no es más que un trozo de cristal…

Por tercera vez pregunté con mi voz más diáfana:

—¿Qué había en la piñata negra?