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Lunes, 24 de diciembre

Nochebuena, once y cinco de la noche

Vivía en la misma escalera que Jeanne Rocher. —Su voz denotó las típicas vocales tajantes de los parisinos nativos; fueron como tacones de aguja que golpearon las palabras—. Tenía pocos años más que yo y se ganaba la vida tirando el tarot y ayudando a dejar de fumar. Una vez, poco antes de que secuestraran a mi hija, la consulté. Me dijo que yo había pensado en dar a la pequeña en adopción. La acusé de mentirosa. De todas maneras, era cierto… —Continuó con expresión desolada—: Yo vivía en un estudio de Neuilly-Plaisance, a media hora del centro de París. Tenía un Dos caballos destartalado, un par de trabajos de camarera en cafeterías del barrio y alguna que otra limosna del padre de Sylviane; ya había comprendido que ese hombre nunca dejaría a su esposa. Tenía veintiún años y mi vida era un desastre. La niña consumía lo poco que ganaba y ya no sabía qué hacer. No se trataba de que no la quisiera…

La imagen del dije del gato pasa fugazmente por mi mente. Hay algo conmovedor en el dije de plata con la cinta roja de la suerte. ¿Zozie también lo robó? Es posible. Quizá así engañó a madame Caillou, cuyo rostro rígido se ha suavizado con la evocación de la pérdida.

—Quince días después desapareció. La dejé dos minutos, eso fue todo… Seguramente Jeanne Rocher me vigilaba y aguardaba el momento oportuno. Cuando se me ocurrió buscarla ya había liado el petate y se había largado; además, no tenía pruebas. De todas maneras, siempre me pregunté… —Se volvió hacia mí con expresión entusiasmada—. Finalmente conocí a tu amiga Zozie, con su pequeña, y entonces supe…, supe que…

Miré a la desconocida que se encontraba frente a mí. Era una mujer corriente que rondaba los cincuenta años, aunque parecía mayor a causa de los labios gruesos y las cejas perfiladas; una mujer con la que tal vez me había cruzado miles de veces en la calle sin que se me ocurriese que existía parentesco alguno entre nosotras y que ahora mostraba una expresión terriblemente esperanzada. Me dije que esa era la trampa, que lo sabía como también sabía que mi nombre no es mi alma.

Pero no puedo, no puedo permitir que crea que…

—Por favor, madame —la interrumpí y sonreí—. Alguien le ha hecho una broma cruel. Zozie no es su hija. Da igual lo que haya dicho, no es su hija. En cuanto a Vianne Rocher… —Hice una pausa. Roux continuó impertérrito, pero su mano estrechó la mía y la apretó con fuerza. Thierry no me quitaba ojo de encima. En ese instante supe que no tenía elección. Sé que un hombre que no tiene sombra no es un hombre de verdad y que la mujer que renuncia a su nombre…—. Recuerdo un elefante de felpa roja y una manta con flores. Creo que era rosa. Y un oso cuyos ojos eran botones negros. También un pequeño dije de plata de un gato, atado con cinta roja. —Madame me observaba y sus ojos brillaron bajo las cejas perfiladas—. Durante años viajaron conmigo. El elefante acabó siendo rosa. Lo desgasté hasta el relleno y no permití que lo tirasen. Fueron los únicos juguetes que realmente tuve y los llevaba en la mochila, con la cabeza afuera, para que respirasen. —Guardé silencio y la respiración de madame chirrió en su garganta—. Me enseñó a leer la palma de la mano… y también el tarot, las hojas de té y las runas. Arriba tengo su baraja, guardada en una caja. No la uso mucho y sé que no es una prueba, pero es lo único que me queda de ella. —Madame me había clavado la mirada y entreabierto los labios, con la boca convertida en una mueca a causa de una emoción demasiado compleja como para identificarla—. Dijo que usted no se habría ocupado de mí ni sabido lo que había que hacer. De todas maneras, guardó el dije con su baraja del tarot y los recortes de periódico. Creo que pensaba decírmelo antes de morir, pero entonces no le habría creído…, entonces no quería creerle.

—Yo cantaba siempre una canción, mejor dicho, una nana. ¿La recuerdas?

Hice una pausa. Entonces tenía dieciocho meses. ¿Era posible que recordase semejante detalle?

Súbitamente lo supe: se trataba de la nana que siempre entonábamos para alejar el viento cambiante, de la canción que aplaca a las Benévolas:

V’là l’bon vent, v’là l’joli vent, v’là l’bon vent, ma mie m’appelle. V’là l’bon vent, v’là l’joli vent, v’là l’bon vent, ma mie m’attend

Madame abrió la boca y gimió, dejó escapar un grito desgarrado y esperanzador que cortó el aire como el batir de alas.

—Era esa, ya lo creo que era esa… —La voz le falló sin poderlo evitar y cayó hacia mí, con los brazos abiertos como un crío a punto de ahogarse.

La sujeté, ya que de lo contrario habría caído, y noté que olía a violetas secas, a ropa que hace demasiado que no se usa, a naftalina, a dentífrico, a maquillaje y a polvo; ese aroma era tan distinto al archiconocido sándalo de mi madre que me costó contener el llanto.

—Vianne —musitó—. Mi Vianne.

La estreché de la misma forma que había abrazado a mi madre en los días y las semanas que precedieron a su muerte; pronuncié palabras tranquilizadoras que no oyó pero que la serenaron y al final se echó a llorar, dejó escapar los sollozos largos y agotados de alguien que ha visto más de lo que sus ojos son capaces de soportar, que ha sufrido más de lo que su corazón puede resistir.

Esperé pacientemente a que las lágrimas cesaran. Un minuto después los sonidos desgarradores que brotaron de su pecho se convirtieron en una sucesión de temblores y su rostro, arrasado por el llanto, se volvió para mirar a los invitados. Durante largo rato nadie se movió. Algunas cosas son excesivas y, en su descarnada pena, esa mujer los llevó a apartarse como los niños se alejan de un animal salvaje que agoniza en la carretera.

Nadie le ofreció un pañuelo.

Nadie la miró a los ojos.

Nadie habló.

Me llevé una sorpresa mayúscula cuando madame Luzeron se puso en pie y habló con su tono como cristal tallado:

—Pobrecita, sé perfectamente cómo se siente.

—¿Lo sabe? —Los ojos de madame se habían convertido en un mosaico de lágrimas.

—Desde luego, perdí a mi hijo. —Apoyó la mano en el hombro de madame y la condujo hacia uno de los butacones—. Ha sufrido una conmoción. Tómese una copa de champán. Mi difunto marido solía decir que el champán es básicamente medicinal.

Madame esbozó una trémula sonrisa.

—Es usted muy amable, madame…

—Llámame Héloïse. ¿Y usted es…?

—Michèle.

De modo que ese es el nombre de mi madre: Michèle.

Al menos seguiré siendo Vianne, pensé y comencé a temblar tanto que estuve a punto de desplomarme.

—¿Estás bien? —preguntó un preocupado Nico. Asentí e intenté esbozar una sonrisa—. Me parece que un poco de medicina no te vendría nada mal —añadió, y me sirvió una copa de coñac.

Nico parecía sinceramente preocupado y tan incongruente con la peluca y la levita de seda de Enrique IV que me puse a llorar. Reconozco que fue absurdo y durante un rato olvidé la escena que el relato de Michèle había interrumpido.

Thierry no la había olvidado. Seguramente estaba bebido, pero no tanto como para olvidar los motivos por los que había seguido a Roux hasta la chocolatería. Se había presentado en pos de Vianne Rocher y finalmente la había encontrado, tal vez no como la imaginaba, sino aquí y en compañía del enemigo.

—De modo que tú eres Vianne Rocher. —Su tono fue categórico y sus ojos parecieron alfileres en medio del traje rojo.

Moví afirmativamente la cabeza.

—Lo fui, pero no soy la persona que cobró los cheques…

Thierry me interrumpió.

—Eso me da igual. Lo que importa es que me mentiste. Te has atrevido a mentirme. —Meneó la cabeza colérico, pero en su ademán hubo algo lastimero, como si le costase creer que, por enésima vez, la vida no había estado a la altura de sus rigurosos niveles de perfección—. Estaba dispuesto a casarme contigo. —Arrastró la voz a causa de la lástima que experimentó por sí mismo—. Te habría dado un hogar, os habría proporcionado un hogar a tus hijas y a ti. Son hijas de otro hombre. Una de tus niñas…, bueno, basta mirarla. —Echó un vistazo a Rosette, disfrazada de mono, y el rictus de siempre demudó sus facciones—. Mírala —insistió—. Es prácticamente un animal. Gatea y no sabe hablar. A pesar de todo, me habría ocupado de ella…, habría puesto a trabajar en su caso a los mejores especialistas de Europa. Yanne, lo habría hecho por ti, porque te quiero.

—¿La quieres? —intervino Roux.

Todos se volvieron para mirarlo.

Estaba apoyado en el marco de la puerta del obrador, con las manos en los bolsillos y la mirada encendida. Se había bajado la cremallera del disfraz de Papá Noel e iba de negro; sus colores me recordaron tanto al flautista del tarot que de repente me costó respirar. Tomó la palabra con tono impetuoso y áspero; Roux, que detesta la congregación de gente, que evita las escenas siempre que puede y que jamás, absolutamente nunca pronuncia un discurso, se lanzó a hablar:

—¿Has dicho que la quieres? —insistió—. Ni siquiera la conoces. Sus bombones preferidos son los de harina de almendras y su color favorito es el rojo vivo. Su aroma predilecto es el de la mimosa. Nada como un pez, le disgustan los zapatos negros y adora el mar. Tiene una cicatriz en la cadera izquierda, de los tiempos en los que se cayó de un tren de mercancías polaco. Detesta su pelo rizado, a pesar de que es una maravilla. Le gustan los Beatles y no los Stones. En el pasado robaba las cartas de los restaurantes porque no podía darse el lujo de comer en ellos. Es la mejor madre que conozco… —Roux hizo una pausa—. No necesita tu caridad. En cuanto a Rosette… —La cogió en brazos y la abrazó de modo que sus caras casi se tocaron—. Rosette no es un caso, sino una niña perfecta.

Thierry quedó momentáneamente desconcertado, pero no tardó en comprender. Su rostro se ensombreció y paseó la mirada de Roux a Rosette y de Rosette a Roux. La verdad es innegable: es posible que la cara de Rosette sea menos angulosa y su pelo unos tonos más claro, pero tiene los ojos de Roux, su boca irónica y en ese instante no existió la menor confusión…

Thierry se dio media vuelta, movimiento armónico que quedó ligeramente fastidiado porque golpeó la mesa con la cadera, a raíz de lo cual una copa de champán cayó al suelo, se rompió y se dispersó por las baldosas cual una explosión de diamantes de mentira. Cuando madame Luzeron la recogió…

—¡Vaya, qué suerte! —exclamó Nico—. Habría jurado que oí cómo estallaba.

Madame me miró sorprendida.

—Supongo que ha sido un golpe de suerte.

Ha ocurrido lo mismo que con el platillo azul, el de cristal de Murano que se me cayó aquel día, pero ahora he dejado de tener miedo. Contemplé a Rosette en brazos de su padre y no sentí consternación, miedo o angustia, sino un orgullo abrumador.

—Bueno, Yanne, será mejor que disfrutes mientras puedas. —Thierry se había detenido junto a la puerta y con el disfraz rojo resultaba imponente—. A partir de ahora te aviso que tienes que irte. Tal como está pactado, dispones de un trimestre, después de lo cual clausuraré el local. —Me miró con malicioso regocijo—. ¿Qué pasa? ¿Supusiste que, después de todo lo que ha ocurrido, te quedarías? Por si no lo recuerdas, soy el dueño del local y tengo planes que no te incluyen. Diviértete con tu chocolatería. En Pascua no quedará nada.

Bueno, no es la primera vez que alguien dice algo así. Cuando salió y dio un portazo, no sentí miedo, sino un nuevo y asombroso arrebato de orgullo. Había ocurrido lo peor y habíamos sobrevivido. El viento cambiante había ganado otra vez, pero en esta ocasión no experimenté sensación de derrota. Sentí que deliraba y que estaba en condiciones de enfrentarme personalmente a las Furias.

De pronto se me ocurrió algo terrible. Me puse bruscamente de pie y paseé la mirada por la chocolatería. La conversación se había reanudado, al principio despacio, pero poco a poco cobró impulso. Madanie Luzeron sirvió champán, Nico se puso a charlar con Michèle y Paupaul coqueteó con madame Pinot. Por lo que entendí, había consenso en que Thierry estaba borracho, sus amenazas no eran más que pura cháchara y a la semana siguiente todo estaría olvidado, ya que la chocolatería formaba parte de Montmartre y no podía desaparecer, de la misma forma que Le P’tit Pinson…

Faltaba alguien: Zozie se había ido.

Tampoco había huellas de Anouk.