Lunes, 24 de diciembre
Nochebuena, tres de la tarde
La calma antes de la tormenta, en este caso, antes del Huracán. Es lo que siento ahora. Rosette está arriba, durmiendo la siesta, y en la calle la nieve lo cubre todo con su soterrada voracidad. Nieva implacablemente y los sonidos se amortiguan, los olores quedan anulados, el cielo pierde luminosidad…
La nieve comienza a cuajar en la colina. Está claro que no hay coches que frenen su avance. Los transeúntes aferran sus sombreros y bufandas para protegerse de la copiosa nevada y las campanas de Saint-Pierre-de-Montmartre suenan asordinadas y muy lejanas, como si estuviesen bajo el influjo de un maleficio.
Prácticamente no he visto a Zozie en todo el día. Inmersa en los planes para la fiesta de esta noche, entre el obrador, los disfraces y los clientes apenas he tenido tiempo de medir a mi adversaria, que continúa en su cuarto y no revela el menor detalle. Me pregunto cuándo llevará a cabo su jugada.
La voz de mi madre, la narradora, dice que será esta noche durante la cena, como en el relato de la hija de la viuda. Estoy desconcertada porque, hasta ahora, no la he visto hacer preparativos ni cocinar. ¿Es posible que me haya equivocado? ¿Zozie intenta engañarme y obligarme a mostrar un juego que, como bien sabe, afectará mi reputación? ¿Cabe la posibilidad de que haya decidido no hacer nada mientras yo, confiada, hago caer sobre mi cabeza a las Benévolas?
Desde el viernes por la noche no ha habido conflicto abierto entre nosotras, aunque ahora percibo sus miradas burlonas y los guiños disimulados que me dirige cuando nadie la ve. Sigue tan alegre y hermosa como de costumbre y no ha dejado de pavonearse con sus zapatos extravagantes, pero la verdad es que ahora me parece una parodia de sí misma: demasiado astuta más allá de ese encanto llamativo, disfruta de la partida como si estuviese harta, igual que una puta vieja disfrazada de monja. Tal vez es ese disfrute lo que más me ofende, esa interpretación ante un palco con una sola espectadora. Está claro que ella no se juega nada, pero yo arriesgo la vida.
Echo las cartas por última vez.
El Loco, los Enamorados, el Mago, la Rueda de la Fortuna.
El Colgado, la Torre…
La Torre se desploma. Las piedras ruedan desde el remate y caen hacia la oscuridad. Desde el parapeto diminutas figuras se arrojan al vacío sin dejar de gesticular. Una luce un vestido rojo…, ¿o se trata de una capa con una pequeña caperuza?
No miro la última carta. La he visto demasiadas veces. Mi madre, siempre optimista, le atribuyó diversas interpretaciones, pero para mí solamente tiene un significado.
La Muerte sonríe desde el dibujo grabado en madera: celosa, envidiosa, con los ojos huecos y hambrienta; la insaciable Muerte, la implacable Muerte, la Muerte, la deuda que tenemos con los dioses. En la plaza se ha formado una gruesa capa de nieve y, pese a que comienza a oscurecer, el suelo está peculiarmente luminoso, como si calle y cielo hubiesen cambiado de sitio. No se parece en nada a la bonita nieve de libro ilustrado de la casa de Adviento, aunque a Anouk le encanta y constantemente busca excusas para controlar lo que ocurre fuera. En este momento ha salido y veo su figura luminosa, que contrasta con la blancura funesta. Desde donde estoy parece muy pequeña: una niñita perdida en el bosque. Por supuesto que se trata de algo absurdo, aquí no hay bosque. Es uno de los motivos por los que elegí este sitio. Claro que todo cambia cuando nieva y la magia reaparece por su cuenta. Entonces los lobos invernales descienden furtivamente por las calles y los callejones de la colina de Montmartre…