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Viernes, 21 de diciembre

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que practiqué la adivinación. Valga con una vislumbre accidental o una chispa, como la descarga de electricidad estática al estrechar la mano de un desconocido, pero no hago nada deliberado. Solo veo sus preferidos, eso es todo. Sean cuales sean sus secretos, no quiero conocerlos.

Por otro lado, esta noche debo volver a intentarlo. Aunque incompleto, el relato de Anouk ha bastado para que me diese cuenta de que es necesario. Logré mantener la calma y la apariencia de que controlaba la situación hasta que se acostó, pero ahora oigo el viento de diciembre y las Benévolas están en la puerta…

La baraja del tarot no me sirve. Por mucho que la mezcle, muestra lo mismo, las mismas cartas en otro orden.

El Loco, los Enamorados, el Mago, la Rueda de la Fortuna.

La Muerte, el Colgado, la Torre.

Por eso en esta ocasión utilizo chocolate, técnica que hace años que no aplico. Necesito mantener las manos ocupadas y preparar trufas es tan sencillo que puedo hacerlas a ciegas, por el tacto, calculando la temperatura simplemente por el olor y el sonido del chocolate cobertura fundido.

A su manera es una especie de magia. Mi madre lo despreciaba por considerarlo trivial y una pérdida de tiempo, pero se trata de mi propia magia y mis instrumentos siempre me han dado mejores resultados que los suyos. Está claro que cualquier magia tiene consecuencias, pero me parece que hemos llegado demasiado lejos como para preocuparnos por esto. Me equivoqué al tratar de mentirle a Anouk… y mucho más al intentar engañarme a mí misma.

Trabajo muy despacio y con los ojos entrecerrados. Percibo el olor a cobre caliente; el agua bulle y transmite el aroma del paso del tiempo y del metal. Estos cazos me acompañan desde hace muchos años y conozco sus contornos, las abolladuras que han ganado con el curso de los años y los lugares donde muestran las huellas bruñidas de mis manos en comparación con la pátina más oscura.

Tengo la impresión de que a mi alrededor todo se vuelve más definido. Mi mente está libre, el viento arrecia y, afuera, a la luna del solsticio le faltan pocos días para llegar a llena y monta las nubes cual una boya en plena tormenta.

El agua burbujea, pero no debe hervir. Rallo el bloque de chocolate cobertura en el pequeño cuenco de cerámica. El olor asciende casi de inmediato: el aroma oscuro y arcilloso del chocolate amargo. A esta concentración tarda en fundirse; es un chocolate muy bajo en grasas y, con el propósito de que adquiera consistencia de trufa, a la mezcla tendré que añadir mantequilla y nata. Ahora huele a historia, a las montañas y los bosques de Latinoamericana madera talada, a savia derramada y a humo de la fogata del campamento. Huele a incienso y a pachulí, al oro negro de los mayas y al oro rojo de los aztecas; a piedra, a polvo y a una muchacha con flores en el pelo y un vaso de pulque en la mano.

Es embriagador; al fundirse el chocolate adquiere lustre; del cazo de cobre sube vapor y el aroma se densifica y florece con canela, pimienta de Jamaica y nuez moscada; oscuros matices de anís y café expreso y notas más sutiles de vainilla y jengibre. Está prácticamente fundido. Del cazo se eleva un delicado vapor. Estamos ante el verdadero Teobroma: el elixir de los dioses en forma volátil, en cuyo vapor casi veo…

Una niña baila con la luna y un conejo le pisa los talones. Tras ella se encuentra una mujer con la cabeza en sombras, por lo que durante unos segundos parece mirar en tres direcciones…

El vapor se ha vuelto demasiado espeso. El chocolate no debe superar los cuarenta y seis grados. Si se calienta demasiado, se quema y forma vetas. Si está demasiado frío, se blanquea y queda opaco. Después de tantos años no necesito el termómetro para el azúcar; por el aroma y el nivel de vapor sé que nos aproximamos al punto de peligro. Retiro del fuego el cazo de cobre y remojo el cuenco de cerámica con agua fría hasta que la temperatura desciende.

Al enfriarse despide un aroma floral, como de antiguos polvos para la cara a la violeta y a la lavanda. Huele como mi abuela, en el caso de que la tuviera; a trajes de novia cuidadosamente guardados en el desván y a ramos de flores colocados bajo cristal. Ahora prácticamente veo el cristal, una campana redonda bajo la cual se encuentra una muñeca, una muñeca de pelo negro y abrigo rojo rebordeado de piel que, por extraño que parezca, me recuerda a alguien que conozco…

Una mujer de rostro cansado contempla con ansia la muñeca de pelo negro. Me parece que alguna vez la he visto. Tras ella se encuentra otra fémina, con la cabeza casi oculta por el cristal curvo. Tengo la sensación de que la conozco, pero su rostro queda distorsionado por la campana de cristal, de modo que podría ser cualquiera…

Vuelvo a colocar el cuenco de cerámica sobre el agua que burbujea. Ahora debe llegar a los treinta y un grados. Es mi última oportunidad de dar sentido a lo que hago y me tiemblan las manos cuando contemplo el chocolate cobertura fundido. Huele a mis hijas: a Rosette con el pastel de cumpleaños y a Anouk, que a los seis años está sentada en la chocolatería, habla, ríe y organiza…, ¿qué organiza?

Una celebración, el Grand Festival du Chocolat, con huevos de Pascua, gallinas de chocolate y el Papa en chocolate blanco

Es un recuerdo maravilloso. Aquel año le plantamos cara al Hombre Negro y ganamos…, cabalgamos con el viento, al menos durante una temporada…

No es momento para la nostalgia. Aparto el vapor de la superficie oscura y vuelvo a intentarlo.

Ahora nos encontramos en Le Rocher de Montmartre. La mesa está puesta y nuestros amigos se encuentran presentes. Se trata de otra clase de celebración. Veo a Roux a la mesa; sonríe y ríe con una corona de acebo sobre el cabello rojo, ha cogido a Rosette en brazos, bebe una copa de champán…

Por supuesto no es más que una expresión de deseos. A menudo solo vemos lo que queremos. Durante unos instantes quedo conmovida casi hasta las lágrimas…

Vuelvo a pasar la mano de un lado a otro del vapor.

La celebración ha cambiado. Suenan petardos y bandas que desfilan y todos van vestidos de esqueletos; es el Día de los Muertos, los niños bailan por las calles con farolillos de papel en los que han pintado rostros demoníacos, hay calaveras de azúcar sujetas a palotes y la Santa Muerte desfila con sus tres caras mirando en todas direcciones…

¿Qué tiene que ver conmigo? Aunque mi madre soñaba con ir, nunca llegamos a Latinoamérica, ni siquiera a Florida…

Extiendo la mano para dispersar el vapor y entonces la veo: una cría de ocho o nueve años, con el pelo pajizo, camina de la mano de su madre entre el gentío. Percibo que son distintas a los demás, hay algo en su piel y en sus cabellos, y lo miran todo con asombro casi olvidado: los bailarines, los diablos, las piñatas pintadas que cuelgan de palos largos y puntiagudos, de cuyas colas salen petardos…

Paso nuevamente la mano por encima de la superficie del chocolate. Ascienden zarcillos de vapor y huelo a pólvora; es un aroma peligroso, cargado de humo, fuego y turbulencias…

Veo otra vez a la cría, que juega con un grupo de niños en un callejón, frente a la fachada de una tienda a oscuras. De la puerta pende una piñata: un fabuloso tigre de rayas rojas, amarillas y negras. Los niños gritan que hay que golpearla y le dan con palos y piedras, pero la niña se contiene. Cree que dentro de la tienda hay algo, algo…, algo más atractivo.

¿Quién es la cría? Francamente, no lo sé, pero me apetece seguirla al interior de la tienda. Del marco de la puerta cuelga una cortina de tiras multicolores de plástico. La niña extiende la mano, en cuya muñeca luce una delgada pulsera de plata; vuelve la vista hacia el sitio donde los niños intentan romper la piñata del tigre, atraviesa la cortina y entra en la tienda.

«¿Te gusta mi piñata?». La voz procede de un rincón de la tienda. Pertenece a una anciana, a una abuela; no, a una bisabuela, a una mujer tan vieja que, para la pequeña, podría tener cien o mil años. Semeja una bruja de libro de cuentos a causa de las arrugas, la mirada y las manos nudosas. Sujeta un vaso y de su interior llega hasta la cría un olor extraño, fuerte y embriagador.

A su alrededor, en los estantes de la tienda hay frascos, botes, botellas y calabazas; del techo cuelgan raíces secas, que despiden olor a sótano, y por todas partes hay velas encendidas, de modo que las sombras hacen muecas y bailotean.

Desde un estante alto una calavera observa lo que tiene a sus pies.

Al principio la niña supone que se trata de una calavera de azúcar, como las demás, pero ya no está tan segura. Delante de ella, en el mostrador, hay un objeto negro de aproximadamente un metro de largo…, más o menos del tamaño del ataúd de un niño.

Parece una caja de cartón piedra, pintada de negro mate salvo la señal, que casi parece una cruz pero no lo es, trazada en rojo sobre la tapa.

Vaya, es como una piñata, piensa la pequeña.

La bisabuela sonríe y le entrega un cuchillo. Es muy viejo, está romo y parece de piedra. La niña lo contempla con curiosidad y vuelve a mirar a la anciana y la extraña piñata.

«¡Ábrela!», la apremia la bisabuela. «Ábrela, es para ti».

El olor a chocolate se acrecienta. En ese momento se aproxima a la temperatura ideal, el límite de treinta y un grados que el chocolate cobertura no debe sobrepasar. El vapor se espesa, la visión se desdibuja, retiro rápidamente el chocolate del fuego e intento regresar a lo que he visto…

Ábrela.

Huele a eternidad. Desde el interior algo la llama; no es exactamente una voz, sino una zalamería, una promesa…

Es para ti.

¿De qué se trata?

Primer golpe. Se resquebraja y a lo largo aparece una grieta. La niña sonríe al entrever el tesoro que contiene: papel de aluminio, dijes y bombones.

Casi estoy dentro. Un golpe más y…

Por fin aparece la madre de la niña, que aparta la cortina de plástico y, con los ojos cada vez más abiertos, mira hacia el interior. Pronuncia un nombre, su voz suena aguda. La cría no gira la cabeza, ya que está demasiado pendiente de la piñata negra, a la que solo le falta un golpe para liberar secretos…

La madre vuelve a llamarla, pero es demasiado tarde. La cría está absorta en la tarea. La abuela se inclina con impaciencia y cree que casi lo saborea, rico como la sangre y el chocolate.

El cuchillo de piedra cae y produce un ruido sordo. La grieta se ensancha…

Estoy dentro, piensa ella.

El vapor que quedaba ha desaparecido. El chocolate se asentará correctamente y adquirirá un buen brillo y un chasquido placentero. Ya sé dónde he visto con anterioridad a la cría con el cuchillo en la mano…

Supongo que la conozco de toda la vida. Durante años, mi madre y yo huimos de ella, escapamos como gitanos de pueblo en pueblo. Con anterioridad la hemos encontrado en los cuentos de hadas, es la bruja mala de la casa de pan de jengibre, es el flautista, es la Reina del Invierno. Durante un tiempo también la conocimos como el Hombre Negro…, pero las Benévolas tienen infinidad de disfraces y sus bondades se extienden como reguero de pólvora, entonan la canción, hacen resonar los cambios, nos encantan para salir de Hamelín, consiguen que nuestros problemas correteen y tropiecen en pos de esos tentadores zapatos rojos…

Ahora, por fin, veo su rostro. Me refiero a su verdadero rostro, oculto tras toda una vida de encantos, mudable como la luna y voraz, tan voraz… cuando franquea la puerta con sus tacones de bayoneta, se detiene y me mira con esa sonrisa radiante…