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Viernes, 21 de diciembre

Solsticio de invierno

El último día de clase siempre es una locura. En lugar de estudiar nos dedicamos a jugar y a poner orden; hay fiestas, pasteles y felicitaciones navideñas; los profesores que durante el curso no han sonreído recorren las aulas con pendientes navideños de fantasía y gorros de Papá Noel y a veces hasta reparten caramelos.

Chantal y compañía guardan las distancias. Desde su regreso, que se produjo la semana pasada, no han sido ni la mitad de populares que antes. Tal vez tiene que ver con la tiña. A Suze vuelve a crecerle el pelo, aunque todavía no se quita el gorro para nada. Supongo que Chantal está bien, pero Danielle, que soltó esos insultos sobre Rosette, ha perdido casi todo el pelo y también las cejas. Es imposible que sepan que fui yo pero, de todos modos, ni se me acercan, como las ovejas ante una valla electrificada. Se acabaron los juegos del «bicho feo», las trastadas, los chistes sobre mi melena y las visitas a la chocolatería. Mathilde oyó que Chantal le comentaba a Suze que soy «espeluznante». Jean-Loup y yo reímos mogollón: «espeluznante». Venga ya, ¿cuán imperfecta puedes ser?

Solo faltan tres días y aún no hay señales de Roux. Lo he buscado toda la semana, pero nadie lo ha visto. Hoy incluso fui a la pensión en la que se hospedaba y no hallé indicios de que hubiera nadie; la rue de Clichy no es un lugar en el que apetezca quedarse, sobre todo cuando oscurece y los enfermos acaban tirados en las aceras y los borrachos duermen en los portales cerrados con persianas metálicas.

Di por supuesto que anoche vendría, aunque solo fuese por el cumpleaños de Rosette, pero no ha sido así. Lo echo muchísimo de menos. No dejo de pensar que algo está mal. ¿Mintió cuando dijo que tenía un barco? ¿Falsificó el cheque? ¿Se ha ido para siempre? Thierry dice que más le vale largarse si sabe lo que le conviene. Zozie dice que tal vez sigue en París, escondido en algún lugar cercano. Mamá no dice nada.

Le conté a Jean-Loup todo el lío de Roux y Rosette. Le expliqué que Roux es mi mejor amigo y que tengo miedo de que se vaya para no volver, así que me besó y declaró que era mi amigo.

Solo fue un beso, nada del otro mundo, pero ahora estoy temblorosa y picajosa, como si alguien tocara el triángulo o algo por el estilo en mi estómago, y me parece que tal vez…

¡Anda ya, tío!

Jean-Loup dice que debería hablar con mamá y aclarar la situación, pero últimamente está muy ocupada, a veces durante la cena permanece muda y me mira con tristeza y desilusionada, como si yo hubiese tenido que hacer algo y lo cierto es que no sé cómo mejorar la situación…

Tal vez por eso hoy me escapé. Había pensado en Roux, en la fiesta y en si puedo confiar en que asista. Saltarse el cumpleaños de Rosette ya es bastante malo, pero si en Nochebuena no viene nada funcionará como lo planificamos, como si él fuera el ingrediente esencial y secreto de una receta que de otra forma es imposible preparar. Si las cosas no ocurren como deben, nada volverá a ser como antes y es necesario, es imprescindible que lo sean, sobre todo ahora…

Esta noche Zozie tuvo que salir y a mamá no le quedó más remedio que trabajar hasta tarde. Le han hecho tantos encargos que apenas puede con todo, así que para cenar calenté una lata de espaguetis y subí el plato a mi habitación para que mamá dispusiese del espacio para trabajar.

Eran las diez cuando me acosté, pero no podía dormir y bajé al obrador a beber un vaso de leche. Zozie no había vuelto y mamá preparaba trufas de chocolate. Todo olía a chocolate: el vestido de mamá, su pelo y hasta Rosette, que jugaba en el suelo de la cocina con un trozo de pasta y varios cortapastas.

Todo parecía muy seguro y archiconocido. Tendría que haber sabido que se trataba de un error. Tuve la sensación de que mamá estaba cansada y agobiada; golpeaba la pasta de las trufas como si fuera masa de pan y cuando bajé apenas me miró.

—Anouk, date prisa —aconsejó—. No quiero que estés despierta hasta tan tarde.

Me dije que Rosette solo tiene cuatro años y que a ella la deja quedarse hasta las tantas…

—Estamos en vacaciones —me defendí.

—No quiero que enfermes —precisó mamá.

Rosette tironeó de la pernera de mi pijama pues quería mostrarme las figuras de pasta.

—Rosette, han quedado muy bien. ¿Quieres que las cocinemos?

Rosette sonrió y con señas expresó que sí.

Pensé que podía considerarme afortunada de contar con Rosette, que siempre está feliz y sonriente, lo que la diferencia de los demás. Cuando crezca viviré con ella; podríamos alojarnos en una casa flotante, como Roux, comer salchichas directamente sacadas del envase, preparar hogueras a la vera del río y Jean-Loup viviría cerca…

Encendí el horno y cogí una asadera. Las figuras de Rosette estaban muy sobadas pero, una vez cocinadas, no tendría la menor importancia.

—Las asaremos dos veces, como los bizcochos —propuse—, y las colgaremos del árbol de Navidad.

Rosette rio, ululó a las figuras a través de la puerta de cristal del horno y les indicó por señas que se cocieran rápido. Esa actitud me hizo reír y durante un minuto pensé que estaba todo bien, como si una nube se hubiese deshecho. En ese instante mamá tomó la palabra y la nube se recompuso.

—He encontrado algo tuyo —afirmó sin dejar de aporrear la pasta para trufas.

Me pregunté qué había encontrado y dónde; seguramente fue en mi habitación y en mis bolsillos. A veces sospecho que me espía. Siempre sé si ha registrado mis cosas porque hay libros cambiados de sitio, papeles desplazados y juguetes guardados. No sé qué busca; de momento, no ha dado con mi escondite especial y secreto. Se trata de una caja de zapatos metida en el fondo del armario y contiene mi diario, varias fotos y otras cosillas que no quiero que nadie vea.

—Esto es tuyo, ¿no? —Abrió uno de los cajones del obrador y retiró el muñeco de pinza de Roux, que yo había olvidado en el bolsillo del tejano—. ¿Lo has hecho tú? —Asentí—. ¿Para qué?

Permanecí unos segundos en silencio. ¿Qué podía contestar? Por mucho que hubiese querido, no sé si habría sido capaz de explicarlo. Lo había hecho para que todo volviese a su sitio, para recuperar a Roux, mejor dicho, no solo a Roux…

—¿Lo has visto? —quiso saber mamá. No respondí porque ella ya conocía la respuesta—. Anouk, ¿por qué no me lo dijiste?

—Veamos, ¿por qué no me dijiste que es el padre de Rosette?

Mamá quedó petrificada.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie.

—¿Fue Zozie? —Negué con la cabeza—. ¿Quién te lo ha contado?

—Lo deduje.

Mamá dejó la cuchara a un lado del cuenco y se sentó lentamente. Permaneció tanto rato en silencio que por el olor me di cuenta de que las figuras empezaban a quemarse en el horno. Rosette seguía jugando con los cortapastas y los apilaba. Son de plástico y en total hay seis, cada uno de un color: un gato morado, una estrella amarilla, un corazón rojo, una luna azul, un mono naranja y un diamante verde. De pequeña yo también jugaba con ellos, preparaba galletas de chocolate y figuras de pan de jengibre y las decoraba con azúcar blanco y amarillo, que espolvoreaba con ayuda de una manga.

—Mamá, ¿te pasa algo?

Permaneció en silencio unos segundos más, me miró con esos ojos oscuros como la eternidad y finalmente inquirió:

—¿Se lo has dicho?

No respondí…, ni falta que hacía. Lo vio en mis colores tal como yo en los suyos. Quería decirle que se tranquilizase, que no era necesario que me mintiera, que ahora yo estaba al tanto de todo y podía ayudarla.

—Veamos, ahora al menos sabemos por qué se ha ido.

—¿Supones que se ha ido? —pregunté, y mamá se limitó a encogerse de hombros—. ¡No es posible que se haya ido por eso!

Mamá esbozó una sonrisa cansina y levantó el muñeco de pinza, que resplandeció con la señal del Viento del Cambio.

—Mamá, solo es un muñeco.

—Nanou, di por hecho que confiabas en mí.

En ese momento vi sus colores: grises tristes y amarillos ansiosos, como los viejos periódicos que alguien amontona antes de tirarlos. También vi en qué pensaba mamá; mejor dicho, detecté ráfagas, como si hojeara un álbum de pensamientos: una foto mía a los seis años, sentada a su lado en una encimera de cromo, ambas sonriendo como locas y con un vaso alto de chocolate caliente y cremoso y dos cucharillas en el medio; un libro de cuentos ilustrados sobre una silla; un dibujo mío con dos personas de líneas inciertas que podríamos ser mamá y yo, ambas sonrientes de oreja a oreja, de pie bajo un árbol de caramelo rojo; yo pescando desde el barco de Roux; yo en el presente corriendo con Pantoufle, corriendo hacia algo que jamás alcanzaré…

Y algo, acaso una sombra, sobre nosotras.

Me aterrorizó verla tan asustada. Quise confiar en ella, decirle que no se preocupase, que en realidad nada se había perdido porque Zozie y yo lo recuperaríamos…

—¿Qué recuperaréis?

—Mamá, no te preocupes. Sé lo que hago. Esta vez no se producirá un Accidente.

Aunque sus colores llamearon, mantuvo la expresión serena. Me sonrió y se dirigió a mí lenta y pacientemente, como si hablase con Rosette:

—Nanou, presta atención. Esto es muy importante. Tengo que saberlo todo.

Tuve mis dudas. Había prometido a Zozie que…

—Anouk, confía en mí, tengo que saberlo —insistió.

Intenté explicarle el sistema de Zozie, los colores, los nombres, los símbolos mexicanos, el Viento del Cambio, las lecciones en el cuarto de Zozie; la forma en la que yo había ayudado a Mathilde y a Claude y el modo en el que habíamos logrado que por fin la chocolatería saliese adelante; lo de Roux, los muñecos de pinza y lo que Zozie había dicho acerca de que los Accidentes no existen, que solo hay gente corriente y gente como nosotras.

—Dijiste que no era magia de verdad —añadí—, pero Zozie aseguró que debemos utilizar lo que tenemos. No podemos fingir que somos como las demás. Ya no tendremos que escondernos…

—A veces esconderse es la única salida.

—No, a veces puedes luchar.

—¿Luchar? —preguntó mamá.

Le conté lo que había hecho en el liceo y lo que Zozie dijo sobre volar con el viento, aprovecharlo y no tener miedo. Finalmente le hablé de Rosette y de mí, de que habíamos invocado el Viento del Cambio a fin de recuperar a Roux y volver a ser una familia.

Al oír ese comentario mamá pegó un respingo, como si se hubiese quemado.

—¿Y Thierry? —preguntó.

Bueno, había que prescindir de Thierry. Seguramente mamá lo sabía.

—¿Ha pasado algo malo? —quise saber.

Me inquieté. Tal vez hice que ocurriera algo malo, pensé. Si Roux falsificó el famoso cheque, tal vez ese fue el Accidente. Quizá tiene que ver con lo que afirma mamá: todo tiene su precio y hasta la magia ha de poseer una reacción igual y opuesta, como explica monsieur Gestin en las clases de física…

Mamá se acercó a la cocina.

—Haré chocolate caliente. ¿Quieres?

Negué con la cabeza.

Preparó el chocolate: lo ralló sobre la leche caliente e incorporó nuez moscada, vainilla y una vaina de cardamomo. Era muy tarde, casi las once, y Rosette prácticamente se había quedado dormida en el suelo.

Pensé fugazmente que todo estaba resuelto y me alegré de haber aclarado las cosas con mamá porque detesto tener que ocultarle información. Pensé que ahora que sabía la verdad dejaría de tener miedo, podría volver a ser Vianne Rocher y solucionaría la situación para que todo saliese rodado…

Mamá se volvió y supe que me había equivocado.

—Nanou, por favor, acuesta a Rosette. Mañana nos ocuparemos de este asunto.

La miré y pregunté:

—¿No estás enfadada?

Negó con la cabeza, pero me di cuenta de que lo estaba. Había palidecido, estaba muy quieta y vi sus colores: una mezcla de rojos, naranjas coléricos y aterrados zigzags en gris y negro.

—Zozie no tiene la culpa —añadí. Su expresión me demostró que no estaba de acuerdo—. No se lo dirás, ¿eh?

—Nou, vete a la cama.

Me acosté y permanecí despierta largo rato, atenta al viento y a la lluvia en los aleros; contemplé las nubes, las estrellas y las luces navideñas blancas mezcladas al otro lado del cristal empapado, por lo que, al cabo de un rato, fue imposible distinguir las estrellas verdaderas de las falsas.