Jueves, 20 de diciembre
Hoy Thierry volvió a hacer acto de presencia, pero Zozie lo despachó, no sé muy bien cómo. Le debo mucho y es lo que más me perturba. No he olvidado lo que vi el otro día en la chocolatería ni la desagradable sensación de verme a mí misma, la Vianne Rocher que fui, renacida en la persona de Zozie de l’Alba, que emplea mis métodos, pronuncia mis frases y me reta a desafiarla…
Durante el día de hoy la observé furtivamente, tal como he hecho ayer y anteayer. Rosette jugaba tranquila; los aromas mezclados del clavo, la melcocha, la canela y el ron impregnaban el obrador calentito; mis manos estaban cubiertas de azúcar y cacao en polvo, el cazo de cobre resplandecía y el hervidor gorjeaba. Todo me resultó conocido y disparatadamente cómodo a pesar de que una parte de mi ser no estaba tranquila. Cada vez que sonó el timbre, miré hacia el local para comprobar qué pasaba.
Nico se presentó junto a Alice y ambos parecían absurdamente felices. Nico comenta que, pese a su adicción a los macarrones de coco, ha adelgazado. Tal vez un observador casual no notaría la diferencia, ya que está tan orondo y alegre como siempre, pero Alice confirma que ha perdido cinco kilos y que ha tenido que hacer tres agujeros más en el cinturón.
—Es como estar enamorado —comentó con Zozie—. Así se queman calorías o algo por el estilo. Vaya, el árbol es grandioso, de fábula. Alice, ¿quieres un árbol como ese?
No resulta tan fácil oír la voz de Alice pero, al menos, habla y da la sensación de que hoy su rostro menudo y puntiagudo tiene color. Junto a Nico parece una niña, pero una niña feliz, que ya no está perdida y su mirada no se aparta del rostro del grandullón.
Pensé en la casa de Adviento y en las figurillas que, bajo el árbol de Navidad, unen sus manos formadas con limpiapipas.
Luego apareció madame Luzeron, que ahora viene con más frecuencia y que juega con Rosette mientras bebe su café moca. Se la ve más relajada y, bajo el abrigo negro, llevaba un conjunto de jersey y chaqueta de color rojo y acabó arrodillada mientras Rosette y ella hacían rodar solemnemente por el suelo un perro de madera.
A continuación Jean-Louis y Paupaul se sumaron al juego, lo mismo que Richard y Mathurin, que se iban de camino a jugar a la petanca; luego llegó madame Pinot, a la que hace seis meses ni se le habría ocurrido entrar, a quien Zozie llama por su nombre de pila (Hermine) y que, como quien no quiere la cosa, pide «lo de siempre».
A medida que la ajetreada tarde transcurría, me conmovió ver que tantos clientes traían regalos para Rosette. Había olvidado que la ven con Zozie mientras yo estoy en el obrador, preparando bombones, pero aun así fue inesperado y me recordó todas las amistades que hemos hecho desde que, hace un mes, Zozie se unió a nosotras.
Madame Luzeron le regaló un perro de madera; Alice, una huevera pintada de verde; Nico se presentó con un conejo de peluche; Richard y Mathurin, un rompecabezas, y Jean-Louis y Paupaul, el dibujo de un mono. Hasta madame Pinot, la de la tienda de la esquina, hizo acto de presencia con una diadema amarilla para Rosette… y para encargar cremitas de violeta, por las que muestra un entusiasmo rayano en la gula. Laurent Pinson apareció como de costumbre, robó azucarillos y, con regocijado desaliento, me informó que la actividad comercial era mínima en todas partes y que acababa de ver a una musulmana con chador caminando por la rue des Trois Frères. Al salir dejó un paquete sobre la mesa y, una vez abierto, descubrimos que contenía una pulsera de dijes de plástico rosa, que probablemente regalan con una revista juvenil, pero a Rosette le encanta incondicionalmente y se niega a quitársela, incluso a la hora del baño.
Cuando estábamos a punto de cerrar, apareció la mujer extraña que estuvo ayer, compró otra caja de trufas y dejó un regalo para Rosette. Fue lo primero que me llamó la atención, ya que no es cliente habitual y ni siquiera Zozie conoce su nombre, pero cuando quitamos el papel de regalo, nuestra sorpresa fue todavía mayor. Contenía una caja con un bebé, una muñeca no muy grande, indiscutiblemente antigua, con cuerpo blando y cara de porcelana, enmarcada por un gorro bordeado de piel. A Rosette le encanta, pero no puedo aceptar un regalo tan generoso de una desconocida, por lo que guardé el bebé en la caja, decidida a devolvérselo cuando regrese, en el caso de que vuelva.
—No te preocupes —dijo Zozie—. Probablemente perteneció a sus hijos o algo por el estilo. Piensa en madame Luzeron y en los muebles de la casa de muñecas…
—Esos objetos solo están en préstamo —puntualicé.
—Yanne, no te pases —continuó Zozie—. No puedes desconfiar de todo. Tienes que dar a los demás la posibilidad de…
Rosette señaló la caja y dijo con el lenguaje de signos:
Bebé.
—Está bien, pero solo por esta noche.
Rosette cacareó quedamente.
Zozie sonrió.
—¿Te das cuenta? No es tan difícil.
De todos modos, me sentí incómoda. Casi nunca algo es gratis; a la larga, un regalo o un acto bondadoso han de pagarse con la misma moneda. Es lo que me ha enseñado la vida. Por ese motivo ahora soy más cautelosa. También por eso tengo las campanillas colgadas encima de la puerta, para que me adviertan de la llegada de las Benévolas, las mensajeras del crédito pendiente de pago.
Anouk volvió de la escuela, como de costumbre, sin dar indicios de su presencia de no ser por el correteo en la escalera de madera mientras se dirigía a su habitación. Intenté recordar la última vez que me había saludado como antaño: venía a buscarme al obrador, me abrazaba, me besaba y soltaba una andanada de comentarios. Me digo que me he vuelto demasiado quisquillosa, pero hubo una época en la que le habría resultado tan imposible olvidarse de besarme como no acordarse de Pantoufle.
Pues sí, en este momento hasta me alegraría vislumbrar a Pantoufle u oír un comentario, alguna señal de que la niña de estío que conocí no ha desaparecido del todo. Hace días que no lo veo y ella apenas habla conmigo, ya sea de Jean-Loup Rimbault, de sus compañeras, de Roux, de Thierry e incluso de la fiesta, aunque sé lo mucho que ha trabajado para que salga bien: ha redactado invitaciones en trozos de cartón adornados con una ramita de acebo y el dibujo de un mono, copiado menús y planificado juegos.
La observo al otro lado de la mesa y me sorprendo de lo adulta que parece y de lo súbita y perturbadoramente bonita que está con el pelo oscuro, la mirada tempestuosa y el atisbo de los pómulos en el rostro intenso.
La contemplo cuando está con Rosette y veo la manera elegante y solícita en que inclina la cabeza sobre el pastel de cumpleaños bañado con azúcar en polvo amarillo y la pequeñez peculiarmente conmovedora de las manitas de Rosette entre las suyas. Sopla las velas, Rosette, dice. No, no babees. Se hace así.
Me percato de que la miro cuando está con Zozie…
Ay, Anouk, que rápido ocurre ese paso súbito de la luz a la oscuridad, de ser el centro del mundo de alguien a convertirse en nada más que un detalle en los márgenes, una figura entre las sombras, casi nunca estudiada y apenas vista…
A última hora de la noche regresé al obrador y puse a lavar las prendas con las que Anouk había ido a la escuela. Durante unos instantes las acerqué a mi cara, como si conservasen una parte de su persona que yo he perdido. Huelen al exterior, al incienso que Zozie quema en su habitación y al aroma a galletas y a malta del sudor de Anouk. Me siento como una mujer que registra la ropa de su amado en busca de indicios de infidelidad…
En el bolsillo del tejano encuentro algo que se le ha olvidado quitar. Es un muñeco construido con una pinza de madera para tender la ropa, la misma clase de muñeco que ha confeccionado para el escaparate. Lo miro con atención y reconozco a quién representa; veo las marcas trazadas con rotulador, los tres pelos rojos atados alrededor de la cintura y, si entorno los ojos, el brillo que lo rodea, tan tenue pero tan conocido que, de lo contrario, se me habría escapado.
Una vez más me dirijo a la casa de Adviento, donde ya está preparada la escena de mañana. La puerta abierta da al comedor y todos se han reunido alrededor de la mesa, donde están a punto de servir el pastel de chocolate. También hay minúsculas velas y platos y vasos diminutos; estudio la escena con más atención y reconozco a casi todos los presentes: Nico el Gordo, Zozie, la pequeña Alice con las grandes botas, madame Pinot con su crucifijo, madame Luzeron con su abrigo fúnebre, Rosette, yo e incluso Laurent… y Thierry, que no ha sido invitado, permanece de pie bajo los árboles cubiertos de nieve.
Todos están tocados por ese brillo dorado…
Algo tan pequeño…
Algo tan descomunal.
Pienso que un juego no hace daño a nadie. Los juegos sirven para que los niños den sentido al mundo y los cuentos, incluso los más terroríficos, son los medios a través de los cuales aprenden a afrontar la pérdida, la crueldad, la muerte…
En este pequeño cuadro hay algo más: la familia y los amigos de la escena alrededor de la mesa, las velas, el árbol y el tronco de chocolate se encuentran en el interior de la casa. La escena del exterior es distinta. En el suelo y en los árboles se ha acumulado una tupida nevada con forma de azúcar en polvo. El lago de los patos está congelado, los ratones de azúcar con las partituras han desaparecido y de las ramas de los árboles cuelgan carámbanos largos y asesinos, realizados con azúcar y afilados como astillas de cristal.
Thierry está de pie bajo esas ramas y un muñeco de nieve de chocolate oscuro y grande como un oso lo observa amenazadoramente desde la cercana arboleda.
Estudio con más atención el pequeño muñeco de pinza. Por extraño que parezca, guarda una gran semejanza con Thierry: la ropa, el pelo, el móvil y hasta su expresión, representada por un trazo ambivalente y un par de puntos a modo de ojos.
También hay algo más: una espiral dibujada con la yema de un dedo pequeño en la nieve de azúcar. La he visto antes en la habitación de Anouk: trazada en su tablón, dibujada a lápiz en un cuaderno y reproducida cien veces con botones y piezas de rompecabezas en este suelo, ahora lustroso gracias a ese encanto innegable…
Comienzo a entender: las señales marcadas bajo el mostrador, las bolsitas medicinales colgadas sobre la puerta, la reciente afluencia de clientes, las amistades que hemos hecho, todos los cambios que se han producido durante las últimas semanas. Esto es mucho más que un juego infantil, se parece a una campaña secreta por un territorio que yo ni siquiera sabía que estaba en disputa.
¿Quién es el general que lidera esta campaña?
¿Hace falta que lo pregunte?