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Miércoles, 19 de diciembre

Esta mañana Anouk se fue a la escuela sin despedirse. No debería sorprenderme; es lo que ha hecho a lo largo de esta semana; baja tarde a desayunar, hace un saludo general, coge su cruasán y sale corriendo cuando todavía es de noche.

Anouk es así, la misma que solía lamerme la cara con exuberancia y gritar que me quería en medio de la calle atiborrada de gente, aunque ahora permanece en silencio y está tan ensimismada que me siento desconsolada y helada de miedo; las dudas que me han perseguido desde que nació aumentan a medida que pasan las semanas.

Debo reconocer que está creciendo y que le interesan otras cosas: las amistades de la escuela, los deberes, los profesores, tal vez un amigo especial (¿Jean-Loup Rimbault?) o el dulce delirio del primer enamoramiento. Es posible que también haya otras cosas: secretos susurrados, grandes planes elaborados y cuestiones que tal vez les cuente a sus amigas y que, si su madre las supiese, la llevarían a retorcerse de incomodidad.

Me digo que es normal y, por otro lado, la sensación de exclusión es casi insoportable. Creo que no somos como las demás, me parece que Anouk y yo somos diferentes. Por muy molesto que resulte, ya no puedo pasarlo por alto…

A partir de esa certeza me doy cuenta de que cambio, me vuelvo irritable y crítica ante cualquier nimiedad. ¿Cómo transmitir a mi niña de estío que el tono de mi voz no es de cólera, sino de temor?

¿Mi madre sintió lo mismo? ¿Experimentó esa sensación de pérdida, ese temor incluso mayor que el miedo a la muerte mientras, inútilmente, como todas las madres intentaba paralizar el implacable paso del tiempo? ¿Me siguió como yo sigo a Anouk y se fijó en los hitos abandonados en el camino? Me refiero a los juguetes que ya no usa, a la ropa abandonada, a los cuentos de antes de dormir que no han sido narrados, a todo aquello descartado a su paso, a medida que la niña corre cada vez con más impaciencia hacia el futuro y se aleja de la infancia, se aleja de mí…

Mi madre solía contar un cuento en el que una mujer se desesperaba por tener un hijo pero, como no podía concebir, cierto día de invierno creó una criatura de nieve. La hizo con sumo cuidado, la vistió, la quiso y le cantó hasta que la Reina del Invierno se compadeció y la dotó de vida.

La mujer, mejor dicho, la madre, estaba que no cabía en sí de alegría. Con los ojos embargados por el llanto de la felicidad, dio las gracias a la Reina del Invierno y juró que a su hija jamás le faltaría nada y que, mientras ella viviese, no conocería la pena.

«Mujer, ten cuidado», advirtió la Reina del Invierno. «Los afines se atraen del mismo modo que el cambio llama al cambio y, para bien o para mal, el mundo gira. Mantén a tu criatura lejos del sol y, mientras puedas, haz que te obedezca. Los hijos del deseo nunca se dan por satisfechos, ni siquiera con el amor de madre».

La madre apenas la escuchó. Se llevó la niña a casa, la quiso y la cuidó tal como había prometido a la Reina del Invierno. Transcurrió el tiempo y, blanca como la nieve, negra como el azabache y hermosa como un diáfano día invernal, la niña creció con velocidad mágica.

Se acercó la primavera, la nieve empezó a derretirse y la Criatura de Nieve se mostró cada vez más insatisfecha. Dijo que quería salir, estar con otros niños y jugar. Como era previsible, al principio la madre se negó, pero no hubo manera de convencerla. Lloró, se entristeció, se negó a comer y, finalmente, la madre accedió a regañadientes.

«No te pongas al sol y jamás te quites el abrigo y el sombrero», advirtió la madre a la pequeña.

«De acuerdo», respondió la niña y se alejó a saltos.

La Criatura de Nieve jugó todo el día. Fue la primera vez que vio a otros niños. Jugó al escondite por primera vez y aprendió juegos de cantar, de batir palmas, de correr y otros. Volvió a casa extraordinariamente cansada, pero más feliz de lo que su madre la había visto hasta entonces.

«¿Mañana puedo salir de nuevo?». La madre accedió con el corazón en un puño, siempre y cuando se dejara puestos el abrigo y el sombrero, y nuevamente la Criatura de Nieve pasó fuera todo el día. Estableció amistades secretas y pactos solemnes; por primera vez se despellejó las rodillas y también regresó a casa con los ojos brillantes y con la pretensión de salir nuevamente al otro día.

La madre protestó porque la niña estaba agotada pero, al final, claudicó. Durante el tercer día la Criatura de Nieve descubrió el gozo embriagador de la desobediencia. Por primera vez en su corta vida faltó a una promesa, rompió una ventana, besó a un chico y se quitó el abrigo y el sombrero al sol.

Transcurrieron las horas. Cayó la noche y, como la Criatura de Nieve no regresaba, la madre salió a buscarla. Encontró el abrigo y el sombrero, pero ni vio ni volvió a ver una sola señal de la Criatura de Nieve, sino un mudo charco de agua que antes no existía.

Debo reconocer que ese cuento nunca fue de mi agrado. De los que narraba mi madre, era el que más me aterraba, no por el cuento propiamente dicho, sino por su expresión, el temblor de su voz y la forma en que me estrechaba dolorosamente en sus brazos mientras el viento arreciaba desaforadamente en la oscuridad invernal.

Está claro que entonces no sabía por qué se asustaba tanto. Con los años lo he descubierto. Dicen que el mayor temor de la infancia es que los padres te abandonen. Infinidad de cuentos infantiles lo reflejan: Hansel y Gretel, los niños abandonados en el bosque, Blancanieves perseguida por la madrastra…

Soy yo la que ahora está perdida en el bosque. Pese al calor del obrador, tirito y me rodeo los hombros con el jersey grueso de trenzas. Hoy noto el frío, mientras que Zozie sigue vistiendo de verano, con alegre falda estampada, zapatillas de ballet y el pelo recogido con una cinta amarilla.

—Saldré una hora. ¿Te parece bien?

—Por supuesto.

¿Cómo voy a negarme si sigue sin aceptar que le pague un salario?

Por enésima vez me lo pregunto en silencio…

¿Cuál es tu precio?

¿Qué quieres?

El viento de diciembre sopla en la calle, pero no ejerce el menor poder sobre Zozie. La observo mientras apaga las luces del local y tararea al tiempo que cierra los postigos que ocultan el escaparate, en el que los muñecos de pinza de la casa de estuco se han reunido en torno a la escena del cumpleaños mientras fuera, bajo el farol del porche y la nieve de azúcar glaseada, un coro de ratones de chocolate con minúsculas partituras clavadas en las patas canta sin emitir sonido alguno.