Miércoles, 19 de diciembre
Vaya, madame, hola. ¿Su preferido? Veamos…, trufas de chocolate, preparadas según mi receta especial, marcadas con el signo de la señora de la Luna de Sangre y cubiertas de algo que atormenta la lengua. ¿Una docena o mejor dos? Colocadas en una caja con papel de seda negro y atada con una cinta del rojo más vivo…
Sabía que, a la larga, se presentaría. Mis trufas especiales suelen ejercer ese efecto. Llegó justo antes de la hora de cerrar; Anouk estaba arriba, haciendo los deberes, y Vianne en el obrador, preparando las provisiones de mañana.
Ante todo veo que repara en el aroma. Se trata de una combinación de muchas cosas: el árbol de Navidad en el rincón, el olor a cerrado y a humedad de la casa vieja, el perfume de la naranja, el clavo, el café molido, la leche caliente, el pachulí, la canela y, por supuesto, el chocolate, que es embriagador, rico como Creso y oscuro como la muerte.
Madame mira a su alrededor y ve las cortinas, los cuadros, las campanillas, los adornos, la casa de muñecas del escaparate, las alfombras que cubren el suelo, en colores como el amarillo cromo, el rosa fucsia, el escarlata, el dorado y el verde. Es como un lumadero de opio, está a punto de decir y se sorprende de ser tan fantasiosa. En realidad, jamás ha visto un fumadero de opio, salvo en las páginas de Las mil y una noches, pero tiene la sensación de que en el local hay algo, algo…, algo casi mágico.
En el exterior, el cielo gris amarillento está luminoso por la promesa de la nieve. Hace varios días que los meteorólogos anuncian su llegada pero, para desilusión de Anouk, de momento el tiempo es demasiado benigno como para que haya algo más que aguanieve y una bruma incesante.
—El tiempo es espantoso —comenta madame.
No cabía esperar que pensase otra cosa, ya que no ve magia en las nubes, sino contaminación; no ve estrellas, sino bombillas en las luces navideñas; no ve consuelo ni alegría, sino el incesante y ansioso trajín de las personas que se rozan sin calor en busca de regalos de último momento que serán abiertos sin placer, con prisa por asistir a una comida de la que no disfrutarán, con seres que hace un año que no ven y que si pudiesen elegir jamás se les ocurriría visitar…
Miró su cara a través del Espejo Humeante. En muchos sentidos es un rostro aguerrido, el de una mujer cuyo cuento de hadas personal nunca tuvo la posibilidad de alcanzar un final feliz. Ha perdido a los padres, al marido y a la hija; ha prosperado gracias al trabajo duro; hace años que ha llorado hasta quedarse sin lágrimas y ya no siente compasión por sí misma ni por nadie. Odia la Navidad y desprecia el Año Nuevo…
Veo todo eso a través del Ojo de Tezcatlipoca Negro. Hago un esfuerzo y vislumbro lo que hay detrás del Espejo Humeante: la gorda sentada delante del televisor come lionesas, que saca de una caja blanca de pastelería, mientras su marido trabaja hasta tarde por tercera noche consecutiva; el escaparate de una tienda de antigüedades y una muñeca con cara de porcelana guardada bajo una campana de cristal; la farmacia en la que una vez entró a comprar pañales y leche para su pequeña; la cara redonda, rígida y para nada sorprendida de su madre cuando acudió a darle la terrible noticia.
Desde entonces ha llegado lejos, muy lejos, pero hay algo en su interior, un vacío que aún gime por algo que vuelva a llenarlo…
—Doce trufas. No, que sean veinte —se corrige.
Como si las trufas marcasen la diferencia. Piensa que, de alguna manera, estas trufas son distintas y que la mujer que se encuentra detrás del mostrador, con el pelo largo y oscuro adornado con cristales y tacones de color esmeralda altísimos y brillantes (zapatos ideales para bailar toda la noche, para saltar, para volar, para lo que sea menos para caminar), también es diferente, no como el resto de los que están en el local, sino curiosamente más viva y real…
Sobre el cristal del mostrador hay una mancha oscura porque de las trufas ha caído cacao. Con la yema del dedo es fácil trazar la señal del Uno Jaguar, el aspecto felino de Tezcatlipoca Negro, en el chocolate en polvo. Medio hipnotizada por los colores y el aroma, madame contempla esa mancha mientras envuelvo la caja y me tomo mi tiempo con el papel y las cintas.
Entonces entra Anouk, en el momento justo, con el pelo alborotado y muerta de risa por algo que Rosette ha hecho; madame levanta la cabeza y de pronto su rostro se queda flácido.
¿Es posible que reconozca algo? ¿Acaso la vena de talento tan rica en Vianne y en Anouk ha dejado vestigios aquí, en el origen? Anouk le dedica su sonrisa más radiante. Madame hace lo propio, al principio con dudas, pero a medida que la conjunción de la Luna de Sangre con la Luna del Conejo se suma al influjo del Uno Jaguar, su rostro pastoso se vuelve casi bello ante tanta ansia.
—Y esta, ¿quién es?
—Es mi pequeña Nanou.
No necesito decir nada más. No se sabe si madame ve o no algo familiar en la niña o si, simplemente, lo que la fascina es la propia Anouk, con su cara de muñeca holandesa y su melena bizantina. La mirada de madame se ha iluminado de repente y cuando le propongo que se quede a beber una taza de chocolate (y tal vez a probar una de mis trufas especiales, invitación de la casa) acepta sin rechistar, se sienta ante una de las mesas decoradas con impresiones de las manos y mira con una intensidad que supera con creces el mero anhelo mientras Anouk entra y sale del obrador, saluda a Nico cuando pasa por la puerta y le dice que entre a tomar una taza de té, juega con Rosette y la caja de botones, menciona el cumpleaños de mañana, sale corriendo a ver si nieva, entra a la carrera, estudia los cambios en la casa de Adviento, reacomoda una o dos figuras decisivas, vuelve a ver si nieva…, nevará, debe nevar al menos en Nochebuena, ya que la nieve es casi lo que más le gusta…
Es hora de cerrar la chocolatería. En realidad, han pasado veinte minutos desde la hora habitual de cierre cuando madame parece librarse de su embotamiento.
—Tiene una cría encantadora —comenta mientras se pone en pie, se quita los restos de chocolate del regazo y mira con nostalgia la puerta del obrador, que Anouk ya ha atravesado llevándose consigo a Rosette—. Juega con la otra como si fuese su hermana.
Ese comentario me lleva a sonreír, pero no aclaro la situación.
—¿Tiene hijos? —inquiero.
Madame parece titubear, pero finalmente asiente y responde:
—Una hija.
—¿La verá esta Navidad?
Vaya con la angustia que semejante pregunta desencadena involuntariamente. La detecto en sus colores: una franja de blanco brillante y puro que, como si fuera un rayo, atraviesa los demás.
Niega con la cabeza, pues no sabe si será capaz de hablar. Incluso ahora, después de tantos años, la emoción tiene la capacidad de sorprenderla por su inmediatez. ¿Cuándo se suavizará, como tantas personas dicen que ocurrirá? De momento no ha amainado…, no se ha calmado ese dolor que supera todo los demás y que logra que esposo, amante, madre y amigos se vuelvan insignificantes ante el abismo desolador que representa la desaparición de un hijo.
—La perdí —admite con voz queda.
—Lo siento muchísimo.
Apoyo mi mano en su brazo. Llevo manga corta y mi pulsera, cargada de pequeños dijes, tintinea pesadamente. El brillo de la plata llama su atención…
El dije del gato se ha oscurecido con el paso del tiempo y se parece al Uno Jaguar de Tezcatlipoca Negro más que a la baratija que antaño fue.
Madame lo ve, se pone rígida y casi en el acto piensa que es absurdo, que semejantes coincidencias no existen, que solo se trata de una barata pulsera de dijes y que no puede tener nada que ver con aquel brazalete de bebé perdido hace muchos años ni con el minino de plata…
Bueno, ¿y si tuviera que ver?, se pregunta. A veces te enteras de este tipo de cosas, no siempre a través del cine, sino en la vida real…
—Lle-lleva una pul-pulsera in-interesante. —Le tiembla tanto la voz que le cuesta pronunciar las palabras.
—Gracias, hace años que la tengo.
—¿De verdad?
Muevo afirmativamente la cabeza.
—Cada uno de los dijes me recuerda algo. Este lo tengo desde que murió mi madre…
Señalo un dije con forma de ataúd. De hecho, procede de México, debió de tocarme en alguna piñata, y sobre la tapa de la caja hay una crucecita negra.
—¿Ha dicho su madre?
—Así la llamaba, aunque lo cierto es que no conocí a mis padres biológicos. Esta llave corresponde a mis veintiún años… Y este gato es mi dije más antiguo y el que me ha traído más suerte. Me parece que lo he tenido toda la vida, incluso antes de que me adoptasen.
Casi paralizada, madame me clava la mirada. Es imposible, sabe que lo es, pero una faceta menos racional de su persona insiste en que los milagros y la magia existen. Es la voz de la mujer que antaño fue, la misma que, con solo diecisiete años, se enamoró de un hombre de treinta y dos que le dijo que la quería y le creyó.
¿Qué hay de la niña? ¿Reconoció algo en ella, algo que tironea su corazón y lo desgarra como un gatito que juguetea con un ovillo de hilo?
Algunas personas, como yo, son cínicas de nacimiento. Claro que si eres creyente nunca dejarás de serlo. Percibo que madame pertenece a esta última categoría; mejor dicho, lo he sabido desde que vi las muñecas con cara de porcelana en el vestíbulo de Le Stendhal. Es una romántica envejecida, amargada, desilusionada y, por consiguiente, más vulnerable; basta una sola palabra mía para que su piñata se abra como una flor.
¿He dicho palabra? Quería decir un nombre, por supuesto.
—Madame, tengo que cerrar. —La conduzco delicadamente hacia la puerta—. Si quiere volver, en Nochebuena damos una fiesta. Si no tiene otros planes, tal vez le apetezca venir una hora.
Me mira con los ojos como estrellas.
—Desde luego que sí —musita—. Muchas gracias. Asistiré.