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Martes, 18 de diciembre

El resto del día trabajé en el obrador mientras Zozie se encargaba de los clientes. Ahora tenemos más clientes que nunca, más de los que puedo atender sola, y me alegro de que siga contenta de echar una mano porque, a medida que se acercan las navidades, tengo la sensación de que medio París ha desarrollado un repentino interés por los bombones artesanales.

Las existencias de chocolate cobertura que supuse que durarían hasta Año Nuevo se agotaron en un par de semanas y recibimos envíos cada diez días a fin de satisfacer la demanda creciente. Los beneficios superan con creces mis expectativas y Zozie se limita a decir «Sabía que el negocio se animaría antes de Navidad», como si todos los días hubiera milagros…

Por enésima vez me sorprendo de la rapidez con la que la situación ha cambiado. Hace tres meses nadie nos conocía y éramos náufragas en el peñón de Montmartre. Ahora formamos parte de la escena, lo mismo que Chez Eugène o Le P’tit Pinson, y los lugareños que jamás habrían puesto el pie en una tienda turística entran en la chocolatería una o dos veces por semana (y, en algunos casos, prácticamente cada día) para tomar café, pastel o chocolate.

¿Qué nos ha cambiado? Los bombones, no hay duda; sé que mis trufas artesanales son mucho mejores que todo lo que sale de una fábrica. La decoración también es más acogedora y, con la ayuda de Zozie, hay tiempo de sentarse y charlar un rato.

Montmartre es un pueblo en el seno de la ciudad, y sigue siendo profunda aunque dudosamente nostálgico de sus callejuelas estrechas, las viejas cafeterías y las casitas de estilo campestre con el encalado estival, los postigos falsos y los geranios de vivos colores en las jardineras de barro. Aislados en lo alto de un París rebosante de cambios, los habitantes de Montmartre tienen la sensación de que se trata del último pueblo que existe, el fragmento fugaz de una época en la que las cosas eran más dulces y simples, en la que las puertas quedaban abiertas y cualquier dolor y herida se curaba con un trozo de chocolate…

Sospecho que solo es una ilusión. Para la mayoría de los que viven aquí, esa época nunca existió. Habitan en un mundo parcialmente fantástico, en el cual el pasado está tan profundamente enterrado bajo la expresión de deseos y el pesar, que prácticamente se han tragado su propia ficción.

Pensemos en Laurent, que despotrica contra los inmigrantes pese a que su padre era un judío polaco que huyó a París durante la guerra, se cambió el nombre, contrajo matrimonio con una lugareña y se convirtió en Gustave Jean-Marie Pinson, más francés que los franceses y sólido como las piedras del Sacré-Coeur.

Obviamente, Laurent ni lo menciona, pero Zozie lo sabe…, seguramente porque se lo ha contado. Para no hablar de madame Pinot, con su crucifijo de plata, su desaprobadora sonrisa de labios fruncidos y el escaparate lleno de santos de yeso…

Jamás fue madame. En sus mocedades (al menos es lo que dice Laurent, que está al tanto de estas cosas) fue cabaretera en el Moulin Rouge y a veces actuaba con griñón, tacones de aguja y un corsé de raso negro que despertaba pasiones… No es exactamente lo que cabe esperar de una vendedora de objetos religiosos…

Y también nuestros apuestos Jean-Louis y Paupaul, que trabajan con gran habilidad en la place du Tertre y, para que se desprendan de su dinero, seducen a las señoras con cumplidos bravucones e insinuaciones descaradas. Cabría pensar que, al menos, son lo que parecen, pero ninguno de los dos ha pisado jamás una galería ni estudiado en una escuela de arte y, pese a su atractivo masculino, son apacible y sinceramente gays y planean una ceremonia civil, tal vez en San Francisco, donde esas prácticas son más corrientes y se juzgan con menos severidad.

Eso dice Zozie, que parece saberlo todo. Anouk también sabe más de lo que me cuenta y estoy cada vez más preocupada. Antes me lo contaba todo, pero en los últimos tiempos se ha vuelto inquieta y recelosa; pasa horas en su habitación, casi todos los fines de semana va al cementerio con Jean-Loup y por las noches habla con Zozie.

Es lógico que una niña de su edad quiera más independencia que la que hasta ahora ha tenido. De todos modos, en Anouk hay una especie de desvelo, una frialdad de la que tal vez no sea consciente, que me inquieta. Es como si entre nosotras se hubiese movido un eje, un mecanismo implacable que lentamente ha comenzado a separarnos. Solía contármelo todo y ahora lo que dice parece extrañamente cauteloso, al tiempo que sus sonrisas son demasiado intensas y forzadas como para resultar reconfortantes.

¿Se debe a Jean-Loup Rimbault? Me he fijado en que ahora apenas lo menciona, en que se pone en guardia cuando me refiero a él, en el cuidado con el que se viste para ir al liceo cuando antes costaba que se cepillase el pelo…

¿Tiene que ver con Thierry? ¿Está angustiada por Roux?

He intentado preguntarle directamente si pasa algo, si en la escuela tiene un problema del que no estoy enterada. Siempre responde «no, mamá» con esa vocecilla cortante de niña buena y sube corriendo la escalera para hacer los deberes.

Por la noche, desde el obrador oigo risas procedentes del cuarto de Zozie, me acerco sigilosamente al pie de la escalera para escuchar y, como si fuese un recuerdo, percibo la voz de Anouk.

Sé que si abro la puerta para preguntarle qué le apetece beber, las risas cesarán, su mirada se tornará fría y la Anouk que oigo de lejos se esfumará como ocurre en los cuentos de hadas…

Hoy Zozie reacomodó el escaparate de la casa de Adviento y ha abierto otra puerta. En el pasillo de la casita se alza un árbol de Navidad hábilmente creado con ramitas de pino. La madre está en la puerta de la casa y mira hacia el jardín, mientras un semicírculo de cantantes de villancicos (ha utilizado ratones de azúcar) mira hacia el interior.

Tal como sucedieron las cosas, hoy montamos nuestro árbol. Es pequeño, de la floristería que está calle abajo, pero huele maravillosamente a agujas y a savia, como el cuento de los niños perdidos en el bosque, y tenemos estrellas plateadas para colgar de las ramas y lucecitas blancas con las que envolverlo. A Anouk le encanta adornar el árbol, por lo que lo he dejado tal como entró a fin de que, cuando vuelva de la escuela, lo decoremos juntas.

—Dime, ¿a qué se dedica Anouk últimamente? —La ligereza de mi tono es forzada—. Por lo que parece, no hace más que correr de aquí para allá.

Zozie sonrió y replicó:

—Casi estamos en Navidad. En estas fechas los niños están muy entusiasmados.

—¿No te ha comentado nada? ¿Está afectada por lo que ocurrió entre Thierry y yo?

—Que yo sepa, no —repuso Zozie—. En todo caso, parece aliviada.

—¿No hay nada que la preocupe?

—Solo la fiesta.

¡Vaya con la fiesta! Sigo sin saber qué se propone. Desde la primera vez que la mencionó, mi pequeña Anouk se ha mostrado obstinada y extraña, hace planes, propone platos, invita a todos sin tener en cuenta cuestiones prácticas como el espacio y la colocación de los invitados.

«¿Podemos invitar a madame Luzeron?». «Por supuesto, Nanou, si crees que vendrá». «¿Y a Nico?».

«De acuerdo».

«Y a Alice, por descontado. Y también a Jean-Louis y a Paupaul…».

«Nanou, esas personas tienen su propio hogar y sus familias… ¿Qué te lleva a pensar que…?». «Vendrán», asegura, como si lo hubiese dispuesto personalmente.

«¿Cómo lo sabes?». «Lo sé y basta».

Me digo que tal vez lo sabe. Da la impresión de saber muchas cosas, pero hay algo más, un secreto en su mirada, el indicio de algo de lo que estoy excluida.

Miro la chocolatería. El local es un espacio cálido, casi íntimo. Hay velas encendidas en las mesas y el escaparate de Adviento está iluminado por un brillo rosa. Huele a naranja y a clavo de olor gracias a la almohadilla perfumada que cuelga sobre la puerta, a pino del árbol navideño y a vino calentado con especias, que servimos con el chocolate caliente, también especiado, y con el pan de jengibre recién salido del horno. Atrae tanto a los habituales como a los forasteros y los turistas, que entran de tres en tres o de cuatro en cuatro. Se detienen a mirar el escaparate, perciben los aromas, entran y tal vez quedan algo atolondrados por los olores múltiples, los colores y sus preferidos en las cajitas de cristal: galletas de naranja amarga, mendiants du roi, cuadrados de guindilla, trufas al aguardiente de melocotón, monedas de chocolate blanco, delicadezas de lavanda…, bombones que susurran imperceptiblemente…

Pruébame, saboréame, examíname…

Zozie se encuentra en el centro de todo. Incluso en los momentos más frenéticos ríe, sonríe, bromea, reparte bombones por invitación de la casa, habla con Rosette, con su presencia consigue animarlo todo…

Tengo la sensación de que me observo a mí misma, a la Vianne que fui en otra vida.

¿Quién soy ahora?

Incapaz de apartar la mirada, acecho desde detrás de la puerta del obrador. Recuerdos de otra época: un hombre está de pie junto a una puerta parecida y mira recelosamente hacia el interior. Es el rostro de Reynaud, su mirada ávida, la expresión odiosa y atormentada de un hombre asqueado por lo que ve pero que, de todas maneras, debe mirar.

¿Es posible que me haya convertido en eso, en otra versión del Hombre Negro, en una Reynaud atormentada por el placer e incapaz de soportar la alegría de los demás, en una mujer abrumada por la envidia y la culpa?

¡Qué absurdo! ¿Es posible que sienta envidia de Zozie?

Por si con eso no bastase, ¿a qué se debe que todavía tengo miedo?

A las cuatro y media Anouk entra desde las calles brumosas, con la mirada encendida y un brillo revelador a la altura de sus pies, que podría ser Pantoufle en el caso de que existiese. Saluda a Zozie con un abrazo descomunal. Rosette se suma. Hacen girar a la pequeña y gritan «¡Bam, bam, bam!». Se convierte en un juego, en una suerte de danza desaforada que termina cuando las tres, risueñas y sin aliento, se desploman en los butacones rosados y peludos.

Mientras observo desde la puerta de la cocina, súbitamente se me ocurre una idea. Está claro que en este sitio hay demasiados fantasmas. Se trata de fantasmas peligrosos y risueños, de fantasmas de un pasado cuyo renacimiento no podemos permitirnos. Lo sorprendente es que parecen extrañamente vivos, como si yo, Vianne Rocher, fuese el fantasma y el trío de la tienda la realidad, el número mágico, el círculo que es imposible romper…

¡Vaya tontería! Sé perfectamente que soy real. Vianne Rocher no es más que un nombre que utilicé, quizá ni siquiera se trata de mi verdadero nombre. Vianne Rocher no tiene propósito ni futuro al margen de mí.

Me resulta imposible dejar de pensar en ella, como en un abrigo favorito o en un par de zapatos que impulsivamente se regalan a una institución benéfica para que otra persona los aprecie y los use…

Ya no puedo dejar de preguntarme…

¿Cuánto he revelado de mí misma? Si he dejado de ser Vianne…, ¿quién lo es ahora?