Domingo, 16 de diciembre
Hoy Roux no fue a trabajar. En realidad, no ha hecho acto de presencia en todo el fin de semana. Resulta que el viernes se marchó temprano, dejó la pensión en la que se hospedaba y desde entonces nadie lo ha visto.
Sospecho que era lo que cabía esperar. Al fin y al cabo, le pedí que se fuese. En ese caso, ¿por qué me siento terriblemente desconsolada? Y, por si eso fuera poco, ¿por qué espero que aparezca?
Thierry está que arde de furia. En su mundo, dejar un trabajo es vergonzoso y poco íntegro y quedó claro que no está dispuesto a aceptar la más mínima excusa. También ha pasado algo con un cheque, con un talón que Roux cobró o no hizo efectivo …
Este fin de semana apenas he visto a Thierry. El sábado polla noche pasó un momento y comentó que tenía un problema en el apartamento. Solo comentó al pasar la ausencia de Roux y no me atreví a preguntar nada.
Hoy ha venido al final del día y me ha contado la historia completa.
Zozie estaba a punto de cerrar el local; Rosette jugaba con un rompecabezas, cuyas piezas no intenta encajar, sino que se limita a trazar complicadas espirales en el suelo, y yo me disponía a preparar el último lote de trufas de cereza cuando Thierry irrumpió en la chocolatería furioso a rabiar, rojo como un pimiento y a punto de estallar.
—¡Ya sabía yo que pasaba algo! —despotricó—. Esos son jodidamente iguales: vagos, ladrones…, ¡viajeros! —Adjudicó a la última palabra la inflexión más asquerosa que quepa imaginar y logró que sonase como un insulto exótico—. Ya sé que se supone que es amigo tuyo, pero ni siquiera tú puedes hacer la vista gorda. Abandonó el trabajo sin decir ni mu y fastidió mis planes. Lo demandaré, aunque puede que tal vez me limite a dar su merecido a ese cabrón pelirrojo…
—Thierry, por favor. —Le serví una taza de café—. Intenta tranquilizarte.
En lo que a Roux se refiere, por lo visto le resulta imposible. Está claro que son muy distintos. Thierry es sólido, poco imaginativo, jamás ha vivido fuera de París y su desaprobación de las madres solteras, los «estilos de vida alternativos» y la comida exótica me ha causado gracia… hasta ahora.
—Dime, ¿qué significa para ti? —quiso saber Thierry—. ¿A qué se debe que sea tan amigo tuyo?
Le volví la espalda.
—Ya lo hemos hablado.
Thierry se puso de todos los colores.
—¿Fuisteis amantes? —inquirió—. ¿De eso se trata? ¿Te acostaste con ese cabrón?
—Thierry, por favor…
—¡Dime la verdad! ¿Te lo tiraste? —chilló.
Me temblaron las manos. La ira, más violenta si cabe por haber estado contenida, salió a borbotones cuando espeté:
—¿Y qué si me lo tiré?
Esas palabras fueron muy simples y peligrosas.
Repentinamente pálido, Thierry me miró y me percaté de que, pese a su intensidad, la acusación no era más que otro de sus gestos vacíos de sentido: dramáticos, previsibles y, en última instancia, carentes de significado. Thierry necesitaba dar salida a sus celos, su necesidad de controlar, su angustia sin expresar por la rapidez con la que han progresado nuestras ventas…
El constructor volvió a tomar la palabra con tono tembloroso:
—Yanne, me debes la verdad. He permitido que esto durase demasiado tiempo. Por Dios, ni siquiera sé quién eres. Te acepté con los ojos cerrados, confié en ti y en tus hijas…, ¿me has oído quejarme alguna vez? Una mocosa malcriada y una retardada…
Calló de sopetón.
Lo miré impávida y me dije que, finalmente, se había pasado de la raya.
Rosette dejó de mirar el rompecabezas con el que jugaba en el suelo. Por encima de su cabeza parpadeó una luz. Las formas de plástico que utilizo para cortar galletas tamborilearon sobre la encimera, como si pasase un tren exprés.
—Yanne, lo siento, lo siento muchísimo.
Thierry intentó recuperar el terreno perdido como un vendedor que va de puerta en puerta y que cree que todavía tiene la posibilidad de conseguir una venta esquiva…
El daño ya estaba hecho. El castillo de naipes primorosamente levantado se desplomó con una sola palabra. Ahora veo lo que antes se me escapó. Por primera vez veo realmente a Thierry. Ya había reparado en su mezquindad, su regocijado desdén por los subordinados, su esnobismo y su arrogancia. Ahora también veo sus colores, sus flaquezas encubiertas, la incertidumbre que acecha tras su sonrisa, la tensión de sus hombros, la peculiar rigidez de su postura cada vez que tiene que mirar a Rosette.
Esa palabra horrorosa…
Por descontado que siempre he sido consciente de que Rosette lo lleva a sentirse incómodo. Como de costumbre, intenta compensarlo, pero su alegría es forzada, como la de alguien que acaricia un perro peligroso.
Ahora veo que no solo se trata de Rosette. Este lugar, este local que construimos sin su ayuda también lo incomoda. Cada lote de bombones, cada venta, cada cliente al que saludamos por su nombre, incluso la silla en la que está sentado le recuerdan que nosotras tres somos independientes, que tenemos una vida al margen de su persona, que poseemos un pasado en el que Thierry le Tresset no desempeñó el más mínimo papel…
Thierry también tiene un pasado propio, algo que lo lleva a ser como es. Sus miedos arraigan en ese pasado; no solo sus miedos, sino sus esperanzas, sus secretos…
Dirijo la mirada a la conocida plancha de granito en la que templo el chocolate. Es muy vieja y está ennegrecida por el paso del tiempo; ya estaba gastada cuando la compré y muestra las cicatrices del uso continuado. En el granito hay partículas de cuarzo que inesperadamente reflejan la luz y las veo brillar mientras el chocolate se enfría y queda a punto para ser nuevamente calentado y templado.
No quiero saber tus secretos, pienso.
La plancha de granito sabe la verdad. Salpicada de mica, brilla, hace guiños, llama mi atención y retiene mi mirada. Prácticamente veo las imágenes reflejadas en la piedra. Adquieren forma mientras las observo y comienzan a adquirir sentido; son vislumbres de una vida, de un pasado que hace de Thierry el hombre que es.
Aquel es Thierry en el hospital. Hace veinte o más años y espera junto a una puerta cerrada. Lleva dos cajas de cigarros para regalar, cada una atada con una cinta, en un caso rosa y en el otro azul. Ha cubierto todas las bases.
Ahora hay otra sala de espera. En las paredes se observan murales con personajes de dibujos animados. A poca distancia una mujer está sentada con un niño en brazos. El crío ronda los seis años. Mira el techo sin verlo y nada (ni Pooh, Tigger ni Mickey Mouse) provoca el menor destello en su mirada.
Un edificio que no es exactamente un hospital y un niño, no, un joven que va del bracete de una guapa enfermera. El joven tiene alrededor de veinticinco años. Fornido como su padre, tiene los hombros hundidos, la cabeza demasiado pesada con relación al cuello y la sonrisa hueca.
Finalmente entiendo: es el secreto que Thierry ha intentado ocultar por todos los medios. Comprendo esa sonrisa amplia y brillante, como la del hombre que vende supercherías puerta a puerta; el modo en el que jamás menciona a su hijo; su profundo perfeccionismo; la forma en la que a veces mira a Rosette o, mejor dicho, la manera en la que no la mira…
Dejo escapar un suspiro.
—Thierry, está bien, ya no tienes que mentirme.
—¿Mentirte?
—Mentirme sobre tu hijo.
Se tensó y, sin la ayuda de la plancha de granito, percibí la agitación que creció en su interior. Se puso pálido, empezó a sudar y la cólera desplazada por el miedo regresó como un viento maligno. Se irguió en toda su estatura, repentinamente se convirtió en un oso, derramó la taza de café y desparramó los bombones envueltos con papeles de vivos colores.
—No hay ningún problema con mi hijo —declaró con voz demasiado estentórea—. Alan se dedica a la construcción. De tal palo, tal astilla. No nos vemos mucho, pero eso no significa que no me respete o que no esté orgulloso de él… —A esa altura hablaba a gritos, por lo que Rosette se tapó las orejas—. ¿Alguien ha dicho lo contrario? ¿Ha sido Roux? ¿Ese cabrón ha metido las narices donde no lo llaman?
—No tiene nada que ver con Roux. Si te avergüenzas de tu hijo, ¿cómo llegarás a preocuparte por Rosette?
—Yanne, por favor, no es así. No me avergüenzo, pero se trata de mi hijo, Sarah no podía tener más descendencia y yo solo quería que fuese…
—Que fuese perfecto, ya lo sé.
Thierry me cogió las manos.
—Yanne, puedo vivir con esto, te lo prometo. Buscaremos un especialista. Rosette tendrá todo lo que necesita, niñeras, juguetes…
Más regalos, pensé, como si así fuera posible cambiar lo que siente. Negué con la cabeza. El corazón no cambia. Puedes mentir, hacerte ilusiones y engañarte pero, al final, ¿es posible escapar del elemento con el que naces?
Thierry debió de detectarlo en mi expresión porque se demudó y hundió los hombros.
—Pero si está todo organizado —afirmó.
No dijo «te quiero», sino «está todo organizado».
A pesar del mal sabor de boca, experimenté una súbita y arrebatadora andanada de alegría, como si algo ponzoñoso que tenía alojado en la garganta se hubiese soltado por su cuenta y riesgo…
En el local las campanillas resonaron una vez y, sin pensar en lo que hacía, tracé la señal de los cuernos contra la mala suerte. Los hábitos arraigados tardan en desaparecer. Hacía años que no la practicaba. También me sentí incómoda, como si un gesto tan nimio pudiese despertar nuevamente al viento cambiante. Cuando Thierry se fue, me quedé sola y creo que oí voces en el viento, las voces de las Benévolas, y carcajadas distantes.