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Sábado, 15 de diciembre

Resulta sorprendente lo mentirosos que llegan a ser los niños. Al igual que una gata doméstica, durante el día ronronea en el sofá y por la noche se convierte en una reina que se pavonea, en una asesina nata que desdeña su otra vida.

Anouk no es una asesina, al menos de momento, pero posee esa faceta feroz. Me encanta saberlo, por supuesto, ya que no he salido al mercado a buscar una mascota complaciente, pero no podré quitarle ojo de encima si decide actuar a mis espaldas.

En primer lugar, invocó a Ehecatl sin mí. No me molesta; en realidad, estoy muy orgullosa de que lo hiciese. Es imaginativa, ingeniosa e inventa rituales si los existentes no la satisfacen; en síntesis, es una caótica muy suya.

En segundo lugar, pero mucho más importante, ayer fue a visitar a Roux en secreto y en contra de mis advertencias. Afortunadamente, anotó todo en su diario, que leo de forma periódica. Es fácil; al igual que su madre, guarda los secretos en una caja de zapatos que coloca en el fondo del armario, algo previsible y conveniente. Desde mi llegada he revisado los secretos de ambas.

Me alegro de haber leído el diario de Anouk, ya que dice que hoy, a las tres en punto, se verá con Roux en el cementerio. Hasta cierto punto, no podía ser mejor; mis planes con relación a Vianne se acercan a su conclusión y casi ha llegado el momento de iniciar la próxima etapa. Claro que robar una vida es mucho más sencillo en teoría que en la práctica. Un puñado de facturas abandonadas, un pasaporte extraído de un bolso en el aeropuerto e incluso el nombre que figura en una lápida reciente y para mí el trabajo está prácticamente terminado. En esta ocasión quiero más que un nombre, más que detalles bancarios, mucho más que dinero.

Está claro que se trata de un juego de estrategia y, como tantos, consiste en colocar las piezas en su sitio sin que el adversario se entere de lo que ocurre y, a renglón seguido, decidir cuáles sacrificas a fin de ganar. A partir de ahí, se trata de un cuerpo a cuerpo, de una batalla de voluntades entre Yanne y yo, y debo reconocer que deseo librarla incluso más de lo que imaginaba. Por fin la enfrentaré en el último asalto, sabiendo lo que ambas nos jugamos…

A ese juego sí que valdrá la pena jugar.

Recapitulemos las jugadas que hemos realizado hasta ahora. Entre otros asuntos, me he ocupado a fondo del contenido de la piñata de Yanne y he descubierto varias cosas.

Para empezar, no es Yanne Charbonneau.

Bueno, por descontado que ya lo sabíamos. Lo más interesante es que tampoco es Vianne Rocher… o, al menos, a eso apunta el contenido de su caja. Sabía que se me había escapado algo importante y el otro día, cuando salió, por fin encontré lo que buscaba.

De hecho, ya lo había visto, pero pasé por alto su significación porque me centré en Vianne Rocher. Está en la caja, sujeto con un trozo de cinta roja descolorida: un dije de plata que podría proceder de una pulsera barata o de una sorpresa navideña, un dije con forma de gato y ennegrecido por el paso del tiempo. Está en la caja de zapatos de Vianne, con uno de los dientes de leche de Anouk y una baraja de tarot que ha visto tiempos mejores.

Al igual que yo, Vianne viaja ligera de equipaje. Nada de lo que tiene es trivial. Conserva cada objeto de la caja por un motivo y lo mismo puede decirse del dije de plata. Se menciona en el recorte de periódico, tan reseco y amarilleado que no me atreví a desdoblarlo del todo: refiere la desaparición de Sylviane Caillou, de dieciocho meses, ocurrida en la puerta de una farmacia hace más de treinta años.

¿Alguna vez intentó regresar? La intuición me dice que no. Como suele afirmar, «tú eliges a tu familia», y para esa niña, su madre, cuyo nombre ni siquiera aparece en el recorte, no representa más que ADN. Sin embargo, para mí…

Podéis considerarme curiosa. La busqué en internet. Me llevó un buen rato; cada día desaparecen niños y se trataba de un caso antiguo, cerrado hace mucho y que no despertó demasiado interés, pero por fin lo encontré e incluí el nombre de la madre de Sylviane, que tenía veintiún años cuando se llevaron a la pequeña y ahora cuarenta y nueve según la web de exalumnas; está divorciada, no tiene hijos, todavía vive en París, cerca del Père Lachaise, y regenta un hotelito.

Se llama Le Stendhal y se encuentra en la esquina de la avenue Gambetta y la rue Matisse. En total no hay más de doce habitaciones; incluye un árbol navideño de hojalata, pelado, y un interior exageradamente decorado. Junto a la chimenea se encuentra una pequeña mesa redonda sobre la cual un muñeca de porcelana con vestido de seda rosa permanece tiesamente bajo una campana de cristal. Otra muñeca, en este caso vestida de novia, monta guardia al pie de la escalera. La tercera, de ojos azules y con abrigo y sombrero bordeados de piel roja, permanece sobre el mostrador de la recepción.

Detrás del mostrador se encuentra madame en persona: una mujer fornida, con el rostro tenso y el pelo raleante de los que hacen dieta habitualmente y la forma de mirar de su hija…

—Madame…

—¿En qué puedo ayudarla?

—Vengo de Le Rocher de Montmartre. Estamos haciendo una promoción especial de bombones artesanales y me gustaría saber si puedo entregarle unas muestras para que las pruebe…

En el acto la expresión de madame se volvió de contrariedad.

—No me interesa —espetó.

—No está obligada a comprar. Pruebe y luego…

—Se lo agradezco, pero no quiero nada.

Era lo que me esperaba. Los parisinos son muy desconfiados y mi propuesta parecía demasiado buena como para ser cierta. De todas maneras, cogí una caja de nuestros bombones especiales y la abrí sobre el mostrador: una docena de trufas recubiertas de cacao en polvo, cada una colocada en su molde de papel dorado y rizado, con una rosa amarilla en una esquina de la caja y el símbolo de la señora de la Luna de Sangre trazado a un lado de la tapa.

—Dentro hay una tarjeta de visita —añadí—. Si le gustan, puede encargarlos directamente. Si no la convencen… —Me encogí de hombros—. Invita la casa. Vamos, pruebe un bombón. Me gustaría saber qué opina.

Madame tuvo sus dudas. Noté que su recelo espontáneo estaba en colisión con el aroma que escapaba de la caja: el olor ahumado y a café del cacao; atisbos de clavo, cardamomo y vainilla; el perfume fugaz del Armagnac, una fragancia semejante a la del tiempo perdido, el olor agridulce del fin de la infancia.

—¿Los reparte por todos los hoteles de París? En ese caso no obtendrá muchos beneficios.

Sonreí.

—Siempre digo que hay que especular para acumular.

Madame cogió una trufa del molde de papel y le hincó los dientes.

—Hummm… No está mal.

En realidad, creo que su opinión es más favorable. Entorna los ojos y su boca de labios delgados se humedece.

—¿Le gusta?

Debería encantarle. La seductora señal de la señora de la Luna de Sangre ilumina su rostro con un brillo sonrosado. Ahora veo más claramente a Vianne en ella, si bien se trata de una Vianne envejecida, cansada y amargada por la búsqueda de riquezas; una Vianne sin hijos que no tiene más salida para su afecto que el hotel y las muñecas de porcelana.

—Ciertamente, no está nada mal —declaró madame.

—La tarjeta está en la caja. Venga a visitarnos. —Madame había cerrado los ojos y asintió soñadoramente—. Feliz Navidad.

Madame no respondió.

Bajo la campana de cristal, la muñeca de ojos azules con abrigo y sombrero bordeados en piel me sonrió serenamente, como una niña congelada en una burbuja de hielo.