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Miércoles, 12 de diciembre

De momento llevamos poco más de una semana de clases y dice que ha comenzado a notar cambios. He aprendido más cosas mexicanas: nombres, historias, símbolos y signos. Ahora sé despertar el viento con Ehecatl, el Cambiante; invocar a Tlaloc para que llueva e incluso apelar a Huracán para que desate la venganza sobre mis enemigos.

Tampoco se trata de que esté pensando en la venganza. Desde aquel día en la cola del autobús, Chantal y compañía no han asistido al liceo. Al parecer, todas tienen lo mismo. Según monsieur Gestin, han contraído algo parecido a la tiña y tienen que quedarse en casa hasta que mejoren para no contagiar a los compañeros. Es sorprendente lo que cambian las cosas en una clase de treinta alumnos cuando las cuatro personas más desagradables no están. En ausencia de Suzanne, Chantal, Sandrine y Danielle, ir a clase es un placer. Nadie se convierte en el bicho raro, nadie se ríe de Mathilde por estar gorda y hoy Claude respondió sin tartamudear a una pregunta de matemáticas.

A decir verdad, hoy me he ocupado de Claude. Cuando lo conoces resulta encantador, pero la mayor parte del tiempo tartamudea tanto que casi no habla con nadie. Me las ingenié para meterle en el bolsillo un trozo de papel con un símbolo, el del Uno Jaguar, para darle valor, y quizá se deba a que el cuarteto no está, pero lo cierto es que me parece que he notado mejorías.

Está más relajado, permanece erguido en lugar de hundir los hombros y, aunque no ha desaparecido, hoy su tartamudez no fue tan marcada. A veces va tan mal que se atasca, se pone rojo y está a punto de echarse a llorar; todos nos sentimos incómodos, incluso los profesores, y lo miramos, salvo Chantal y compañía; hoy habló más que nunca y no se atragantó ni siquiera una vez.

También he hablado con Mathilde. Es muy tímida y apenas toma la palabra, se pone enormes jerséis negros para disimular su figura e intenta volverse invisible con la esperanza de que la dejen en paz. Siempre se meten con ella y camina cabizbaja, como si temiese mirar a alguien a los ojos, lo que le da un aspecto rechoncho, torpe y penoso, por lo que nadie se da cuenta de que tiene un cutis fantástico (nada que ver con el de Chantal, que se ha llenado de acné) y que su melena es tupida y hermosa y con la actitud adecuada también podría…

—Deberías probarlo —aseguré—. Te llevarías una sorpresa.

—¿Qué quieres que pruebe? —preguntó Mathilde con un tono que daba a entender que se preguntaba por qué yo perdía el tiempo con ella.

Le expliqué parte de lo que Zozie me había dicho. Prestó atención y se olvidó de mirar al suelo.

—Sería incapaz —reconoció al final, pero detecté su mirada esperanzada.

Esta mañana, en la parada del autobús, la encontré distinta: más recta, más segura de sí misma y, por primera vez desde que la conozco, no iba de negro. Llevaba un jersey corriente, rojo oscuro, que no le quedaba excesivamente holgado. Comenté que le sentaba bien y Mathilde se mostró confundida pero satisfecha y, también por primera vez, entró sonriendo en el liceo.

Hay que reconocer que me resulta un punto extraño eso de ser repentinamente…, bueno, no digamos que popular, sino algo parecido, que la gente te vea con otros ojos, que puedas cambiar su manera de pensar…

¿Cómo es posible que mamá renunciase a todo eso? Me gustaría preguntárselo, pero sé que no puedo. Tendría que hablarle de Chantal y compañía, de los muñecos de pinzas, de Claude y Mathilde, de Roux, de Jean-Loup…

Jean-Loup ha vuelto al liceo; estaba algo pálido pero animado. Sucede que solo tuvo un resfriado, pero el trastorno cardíaco es delicado y hasta un resfriado puede convertirse en algo grave. De todos modos, hoy ha vuelto y nuevamente toma fotos y observa el mundo a través de la cámara. Hace fotos de todo: de los profesores, del portero, de los estudiantes, hasta de mí. Las dispara tan rápido que nadie tiene tiempo de interrumpir lo que está haciendo, por lo que a veces se mete en líos, sobre todo con las chicas, a las que les gustaría acicalarse y posar…

—Y echar a perder la foto —concluyó Jean-Loup.

—¿Por qué? —quise saber.

—Porque con la cámara se ve más que a simple vista.

—¿Incluso fantasmas?

—También.

Me pareció divertido, pero Jean-Loup tiene razón. Está hablando del Espejo Humeante y de que puede mostrarte cosas que normalmente no verías. Está claro que no conoce los antiguos símbolos, aunque tal vez hace tanto tiempo que toma fotos que aprendió el truco de enfocar de Zozie, de ver las cosas tal como realmente son en lugar de como la gente quiere verlas. Por eso le gusta el cementerio, busca lo que el ojo no ve. Busca luces espectrales, la verdad o algo por el estilo.

—Según tú, ¿qué aspecto tengo?

Recorrió su galería de fotos y me mostró la instantánea tomada esa misma mañana, durante el recreo, en el preciso momento en el que corría hacia el patio.

—Está un poco borrosa —opiné.

Mis piernas y mis brazos estaban por todas partes, pero mi cara había quedado bien y me reía.

—Eres tú —aseguró Jean-Loup—. Es hermosa.

No supe si fanfarroneaba o si acababa de echarme un piropo, así que no me di por aludida y miré las demás.

Vi a Mathilde, con aspecto triste y gorda pero, en el fondo, realmente bonita; vi a Claude, que hablaba conmigo sin tartamudear, y a monsieur Gestin con expresión divertida y sorprendente, como si intentase mostrarse serio a pesar de que interiormente se partía de risa; también vislumbré fotos de la chocolatería, que Jean-Loup todavía no había descargado, pero las pasó tan rápido que apenas las vislumbré.

—Ve más despacio —pedí—. ¿Esa no es mi madre?

Era mamá con Rosette. Pensé que parecía vieja y, como Rosette se había movido, no se veía claramente su cara. También avisté a Zozie a su lado; no se parecía en nada a sí misma, pues tenía las comisuras de los labios hacia abajo y algo en la mirada…

—¡Vamos! ¡Llegaremos tarde! —espetó Jean-Loup.

Echamos a correr hacia el autobús y, como de costumbre, fuimos al cementerio a dar de comer a los gatos y a caminar por los senderos, bajo los árboles de los que caían las hojas secas y estaban rodeados de fantasmas.

Cuando llegamos oscurecía y los sepulcros no eran más que formas perfiladas contra el cielo. No va bien para hacer fotos a no ser que utilices el flash, algo que Jean-Loup considera «imperfecto», aunque de todas maneras es extraño y maravilloso debido a las luces navideñas colgadas colina arriba y extendidas cual una telaraña de estrellas.

—Casi nadie llega a ver todo esto. —Jean-Loup hizo fotos del cielo amarillo y gris, con las tumbas como cascos en un astillero abandonado—. Por eso me gusta a esta hora, cuando la noche está a punto de caer, la gente ha vuelto a casa y ves realmente que se trata de un cementerio más que de un parque lleno de famosos.

—No tardarán en cerrar —añadí.

Cierran para evitar que los vagabundos duerman en el recinto. De todos modos, algunos lo hacen. Trepan el muro o se esconden para que el guarda no detecte su presencia.

Al principio pensé que se trataba de un mendigo que se aprestaba a pasar la noche; solo fue una sombra detrás de una de las tumbas, cubierta con un abrigo enorme y con un gorro de lana que le tapaba la cabeza. Toqué el brazo de Jean-Loup, que asintió y murmuró:

—Prepárate para correr.

En realidad, yo no estaba asustada ni nada que se le parezca. Creo que corres el mismo peligro con una persona sin techo que con alguien que tiene casa. Por otro lado, nadie sabía que estábamos allí, estaba oscuro y era consciente de que a la madre de Jean-Loup le daría un ataque si se enteraba adónde iba casi todos los días al salir de la escuela.

Está convencida de que acude al club de ajedrez.

Me parece que no conoce a su hijo.

Sea como fuere, allí estábamos, dispuestos a salir volando si el hombre intentaba acercarse a nosotros. En ese momento se volvió y vi su rostro…

¿Roux?

Desapareció sin darme tiempo a pronunciar su nombre; se desplazó entre las tumbas rápido como un gato de cementerio y sigiloso como un fantasma.