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Sábado, 8 de diciembre

Bueno, para empezar no está mal. El equilibrio de fuerzas comienza a cambiar. Es posible que Nanou no lo vea, pero yo sí. Son cosillas, al principio benignas, que la volverán mía en un abrir y cerrar de ojos.

Hoy se quedó casi todo el día en el local, jugó con Rosette, ayudó… y aguardó la oportunidad de usar sus nuevos muñecos de pinza. Se presentó con madame Luzeron que, pese a que no era el día habitual, hizo acto de presencia a media mañana, con el perrillo peludo a rastras.

—¿De nuevo por aquí? —pregunté y sonreí—. Por lo visto, estamos haciendo las cosas bien.

Vi que el rostro de madame estaba tenso y que vestía el abrigo de ir al cementerio, lo que significaba que seguramente lo había visitado. Supuse que se trataba de una fecha señalada, el nacimiento o el aniversario de la muerte; sea como fuere, parecía cansada y frágil y sus manos enguantadas temblaban de frío.

—Siéntese —propuse—. Le traeré una taza de chocolate caliente.

Madame titubeó y musitó:

—No debería.

Anouk me dirigió una mirada furtiva y la vi sacar el muñeco de pinza de madame, marcado con el signo seductor de la señora de la Luna de Sangre. Un trozo de arcilla de modelar sirve de base y en un santiamén madame Luzeron o mejor dicho, su doble, se encuentra en el interior de la casa de Adviento y contempla el lago, en el que están los patinadores y los patitos de chocolate.

Durante unos segundos madame no se percató de nada y enseguida desvió la mirada, tal vez hacia la niña de cara alegre y sonrosada, quizá hacia el objeto colocado en el escaparate, que brillaba con una luz peculiar.

Su boca desaprobadora se suavizó.

—Ahora que me acuerdo, de niña tuve una casa de muñecas —comentó, y estudió el escaparate.

—¿De verdad? —pregunté y sonreí a Anouk.

Es muy poco habitual que madame ofrezca espontáneamente información.

Madame Luzeron bebió un sorbo de chocolate.

—Así es. Perteneció a mi abuela y, aunque supuestamente pasó a ser mía cuando murió, nunca me permitieron jugar con ella.

—¿Por qué? —intervino Anouk, sujetando firmemente el perrillo de algodón al vestido del muñeco de pinza.

—Bueno, porque era demasiado valiosa… Cierta vez un anticuario me ofreció cien mil francos por la casa… Además, se trataba de una herencia, no era un juguete.

—De modo que nunca pudo jugar con esa casa. Me parece injusto —opinó Anouk y, con gran cuidado, depositó un ratón de azúcar verde bajo el árbol de papel de seda.

—Era pequeña —prosiguió madame Luzeron—. Podría haberla roto o… —Calló, levantó la cabeza y vi que estaba paralizada—. ¡Qué curioso! Hacía años que no pensaba en esa casa. Cuando Robert quiso jugar con ella… —Dejó la taza con un movimiento súbito, brusco y mecánico—. Claro que fue injusto, ¿no?

—Madame, ¿se encuentra bien? —pregunté.

Su rostro delgado había adquirido el color del azúcar en polvo y formaba arruguillas, como el glaseado de un pastel.

—Estoy bien, gracias por preguntar. —Su voz sonó fría.

—¿Quiere un trozo de pastel de chocolate? —terció Anouk, con cara de preocupación y siempre dispuesta a ofrecer un regalo.

—Gracias, querida, encantada.

Anouk cortó un trozo generoso de pastel.

—¿Robert era su hijo? —quiso saber. Madame asintió en silencio—. ¿Cuántos años tenía cuando falleció?

—Trece —respondió madame—. Seguramente era un poco mayor que tú. Nunca averiguaron qué ocurrió. Fue un niño tan sano…, nunca le permití comer golosinas… y de pronto falleció. Parece imposible, ¿no? —Anouk meneó la cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos—. Perdió la vida tal día como hoy, el ocho de diciembre de 1979. Sucedió mucho antes de que nacieras. En aquellos tiempos todavía podías comprar una parcela en el cementerio grande, siempre y cuando estuvieses dispuesta a pagar lo que pedían. He vivido siempre aquí y mi familia tiene dinero. Si hubiese querido, lo habría dejado jugar con la casa de muñecas. Dime, ¿alguna vez has tenido una casa de muñecas? —Anouk volvió a negar con la cabeza—. Aún la conservo, está en el desván. Incluso tengo las muñecas originales y los pequeños muebles. Todo está hecho a mano con materiales auténticos: espejos venecianos en las paredes, realizados antes de la Revolución. Me gustaría saber si algún niño jugó alguna vez con la condenada casa. —Madame Luzeron se ruborizó ligeramente, como si el empleo de una palabra malsonante hubiese dotado su rostro exangüe de algo parecido a la animación—. ¿Te gustaría jugar con ella?

La mirada de Anouk se iluminó en el acto.

—¡Genial!

—Cuando quieras, pequeña. —Madame frunció el ceño—. ¿Sabéis una cosa? No conozco vuestros nombres. Yo soy Isabelle… y mi perrita se llama Salambó. Si te apetece puedes acariciarla, no muerde.

Anouk se agachó para mimarla y la perra saltó y le lamió las manos con entusiasmo.

—Es una delicia, me encantan los perros.

—Me parece increíble que, después de tantos años, jamás haya preguntado vuestros nombres.

Anouk sonrió y repuso:

—Yo soy Anouk y esta es mi buena amiga Zozie.

La niña se concentró tanto en la perra que no se percató de que había dado a madame el nombre que no correspondía ni de que el signo de la señora de la Luna de Sangre brillaba desde la casa de Adviento con una intensidad que se transmitió a toda la chocolatería.