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Jueves, 6 de diciembre

Esta semana Thierry ha trabajado mucho, tanto que apenas he hablado con él; entre nuestras labores en la chocolatería y las reformas en el apartamento, da la sensación de que no hemos tenido tiempo. Hoy telefoneó para hacerme una consulta sobre el parquet (¿lo prefiero de roble oscuro o claro?), pero me ha dicho que ni se me ocurra aparecer por allí. Insiste en que la vivienda está patas arriba. Hay polvo de yeso por todas partes y la mitad del suelo está levantada. Además, reitera que quiere que quede perfecto antes de que yo vuelva a verlo.

Como es obvio, no me atrevo a preguntar por Roux, aunque sé por Zozie que está allí. Han transcurrido cinco días desde su inesperada llegada y, de momento, no ha vuelto, lo cual me sorprende, aunque tal vez no debería ser así. Intento convencerme de que es mejor, de que volver a verlo solo empeorará la situación, pero el daño ya está hecho. He visto su expresión y oigo el tintineo de las campanillas a medida que el viento comienza a encresparse…

—Quizá podría pasar por el apartamento —dije en un tono indiferente con el que no engañé a nadie—. Después de todo, me parece lamentable no volver a verlo y…

Zozie se encogió de hombros.

—Claro…, siempre y cuando quieras que lo pongan de patitas en la calle.

—¿De patitas en la calle?

—Exactamente —contestó con impaciencia—. Yanne, no sé si te has dado cuenta, pero me parece que Thierry está un poquitín mosqueado con la presencia de Roux; si te dejas caer por el apartamento provocarás una escena y enseguida… —Pensé que, como de costumbre, Zozie tenía razón y era la persona indicada para expresarla. Debí de mostrarme decepcionada, ya que sonrió y me rodeó los hombros con un brazo—. Escucha, si te apetece echaré un vistazo a Roux. Le diré que aquí es bienvenido siempre que quiera. Caray, si lo prefieres hasta le llevaré bocadillos…

Reí ante tanta generosidad.

—No creo que sea necesario.

—Deja de preocuparte, todo se resolverá.

Comienzo a pensar que es posible que haya solución.

Hoy apareció madame Luzeron, que iba de camino al cementerio con su perrillo peludo de color melocotón. Como de costumbre, compró tres trufas de ron; últimamente se muestra menos distante, más dispuesta a quedarse y a degustar una taza de café moca y una ración de mi pastel de chocolate de tres capas. Se queda, si bien casi nunca habla, aunque le gusta mirar a Rosette mientras dibuja detrás del mostrador u hojea sus libros de cuentos.

Se puso a estudiar la casa de Adviento, que está abierta a fin de ver la escena del interior. La de hoy tiene lugar en la entrada: los invitados llegan a la puerta de la casa y, vestida de fiesta, la anfitriona los recibe.

—El escaparate es de lo más original —aseguró madame Luzeron y acercó la cara empolvada al cristal—. Está lleno de ratones de chocolate y los muñequitos…

—Están muy bien hechas, ¿no? Las creó Annie.

Madame bebió un sorbo de chocolate.

—Tal vez es un acierto —reconoció por último—. No hay nada más triste que una casa vacía.

Los muñecos están fabricados con pinzas de madera, coloreados con sumo cuidado y primorosamente vestidos. Su confección ha requerido mucho tiempo y esfuerzo y me reconozco en la dueña de casa. Mejor dicho, reconozco a Vianne Rocher, cuyo vestido está fabricado con un trozo de seda roja; por petición de Anouk, su larga melena negra, constituida por un mechón de mis cabellos, ha sido pegada y recogida por un lazo.

—¿Dónde está tu muñeco? —pregunté más tarde a Anouk.

—Todavía no lo he terminado, pero ya lo acabaré —repuso, y se mostró tan aplicada que sonreí—. Haré un muñeco de cada uno y en Nochebuena estarán terminados, las puertas de la casa se abrirán y habrá fiesta para todos…

Vaya, comienza a aflorar la punta, pensé.

El veinte es el cumpleaños de Rosette. Nunca hemos celebrado una fiesta en su honor. Siempre ha sido un mal momento, demasiado próximo al solsticio de invierno y no lo suficientemente alejado de Les Laveuses. Anouk lo menciona cada año, pero a Rosette no parece molestarle. Para ella todos los días son mágicos y un puñado de botones o un trozo de papel de aluminio arrugado pueden ser tan maravillosos como el más apetecible de los juguetes.

—Mamá, ¿podemos organizar una fiesta?

—Venga ya, Anouk, sabes que no es posible.

—¿Por qué? —insistió erre que erre.

—Como ya te he dicho, es una época muy ajetreada. Además, en el caso de que nos mudemos a la rue de la Croix…

—Uf —farfulló Anouk—. Eso es exactamente lo que quería decir. No deberíamos mudarnos sin despedirnos. Deberíamos celebrar una fiesta en Nochebuena, una fiesta por el cumpleaños de Rosette y por nuestros amigos. Sabes que en cuanto nos mudemos al apartamento de Thierry todo será distinto, tendremos que hacer las cosas a su manera y…

—Anouk, no es justo.

—Pero es verdad, ¿no?

—Tal vez.

Una fiesta en Nochebuena, pensé. Como si no tuviese bastante trabajo en la chocolatería durante la época más movida del año…

—Por supuesto, ayudaré —añadió Anouk—. Redactaré las invitaciones, planificaré el menú, me ocuparé de los adornos y también puedo preparar un pastel para Rosette. Como sabes, el de naranja con chocolate es el que más le gusta. Podemos preparar un pastel con forma de mono, aunque también podríamos dar una fiesta de disfraces y que los invitados se vistan de animales. Beberemos granadina, Coca-Cola y, por supuesto, chocolate…

Me eché a reír.

—Lo tienes todo pensado, ¿eh?

Anouk hizo un mohín.

—Bueno__, puede que un poco.

Suspiré.

¿Por qué no? Tal vez ha llegado el momento, pensé.

—Está bien —accedí—. Celebrarás tu fiesta.

Anouk rio feliz.

—¡Genial, genial! ¿Crees que nevará?

—Es posible.

—¿Los invitados pueden venir disfrazados?

—Nanou, solo si les apetece.

—¿Podemos invitar a quien queramos?

—Por supuesto.

—¿También a Roux?

Tendría que haberlo sabido. Me obligué a sonreír.

—¿Hay algo que lo impida? —pregunté—. Tendrás que averiguar si sigue aquí.

No he hablado a fondo de Roux con Anouk. No le he comentado que trabaja para Thierry a un par de manzanas de la chocolatería. Omitir no es mentir, pero estoy segura de que, si lo supiese…

Anoche volví a echar las cartas. No sé por qué, pero las saqué de la caja; todavía huelen a mi madre. Lo hago con tan poca frecuencia…, ya casi no creo…

Pero aquí estoy, barajando los naipes con la experiencia de muchos años; los coloco según el árbol de la vida, el preferido de mi madre, y veo pasar las imágenes…

Las campanillas permanecen inmóviles en la tienda, pero aun así la oigo: es una resonancia como la del diapasón, que me provoca dolor de cabeza y pone de punta el vello de mis brazos.

Doy vuelta las cartas de una en una.

Sus rostros me resultan archiconocidos.

La Muerte, los Enamorados, el Colgado, la Rueda de la Fortuna.

El Loco, el Ermitaño, la Torre.

Mezclo las cartas y vuelvo a intentarlo.

Los Enamorados. El Colgado. La Rueda de la Fortuna. La Muerte.

Nuevamente las mismas cartas, pero en otro orden, como si lo que me persigue se hubiese alterado sutilmente.

El Ermitaño, la Torre, el Loco.

El loco es pelirrojo y toca la flauta. Hasta cierto punto, con el gorro emplumado y el abrigo de remiendos me recuerda al flautista de Hamelín; dirige la mirada al cielo, sin tomar en consideración el peligroso terreno. ¿Acaso ha abierto el abismo a sus pies, convirtiéndolo en una trampa para quien se atreva a seguirlo, o saltará temerariamente al precipicio?

A partir de ese momento apenas descansé. El viento y mis sueños se pusieron de acuerdo para despertarme y, por añadidura, Rosette estaba inquieta y menos cooperadora que en los últimos seis meses, lo que me obligó a dedicar tres horas a intentar que durmiese. Nada surtió efecto: ni el chocolate caliente en su taza, sus juguetes preferidos, la lámpara de noche que representa un mono, su manta favorita (un harapo de color gachas de avena que adora), ni siquiera la nana de mi madre.

Más que alterada me pareció que estaba entusiasmada; solo gimoteaba e hipaba cuando me disponía a irme y el resto del tiempo se mostraba contenta de que ambas estuviésemos con los ojos como platos.

Bebé, dijo Rosette con la lengua de signos.

—Rosette, es de noche. Duérmete de una buena vez.

Quiero ver el bebé, insistió.

—Ahora no puede ser. Tal vez mañana.

El viento sacudió los marcos de las ventanas y, en el interior, una hilera de objetos pequeños como una ficha de dominó, un lápiz, un trozo de tiza y dos figurillas animales de plástico se deslizaron por la repisa de la chimenea y acabaron en el suelo.

—Por favor, Rosette, ahora no. Duérmete y mañana iremos a verlo.

A las dos y media por fin logré que se durmiese, cerré la puerta de su habitación y me tumbé en mi lecho destartalado. No es una cama de matrimonio ni individual, ya que resulta demasiado grande para una sola persona; ya era vieja cuando nos mudamos y la percusión azarosa de los muelles desvencijados ha sido motivo de muchas noches insomnes. Hoy se convirtió en una orquesta y, poco después de las cinco, renuncié a dormir, bajé y preparé café.

Llovía; caía una lluvia gruesa y espesa que discurría por el callejón y manaba exuberantemente de la cuneta. Cogí una manta olvidada en la escalera y, junto con el café, la llevé al local. Me repantigué en uno de los butacones de Zozie, mucho más cómodos que los del primer piso y, con la suave luz amarillenta del obrador colándose a través de la puerta entornada, me hice un ovillo y aguardé la llegada de la mañana.

Debí de dormitar… hasta que un sonido me despertó. Era Anouk, descalza, con el pijama de cuadros rojos y azules y un titilar difuso en los talones, que solo podía corresponder a Pantoufle.

En los últimos años he notado que, aunque de día puede desaparecer durante semanas y en ocasiones varios meses seguidos, por la noche la presencia de Pantoufle es más intensa y persistente. Me imagino que es como tiene que ser, ya que todos los niños temen a la oscuridad. Anouk se acercó, se metió bajo la manta y se pegó a mí con la melena en mi cara y los pies fríos apoyados en mis corvas, como solía hacer cuando era pequeña, en los tiempos en los que las cosas eran simples.

—No podía dormir. El techo gotea.

Ah, sí, lo había olvidado. En el tejado hay una gotera que, hasta ahora, nadie ha logrado reparar. Es el problema de los edificios viejos; por mucho que te preocupes, siempre surge una pega que resolver: el marco podrido de una ventana, un canalón suelto, carcoma en la vigueta, una teja rota. Aunque Thierry siempre ha sido generoso, no quiero pedirle ayuda demasiado a menudo. Ya sé que es una tontería, pero me desagrada pedir favores.

—Estuve pensando en la fiesta. ¿Thierry tiene que asistir? Sabes que lo echará todo a perder.

Dejé escapar un suspiro.

—Por favor, no empieces ahora.

Por regla general, los ataques de entusiasmo de Anouk me divierten, pero no a las seis de la mañana.

—Venga ya, mamá. ¿No podemos dejar de invitarlo aunque solo sea por esta vez?

—Todo saldrá bien, ya lo verás —aseguré.

Fui muy consciente de que no era una respuesta y Anouk se movió inquieta y se tapó la cabeza con la manta. Olía a vainilla, a lavanda y a ese tenue aroma a oveja de su pelo enredado que, a lo largo de los cuatro últimos años, se ha vuelto más grueso, como la lana virgen sin cardar.

El cabello de Rosette todavía es de bebé, una mezcla de algodoncillo y caléndula, más fino en la nuca, donde por la noche apoya la cabeza en la almohada. En menos de dos semanas cumplirá cuatro años y todavía parece bastante más pequeña, con las extremidades como tubos delgados y los ojos demasiado grandes para su rostro menudo. Mi bebé gato, como solía llamarla en los tiempos en los que todavía era una broma.

Mi bebé gato, mi pequeña cambiada por otra.

Bajo la manta, Anouk volvió a moverse, encajó la cara en mi hombro y las manos en mi axila.

—Estás helada —afirmé. Anouk meneó la cabeza—. ¿Te vendría bien una taza de chocolate caliente?

Movió la cabeza con más energía. Me maravillé por el modo en el que los pequeños detalles te llegan al corazón: el beso olvidado, el juguete abandonado, el cuento que no interesa, la mirada de contrariedad cuando antaño habrías recibido una sonrisa…

Los niños son como cuchillos, aseguró mi madre en cierta ocasión. Aunque no se lo propongan, cortan. Sin embargo, nos aferramos a ellos y los abrazamos hasta que la sangre mana. Mi niña del estío, que se ha vuelto más desconocida a medida que el año toca a su fin; me sorprendió que hubiese pasado tanto tiempo desde la última vez que me permitió estrecharla de esa forma y ojalá hubiese podido prolongar el momento, pero el reloj marcaba las seis y cuarto…

—Nanou, métete en mi cama. Estarás más calentita y no hay goteras en el techo.

—¿Qué me dices de Thierry? —insistió.

—Nanou, ya hablaremos.

—Rosette no lo quiere.

—¿Cómo demonios lo sabes?

Anouk se encogió de hombros.

—Lo sé.

Suspiré y le besé la coronilla. De nuevo me llegó el aroma a vainilla y a oveja… y también el olor de algo más intenso y adulto que finalmente identifiqué: incienso. Zozie lo quema en su cuarto. Sé que Anouk pasa mucho tiempo con ella, charlan y se prueba su ropa. Es bueno que cuente con alguien como Zozie, con una adulta en la que puede confiar y que no soy yo.

—Deberías dar una oportunidad a Thierry. Reconozco que no es perfecto, pero te aprecia realmente…

—En el fondo, tú tampoco lo quieres. Ni siquiera lo echas de menos cuando no está. No estás enamorada…

—No empecemos con eso —la interrumpí exasperada—. Existen muchas maneras distintas de amar. A Rosette y a ti os quiero y el mero hecho de que no sienta exactamente lo mismo por Thierry no significa que…

Anouk ya no escuchaba. Salió de debajo de la manta y se liberó de mi abrazo. Pensé que sabía qué había pasado. Thierry le caía bastante bien hasta que apareció Roux, y en cuanto se vaya…

—Sé qué es lo mejor para todos. Nanou, lo hago por vosotras. —Anouk se encogió de hombros y adoptó una postura típica de Roux—. Confía en mí. Todo saldrá bien.

—Lo que tú digas —replicó, y subió la escalera.