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Jueves, 6 de diciembre

Por tercer día consecutivo, esta mañana la niebla pende de Montmartre como una vela. Prevén nevadas dentro de uno o dos días, pero hoy el silencio resulta sobrecogedor, ya que la bruma absorbe los habituales sonidos de los coches y las pisadas de los peatones en los adoquines. Es como si hubiéramos retrocedido un siglo y los fantasmas de levita asomasen en medio de la niebla…

También podría ser la mañana de mi último día en la escuela, el día de mi emancipación de Saint Michael’s-on-the-Green, el día en el que comprendí por primera vez que la vida, mejor dicho, que las vidas no son más que cartas al viento, cartas que se recogen, se coleccionan, se queman o se descartan siempre que se presenta la oportunidad.

Anouk, no tardarás en descubrirlo. Te conozco mejor que tú misma; tras la fachada de niña buena acecha un complejo potencial de ira y odio, como también lo había en la chica que era el bicho raro, la que yo fui hace tantos años.

Todo requiere un catalizador. En ocasiones se trata de algo de poca entidad, una tontería, un chasquido de los dedos. Algunas piñatas son más resistentes que otras. Cada persona tiene su punto de presión y, una vez abierta la caja, cerrarla resulta imposible.

En mi caso fue un muchacho. Se llamaba Scott McKenzie.

Tenía diecisiete años y era rubio, deportista y sin tacha. Era novato en Saint Michael’s-on-the-Green; de lo contrario, desde el principio habría sabido lo que le convenía y evitado a la chica que era el bicho raro a cambio de una candidata más digna de su afecto.

Pero me eligió a mí, al menos durante una temporada, y así empezó todo. No se trata del principio más original y, como suele suceder, acabó en llamas. Yo tenía dieciséis años y, con ayuda de mi sistema, había sacado el máximo partido de mí misma. Tal vez era un poco tímida, consecuencia de tantos años de ser la rara. Incluso entonces tenía potencial. Era ambiciosa, resentida y afablemente socarrona. Mis métodos eran prácticos más que ocultistas. Poseía un conocimiento básico de venenos y plantas; sabía causar terribles dolores de estómago a los que provocaban mi desagrado y enseguida aprendí que una pizca de polvos de picapica en los calcetines de un compañero o un chorrito de aceite de guindilla en el rímel produce efectos más instantáneos y dramáticos que los conjuros.

En lo que a Scott se refiere, atraparlo fue fácil. Los adolescentes, incluidos los más inteligentes, tienen un tercio de cerebro y dos tercios de testosterona; gracias a mi receta, una mezcla de halagos, glamour, sexo, pulque y pequeñísimas dosis de una seta en polvo a la que solo tenían acceso un puñado de clientes escogidos de mi madre, rápidamente lo convertí en mi esclavo.

No os confundáis. Nunca quise a Scott. Estuve a punto…, pero no. Claro que Anouk no tiene por qué enterarse, como tampoco necesita saber los detalles más sórdidos de lo que sucedió en Saint Michael’s-on-the-Green. Le di la versión depurada, la hice reír, describí a Scott McKenzie como un muchacho que habría hecho sombra al David de Miguel Ángel y por último le conté el resto con un lenguaje que comprende: las pintadas, los cotilleos, la ojeriza y las putadas.

Putaditas…, al menos al principio: ropa robada, libros rotos, el armario saqueado, murmuraciones. Ya estaba acostumbrada a esas cosas. Se trataba de molestias menores que no estaba dispuesta a vengar. Además, estaba casi enamorada y existe un vicioso placer en la certeza de que, por primera vez, las demás me envidiaban, me miraban y se preguntaban qué diablos había encontrado de admirable un tío como Scott McKenzie en una chica que era el bicho raro.

Desgrané un relato precioso para Anouk. Mencioné una lista de pequeñas venganzas: lo bastante traviesas como para asemejarnos, pero inofensivas a fin de no herir sus tiernos sentimientos. Como suele ocurrir, la verdad es menos atractiva.

—Se lo buscaron —dije a Anouk—. Solo les diste su merecido, no fue culpa tuya.

La niña continuó pálida.

—Si mamá se entera…

—No digas ni mu. Además, no pasa nada, no has hecho daño a nadie. —Me puse pensativa y añadí—: Claro que si no aprendes a utilizar tus dotes, es posible que un día, por accidente…

—Mamá dice que se trata de un juego, que no es real, que simplemente mi imaginación me juega malas pasadas.

La miré.

—¿Crees que lo que acabas de decir es cierto? —Masculló algo sin mirarme a los ojos y clavó la mirada en mis zapatos—. Nanou…

—Mamá no miente.

—Todos mienten.

—¿Tú también?

Sonreí.

—Nanou, yo no soy todos. —Acomodé el pie en ángulo y el tacón rojo enjoyado despidió luz. Imaginé el reflejo en sus ojos, un minúsculo destello rubí y dorado—. Nanou, no te preocupes. Sé lo que sientes. Simplemente necesitas un sistema.

—¿Un sistema? —inquirió.

Entonces me lo contó, al principio con actitud vacilante y enseguida con una impaciencia creciente que me conmovió.

Me di cuenta de que en el pasado habían tenido un sistema propio: un variopinto conjunto de relatos, trucos y encantos; bolsitas medicinales para espantar los espíritus y cantos para aplacar el viento invernal y evitar que las hiciese volar por los aires.

—¿Por qué os volaría el viento?

Anouk se encogió de hombros.

—Sencillamente ocurre.

—¿Qué cantabais?

Entonó para mí una vieja canción, creo que de amor, melancólica y un tanto triste. Vianne todavía la canta; a veces la oigo cuando habla con Rosette o cuando se ocupa de templar el chocolate en el obrador:

V’là l’bon vent, v’là l’joli vent

V’là l’bon vent, ma mie m’appelle…

—Comprendo —añadí—. Ahora tienes miedo de despertar al viento.

Nanou asintió lentamente.

—Ya lo sé, es una tontería.

—No, no lo es. Durante siglos la gente ha creído que es así. En el folclore inglés, las brujas despiertan el viento cuando peinan sus cabellos. Los aborígenes creen que durante seis meses el buen viento Bara es apresado por el mal viento Mamariga y cada año cantan para liberarlo. En cuanto a los aztecas… —Sonreí—. Conocían perfectamente el poder del viento, cuyo aliento mueve el sol y ahuyenta la lluvia. Respondía al nombre de Ehecatl y lo veneraron con chocolate.

—Dime…, ¿no es cierto que también hicieron sacrificios humanos?

—¿Acaso no los hacemos todos, a nuestra manera?

Sacrificios humanos…, ¡vaya frase cargada de sentido! ¿No es exactamente lo que Vianne Rocher ha hecho, no ha sacrificado a sus hijas en el altar de los gordos dioses de la satisfacción?

El deseo requiere sacrificios… Los aztecas lo sabían y los mayas también. Conocieron la codicia terrible de las divinidades, su sed insaciable de sangre y muerte. Cabría añadir que comprendieron el mundo mucho más que los que adoran en el Sacré-Coeur, el gran globo aerostático blanco de lo alto de la colina. Basta con rascar el glaseado del pastel para ver que debajo hay el mismo centro oscuro y amargo.

¿Acaso cada piedra del Sacré-Coeur no se colocó sobre la base del miedo a la muerte? Las representaciones de Cristo mostrando el corazón, ¿son tan distintas a las imágenes de los corazones arrancados a las víctimas de los sacrificios? El ritual de la comunión, en el que se comparten el cuerpo y la sangre de Cristo, ¿es menos cruel o espantoso que los demás?

Anouk me miró con los ojos como platos.

—Fue Ehecatl quien concedió a la humanidad la capacidad de amar. También fue quien instiló vida en el mundo. El viento fue importante para los aztecas, más que la lluvia e incluso más que el sol. Lo fue porque significa cambio y, sin cambios, el mundo morirá.

La niña asintió como la discípula brillante que es y experimenté un sorprendente arrebato de afecto por ella, algo casi tierno y peligrosamente maternal…

Vamos, no corro el peligro de perder la cabeza, pero estar con Anouk, enseñarle y referirle las viejas historias produce un placer innegable. Recuerdo mi propio entusiasmo durante el primer viaje a México; entusiasmo ante los colores, el sol, las máscaras, los cánticos, la sensación de que por fin estaba en casa…

—¿Alguna vez has oído la frase «vientos de cambio»? —Nanou volvió a asentir—. Bien, pues eso es lo que somos. Me refiero a la gente como nosotras, capaces de despertar al viento…

—¿Y eso no está mal?

—No siempre —precisé—. Hay buenos y malos vientos. Simplemente tienes que elegir lo que quieres, eso es todo. Haz tu voluntad. Es así de simple. Puedes amilanarte o plantar cara. Nanou, puedes volar con el viento como un águila… o dejar que te arrastre.

Permaneció largo rato en silencio, muy quieta, con la mirada fija en mi zapato. Finalmente levantó la cabeza y preguntó:

—¿Cómo sabes todo eso?

Sonreí.

—Nací en una librería y me crio una bruja.

—¿Me enseñarás a volar con el viento?

—Por supuesto, siempre y cuando sea lo que quieres.

Permaneció en silencio mientras miraba mi zapato. Del tacón salió un haz de luz y formó prismas que se dispersaron por la pared, formando una especie de escalera.

—¿Quieres probártelos?

Al oír esa pregunta Anouk me miró.

—¿Crees que me irán?

Reprimí una sonrisa.

—Pruébatelos y lo sabrás.

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Sería genial!

Una vez puestos los tacones, se tambaleó como una jirafa recién nacida; tenía la mirada encendida, daba manotazos de ciego y sonreía, sin saber que la señal de la señora de la Luna de Sangre estaba dibujada a lápiz en la suela…

—¿Te gustan?

Asintió, sonrió y de repente se mostró cohibida.

—Los adoro —repuso—. Son zapatos de caramelo.

Zapatos de caramelo… Esa descripción me hizo sonreír aunque, de todas maneras, debo reconocer que es correcta.

—Dime, ¿son tus preferidos? —Nanou volvió a asentir con los ojos como estrellas—. Si quieres, quédatelos.

—¿Puedo quedármelos, conservarlos?

—¿Hay algo que lo impida?

Durante unos segundos se quedó sin habla. Levantó un pie de una forma que fue torpemente adolescente y conmovedoramente bella a la vez y me dedicó una sonrisa que a punto estuvo de pararme el corazón.

De pronto Nanou se puso seria.

—Mamá no permitirá que me los ponga…

—Mamá no tiene por qué enterarse.

Anouk todavía se miraba el pie y contemplaba el modo en que la luz de los tacones rojos con lentejuelas se reflejaba en el suelo. Creo que en ese momento ya sabía cuál era mi precio, pero el atractivo de los zapatos le resultó irresistible. Esos zapatos podían llevarla a cualquier parte, hacer que se enamorara, convertirla en otra…

—¿No ocurrirá nada malo? —quiso saber Anouk.

—Nanou, solo se trata de un par de zapatos —repuse y sonreí.