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Miércoles, 5 de diciembre

Suze ha vuelto al liceo. Llevaba gorro en lugar del consabido pañuelo e intentó compensar el tiempo perdido. Durante el almuerzo se reunió con Chantal y luego empezó con los penosos comentarios del estilo de «¿dónde está tu novio?» y con juegos estúpidos como «Annie es un bicho raro».

Esas actitudes ya no son ni remotamente divertidas. Han dejado de ser un poco ruines para volverse del todo viles; Sandrine y Chantal hablaron de la visita de la semana pasada a la chocolatería, que describieron como un cruce entre guarida hippie y chatarrería, y rieron como locas de todo.

Para empeorar un poco más la situación, Jean-Loup está enfermo y de nuevo me ha tocado ser el bicho raro en solitario. Me importa un bledo, pero no es justo; mamá, Zozie, Rosette y yo hemos trabajado muchísimo… y ahora Chantal y compañía nos describen como un hato de perdedoras.

En otro momento me habría dado igual, pero nuestra situación ha mejorado mucho, Zozie se ha mudado a vivir con nosotras, el negocio va viento en popa, cada día el local se llena de clientes y Roux se presentó como caído del cielo…

Han transcurrido cuatro días y Roux todavía no se ha presentado. En la escuela no pude dejar de pensar en él y me pregunté dónde ha atracado el barco o si nos ha mentido y duerme bajo un puente o en una casa abandonada, tal como hizo en Lansquenet después de que monsieur Muscat quemase su embarcación.

En las clases me fue imposible concentrarme y monsieur Gestin me gritó por soñar despierta; Chantal y compañía se rieron y ni siquiera pude comentarlo con Jean-Loup.

Hoy todo fue de mal en peor porque, al terminar las clases, mientras hacía cola detrás de Claude Meunier y Mathilde Chagrin, Danielle se acercó con esa expresión de falsa preocupación que adopta tan a menudo y preguntó:

—¿Es cierto que tu hermana pequeña es retardada?

Chantal y Suze estaban cerca y habían puesto cara de póquer. De todos modos, detecté en sus colores que intentaban fastidiarme y me di cuenta de que tenían tantas ganas de reír que estaban a punto de reventar…

—No sé de qué hablas —repliqué sin inmutarme.

Nadie sabe lo de Rosette… o, al menos, hasta hoy supuse que nadie lo sabía. De pronto recordé que un día Suze y yo habíamos jugado con Rosette en la chocolatería…

—Pues es lo que me han dicho —insistió Danielle—. Todos saben que tu hermana es retardada.

¡Vaya con el perrillo que dice Mejor amigo, con el colgante esmaltado en rosa y la promesa de no contárselo a nadie, cruza las manos sobre el corazón y hazte la ilusión de que…!

Miré con furia el gorro rosa intenso de Suze y pensé que las pelirrojas jamás deberían usar rosa intenso.

—Algunas personas harían mejor ocupándose de sus asuntos —declaré con voz lo bastante alta como para que todos me oyesen.

Danielle sonrió presuntuosamente.

—En ese caso, es verdad —concluyó y sus colores se iluminaron como las brasas con una repentina corriente de aire.

En mi interior también se encendió algo. Me dirigí a ella con ferocidad: Ni se te ocurra. Si alguien se atreve a pronunciar otra palabra

—Claro que es verdad —confirmó Suze—. Basta verla, tiene casi cuatro años y todavía no habla ni sabe comer como corresponde. Mi mamá dice que es mongólica. Además, lo parece.

—No, no lo parece —precisé quedamente.

—Por supuesto que sí. Es retardada y fea, como tú.

Suze se limitó a reír. Chantal la acompañó. No tardaron en canturrear «retardada, retardada». Me percaté de que Mathilde Chagrin me contemplaba con expresión ansiosa y de repente…

¡Bam!

No sé exactamente qué sucedió. Ocurrió muy rápido, como un gato que en un segundo deja de ronronear soñoliento y se pone a bufar y a arañar. Sé que la señalé haciendo la señal de los cuernos con los dedos, como Zozie en el salón de té. No sé muy bien qué me proponía, pero el signo voló de mi mano como si hubiese lanzado algo, un guijarro o un disco candente.

Sea como fuere, surtió efecto en el acto; oí que Suzanne gritaba. De pronto aferró su gorro de color rosa intenso y se lo arrancó.

—¡Ay, ay, ay!

—¿Qué te pasa? —preguntó Chantal.

—¡Me pica! —se lamentó Suze. Se rascó enérgicamente la cabeza y vi trozos de piel irritada bajo lo que le quedaba de su melena—. ¡Por Dios, cómo pica!

Repentinamente me sentí mal, débil y mareada, igual que la otra noche con Zozie. Lo peor es que no me arrepentí, sino que experimenté una especie de estremecimiento, lo mismo que notas cuando ocurre algo malo y tienes la culpa, pero nadie lo sabe.

—¿Qué te pasa? —repitió Chantal.

—¡No lo sé! —replicó Suzanne.

Danielle puso la misma cara de falsa preocupación que adoptó antes de preguntarme si Rosette era retrasada y Sandrine emitió ligeros chillidos, no sé si de solidaridad o de regodeo.

En ese momento Chantal empezó a rascarse la cabeza.

—Chantal, ¿tienes piojos? —preguntó Claude Meunier.

El final de la cola se partió de risa.

Danielle también comenzó a rascarse.

Fue como si de pronto cayese sobre las cuatro una nube de polvos de picapica o algo peor. Chantal se mosqueó y enseguida se alarmó. Suzanne estaba al borde de la histeria y durante un momento me sentí tan satisfecha…

Súbitamente recordé algo de los tiempos en los que era muy pequeña: un día en el mar, yo chapoteaba en traje de baño mientras mamá se tumbaba en la playa y leía. Un niño me tiró agua de mar en la cara y me picaron los ojos. Cuando pasó a mi lado le arrojé una piedra pequeña, nada más que un guijarro, convencida de que erraría.

Solo fue un accidente…

El crío lloró y se cogió la cabeza con las manos. Mamá corrió hacia mí con expresión de consternación. Esa enfermiza sensación de sobresalto… fue un accidente

Imágenes de fragmentos de cristal, una rodilla herida, un perro callejero que aúlla bajo un autobús.

Nanou, esos sí que son accidentes.

Retrocedí lentamente. No supe si reír o llorar. Fue gracioso…, gracioso en el sentido en el que puede serlo algo horrible. Además, me hizo sentir bien de un modo retorcido…

—¿Qué demonios es esto? —chilló Chantal.

Pensé que, fuera lo que fuese, resultó potente. Ni siquiera los polvos de picapica podían ejercer un efecto tan espectacular. No vi qué ocurría exactamente. Se interpusieron demasiadas personas, la cola se convirtió en un especie de multitud y todos quisieron ver qué pasaba.

Ni siquiera lo intenté porque ya lo sabía.

De sopetón sentí la necesidad de ver a Zozie. Pensé que sabría lo que había que hacer y que no me sometería a un interrogatorio severo. No quise esperar el autobús, por lo que cogí el metro y corrí a casa desde la place de Clichy. Llegué sin aliento. Mamá estaba en el obrador, preparando la merienda de Rosette, y juraría que Zozie lo supo antes de que yo pronunciase una palabra…

—Nanou, ¿qué pasa?

La miré. Iba de tejano y se había puesto los zapatos de caramelo, por lo que estaba más roja, alta y brillante que nunca gracias a los chispeantes tacones de aguja. Al verlos me sentí mejor, dejé escapar un enorme suspiro de alivio y me desplomé en uno de los butacones de leopardo rosa.

—¿Quieres chocolate?

—No, gracias.

Me sirvió una Coca-Cola.

—¿Es tan grave? —insistió al ver que me la bebía de un trago y a tal velocidad que las burbujas escaparon por mi nariz—. Ten, bebe otra y cuéntame lo que pasa.

Se lo expliqué en tono lo bastante bajo como para que mamá no lo oyese. Tuve que callar dos veces, la primera cuando Nico entró con Alice y la segunda cuando Laurent se presentó a tomar café y estuvo cerca de media hora quejándose de todo lo que había que hacer en Le P’tit Pinson, de lo imposible que era contratar un fontanero en esta época del año, del problema de los inmigrantes y de todas las cosas por las que Laurent suele refunfuñar.

Cuando se marchó era hora de cerrar y mamá preparaba la cena. Zozie apagó las luces de la chocolatería para que yo viese la casa de Adviento. El flautista de Hamelín fue sustituido por un coro de ángeles de chocolate que cantaban en medio de la nieve de azúcar. Me pareció hermosa, aunque sigue siendo un misterio: las puertas cerradas, las cortinas echadas y una única bombilla de color que brilla en una habitación del desván.

—¿Puedo ver el interior? —pregunté.

—Tal vez mañana —repuso Zozie—. ¿Por qué no subes a mi habitación y concluimos la charla?

La seguí lentamente escaleras arriba. En cada escalón estrecho, los zapatos de caramelo hicieron clac, clac, clac gracias a los fabulosos tacones, como quien llama a una puerta y pide y suplica que lo dejen entrar.