Domingo, 2 de diciembre
Anoche encendieron la iluminación navideña. El barrio entero está iluminado; no han puesto luces de colores, sino blancas, como un seto de estrellas sobre la ciudad. En la place du Tertre, la de los artistas, han montado el belén tradicional, en el que el niño Jesús sonríe en medio de la paja, la madre y el padre contemplan a su hijo y los Reyes Magos ofrecen regalos. El nacimiento fascina a Rosette, que quiere verlo una y otra vez.
Bebé, expresa mediante signos. Vayamos a ver al bebé. De momento ha visitado el belén dos veces con Nico, una con Alice e incontables con Zozie, con Jean-Louis y Paupaul y, por descontado, con Anouk, que se muestra casi tan fascinada como la pequeña, y le cuenta la historia de que la niña (ya que en su versión ha cambiado de género) nació en un pesebre, en medio de una nevada, que los animales y los Reyes Magos fueron a visitarla y que incluso una estrella se detuvo en el firmamento…
—Porque era un bebé especial —explica Anouk para deleite de Rosette—. Era especial, como tú, que pronto también cumplirás años…
Adviento… Aventura… Ambas palabras apuntan a la llegada de algo extraordinario. Hasta ahora no había pensado en que se parecen; nunca celebré el calendario cristiano, ayuné, me arrepentí o confesé.
Bueno, casi nunca.
Cuando Anouk era pequeña celebrábamos Yule, el solsticio de invierno: encendíamos un fuego para ahuyentar la oscuridad, hacíamos coronas de acebo y muérdago, bebíamos sidra y cerveza con especias y frutas y comíamos castañas asadas en el brasero.
Después nació Rosette y todo volvió a cambiar. Desaparecieron las coronas de acebo, las velas y el incienso. Hoy vamos a la iglesia, compramos más regalos de los que podemos pagar, los depositamos bajo el árbol de plástico, vemos la televisión y nos angustiamos por la comida. Es posible que las luces navideñas parezcan estrellas, pero si las miras de cerca compruebas que son falsas y que pesadas guirnaldas de hilos y cables las sujetan en lo alto de las calles estrechas. La magia ha desaparecido… Vianne, ¿no era eso lo que querías?, pregunta una voz seca en mi imaginación, una voz que habla como mi madre, como Roux y ahora también como Zozie, que me recuerda a la Vianne que fui y cuya paciencia es casi un reproche.
Este año será distinto. A Thierry le encantan las tradiciones: la iglesia, el pavo, el pastel de chocolate…, no solo la celebración de las navidades, sino de todas las estaciones que hemos compartido y seguiremos compartiendo…
Nada de magia, desde luego. Bueno, ¿qué tiene de malo? Hay consuelo, seguridad, amistad y… y afecto. ¿Acaso no es suficiente para nosotras? ¿No hemos recorrido el otro camino? Criada toda la vida en la fascinación por los cuentos populares, ¿por qué me cuesta tanto creer en el final feliz? ¿Por qué, pese a que sé perfectamente adónde conduce, todavía sueño con seguir al flautista de Hamelín?
Envié a Anouk y a Rosette a la cama y salí a buscar a Roux y a Thierry. La tardanza fue mínima, como máximo de tres o cinco minutos, pero al salir a la calle llena de gente ya sabía que Roux no estaría y que se habría perdido por el laberinto de Montmartre. De todos modos, tenía que intentarlo. Me dirigí hacia el Sacré-Coeur… y, entre los grupos de visitantes y turistas, avisté la conocida figura de Thierry que, con las manos en los bolsillos y la cabeza echada hacia delante como un gallo de riña, descendía hacia la place Dalida.
Frené, giré a la izquierda por una calle adoquinada y me dirigí a la place du Tertre. No avisté a Roux. Se había ido. Claro que sí…, ¿para qué iba a quedarse? A pesar de todo, permanecí en la plaza, tiritando porque me había dejado el abrigo y atenta a los sonidos del Montmartre nocturno: la música de los clubes del pie de la colina, risas, pisadas, voces de niños que contemplan el belén, un músico ambulante que toca el saxofón, fragmentos de charla que el viento arrastra…
Fue su inmovilidad lo que al final llamó mi atención. Los parisinos son como bancos de peces: mueren si durante un segundo dejan de moverse. Él estaba allí, casi oculto en la luz arlequinada del letrero de neón rojo del ventanal de una cafetería. Esperaba en silencio, aguardaba algo. Me esperaba a mí…
Corrí por la plaza hacia Roux. Lo abracé y durante un instante temí que no reaccionase. Noté la tensión de su cuerpo, vi la arruga en su entrecejo… y bajo esa luz intensa me pareció un desconocido.
Entonces me abrazó, al principio con reticencia y luego con un ardor que se contradijo con sus palabras:
—Vianne, no deberías estar aquí.
Hay un hueco en la curva de su hombro izquierdo en el que mi frente encaja a la perfección. Volví a encontrarlo y apoyé la cabeza. Roux olía a noche, a aceite de motor, a cedro, a pachulí, a chocolate, a alquitrán, a lana y al perfume singular y único de su persona, algo tan esquivo y archiconocido como un sueño repetitivo.
—Lo sé —reconocí.
Por otro lado, no podía permitir que se fuese. Habría bastado una palabra, una advertencia, el ceño fruncido. Ahora estoy con Thierry. No la líes. Intentar dar a entender otra cosa sería inútil y doloroso y estaría condenado al fracaso. Claro que…
—Vianne, me alegro de verte.
Aunque suave, la voz de Roux fue curiosamente intensa.
Sonreí.
—Lo mismo digo. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?
Un encogimiento de hombros de Roux transmite muchas cosas: indiferencia, desdén, desconocimiento e incluso humor. En este caso, sacó mi frente de su hueco y, con una sacudida, me devolvió a la realidad.
—¿Saber de mí habría marcado la diferencia?
—Tal vez.
Volvió a encogerse de hombros.
—No tiene sentido. ¿Eres feliz aquí?
—Por supuesto.
Es lo que siempre he querido: la chocolatería, la casa y educación para las niñas; la vista desde mi ventana cada día y Thierry…
—Lo que ocurre es que jamás te imaginé aquí. Pensé que solo era una cuestión de tiempo, que un día te…
—¿Que un día qué? ¿Que recobraría la sensatez? ¿Que viviría a salto de mata, de día en día y de un lugar a otro como tú y las demás ratas de río?
—Prefiero ser rata a pájaro enjaulado.
Me pareció que se enfadaba. Su tono siguió siendo suave, pero su entonación sureña se tornó más pronunciada, como suele ocurrir cuando se cabrea. Pensé que tal vez yo quería cabrearlo y obligarlo a entrar en una confrontación que nos dejaría exhaustos. Pensarlo fue doloroso, pero tal vez era cierto. Es posible que Roux también lo notase porque me miró y sonrió.
—¿Y si te digo que he cambiado? —inquirió.
—No has cambiado.
—No lo sabes.
Claro que lo sé. Me duele el alma ver que es prácticamente el mismo de siempre. Soy yo la que ha cambiado. Mis hijas me han cambiado. Ya no puedo hacer lo que me da la gana y lo que quiero es…
—Roux, me alegro de verte, me alegro de que hayas venido, pero es demasiado tarde. Estoy con Thierry. Te aseguro que, cuando lo conoces, resulta encantador. Ha hecho tanto por Anouk y Rosette…
—¿Estás enamorada?
—Roux, por favor.
—Te he preguntado si estás enamorada.
—Por supuesto.
Se encogió nuevamente de hombros, con deliberado desdén, antes de declarar:
—Felicitaciones, Vianne.
Dejé que se fuera. ¿Qué más podía hacer? Pensé que volvería, tenía que volver. De momento, no ha aparecido; tampoco ha dejado absolutamente nada, ni una dirección ni un número de teléfono, aunque lo cierto es que me sorprendería que Roux tuviese teléfono. Por lo que sé, jamás ha tenido ni siquiera un televisor porque, según dice, prefiere mirar el firmamento, espectáculo que jamás lo aburre y que nunca se repite.
Me pregunto dónde se aloja. Le dijo a Anouk que vivía en un barco. Lo más probable es que se trate de una gabarra que transporta mercancías Sena arriba. También es posible que haya comprado una barcaza barata, una cáscara de nuez, un desecho que repara en su tiempo libre, lo remienda y lo adapta a sus necesidades. Con los barcos Roux tiene una paciencia infinita, mientras que con las personas…
—Mamá, ¿Roux volverá hoy? —preguntó Anouk durante el desayuno.
Había esperado toda la noche para hablar. Lo cierto es que Anouk casi nunca toma la palabra impulsivamente; cavila, reflexiona y por último se expresa con actitud solemne y bastante cautelosa, como un detective de televisión que está a punto de desentrañar la verdad.
—No lo sé. Depende de él.
—¿Quieres que vuelva?
La persistencia siempre ha sido una de las características más marcadas de Anouk.
Suspiré.
—Es difícil responder a esa pregunta.
—¿Por qué? ¿Ya no te gusta? —Percibí desafío en su tono.
—No, Anouk, no es por eso.
—En ese caso, ¿a qué se debe?
Estuve a punto de echarme a reír. Anouk se las apaña para que todo parezca sencillo, como si nuestras vidas no fueran un castillo de naipes y cada decisión y elección estuviesen minuciosamente contrastadas con una multitud de otras elecciones y decisiones, como si las cartas no estuvieran precariamente apoyadas unas sobre otras y se inclinasen, se ladearan con cada suspiro…
—Escucha, Nanou. Sé que aprecias a Roux. Yo también. Me gusta mucho, pero tienes que recordar… —Busqué las palabras adecuadas—. Roux hace lo que quiere y siempre lo ha hecho. No permanece mucho tiempo en el mismo sitio. Todo eso me parece bien porque está solo, pero nosotras tres necesitamos algo más.
—Si viviéramos con él, Roux no estaría solo —replicó Anouk con gran sensatez.
Se me partió el alma, pero tuve que reírme. Por extraño que parezca, Roux y Anouk son muy parecidos. Ambos piensan en términos absolutos y son testarudos, reservados y terroríficamente resentidos.
Intenté explicárselo:
—Le gusta estar solo. Vive todo el año en el río, duerme al raso y ni siquiera se siente cómodo en una casa. Nanou, nosotras no podemos vivir así. Roux lo sabe y tú también.
Anouk me dirigió una mirada sombría y evaluadora.
—Thierry lo odia, lo he notado.
Digamos que, después de lo ocurrido anoche, nadie puede dejar de notarlo. Me refiero a su alegría exagerada y falsa, a su descarnado desdén y a sus celos. Me digo que ese no es Thierry. Seguramente hubo algo que lo alteró. ¿Tal vez la escena en La Maison Rose?
—Nou, Thierry no lo conoce.
—Thierry no nos conoce.
Nanou subió la escalera con un cruasán en cada mano y cara que parecía decir que ya seguiríamos hablando. Fui al obrador, preparé chocolate, me senté y dejé que se enfriase. Evoqué el mes de febrero en Lansquenet, con las mimosas en flor a orillas del Tannes y los gitanos del río con sus embarcaciones alargadas y estrechas, tantas y tan juntas que casi podías caminar por ellas y llegar a la otra orilla…
Un hombre estaba allí, sentado en solitario, y contemplaba el río desde la cubierta de su embarcación. No se diferenciaba mucho de los demás pero, por alguna razón, enseguida lo supe. Algunas personas brillan. Él pertenece a ese grupo. Incluso ahora, pese a todo el tiempo que ha pasado, vuelvo a sentirme atraída por esa llama. De no ser por Anouk y Rosette, probablemente anoche lo habría seguido. Al fin y al cabo, existen cosas peores que la pobreza, pero mis hijas se merecen algo mejor. Por eso estoy aquí. No puedo volver a ser Vianne Rocher, no puedo regresar a Lansquenet…, ni siquiera por Roux, ni siquiera por mí.
Seguía en el obrador cuando Thierry entró. Eran las nueve y todavía estaba oscuro; de afuera me llegaron los sonidos lejanos y amortiguados del tráfico y las campanadas de la pequeña iglesia de la place du Tertre.
Se sentó frente a mí y su abrigo despidió olor a cigarro y a bruma parisina. Permaneció medio minuto en silencio, estiró el brazo para cogerme de la mano y dijo:
—Lamento lo de anoche.
Levanté mi taza y miré el interior. Seguramente debí de hervir la leche, ya que sobre el chocolate frío había una telilla de nata. Pensé que había sido descuidada.
—Yanne… —añadió Thierry. Lo miré—. Lo lamento. Me sentía muy estresado. Quería que todo fuese perfecto. Deseaba que saliéramos a comer y luego pensaba hablarte del apartamento y contarte que he logrado reservar fecha para la boda…, fíjate bien…, para casarnos en la misma iglesia en la que mis padres contrajeron matrimonio…
—¿Cómo?
Me apretó la mano.
—En Notre-Dame des Apotres. Será dentro de siete semanas. Hubo una cancelación y da la casualidad de que conozco al sacerdote…, hace tiempo trabajé para él…
—¿De qué estás hablando? —lo interrumpí—. Asustas a mis hijas, eres descortés con un amigo mío, te largas sin decir palabra y ahora pretendes que me entusiasme con no sé qué de apartamentos y de la boda.
Thierry esbozó una sonrisa apenada.
—Lo lamento —se disculpó—. No es que me esté riendo de ti, pero…, pero me parece que todavía no te has acostumbrado al móvil, ¿eh?
—¿Qué dices?
—Conecta el móvil.
Le hice caso y encontré un mensaje nuevo que había enviado la noche anterior a las ocho y media: «Te quiero con locura. No más excusas. Nos vemos mañana a las 9. Besos, Thierry».
—Ah —musité.
Thierry volvió a cogerme de la mano.
—Lamento profundamente lo que sucedió anoche. Tu amigo…
—Roux —precisé.
Movió afirmativamente la cabeza.
—Sé que parece ridículo, pero al ver que Annie y tú hablabais con él como si os conocierais desde hace años…, bueno, me recordó todo lo que no sé de ti. Me refiero a las personas de tu pasado, a los hombres que has querido… —Lo miré levemente sorprendida. En lo que a mi vida anterior se refiere, Thierry ha mostrado un extraordinario desinterés. Es una de las cosas que siempre me han gustado de él. Aprecio su falta de curiosidad—. Bebe los vientos por ti. Hasta yo me di cuenta.
Suspiré. Siempre pasa lo mismo: las preguntas y las indagaciones pletóricas de buenas intenciones y cargadas de recelo.
¿De dónde eres? ¿Adónde vas? ¿Has venido a visitar a tus parientes?
Creía que teníamos un trato: yo no menciono su divorcio y Thierry no habla de mi pasado. Da resultado…, mejor dicho, lo dio hasta ayer.
Roux, buen momento has escogido, pensé amargamente. Claro que Roux es como es. Ahora su voz resuena en mi mente como la del viento: Vianne, no te engañes. Aquí no puedes asentarte. Te crees a salvo en tu casita pero, como el lobo del cuento, yo sé que no es posible.
Fui al obrador a preparar chocolate. Thierry me siguió y, a causa del grueso abrigo, se movió con torpeza entre las pequeñas mesas y sillas.
—¿Quieres que te hable de Roux? —pregunté y rallé el chocolate en el cazo—. Verás, lo conocí cuando estaba en el sur. Durante una temporada tuve una chocolatería en un pueblo próximo al Carona. Roux vivía en una barcaza, navegaba de un pueblo a otro y hacía de todo un poco: trabajos de carpintería, techos, recolección de fruta. Trabajó un par de veces para mí. Hacía más de cuatro años que no lo veía. ¿Satisfecho?
Thierry se mostró avergonzado.
—Perdona, Yanne. Mi actitud ha sido ridícula. Obviamente, no pretendía interrogarte. Te prometo que no volverá a ocurrir.
—Jamás imaginé que fueras celoso —aseguré e incorporé una vaina de vainilla y una pizca de nuez moscada.
—No lo soy y, para demostrártelo… —Apoyó las manos en mis hombros y me obligó a mirarlo—. Yanne, escúchame. Es amigo tuyo y resulta evidente que necesita dinero. Dado que realmente quiero que el apartamento esté terminado para Navidad y, puesto que ya sabes lo difícil que es contratar a alguien en esta época del año, se me ocurrió ofrecerle el trabajo.
Le clavé la mirada.
—¿Se lo has dicho?
Thierry sonrió.
—Si lo prefieres, considéralo una penitencia. Es mi modo de demostrarte que mi yo verdadero no es ese hombre celoso con el que anoche te topaste. Y hay algo más… —Se llevó la mano al bolsillo del abrigo—. Te he traído una tontería. Pretendía ser un regalo de compromiso, pero…
Las tonterías de Thierry siempre son lujosas: un ramo con cuatro docenas de rosas, joyas de Bond Street, pañuelos de Hermès. Tal vez un pelín convencionales, pero Thierry es así: previsible hasta la médula.
—¿Cómo?
Me entregó un paquete delgado, poco más grueso que un sobre acolchado. Lo abrí y encontré un portadocumentos de piel con cuatro billetes de avión en primera para volar a Nueva York el 28 de diciembre.
Me quedé con la mirada fija en los billetes.
—Te encantará —aseguró Thierry—. Es el único sitio del mundo donde merece la pena recibir el Año Nuevo. He reservado habitaciones en un gran hotel…, a las niñas les gustará, habrá nieve, música, fuegos artificiales… —Me abrazó con todas sus fuerzas—. Ay, Yanne, me muero de ganas de mostrarte Nueva York…
A decir verdad, yo ya había estado en la ciudad. Allí murió mi madre, en una calle ajetreada, frente a una tienda de exquisiteces italianas, un cuatro de julio. Entonces hacía calor y brillaba el sol. En diciembre hará frío. En diciembre la gente muere de frío en Nueva York.
—Pues no tengo pasaporte —comenté lentamente—. Mejor dicho, lo tenía, pero…
—¿Está caducado? Yo lo arreglaré.
En realidad, está algo más que caducado. Está a otro nombre, el de Vianne Rocher, y me pregunté cómo explicarle que la mujer de la que se ha enamorado es otra persona.
Claro que tampoco podía ocultarlo. La escena de la víspera me ha enseñado algo: Thierry no es tan previsible como imaginaba. La mentira es como la mala hierba y, si no se corta de raíz, lo invade todo, corroe, se extiende y asfixia hasta que al final no queda más que una sarta de falsedades…
Thierry estaba muy cerca, con los ojos azules encendidos por… por la ansiedad o tal vez por otra cosa. Despedía un olor ligeramente reconfortante, como a hierba segada, libros viejos, savia de pino o pan. Acortó un poco más las distancias, me abrazó, apoyó mi cabeza en su hombro (momento en el que pregunté dónde estaba ese pequeño hueco que parecía hecho exclusivamente para mí) y me resultó tan conocido, tan seguro…, aunque esta vez también percibí cierta tensión. La sentí como cables con carga eléctrica a punto de rozarse…
Sus labios encontraron los míos. Volví a notar esa carga; fue como si entre nosotros hubiera estática, en parte placentera y otro tanto desagradable. Me di cuenta de que pensaba en Roux. Maldito seas, ahora no. Ese beso persistente… Me aparté.
—Escucha, Thierry, tengo algo que decirte.
Me miró.
—¿Qué tienes que decirme?
—El nombre que figura en mi pasaporte, el mismo que daré en el Registro Civil… —Respiré hondo—. No es el que uso ahora. Me lo he cambiado. Se trata de una larga historia. Tendría que habértela explicado, pero…
Thierry no me dejó continuar.
—Carece de importancia. No quiero explicaciones. Todos tenemos cosas de las que preferimos no hablar. Para mí que te hayas cambiado el nombre no tiene importancia. Eres tú quien me interesa, me da igual si te llamas Francine, Marie-Claude o, Dios no lo permita, Cunégonde.
Esbocé una sonrisa.
—¿Hablas en serio?
Thierry meneó la cabeza.
—Prometí que no te haría preguntas. El pasado es el pasado. No tengo por qué saberlo, a menos que estés a punto de decirme que antes eras hombre o algo por el estilo.
Me reí.
—En ese aspecto, no existe el menor riesgo.
—Creo que voy a comprobarlo, solamente para cerciorarme.
Thierry cruzó las manos a la altura de mi talle. Su beso fue más intenso y exigente, pese a que nunca hace demandas. Su cortesía chapada a la antigua es una de las características que siempre me han atraído, si bien hoy se muestra ligeramente distinto: intuyo un esbozo de pasiones apenas contenidas, de impaciencia, de anhelo de algo más. Durante unos segundos me dejo llevar por la situación y Thierry desliza las manos por mi cintura y mis pechos. Hay algo puerilmente voraz en la forma en la que me besa los labios y la cara, como si intentase reclamar como propia mi persona, al tiempo que no cesa de susurrar: «Te quiero, Yanne; te deseo, Yanne…».
Reí a medias e intenté respirar.
—Aquí no. Son más de las nueve y media.
Thierry dejó escapar un cómico gruñido de oso.
—¿Crees que estoy dispuesto a esperar seis semanas?
Sus extremidades también semejaron las de un oso y me estrechó con fuerza; olía a sudor almizcleño y a cigarro; de repente y por primera vez en nuestra larga amistad nos imaginé haciendo el amor, desnudos y sudados entre las sábanas, y me sorprendió el espasmo de repugnancia que la idea me provocó…
Apoyé las manos en su pecho.
—Thierry, por favor… —El constructor mostró los dientes—. Zozie llegará en cualquier momento…
—En ese caso, subamos antes de que se presente.
Yo ya me había quedado sin aliento. El olor a sudor se intensificó y se mezcló con el aroma a café, a lana virgen y a cerveza de la noche anterior. Dejó de resultarme reconfortante, pues evoca imágenes de bares llenos a rebosar, escapadas por los pelos y desconocidos ebrios en plena noche. Las manos de Thierry son impacientes, como losas, presentan manchas de pigmentación y están recubiertas de vello.
Me puse a pensar en las manos de Roux: en sus hábiles dedos de ratero y en el aceite de motor bajo las uñas.
—Yanne, subamos.
Prácticamente me empujó por el local. Tenía la mirada encendida de expectación. De pronto me habría gustado protestar, pero es demasiado tarde. Pensé que ya no había vuelta atrás y lo seguí hacia la escalera…
Estalló una bombilla que sonó como un petardo.
Sobre nuestras cabezas cayó una lluvia de vidrio pulverizado.
Arriba se produjo un sonido: Rosette estaba despierta. El alivio me llevó a temblar.
Thierry lanzó una maldición.
—Tengo que ver a Rosette —afirmé.
Thierry emitió un ruido que no fue precisamente una carcajada. Me dio un último beso… y el momento pasó. Con el rabillo del ojo vislumbré algo dorado que brillaba en la penumbra, tal vez un rayo de sol o un reflejo…
—Thierry, tengo que ver a Rosette.
—Te quiero —insistió.
Ya lo sé.
Eran las diez y Thierry acababa de marcharse cuando entró Zozie, envuelta en el abrigo, con botas de plataforma color púrpura y una gran caja de cartón. Esta parecía pesar y vi que Zozie estaba algo arrebatada cuando, con gran cuidado, la depositó en el suelo.
—Lamento haber llegado tarde —se disculpó—. Lo que traigo es pesado.
—¿Qué es? —quise saber.
Zozie sonrió, se dirigió al escaparate y retiró los zapatos rojos que durante las dos últimas semanas lo habían adornado.
—He pensado que toca un cambio. ¿Qué te parece si montamos un nuevo escaparate? Ya sabías que este no era permanente y, además, echo de menos los zapatos.
—Por supuesto —respondí y sonreí.
—Compré todo esto en el marché aux puces. —Señaló la caja de cartón—. Se me ha ocurrido una idea y me gustaría ponerla en práctica.
Miré la caja y enseguida a Zozie. Todavía abrumada por la visita de Thierry, la reaparición de Roux y las complicaciones que sabía que desencadenaría, la inesperada amabilidad de ese gesto sencillo me puso al borde de las lágrimas.
—Zozie, no tenías por qué hacerlo.
—No digas tonterías. Lo hago porque me gusta. —Me observó atentamente—. ¿Hay algún problema?
—Bueno, tiene que ver con Thierry. —Intenté sonreír—. Los últimos días su comportamiento ha sido muy raro.
Zozie se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? No me sorprende. Te va bien. Las ventas han subido y por fin la situación se encarrila a tu favor.
La miré con el ceño fruncido.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que Thierry todavía quiere ser Papá Noel, el Príncipe Azul y el rey generoso a la vez —replicó Zozie con toda la paciencia del mundo—. Estuvo bien mientras luchabas por salir adelante, ya que te invitó a cenar, te vistió y te colmó de regalos, pero ahora eres distinta. Ya no necesitas ahorrar. Alguien se llevó a su Cenicienta y puso en su lugar a una mujer de carne y hueso y tiene problemas para asimilarlo.
—Thierry no es así —lo defendí.
—¿Estás segura?
—Bueno, tal vez un poco —reconocí y sonreí.
Zozie rio y yo con ella, aunque me sentí un tanto avergonzada. Está claro que Zozie es muy observadora. Me pregunté si no tendría que haberlo visto con mis propios ojos.
Zozie abrió la caja de cartón.
—¿Por qué no te tomas el día de hoy con calma? Echa la siesta o juega con Rosette. No te preocupes. Si se presenta te avisaré.
Ese comentario me sobresaltó.
—Si se presenta, ¿quién?
—Vamos, Vianne, ya está bien…
—¡No me llames así!
Zozie esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Roux, está clarísimo. ¿A quién crees que me refería, al Papa?
Sonreí sin ganas.
—Hoy no vendrá.
—¿Por qué estás tan segura?
Le conté lo que Thierry había dicho sobre el apartamento, sobre su decisión de que estuviéramos instaladas allí en Navidad, sobre los billetes de avión a Nueva York, sobre la oferta de trabajo que le había hecho a Roux en la rue de la Croix…
Zozie se mostró sorprendida.
—¿Qué respondió? Si la acepta, sin duda necesita dinero. No creo que lo haga por amor.
Meneé la cabeza.
—¡Qué lío! ¿Por qué no avisó que pensaba venir? Habría manejado la situación de otra manera. Al menos me habría preparado …
Zozie tomó asiento ante la mesa del obrador.
—Es el padre de Rosette, ¿no?
No respondí y le volví la espalda para encender los hornos. Tenía pensado hacer galletas de jengibre de las que se cuelgan en el árbol de Navidad, galletas brillantes, escarchadas y atadas con cintas de colores…
—Claro que es asunto tuyo —prosiguió Zozie—. ¿Lo sabe Annie? —Con la cabeza hice un gesto negativo—. ¿Alguien lo sabe? ¿Lo sabe Roux?
De pronto me quedé sin fuerzas y tuve que sentarme; me sentí como una marioneta a la que Zozie había cortado los hilos, por lo que me convertí en un enredo sin voz, impotente e inmovilizada.
—Ahora no puedo decírselo.
—Verás, tonto no es. Lo deducirá…
Agité la cabeza en silencio. Es la primera vez que tengo motivos para agradecer que Rosette sea distinta… Con casi cuatro años todavía parece una cría de dos y medio y se comporta como tal, por lo que deseo pensar que tal vez no se dé cuenta.
—Es demasiado tarde. Tal vez hace cuatro años, pero…, pero ahora no puedo decírselo.
—¿Por qué? ¿Os peleasteis?
Se expresa como Anouk. De pronto me encontré intentando explicar también a Zozie que las cosas no son tan simples, que las casas deben ser de piedra porque, cuando aúlla el viento, solo la roca sólida impide que salgamos volando…
¿Para qué fingir?, pregunta él en mi mente. ¿Qué es lo que te lleva a tratar de encajar? ¿Qué tienen estas personas como para que quieras parecerte a ellas?
—No, no nos peleamos. Simplemente…, simplemente cada uno siguió su camino.
En mi imaginación surge una imagen repentina e inquietante: el flautista de Hamelín y los niños que lo siguen…, salvo el cojo, que se queda solo cuando la montaña se cierra tras el paso del músico…
—¿Qué pasa con Thierry?
Me pareció una pregunta interesante. ¿Sospecha algo? Thierry tampoco es tonto, pero tiene una especie de ceguera que podría ser arrogancia, confianza o una mezcla de ambas. Por otro lado, desconfía de Roux. Anoche lo noté en su mirada calculadora, en el rechazo instintivo que el firme urbanita siente por el trotamundos, el gitano, el viajero…
Vianne, tú eliges a tu familia, pensé.
—Supongo que ya has tomado una decisión.
—Es la correcta, estoy segura de que lo es.
Me percaté de que Zozie no me creyó, como si pudiera verlo en el aire que me rodeaba, al igual que el algodón de azúcar que se adhiere al huso. Claro que existen múltiples formas de amor, y cuando el afecto ardiente, egoísta y colérico se consume, hemos de dar las gracias a todos los dioses por los hombres como Thierry, por esos individuos seguros y poco imaginativos que consideran que la palabra «pasión» solo existe en los libros, lo mismo que «magia» y «aventura».
Zozie siguió mirándome con su paciente sonrisa a medias, como si esperase que dijera algo más. Al ver que guardaba silencio, se encogió de hombros y me ofreció el plato con bizcochitos de harina de almendras. Los prepara igual que yo; deja el chocolate lo bastante fino como para que se parta, pero lo suficientemente grueso para resultar satisfactorio; el puñado de uvas pasas gordas es generoso y añade una nuez, una almendra, una violeta o una rosa escarchada.
—Pruébalos. Quiero que me des tu opinión.
El aroma a pólvora del chocolate se elevó desde el platillo de bizcochitos de harina de almendras, con todo su olor a verano y a tiempo perdido. Él había sabido lo que era el chocolate la primera vez que lo besé, el aroma a hierba húmeda había ascendido desde el suelo en el que habíamos yacido uno al lado del otro, sus caricias habían sido inesperadamente delicadas y su pelo se pareció a las caléndulas de estío bajo la luz mortecina…
Zozie todavía sujetaba el plato con bizcochitos de harina de almendras. Es de cristal de Murano azul y a un lado tiene una florecilla dorada. No es más que una tontería, pero lo aprecio. Roux me lo regaló en Lansquenet y, cual una piedra de toque, desde entonces me ha acompañado, ya fuera en el equipaje o en el bolsillo.
Levanté la cabeza y vi que Zozie me observaba. Sus ojos habían adquirido un tinte azul, lejano y de cuento de hadas, como algo que ves en sueños.
—¿No se lo dirás a nadie?
—Por supuesto. —Cogió delicadamente un bombón y me lo ofreció: untuoso chocolate oscuro, uvas pasas remojadas en ron, vainilla, rosa y canela…— Vianne, pruébalo —añadió sonriente—. Por casualidad sé que son tus preferidos.