Sábado, 1 de diciembre
Ay, tío! Mejor dicho, hola, desconocido. Estaba allí, en medio de la chocolatería, como si hubiese pasado fuera una tarde en lugar de cuatro años; cuatro años con sus aniversarios y sus navidades prácticamente sin decir ni pío, jamás una visita y de repente…
—¡Roux!
Quería estar enfadada con él. Me apetecía de verdad, pero el tono de voz no me lo permitió.
Grité su nombre más alto de lo que me proponía.
—Nanou, ya eres toda una mujer.
Su modo de decirlo contuvo cierta tristeza, como si lamentara que yo hubiese cambiado. Él era el mismo Roux de siempre: el pelo más largo, las botas más limpias y ropa distinta, pero el de siempre, con los hombros caídos y las manos en los bolsillos, postura que adopta cuando no quiere estar en un sitio; de todos modos, sonrió para demostrar que yo no tenía la culpa y estoy segura de que, si Thierry no hubiese estado presente, me habría cogido en brazos y hecho girar, como en los viejos tiempos en Lansquenet.
—No lo soy —puntualicé—. Tengo once años y medio.
—Para mí alguien de once años y medio es bastante grande. ¿Quién es la pequeña desconocida?
—Rosette.
—Rosette —repitió Roux.
Roux la saludó con la mano, pero Rosette no respondió de la misma manera ni se expresó con signos. Casi nunca se comunica con quienes no conoce; se limitó a observarlo con sus ojos felinos hasta que Roux desvió la vista.
Thierry le ofreció chocolate. A Roux siempre le ha gustado, incluso en los viejos tiempos. Lo bebió puro, con azúcar y ron, mientras Thierry le hablaba de negocios, de Londres, de la chocolatería y del apartamento…
¡Ah, sí, el apartamento…! Resulta que Thierry quiere arreglarlo y ponerlo guapo para cuando nos mudemos. Lo comentó en presencia de Roux: incluirá un dormitorio nuevo para Rosette y para mí, así como adornos nuevos, y quiere que esté a punto para Navidad porque así sus chicas estarán cómodas…
De todas maneras, hubo algo ruin en el modo de expresarlo. Ya se sabe; sonrió, pero no con los ojos; sonrió como hace Chantal cuando habla de su nuevo iPod, de un vestido nuevo, de sus zapatos nuevos, o de su pulsera de Tiffany y yo estoy ahí y la escucho…
Roux estaba ahí, con cara de haber recibido una bofetada.
—Lo siento, pero tengo que irme —comunicó en cuanto Thierry cerró el pico—. Solo quería saber cómo estabais, pasaba por aquí de camino a otra parte…
Mentiroso, te has limpiado las botas, pensé.
—¿Dónde te alojas?
—En un barco.
Esa respuesta tiene sentido. Las embarcaciones siempre le han gustado. Recordé la de Lansquenet, la que se quemó. También recuerdo la expresión que Roux puso cuando sucedió, la misma cara que se te queda cuando te has esforzado por conseguir algo que te importa realmente y alguien ruin te lo quita.
—¿Dónde? —insistí.
—En el río —repuso Roux.
—Bien, chico —acoté, comentario que tendría que haberle hecho sonreír.
En ese momento me di cuenta de que no le había dado un beso ni un abrazo y me sentí mal porque, si lo hacía ahora, parecería que acababa de acordarme y sonaría a falso.
Por eso lo cogí de la mano, que estaba áspera y callosa por el trabajo.
Me pareció que se sorprendía y enseguida sonrió.
—Me gustaría ver tu embarcación.
—Puede que la veas —replicó Roux.
—¿Es tan bonita como la última?
—Eso tendrás que decidirlo tú.
—¿Cuándo?
Roux se encogió de hombros.
Mamá me miró con esa expresión que adopta cuando está molesta, pero no dice nada porque hay público. Respondió a Roux:
—Lo lamento, Roux. Si hubieras llamado para avisar que venías…, no te esperaba…
—Te escribí, envié una postal.
—Nunca llegó.
—Bueno. —Me di cuenta de que Roux no le creyó y también supe que mamá no consideró válida su respuesta. Roux es el peor escritor de cartas del mundo. Se propone escribir, pero nunca lo hace y, por si eso fuera poco, no le gusta hablar por teléfono. Por otro lado, envía cosas pequeñas por correo: una hoja de roble tallada y colgada de una cuerda, una piedra veteada que encontró a orillas del mar o un libro, a veces con una nota y casi siempre sin nada. Miró a Thierry y declaró—: Tengo que irme.
Sí, eso es, como si tuviese que acudir a otro sitio; precisamente Roux, que siempre hace lo que le viene en gana, que no permite que nadie le diga lo que tiene que hacer.
—Volveré —acotó Roux.
Ay, mentiroso.
De pronto me enfurecí tanto que estuve en un tris de hablar en voz alta: Roux, ¿por qué volviste? ¿Por qué te tomaste la molestia de regresar?
Se lo dije mentalmente, con mi voz espectral y con todas mis fuerzas, tal como el primer día había hablado con Zozie a la puerta de la chocolatería.
Cobarde, estás huyendo, espeté.
Zozie lo oyó y me miró, pero Roux se limitó a hundir un poco más las manos en los bolsillos del tejano y ni siquiera se despidió con un ademán antes de abrir la puerta y largarse sin volver la vista atrás. Thierry le pisó los talones, como un perro que va en pos de un intruso. No es que Thierry estuviera dispuesto a liarse a puñetazos con Roux, pero la mera idea me causó ganas de llorar.
Mamá estaba a punto de salir tras ellos, pero Zozie se lo impidió y aseguró:
—Iré yo. No pasará nada. Quédate aquí con Annie y Rosette.
Zozie se perdió en la oscuridad.
—Anouk, subid —ordenó mamá—. Enseguida me reuniré con vosotras.
Así fue como subimos y esperamos. Rosette se quedó dormida; al cabo de un rato oí subir a Zozie y unos minutos después a mamá, que subió de puntillas para no molestarnos. Al final me dormí, pero el sonido de las tablas sueltas de la habitación de mamá me arrancó del sueño un par de veces y supe que estaba despierta, de pie junto a la ventana, en medio de la oscuridad, atenta al sonido del viento y con la esperanza de que, aunque solo fuese por esta vez, nos dejara en paz.