Viernes, 23 de noviembre
Tendría que haber sabido que los había ayudado. Es lo que yo misma habría hecho en el pasado, en los tiempos de Lansquenet. En primer lugar, a Alice y a Nico, tan afines; da la casualidad de que sé que Nico ya había reparado en ella y que una vez por semana visita la floristería para comprar narcisos, sus flores favoritas, pero hasta ahora no se había armado de valor para hablarle o invitarla a salir.
De repente, mientras compartían una taza de chocolate…
Coincidencias, me repito al infinito.
Antes tan frágil y reservada, ahora madame Luzeron libera sus secretos como el perfume que todos pensaron que se había evaporado hace mucho tiempo.
El brillo soleado que rodea la puerta incluso cuando llueve me lleva a temer que alguien allana el camino, que la sucesión de clientes que hemos tenido en los últimos días no se debe exclusivamente a nuestros dulces.
Ya sé qué diría mi madre.
¿Qué daño hacemos? Nadie sufre. Vianne, ¿no se lo merecen?
¿No nos lo merecemos?
Ayer intenté advertir a Zozie y explicarle los motivos por los que no debe interferir, pero me resultó imposible. Una vez abierta, tal vez es imposible volver a cerrar la caja de los secretos. Además, percibo que rae considera exagerada. Puede ser tan desagradable como generosa, al igual que el panadero mezquino del viejo cuento, el que cobraba por oler a pan recién cocido.
¿Qué daño hacemos? ¿Qué perdemos si los ayudamos? Sé perfectamente qué es lo que ella diría.
Ay, estuve en un tris de comentárselo, pero al llegar el momento me contuve. Por otro lado, podría ser una coincidencia.
Hoy ha sucedido algo que confirmó mis temores. Por imposible que parezca, el catalizador fue Laurent Pinson. Esta semana ha aparecido varias veces por Le Rocher de Montmartre. No tiene nada de novedoso y, a menos que esté muy equivocada, no es el chocolate lo que lo trae por aquí.
Esta mañana se presentó, estudió los bombones de las vitrinas de cristal, husmeó las etiquetas con los precios y analizó cada detalle de nuestras mejoras con cara de pocos amigos y algún que otro gruñido de desaprobación mal disimulada.
—Miu.
Era uno de esos días soleados de noviembre, más precioso si cabe por su carácter excepcional. Sin viento, como en pleno verano, con el cielo despejado y los hilillos de vapor como arañazos en el azul.
—Hace muy buen día —comenté.
—Miu —masculló Laurent.
—¿Solo está mirando o quiere que le sirva algo de beber?
—¿A estos precios?
—Invita la casa.
Hay personas incapaces de rechazar una invitación. Laurent se sentó a regañadientes, aceptó un café y un praliné y comenzó a recitar su letanía habitual:
—Clausuran mi cafetería precisamente en estas fechas… Es una maldita victimización, no se puede describir de otra manera. Alguien se ha propuesto arruinarme.
—¿Qué ha pasado? —inquirí.
Laurent reveló sus penas. Alguien se había quejado porque calentaba las sobras en el microondas, un imbécil había enfermado, le habían enviado un inspector de Sanidad que apenas hablaba francés y, a pesar de que había sido impecablemente amable con el individuo, este se había ofendido por algo que dijo y…
—¡Patapaf! ¡Cerró el local! ¡Así de simple! Me pregunto adónde irá a parar este país cuando una cafetería totalmente decente, una cafetería que lleva décadas en servicio, puede ser clausurada por un puñetero pied-noir…
Simulé que escuchaba mientras calculaba mentalmente los bombones que más se habían vendido y aquellos cuyas existencias mermaban. También fingí que no me daba cuenta cuando Laurent se sirvió otro praliné sin que yo lo invitase. Podía permitírmelo y él necesitaba hablar…
Al cabo de un rato Zozie salió del obrador, donde me había ayudado a preparar los pasteles de chocolate. Laurent terminó bruscamente su andanada y se ruborizó hasta las orejas.
—Buenos días, Zozie —saludó con exagerada dignidad.
Zozie sonrió. No es un secreto que Laurent la admira, como todos, y hoy estaba muy guapa con un vestido de terciopelo que llegaba hasta el suelo y botines del mismo tono azul claro.
No pude dejar de compadecerlo. Zozie es una mujer atractiva y Laurent ha llegado a esa edad en la que a los hombres menos les cuesta volver la cabeza para mirarte. De repente me percaté de que nos estorbaría cada día entre esta fecha y Navidad, gorronearía bebidas, molestaría a los clientes, robaría azucarillos, se lamentaría de que el barrio se estaba echando a perder y…
Estuvo a punto de escapárseme cuando me volví y Zozie hizo la señal de los cuernos a sus espaldas. ¡Era el signo de mi madre para desterrar la desventura!
¡Fuera, fuera, lárgate!
Vi que Laurent se palmeaba el cuello como si lo hubiera picado un mosquito. Contuve el aliento, pero era demasiado tarde. Zozie había realizado la señal con toda la naturalidad del mundo, como yo misma habría hecho en Lansquenet si los últimos cuatro años no hubiesen existido.
—Laurent… —lo llamé.
—Tengo que irme. Entiéndame, hay mucho que hacer… No puedo perder más tiempo.
Sin dejar de frotarse la nuca, Laurent abandonó la butaca que había ocupado la última media hora y salió casi a la carrera.
—¡Por fin! —declaró Zozie y sonrió. Me desplomé sobre la butaca—. ¿Te encuentras bien?
La miré. Siempre comienza de la misma forma: con nimiedades, con cosas que no tienen importancia. Claro que una tontería lleva a otra… y a una tercera y, sin que te des cuenta, ha vuelto a empezar, el viento cambia de dirección, las Benévolas detectan el olor y…
Durante un segundo responsabilicé a Zozie. Al fin y al cabo, es ella la que ha transformado mi modesta chocolatería en una cueva de piratas. Antes de su llegada me daba por satisfecha con ser Yanne Charbonneau, regentar el local como los demás, ponerme la sortija que Thierry me regaló, dejar que el mundo siguiese su curso sin interferencias…
Las cosas han cambiado. Con algo tan sencillo como un chasquido de los dedos, cuatro años se han ido al garete y una mujer que hace mucho que debería estar muerta abre los ojos y parece respirar…
—Vianne… —musitó.
—No me llamo así.
—Pero era tu nombre, ¿no? Te llamabas Vianne Rocher.
Asentí.
—En una vida pasada.
—No tiene por qué pertenecer al pasado.
¿Seguro que no? La idea de volver a ser Vianne, comerciar con prodigios y mostrarle a las personas la magia que llevan en su seno me resulta peligrosamente atractiva…
Tenía que decírselo. Esto tiene que acabar. No tiene la culpa, pero no puedo permitir que continúe. Ciegas pero espantosamente persistentes, las Benévolas todavía nos pisan los talones. Noto cómo se acercan a través de las brumas y, atentas al destello y al encanto más diminutos, peinan el aire con sus largos dedos.
—Sé que intentas ayudarnos, pero nos arreglaremos solas… —añadí y Zozie arqueó las cejas—. Ya sabes a qué me refiero.
Fui incapaz de decirlo, así que acaricié una caja de bombones y tracé una espiral mística en la tapa.
—Ya lo veo. Te refieres a ese tipo de ayuda. —Me observó con curiosidad—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
—No lo comprenderías.
—¿Por qué? —preguntó Zozie—. Al fin y al cabo, tú y yo somos iguales.
—¡No somos iguales! —Hablé en tono demasiado alto y me puse a temblar—. Ya no practico. Soy normal. Soy aburrida. Pregúntale a quien quieras.
—Como prefieras.
En este momento, esa es la expresión preferida de Anouk, que recalca con ese encogimiento de todo el cuerpo que las adolescentes emplean para manifestar su desacuerdo. Fue realmente cómico, pero no tuve ganas de reír.
—Lo siento —me disculpé—. Sé que tienes buenas intenciones, pero los niños…, ya sabes, captan estas cosas. Empiezan como un juego y enseguida se desmandan…
—¿Es lo que ocurrió? ¿Se desmandó?
—Zozie, no quiero hablar del tema.
Zozie tomó asiento a mi lado.
—Venga ya, Vianne, no puede ser tan grave. Conmigo puedes hablar.
En ese momento vi a las Benévolas, contemplé sus rostros y sus manos codiciosas. Las vi tras el rostro de Zozie, oí sus voces persuasivas, sensatas y tan bondadosas…
—Me apañaré, siempre me apaño.
¡Eres una mentirosa!
De nuevo la voz de Roux, tan clara que casi lo busqué con la mirada. Pensé que en ese sitio había demasiados fantasmas, demasiados rumores de otros cuándo, otros dónde y, lo peor de todo, de qué más podría haber sido.
Lárgate, rogué en silencio. Ahora soy otra. Déjame en paz.
—Me apañaré —repetí y esbocé una sonrisa espectral.
—De acuerdo, pero si alguna vez necesitas ayuda…
Moví afirmativamente la cabeza.
—Te la pediré.