Miércoles, 21 de noviembre
Es sorprendente la diferencia que marca una señal. Está claro que la mía fue, más bien, una especie de faro que iluminó las calles parisinas.
Pruébame, saboréame, examíname…
Da resultado; hoy se presentaron desconocidos y habituales y nadie se marchó con las manos vacías, sino con una caja de regalo adornada con una cinta o un bocado exquisito: un ratón de azúcar, una ciruela al coñac, un puñado de bizcochitos de harina de almendras o un kilo de trufas del chocolate más amargo que tenemos y recubiertas de cacao en polvo, cual bombas de chocolate a punto de estallar.
Todavía es pronto para cantar victoria. Necesitamos más tiempo para seducir a los lugareños, pero ya he percibido el cambio de rumbo y en Navidad los tendremos en el bolsillo.
Y pensar que al principio supuse que aquí no había nada para mí… Este local es un premio. Los atrae y si pienso en lo que podríamos cosechar, no solo en dinero, sino en anécdotas, personas, vidas…
¿He dicho «podríamos»? Por descontado, estoy dispuesta a compartir. Me refiero a nosotras tres…, cuatro si incluimos a Rosette, cada una con sus habilidades específicas. Podríamos ser extraordinarias. Ella ya lo ha hecho en Lansquenet. Tapó sus huellas, pero no fue suficiente. El nombre de Vianne Rocher y los detalles que he averiguado a través de Annie bastaron para rastrear su trayectoria. El resto fue coser y cantar: varias llamadas telefónicas y algunos ejemplares atrasados de un periódico local, fechados hace cuatro años, en uno de los cuales aparecía una foto amarilleada y con mucho grano de Vianne, que sonreía temerariamente desde la puerta de una chocolatería, mientras una pequeña con el pelo revuelto, que solo podía ser Annie, observa por debajo del brazo extendido de su madre.
La Celeste Praline… El nombre resulta muy curioso. Por mucho que ahora parezca imposible, Vianne Rocher disfrutó con algunas extravagancias. En aquellos tiempos no temía a nada, se ponía zapatos rojos y pulseras tintineantes y llevaba el pelo largo y revuelto, como las gitanas de los tebeos. No era exactamente una belleza, ya que tiene la boca demasiado grande y sus ojos no están lo bastante separados, pero cualquier bruja digna de su manual de sortilegios habría dicho que estaba pletórica de encantos…, encantos con los que modificar la trayectoria de algunas vidas, encantos con los que hechizar, curar y ocultar.
¿Qué pasó?
Vianne, las brujas no se jubilan, habilidades como las nuestras piden a gritos que las utilicemos.
La observo mientras trabaja en la trastienda y prepara trufas y bombones de licor. Desde que nos conocimos sus colores se han intensificado y, como ahora sé dónde mirar, veo magia en todo lo que hace. No parece consciente de ello, como si pudiese cegarse mediante el simple expediente de no hacer caso de lo que sucede, de la misma manera que tampoco presta atención a los tótems de sus hijas. Vianne no es tonta…, así que, ¿por qué se comporta como tal? ¿Qué hace falta para que abra los ojos?
Pasó la mañana en la trastienda y el olor de lo que horneaba llegó al local, en el que hemos instalado una chocolatera. En menos de una semana, el local ha cambiado tanto que resulta casi irreconocible. Con las huellas de las manos de las niñas, la mesa y las sillas generan un ambiente festivo. Hay algo de patio de escuela en esos colores primarios y, por mucho que acomodemos los muebles, siempre existe una leve sensación de desorden. De las paredes cuelgan cuadros: cuadrados de saris en tonos rosa vivo y amarillo limón, bordados y enmarcados. Hay dos butacones viejos y rescatados de un contenedor, con los muelles vencidos y las patas torcidas. Los he arreglado con un par de metros de felpa fucsia con estampado de leopardo y un retal de tela dorada comprado en una tienda de beneficencia.
Annie está encantada y yo también. De no ser por el tamaño del local, podría parecer una pequeña cafetería de uno de los barrios más elegantes de París…; por si eso fuera poco, hemos escogido el mejor momento posible.
Tras una desafortunada intoxicación alimentaria (no totalmente inesperada) y la visita de un inspector de Sanidad, hace dos días han clausurado Le P’tit Pinson. Por lo que he oído, Laurent tendrá que dedicar como mínimo un mes a limpiar y restaurar la cafetería antes de que autoricen la reapertura, lo que significa que su clientela navideña se resentirá.
Después de todo, el pobre Laurent se comió los bombones. Huracán funciona por vías misteriosas. De la misma manera que los pararrayos atraen las descargas eléctricas, hay quienes se las apañan para sufrir esta clase de peripecias.
Como digo yo, más para nosotras. No estamos autorizadas a servir alcohol, sino chocolate caliente, pasteles, galletas, macarrones y, por añadidura, el canto de sirena de las trufas de chocolate amargo, los bombones de licor y moca, las fresas recubiertas de chocolate, los bocaditos de nuez, los de albaricoque y frutos secos…
Hasta ahora los tenderos de la plaza han mantenido las distancias porque muestran cierta desconfianza ante nuestros cambios. Están tan habituados a pensar que la chocolatería es una trampa para turistas, un local en el que los lugareños no tienen nada que hacer, que tendré que apelar a toda mi capacidad de persuasión para que se acerquen.
Ayuda que Laurent nos haya visitado; precisamente Laurent, que detesta hasta el más mínimo cambio y que vive en un París que es producto de su imaginación, ya que solo tienen entrada los parisinos autóctonos. Al igual que el resto de los alcohólicos, es goloso. Además, ¿adónde puede ir ahora que han clausurado la cafetería? ¿Dónde tendrá público al que enumerar su interminable catálogo de quejas?
Huraño y visiblemente curioso, se presentó ayer a la hora del almuerzo. Era la primera vez que venía desde que reformamos el local, y estudió las mejoras con expresión de contrariedad. Quiso la suerte que hubiera clientes: Richard y Mathurin, que pasaron de camino a su habitual partida de petanca en el parque. Al ver a Laurent se mostraron ligeramente incómodos, y ya les vale, pues son parroquianos de toda la vida de Le P’tit Pinson.
Laurent les dirigió una mirada desdeñosa y comentó:
—Por lo visto, a alguien le va bien. ¿Qué es esto…, una puñetera cafetería o algo parecido?
Sonreí.
—¿Te gusta?
—¡Miu! —Laurent emitió su ruido preferido—. Cualquiera cree que puede montar una maldita cafetería. Todo el mundo se considera capaz de hacerlo.
—Jamás se me ocurriría —aseguré—. En nuestros días es difícil crear una atmósfera auténtica.
Laurent dejó escapar un bufido.
—No me vengas con esas. Calle abajo está el Café des Artistes y el encargado, te lo creas o no, es turco; para no hablar de la cafetería italiana que hay al lado, del salón de té y de los diversos Costa y Starbuck… Los jodidos yanquis creen que han inventado el café. —Me miró furibundo, como si yo tuviese antepasados en el Nuevo Mundo—. ¿Qué se ha hecho de la lealtad? —protestó—. ¿Qué ha pasado con el patriotismo francés de toda la vida?
Mathurin está bastante sordo y es posible que no lo oyese, pero estoy convencida de que Richard se hizo el tonto.
—Yanne, has sido muy amable. Será mejor que nos vayamos.
Dejaron el dinero sobre la mesa y huyeron sin volver la vista atrás, mientras Laurent se ruborizaba y abría desmesuradamente los ojos.
—Ese par de maricas viejos… —despotricó—. La cantidad de veces que entraron en mi cafetería a tomar una cerveza y a jugar a las cartas… y ahora, en cuanto las cosas se tuercen…
Le dediqué mi sonrisa más solidaria.
—Lo sé, Laurent, pero debes tener en cuenta que las chocolaterías son locales tradicionales. De hecho, me parece que históricamente preceden a las cafeterías, lo que las vuelve muy auténticas y parisinas… —Pese a que siguió farfullando, lo conduje hasta la mesa que sus parroquianos acababan de desocupar—. ¿Por qué no te sientas y bebes una taza de chocolate? Laurent, invita la casa, por descontado.
Aquello solo fue el comienzo. Laurent Pinson está de nuestra parte a cambio de una taza de chocolate y un bombón de praliné. Obviamente, no se trata de que lo necesitemos como cliente, ya que es un parásito que se llena los bolsillos con azucarillos y se queda horas con una taza de café, sino de que es el eslabón débil de nuestra reducida comunidad y, donde va Laurent, van los demás.
Esta mañana se presentó madame Pinot. En realidad, no compró nada, pero echó un buen vistazo al local y se marchó tras saborear un bombón invitación de la casa. Jean-Louis y Paupaul hicieron lo mismo; por casualidad sé que la chica que esta mañana compró trufas trabaja en la panadería de la rue des Trois Frères y hablará de la chocolatería a sus clientes.
Intentará explicar que no solo tiene que ver con el gusto: la sabrosa trufa de chocolate negro, emborrachada con ron; el lejano sabor de la guindilla, la generosa suavidad del centro del bombón y el amargor del acabado con cacao en polvo… Esas características no bastan para entender el extraño atractivo de las trufas de chocolate de Yanne Charbonneau.
Tal vez se vincula con que te hacen sentir más fuerte, tal vez más poderoso, más atento a los sabores y a los sonidos del mundo, más consciente de los colores y las texturas, más volcado en ti mismo, en lo que hay bajo la piel, en la boca, en el cuello, en la lengua sensible.
Solo uno, suelo decir.
Prueban y compran.
Compran tantos que Vianne estuvo ocupada todo el día, por lo que me tocó regentar el local y servir chocolate caliente a los que entran. Con un mínimo de buena voluntad, hay asientos para seis y es un lugar peculiarmente atractivo, tranquilo, reparador y animado a la vez, donde la gente acude a olvidar sus problemas, se sienta a beber chocolate y charla.
¿Charla? ¡Vaya si hablan! Vianne es la excepción que confirma la regla. De todas maneras, tiempo al tiempo. Digo que hay que empezar con modestia… o a lo grande, al menos en el caso de Nico el Gordo.
—¡Hola, dama de los zapatos! ¿Qué hay para comer?
—¿Qué prefieres? —pregunté—. Hay eremitas de rosa, cuadrados picantes, macarrones de cocoooooooooo… —alargué provocativamente la última palabra porque conozco su debilidad por el coco.
—¡Caray! No debería.
Obviamente, es pura representación. A Nico le gusta plantear una resistencia simbólica, pero sonríe cohibido porque sabe que no ha colado.
—Prueba uno —insisto.
—Solo tomaré medio.
Está claro que los bombones rotos no cuentan, como tampoco tiene importancia una tacita de chocolate con cuatro macarrones más, el pastel de café que Vianne le ofrece o el glaseado que retira del cuenco con la espátula y devora.
—Mi madre siempre hacía de más —comentó Nico— y, cuando terminaba, yo me zampaba lo que quedaba en el cuenco. Algunas veces preparaba tanto glaseado que ni siquiera yo era capaz de acabarlo. —Repentinamente dejó de hablar.
—¿Has dicho tu madre?
—Está muerta —replicó, y su cara de bebé se demudó.
—¿La echas de menos?
Nico asintió.
—Supongo que sí.
—¿Cuándo murió?
—Hace tres años. Se cayó por la escalera. Creo que tenía unos kilos de más.
—Tuvo que ser duro —comenté, esforzándome por guardar la compostura.
En el caso de Nico, unos kilos de más puede significar alrededor de ciento veinte. Su rostro adopta una expresión impávida y sus colores corresponden al espectro de verdes mates y grises plateados que relaciono con las emociones negativas. Es evidente que se considera responsable. Lo sé. Tal vez la moqueta de la escalera estaba despegada o se retrasó al volver del trabajo, se quedó diez fatales minutos más en la panadería o se sentó en un banco para ver pasar a las chicas…
—No eres el único —acoté—. Más te vale saber que a todos nos pasa lo mismo. A la muerte de mi madre me sentí culpable… —Le cogí la mano. Por debajo de la grasa sus huesos me parecieron pequeños como los de un niño—. Yo tenía dieciséis años. Siempre he pensado que fue culpa mía.
Le dediqué mi sonrisa más franca y, con tal de no reír, hice a mis espaldas la señal de los cuernos. Claro que fue lo que creí… y con sobrados motivos.
Nico se animó en el acto y preguntó:
—¿Estás diciendo la verdad?
Moví afirmativamente la cabeza y lo oí resollar como si fuese un globo aerostático.
Me volví para disimular la sonrisa y me ocupé de los bombones que se enfriaban sobre el mostrador. Olían a inocencia, a vainilla y a niñez. Las personas como Nico casi nunca tienen amigos. Son siempre los gordos que viven con su mamá, más obesa si cabe, y que acumulan los sustitutos sobre el reposabrazos del sofá mientras su progenitura los mira comer y aprueba con ansiedad.
Nico, no estás gordo, simplemente eres de huesos grandes. Ten, Nico, por ser tan bueno…
—Creo que no debería —admitió finalmente Nico—. El médico dice que debo reducir lo que ingiero.
Enarqué una ceja.
—¿Qué sabe ese médico? —pregunté. Nico se encogió de hombros y las ondas de grasa recorrieron sus brazos—. Te sientes bien, ¿no?
De nuevo esbozó una sonrisa tímida.
—Diría que sí. La cuestión es que…
—¿Cuál es la cuestión?
—Bueno, verás…, las chicas. —Se ruborizó—. ¿Qué ven? Un tío grandote y entrado en carnes. Pienso que si perdiera unos cuantos kilos y me pusiese mínimamente en forma, tal vez…, ya me entiendes.
—Nico, no estás tan gordo. No es necesario que cambies. Encontrarás a una chica, ya lo verás. —Nico volvió a suspirar—. Dime, ¿qué quieres?
—Una caja de macarrones.
Anudaba el lazo cuando entró Alice. No sé para qué quiere Nico un lazo, ya que ambos somos conscientes de que abrirá la caja mucho antes de llegar a su casa pero, por algún motivo, le gusta así: con un lazo de cinta amarilla que, entre sus manazas, resulta incongruente.
—Hola, Alice —la saludé—. Siéntate, enseguida te atiendo.
Eran las cinco y Alice necesita tiempo. Mira a Nico temerosamente. A su lado parece un gigante, un gigante hambriento, pero de repente Nico ha quedado enmudecido. Contiene sus ciento veinte kilos y el rubor cubre su cara ancha.
—Nico, te presento a Alice.
—Hola —susurra la muchacha.
Lo más fácil del mundo es trazar un signo con la uña en el raso de la caja de bombones. Podría ser cualquier cosa, un accidente, y también el comienzo de algo, un recodo en el camino, la senda hacia otra existencia…
Todo cambia…
Alice vuelve a musitar algo, se mira las botas… y repara en la caja de macarrones.
—Me chiflan —reconoce Nico—. ¿Quieres?
Alice comienza a menear la cabeza y se dice que Nico parece simpático. Pese a su humanidad, hay algo en él, algo tranquilizadoramente pueril y hasta vulnerable. Cree detectar algo en su mirada, algo que la lleva a sentir que tal vez…, que quizá… la comprenda.
—Solo uno —insiste Nico.
El símbolo trazado en la tapa de la caja brilla con luz pálida; se trata de la Luna del Conejo, la del amor y la fertilidad; en lugar del habitual cuadrado de chocolate, Alice acepta tímidamente una taza de café moca cremoso, que acompaña con un macarrón. Salen al mismo tiempo, aunque no juntos, Alice con su cajita y Nico con su cajaza, y la lluvia de noviembre los moja.
Mientras los observo, Nico abre un paraguas rojo de proporciones descomunales, en el que se lee MERDE, IL PLEUT!, y resguarda a Alice. El sonido de la risa de la muchacha suena lejano e intenso, como algo recordado más que oído. Los veo caminar por la calle adoquinada: Alice salva los charcos con sus botas de siete leguas mientras Nico sostiene solemnemente ese ridículo paraguas; parecen el oso y el patito feo de un dibujo animado, animales de un cuento de hadas resquebrajado, a punto de emprender una gran aventura.