1

Martes, 20 de noviembre

Ahora soy, oficialmente, la mejor amiga de Jean-Loup. Hoy Suzanne no vino, por lo que me libré de verle la cara, pero Chantal compensó su ausencia; estuvo realmente desagradable todo el día y fingió que no me miraba mientras sus amigas me clavaban la vista y cuchicheaban.

—¿Sales con él? —preguntó Sandrine durante la clase de química. Sandrine me caía bien, al menos en parte, antes de que se sumase a Chantal y su pandilla. Los ojos se le pusieron como canicas y percibí la impaciencia de sus colores porque no cesó de preguntarme—: ¿Ya lo has besado?

Supongo que habría respondido afirmativamente si de verdad quisiese ser popular, pero no lo necesito. Prefiero ser un monstruo a un clon. Pese a su popularidad con las chicas, Jean-Loup es casi tan monstruoso como yo por culpa de las películas, los libros y las cámaras de fotos.

—No, solo somos amigos —respondí a Sandrine.

Me miró significativamente.

—Si no quieres contármelo, no me lo digas.

Se alejó contrariada, se reunió con Chantal y todo el día se dedicó a hablar con voz baja, reír como una tonta y vigilarnos mientras Jean-Loup y yo comentábamos todos los temas imaginables y tomábamos fotos mientras nos observaban.

Sandrine, yo diría que la palabra que te define es «pueril». Como ya expliqué, solo somos amigos y a Chantal, Sandrine, Suze y los demás pueden zurcirlos…, somos fabulosos.

Cuando acabaron las clases fuimos al cementerio. Es uno de mis lugares preferidos en París y Jean-Loup dice que también lo es para él. Me refiero al cementerio de Montmartre, con las casitas, los monumentos, las capillas de techo puntiagudo, los obeliscos delgados, las calles, las plazas, los callejones y los nichos para los difuntos.

Existe una palabra específica: necrópolis, que significa ciudad de los muertos. De hecho, se trata de una urbe; me parece que los sepulcros podrían ser casas, alineados como están con las pequeñas verjas cerradas, la grava rastrillada y las jardineras en las ventanas con parteluces. No dejan de ser casitas impecables, como si se tratase de un minisuburbio destinado a los muertos. La idea me produjo, simultáneamente, escalofríos y risa, y Jean-Loup apartó la mirada del visor de la cámara y me preguntó qué me pasaba.

—Aquí se podría vivir —repuse—. Bastan un saco de dormir, una almohada, una hoguera y algunos alimentos. En cualquiera de estos monumentos puedes esconderte y nadie se enterará. Las puertas están cerradas y hace menos frío que debajo de un puente.

Jean-Loup sonrió de oreja a oreja.

—¿Alguna vez has dormido bajo un puente?

Por supuesto que sí, una o dos veces, pero no estaba dispuesta a reconocerlo.

—No, pero tengo mucha imaginación.

—¿No te daría miedo?

—¿Por qué habría de asustarme?

—Por los fantasmas…

Me encogí de hombros.

—No son más que fantasmas.

Un gato salvaje asomó parsimoniosamente por uno de los estrechos senderos de piedra. Jean-Loup lo inmortalizó con la cámara. El gato bufó y se deslizó entre las tumbas. Supuse que probablemente había visto a Pantoufle; a veces los gatos y los perros se asustan al verlo, como si supieran que no debe estar presente.

—Algún día veré un fantasma. Por eso traigo la cámara —acotó Jean-Loup. Lo miré a los ojos. Tenía la mirada encendida. Cree realmente… y se preocupa, razón por la cual me cae tan bien. Detesto la gente a la que nada le importa y que discurre por la vida sin interesarse ni creer—. Realmente no te asustan los espíritus.

Bueno, cuando los has visto tan a menudo como yo, no sueles preocuparte por esas cuestiones…, aunque tampoco estaba dispuesta a confesárselo. Su madre es católica ferviente. Cree en el Espíritu Santo, en los exorcismos y en que el vino de la comunión se convierte en sangre… Venga ya, ¿acaso no es una barbaridad? Los viernes comen pescado. ¡Ay, tío! A veces pienso que soy un fantasma, un espíritu ambulante, parlante y respirador.

—Los muertos no hacen nada, por eso están aquí y por eso las portezuelas de las capillas no tienen picaporte por dentro.

—¿Y la muerte? —quiso saber—. ¿Te asusta la muerte?

Volví a encogerme de hombros.

—Supongo que sí, como a todos.

Jean-Loup pateó una piedra y apostilló:

—No todos saben cómo es.

Despertó mi curiosidad.

—Dime, ¿cómo es?

—¿La agonía? —Jean-Loup también se encogió de hombros—. Verás, hay un pasillo de luz y tus amigos y parientes muertos te están esperando. Todos sonríen. Al final del pasillo se ve una luz intensa, realmente intensa y… y supongo que sagrada; una luz que te habla y dice que tienes que volver a la vida, pero que no debes preocuparte, porque un día regresarás y te internarás en la luz con todos tus amigos y… —De repente dejó de hablar—. Bueno, eso es lo que opina mi madre. Es lo que le dije que vi.

Le clavé la mirada.

—¿Qué viste?

—Nada, absolutamente nada.

Se impuso el silencio mientras Jean-Loup observaba a través del visor las avenidas del cementerio, repletas de muertos. Cuando accionó el obturador la cámara emitió un chasquido.

—¿Acaso no sería una broma pesada que no sirviese de nada? —preguntó y apretó el obturador—. ¿Y si, después de todo, el cielo no existe? —Sonó un nuevo chasquido—. ¿Y si los muertos simplemente se están pudriendo?

Subió tanto el tono de voz que varios pájaros posados en uno de los sepulcros aletearon súbitamente y emprendieron el vuelo.

—Te dicen que lo saben todo, pero no es verdad —añadió—. Mienten, siempre mienten.

—No siempre —precisé—. Mamá no miente.

Me miró de forma peculiar, como si fuera mucho, mucho mayor que yo, y poseyese una sabiduría nacida de años de sufrimiento y decepción.

—Ya te mentirá —insistió—. Siempre mienten.