Jueves, 15 de noviembre
Ya está. Lleva su anillo, precisamente la sortija de Thierry…, al que no le gusta el chocolate caliente que prepara ni sabe nada de ella, ni siquiera su verdadero nombre. Ella dice que no ha hecho planes, que todavía se está acostumbrando, y se pone el anillo como los zapatos que es necesario ablandar para que resulten cómodos.
Mamá prefiere una boda sencilla, en el registro civil, nada de curas ni iglesias. Claro que ya sabemos que no es así, que Thierry se saldrá con la suya, con todo el montaje y Rosette y yo vestidas como dos gotas de agua. Será espantoso.
Se lo comenté a Zozie, que puso cara rara y respondió que cada uno ha de hacer lo que más le guste, lo cual es para mondarse porque nadie en su sano juicio diría que esos dos están enamorados.
Bueno, puede que él lo esté. Al fin y al cabo, ¿qué sabe? Anoche volvió a aparecer y nos llevó a cenar; esta vez no fuimos a Le P’tit Pinson, sino a un restaurante caro, a orillas del río, desde el que se veían las embarcaciones. Me puse un vestido y Thierry comentó que estaba muy guapa, aunque tendría que haberme peinado; Zozie se quedó en el negocio y cuidó de Rosette, ya que Thierry consideró que el restaurante no era adecuado para una niña pequeña…, aunque todas sabemos que ese no es el verdadero motivo.
Mamá se puso el anillo que le había regalado: un diamante grande, gordo y odioso que reposa en su mano como un insecto brillante. En la chocolatería no se lo pone porque estorba; anoche se dedicó a jugar con la sortija, la hizo girar alrededor del dedo como si le resultara incómoda.
Thierry pregunta si todavía se está acostumbrando. Como si alguna vez pudiéramos acostumbrarnos a eso, a él o a su modo de tratarnos, como a niñas malcriadas a las que hay que comprar y sobornar. Le regaló un móvil a mamá, según dijo «para estar en contacto»; no podía creer que nunca hubiese tenido móvil, y después tomamos champán (que detesto), ostras (que también detesto) y un helado con soufflé de chocolate, que me gustó, pero no tanto como los que mamá hacía antes y que, además, era pequeñísimo.
Thierry rio mucho, al menos al principio; me llamó jeune fille y habló de la chocolatería. Resulta que tiene que volver a Londres y quería que, en esta ocasión, mamá lo acompañara, pero le explicó que estaba muy ocupada y que tal vez vaya con él después del frenesí navideño.
—¿De verdad? —inquirió Thierry—. Me pareció que habías dicho que tenías poco trabajo.
—Estoy a punto de probar algo nuevo —añadió mamá, y mencionó el proyecto de las trufas, apostilló que Zozie le ayudaría una temporada y comentó que pensaba sacar sus cacharros del sótano. Habló largo rato y le subieron los colores a la cara, como ocurre cuando algo le interesa realmente; cuanto más se expresó, más se calló Thierry y menos rio, por lo que al fina mamá dejó de hablar y se mostró un pelín incómoda—. Perdona supongo que esto no te interesa.
—No, sigue —repuso Thierry—. ¿Has dicho que fue idea de Zozie? —Esa perspectiva no le gustó nada.
Mamá sonrió.
—Nos cae muy bien, ¿no, Annie?
Respondí que así era.
—¿Crees que es material administrativo? Reconozco que puede estar bien, pero afrontemos que, a la larga, necesitarás algo más que una camarera robada a Laurent Pinson.
—¿Material administrativo? —preguntó mamá.
—Verás, supuse que, una vez casados, probablemente querrías que alguien regentase la chocolatería.
Una vez casados… ¡Ay tío!
Mamá levantó la cabeza y vi que había fruncido ligeramente el ceño.
—Ya sé que quieres ocuparte personalmente de la chocolatería, pero no es necesario que estés todo el tiempo. También haremos otras cosas. Tendremos libertad para viajar, para ver mundo…
—Ya lo he visto —dijo mamá demasiado rápido y Thierry la miró con extrañeza.
—Supongo que no querrás que me mude a vivir encima de la chocolatería —acotó y sonrió para demostrar que se trataba de una broma. Por su tono de voz supe que no estaba bromeando. Mamá guardó silencio y miró para otro lado—. Annie, ¿tú qué opinas? Estoy segura de que te gustaría recorrer mundo. ¿Qué te parece si vamos a Estados Unidos? ¿No sería genial?
Detesto que Thierry diga que algo es «genial». Es viejo, como mínimo tiene cincuenta años y ya sé que intenta ser amable, pero resulta embarazoso.
Cada vez que Zozie dice «genial» da la impresión de que habla en serio. Parece la inventora de la palabra. Sería genial ir a Estados Unidos con Zozie. La chocolatería también ha mejorado gracias al espejo dorado situado delante de la vieja vitrina de cristal y a los tacones de caramelo con los cuales ha adornado el escaparate, ya que parecen zapatillas mágicas repletas de tesoros.
Si Zozie estuviera aquí le ajustaría las cuentas, pensé y me acordé de la camarera del salón de té, la que se parecía tanto a Jeanne Moreau. Enseguida me sentí mal, como si hubiera hecho una trastada, como si pensar en este asunto pudiese provocar un Accidente.
Zozie no se preocuparía por eso, declaró la voz espectral en mi cabeza. Zozie haría lo que le diera la gana. Me pregunté si sería tan malo. Desde luego que lo sería pero, de todas maneras…
Esta mañana, mientras me preparaba para ir al liceo, vi que, con la nariz aplastada contra el cristal, Suze examinaba el nuevo escaparate. Echó a correr en cuanto me vio, ya que todavía no nos dirigimos la palabra, pero durante un minuto me sentí tan mal que tuve que sentarme en una de las viejas butacas que ha traído Zozie e imaginar que Pantoufle estaba a mi lado, escuchando, con los ojos negros brillantes en su cara bigotuda.
Lo cierto es que Suze ni siquiera me cae tan bien, pero se mostró simpática conmigo cuando llegué; le daba por venir a la chocolatería y charlábamos o veíamos la tele; también íbamos a la place du Tertre y observábamos a los retratistas y una vez me compró en uno de los tenderetes un colgante de esmalte rosa, un perrillo de dibujos animados que llevaba escrita la frase Mejor amigo.
No era más que una baratija y el rosa nunca me ha gustado, pero jamás había tenido un mejor amigo o, como mínimo, un amigo de verdad. Fue un buen gesto y el hecho de tenerlo me hizo sentir bien, aunque hace siglos que no me lo pongo.
Entonces apareció Chantal.
La perfecta y popular Chantal, con su cabellera rubia perfecta, su ropa perfecta y la costumbre de mofarse de todo. Ahora Suze quiere ser igual a ella y a mí me toca entrar en escena cuando Chantal tiene otra cosa que hacer, aunque la mayor parte del tiempo solo soy una comparsa de quita y pon.
No es justo. ¿Quién decide esas cosas? ¿Quién ha decidido que Chantal merece ser la popular, a pesar de que nunca ha sacado la cara por nadie ni se ha preocupado más que de su pequeño ego? ¿Por qué Jean-Loup Rimbault es más popular que Claude Meunier? ¿Qué podemos decir de los demás? ¿Qué pasa con Mathilde Chagrin o con las chicas de velo negro? ¿Qué tienen que las vuelve monstruosas? ¿Qué pasa conmigo?
Hablaba con mi voz espectral y no reparé en la aparición de Zozie. A veces es muy sigilosa, incluso más que yo, lo cual me pareció extraño porque se había puesto esos ruidosos zuecos con suela de madera con los que es imposible pasar desapercibida. Claro que eran de color fucsia, lo que los volvía espectaculares.
—¿Con quién hablabas?
No me di cuenta de que me había expresado en voz alta.
—Con nadie. Estoy sola.
—Bueno, no pasa nada.
—Me lo figuro.
Me sentí incómoda y muy consciente de que Pantoufle me miraba; hoy resultó muy real mientras subía y bajaba su nariz de rayas, que se movía como la de un conejo de verdad. Cuando estoy contrariada lo veo con más claridad…, motivo por el cual no debería hablar sola. Además, mamá siempre dice que es importante distinguir entre lo real y lo que no lo es. Los Accidentes se producen cuando no notas la diferencia.
Zozie sonrió y trazó una señal, parecida a la que significa «de acuerdo», con el pulgar y el índice unidos y formando un círculo. Me miró a través del círculo y bajó la mano.
—Te contaré algo. De pequeña hablaba mucho conmigo misma o, mejor dicho, con mi amiga invisible. Charlaba constantemente con ella.
No sé por qué me sorprendí tanto.
—¿Tú?
—Se llamaba Mindy —añadió Zozie—. Según mi madre, era una guía espiritual. Claro que mi madre creía en esas cosas. De hecho, creía prácticamente en todo: los cristales, la magia de los delfines, la abducción por parte de los extraterrestres, el yeti… Ponle el nombre que quieras, mi madre era toda una creyente. —Esbozó una sonrisa—. Claro que algo funciona…, ¿no es así, Nanou?
No supe qué responder. Claro que algo funciona…, ¿qué quiso decir? Me sentí incómoda y, al mismo tiempo, entusiasmada. No se trataba de una coincidencia ni de un Accidente, como lo ocurrido en el salón de té. Zozie hablaba de la magia real, la mencionaba sin tapujos, como si fuera realmente verdadera en vez de un juego infantil que yo tenía que superar.
¡Zozie creía!
—Tengo que irme —concluí, cogí la mochila y me dirigí a la puerta.
—Dices siempre lo mismo. ¿De qué se trata? ¿Es un gato?
Zozie cerró un ojo y volvió a mirarme a través del círculo formado por el pulgar y el índice.
—No sé a qué te refieres.
—A un ser pequeño con las orejas grandes.
La miré y comprobé que aún sonreía.
Sé que no debía hablar del tema, ya que hablar empeora las cosas, pero tampoco quería mentir a Zozie, sobre todo porque nunca me miente.
Suspiré.
—Es un conejo y se llama Pantoufle.
—Genial —declaró Zozie.
Eso fue todo.