Viernes, 9 de noviembre
Thierry se presentó alrededor de las doce. Lo esperaba tras pasar la noche insomne y preocupada por cómo abordaría nuestro próximo encuentro. Ojalá nunca hubiese echado las cartas, pues salieron la Muerte, los Enamorados, la Torre y la Rueda de la Fortuna; ahora se parecen al destino, como si este fuera inevitable y los días y los meses de mi vida estuvieran en fila, cual una sucesión de fichas de dominó a punto de caer.
Claro que es absurdo. No creo en el destino. Estoy convencida de que podemos elegir, aplacar al viento, engañar al Hombre Negro e incluso apaciguar a las Benévolas.
Me pregunto a qué precio… Es lo que me mantiene despierta por la noche y lo que me llevó a tensarme interiormente cuando las campanillas emitieron su advertencia y Thierry entró con esa expresión terca que a veces adopta y que alude a cuestiones sin resolver.
Intenté ganar tiempo. Le ofrecí chocolate caliente, que aceptó sin demasiado entusiasmo porque prefiere el café, aunque a mí rae permitió estar ocupada. Rosette jugaba en el suelo y Thierry la observó: la niña formó filas de botones que sacó del costurero y trazó dibujos concéntricos en el suelo de terracota.
Cualquier otro día, Thierry habría hecho un comentario, quizá una observación sobre la higiene, o le habría preocupado que Rosette se atragantase con los botones. Hoy no dijo nada, señal de peligro que intenté pasar por alto mientras me disponía a preparar el chocolate.
Vertí la leche del cazo sobre el chocolate cobertura, el azúcar, la nuez moscada y la guindilla. Deposité a un lado un macarrón de coco. Fue reconfortante, como todos los rituales; detalles transmitidos de mi madre a mí, a Anouk y puede que también a su hija algún día de un futuro demasiado lejano como para imaginarlo.
—Está delicioso —declaró Thierry, deseoso de complacerme, y cogió la taza pequeña con manos más adecuadas para levantar paredes.
Bebí mi chocolate; me supo a otoño, a humo dulzón, a hogueras, templos, duelos y sufrimiento. Llegué a la conclusión de que tendría que haber añadido una pizca de vainilla. De vainilla, como el helado…, como en la infancia.
—Está un poco amargo —añadió Thierry, y se sirvió un terrón de azúcar—. ¿Qué te parece…, que te parece si te tomas la tarde libre? Daremos un paseo por Champs-Elysées, tomaremos café, comeremos, iremos de compras…
—Thierry, te lo agradezco infinitamente, pero no puedo cerrar toda la tarde.
—¿Por qué? No hay actividad.
Logré contener a tiempo la réplica brusca.
—No has terminado el chocolate.
—Y tú, Yanne, no has respondido mi pregunta. —Desvió la mirada hacia mi mano—. Veo que no llevas puesto el anillo. ¿Eso significa que la respuesta es no?
Reí sin proponérmelo. Aunque Thierry no sabe a qué se debe, a menudo su franqueza me causa gracia.
—Me has sorprendido, eso es todo.
Me contempló por encima de la taza de chocolate. Estaba ojeroso, como si no hubiera dormido, y a los lados de la boca presentaba arrugas en las que hasta entonces yo no había reparado. Fue una muestra de vulnerabilidad que me perturbó y sobresaltó; había dedicado tanto tiempo a convencerme de que no lo necesitaba que no se me pasó por la cabeza la posibilidad de que él me necesitase a mí.
—Está bien. ¿Puedes dedicarme una hora?
—Solo tardaré un minuto en cambiarme.
A Thierry se le iluminó la mirada en el acto.
—¡Esa es mi chica! Sabía que dirías que sí.
Thierry volvía a estar en forma y el fugaz momento de incertidumbre quedó superado. Se incorporó y se metió el macarrón en la boca. Reparé en que no había terminado el chocolate. Thierry sonrió a Rosette, que seguía jugando en el suelo, y acotó:
—Bueno, bueno, jeune filie, ¿qué te parece? También podemos ir al Luxembourg a jugar con los barcos en el lago…
Rosette levantó la cabeza con la mirada encendida. Adora esos barcos y al hombre que los alquila; si pudiera, pasaría allí todo el verano…
A ver barcos, expresó por signos con gran entusiasmo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Thierry frunciendo el ceño.
Lo miré y sonreí.
—Dice que el plan es muy bueno.
Sentí un repentino afecto por Thierry, por su entusiasmo y su buena voluntad. Sé que le cuesta asimilar a Rosette, la de los extraños silencios y la negativa a sonreír, y agradecí sus esfuerzos.
Subí, me quité el delantal manchado con chocolate y me puse el vestido de franela roja. Se trata de un color que hace años que no uso, pero necesitaba algo para contrarrestar el frío viento de noviembre y, además, pensé que llevaría el abrigo. Puse a Rosette el anorak y los guantes, pese a que los detesta, y cogimos el metro hasta el Luxembourg.
Es muy curioso seguir siendo turista en la ciudad que me vio nacer. Thierry cree que soy forastera y le da tanta alegría mostrarme su mundo que no quiero decepcionarlo. Los jardines están preciosos, animados y salpicados de luz solar bajo el caleidoscopio de las hojas otoñales. Rosette adora las hojas secas, las patea y forma grandes y exuberantes arcos de color. También le encanta el pequeño lago y contempla con solemne alegría los botes de juguete.
—Rosette, di «bote».
—Bam —responde la niña y clava en Thierry su mirada felina.
—No, Rosette, se dice «bote». Venga ya, estoy seguro de que puedes decir «bote».
—Bam —repite Rosette y con los dedos hace el signo que representa al mono.
—Ya está bien —intervengo y sonrío a la cría, aunque interiormente mi corazón late demasiado rápido.
Hoy Rosette se ha portado muy bien; con el anorak de color verde lima y el gorro rojo ha corrido como un adorno navideño desaforadamente animado, de vez en cuando ha gritado «¡Bam, Bam, Bam!» como si abatiese enemigos invisibles, no ha reído porque casi nunca lo hace y se ha concentrado con impetuosa atención, el labio inferior hacia fuera y las cejas fruncidas, como si incluso correr fuese un desafío que no hay que tomarse a la ligera.
El peligro ha cargado la atmósfera. El viento ha cambiado, con el rabillo del ojo percibo un destello dorado y pienso que ha llegado el momento de…
—Nada más que un helado —propone Thierry.
El bote da un salto en el agua, gira noventa grados a estribor y se dirige hacia el centro del lago. Rosette me mira con expresión traviesa.
—Rosette, no. —El bote vuelve a dar un salto y apunta hacia el quiosco de helados—. Está bien, pero solo uno.
Nos besamos mientras Rosette toma el helado a orillas del lago. Thierry me resultó cálido, olía ligeramente a tabaco, como los padres, y sus brazos cubiertos por el abrigo de cachemira rodearon como un oso mi vestido rojo demasiado fino y el abrigo otoñal.
Fue un buen beso, que comenzó por mis dedos ateridos, con gran habilidad ascendió hacia mi cuello y por fin llegó a mi boca; poco a poco descongeló lo que el viento había helado, lo derritió cual un fuego cálido, sin dejar de repetir «te quiero, te quiero», algo que dice a menudo, pero en voz baja, como los Ave María que reza deprisa un niño demasiado impaciente como para alcanzar la redención.
Thierry debió de detectar algo en mi expresión porque se puso serio y preguntó:
—¿Cuál es el problema?
¿Cómo se lo cuento? ¿Cómo se lo explico? Me observó con súbito ardor y con los ojos azules llenos de lágrimas a causa del frío. Me pareció tan cándido, tan corriente…, tan incapaz, pese a su habilidad para los negocios, de entender nuestro tipo de engaño.
¿Qué ve en Yanne Charbonneau? He hecho mil esfuerzos por desentrañarlo. ¿Qué vería en Vianne Rocher? ¿Recelaría de sus costumbres poco convencionales? ¿Se burlaría de sus convicciones? ¿Condenaría sus opciones? ¿Tal vez se horrorizaría por la forma en la que ha mentido?
Besó lentamente las yemas de mis dedos, que introdujo de uno en uno en su boca. Sonrió y comentó:
—Sabes a chocolate.
El viento aún soplaba en mis oídos y el sonido de los árboles que nos rodeaban lo volvió inmenso, como un océano, como un monzón; barrió el cielo con confeti de hojas secas y el aroma de aquel río, aquel invierno, aquel viento.
De repente una extraña idea pasó por mi cabeza…
¿Y si le contara la verdad? ¿Y si le explicase todo?
Ser conocida, amada y comprendida. Se me cortó la respiración…
Ay si me atreviese…
El viento influye de forma curiosa en las personas: les da la vuelta y las lleva a bailar. En ese instante convirtió nuevamente a Thierry en un chiquillo con el pelo revuelto, los ojos brillantes y sueños desaforados. En todo momento fui consciente de la advertencia y creo que incluso entonces supe que, pese a su calidez y su afecto, Thierry le Tresset no estaría a la altura del viento.
—No me gustaría perder la chocolatería —expliqué, aunque tal vez se lo dije al viento—. Necesito conservarla. Quiero que sea mía.
Thierry rio.
—¿Eso es todo? Yanne, cásate conmigo. —Sonrió de oreja a oreja—. Así tendrás todas las chocolaterías y los bombones que quieras. Siempre sabrás a chocolate e incluso olerás a chocolate… y yo también…
Me resultó imposible no reír. Thierry me cogió de las manos y me hizo girar sobre la grava, por lo que a Rosette le entró hipo a causa de la risa.
Tal vez por eso dije lo que dije; fue un instante de temerosa impulsividad, con el viento en los oídos, el pelo sobre la cara y Thierry que me abrazó con todas sus fuerzas y susurró «Yanne, te quiero» con un tono de voz que parecía asustado.
Súbitamente pensé que a Thierry le daba miedo perderme y fue entonces cuando lo dije, sabedora que a partir de ese punto no había vuelta atrás, con los ojos llenos de lágrimas y la nariz sonrosada y moqueante por el frío invernal.
—De acuerdo —repliqué—. Pero lo haremos discretamente…
Thierry abrió desmesuradamente los ojos porque mi respuesta lo cogió por sorpresa.
—¿Estás segura? —preguntó casi sin aliento—. Pensaba que querías…, ya me entiendes. —Volvió a esbozar una sonrisa—. Pensaba que querías el vestido, la iglesia, el coro, las damas de honor, las campanas…, toda la pesca.
Negué con la cabeza y precisé:
—Sin aspavientos.
Thierry me besó nuevamente.
—Como quieras, siempre y cuando digas que sí.
Durante unos segundos todo fue magnífico y tuve el pequeño y dulce sueño en mis manos. Me dije que Thierry es un buen hombre, un hombre con raíces y principios.
Y con dinero, Vianne, no lo olvides, declaró una vocecilla malévola en mi cabeza, pero su tono sonó débil y se desvaneció cuando me entregué al pequeño y dulce sueño. Maldije esa voz y también el viento. Esta vez no nos arrastraría.