Viernes, 9 de noviembre
Ya lo decía yo. Fue como pensaba. Los observé durante la tensa comida que compartieron: Annie con su destello azul mariposa; la otra, dorado rojizo, todavía demasiado pequeña para mis propósitos, pero no por ello menos fascinante; el hombre, ruidoso y de poca monta y, por último, la madre, quieta, vigilante y con los colores tan apagados que casi no parecen colores, sino el reflejo de las calles y del cielo en aguas tan revueltas que impiden que se vean. Sin lugar a dudas existe alguna flaqueza, algo que podría proporcionarme ventajas. Es el instinto cazador que he desarrollado a lo largo de los años, la capacidad de reparar en la gacela coja casi sin abrir los ojos. La mujer recela, pero algunas personas están tan deseosas de creer en la magia, en el amor o en las propuestas que seguro triplicarán sus inversiones que se vuelven vulnerables a los que son como yo. Esas personas siempre se lo tragan y yo no puedo evitarlo.
Empecé a ver los colores cuando tenía once años: al principio solo un destello, un chispazo dorado con el rabillo del ojo, un revestimiento plateado pese a que no había nubes, una mancha de algo complejo y coloreado en medio del gentío. A medida que mi interés fue en aumento creció mi capacidad de distinguir los colores. Aprendí que cada uno posee una firma, la expresión de su ser interior que solo es visible para unos pocos elegidos y con la ayuda de uno o dos toques.
En la mayoría de los casos no hay mucho que ver, ya que casi todas las personas son tan opacas como sus zapatos, si bien ocasionalmente atisbas algo que merece la pena: un estallido de cólera en un rostro inexpresivo, un estandarte rosado que sobrevuela una pareja de enamorados o el velo gris verdoso de los secretos. Evidentemente, te sirve de ayuda cuando tratas con personas y en los juegos de cartas cuando escasea el dinero.
Existe un antiguo signo que se hace con los dedos y que algunos denominan el Ojo de Tezcatlipoca Negro y otros Espejo Humeante; ese signo que me ayuda a concentrarme en los colores. Aprendí a aplicarlo en México y, con la práctica y el conocimiento de determinados toques, sabía quién mentía, quién tenía miedo, quién engañaba a su esposa y quién estaba angustiado por temas económicos.
Paulatinamente aprendí a manipular los colores que veía, a dotarme de ese tono sonrosado, ese brillo un tanto especial o, si la discreción lo exigía, todo lo contrario, el reconfortante manto de la insignificancia que me permite pasar desapercibida y que nadie me recuerde.
Tardé un poco más en reconocer que esas prácticas son mágicas. Como todos los niños criados en base a los cuentos, esperaba fuegos artificiales, varitas mágicas y vuelos en escoba. Con sus conjuros ridículos y sus viejos pomposos, los libros de verdadera magia de mi madre parecían tan aburridos y ranciamente académicos que apenas los consideré mágicos.
También hay que decir que mi madre no tenía magia. Pese a sus estudios, sortilegios, velas, cristales y barajas, jamás la vi realizar ni siquiera un ensalmo. Algunas personas son así; lo vi en sus colores mucho antes de decírselo. Algunas personas no poseen lo que hace falta para convertirse en brujas.
Aunque careciese de aptitudes, mi madre poseía conocimientos. Montó una librería de ocultismo en los suburbios de Londres, local que frecuentaron toda clase de personas: sumos magos, odinistas, wiccanos a montones y algún que otro satanista, invariablemente acribillado por el acné, como si no hubiera superado la adolescencia.
A la larga, de mi madre y de ellos aprendí lo que necesitaba. Mi madre estaba convencida de que, si me permitía el acceso a todas las vertientes del ocultismo, finalmente escogería mi propio camino. Era seguidora de una oscura secta que creía que los delfines eran la especie iluminada y practicaba una suerte de «magia terrenal» tan inofensiva como ineficaz.
Con el paso de los años y con atroz lentitud aprendí que hay un uso para todo, y de lo inservible, lo absurdo y lo directamente falso aprendí a distinguir las migajas de las prácticas mágicas. Descubrí que, en los casos en los que está presente, casi toda la magia queda oculta por un montón asfixiante de rituales, dramatismo, ayuno y disciplinas que requieren tiempo, montón destinado a rodear de misterio lo que básicamente consiste en averiguar qué da resultado. Mi madre adoraba los rituales… y yo solo quería el recetario.
Por eso me metí con las runas, las cartas, los cristales, los péndulos y el estudio de las hierbas. Me empapé del I Ching o Libro de las mutaciones; seleccioné lo que me interesaba de la aurora dorada; rechacé a Crowley, con excepción de su baraja de tarot, que es hermosa; reflexioné sobre mi diosa interior y me desternillé de risa con el Liber Null y con el Necronomicón.
Estudié con gran fervor las creencias mesoamericanas: las de los mayas, los incas y, sobre todo, los aztecas. Por alguna razón siempre me han atraído y así fue como conocí el sacrificio, la dualidad de las divinidades, la malicia del universo, el lenguaje de los colores, el horror a la muerte y el hecho de que la única forma de sobrevivir consiste en rechazar los ataques lo más firme y arteramente que puedas…
El resultado fue mi propio sistema, cuidadosamente compilado a lo largo de años de prueba y error; se compone de una parte de bien fundada medicina con plantas, que incluye varios venenos y alucinógenos útiles; otra de toques y nombres mágicos; varios ejercicios de respiración y de precalentamiento; unas cuantas pociones y tinturas que mejoran el estado de ánimo; algo de proyección astral y autohipnosis; un puñado de ensalmos, pese a que no soy partidaria de los sortilegios hablados, aunque algunos funcionan, y una mayor comprensión de los colores, incluida la capacidad de manipularlos para convertirme, si quiero, en lo que otros esperan, para proporcionar encanto a mí misma y a los demás y para cambiar el mundo según mi voluntad.
A lo largo del proceso y pese a la preocupación de mi madre no me afilié a un grupo concreto. Protestó porque le pareció inmoral que yo seleccionara lo que me gustaba de tantas creencias menores e imperfectas; habría preferido que me uniese a un aquelarre simpático, amistoso y para ambos géneros, en el que habría desarrollado una vida social y conocido muchachos para nada amenazadores, o que abrazara su acuática escuela de pensamiento y siguiese a los delfines.
«¿En qué crees realmente?», solía preguntar y con un dedo largo y nervioso tironeaba de sus collares de cuentas. «Me gustaría saber dónde está el alma, dónde se encuentra el avatar de tus convicciones». Yo me encogía de hombros y replicaba: «¿Por qué tiene que haber alma? Me interesa lo que funciona, no cuántos ángeles pueden bailar en la punta de un alfiler o una vela de qué color hay que encender para realizar un hechizo amoroso». A decir verdad, ya había descubierto que en el terreno de la seducción las velas de colores están descaradamente sobrevaloradas si se las compara con el sexo oral.
Mi madre suspiraba dulcemente y murmuraba algo acerca de que debía seguir mi propio camino. Lo busqué y desde entonces lo he seguido. Me ha conducido a lugares interesantes, como este, si bien nunca he encontrado pruebas que apunten a que no soy única.
Quizá no las he encontrado hasta ahora.
Yanne Charbonneau… Suena demasiado bien para ser totalmente plausible. Hay algo en sus colores, algo que apunta al engaño, aunque sospecho que ha encontrado modos de ocultarse, por lo que solo consigo entrever la verdad cuando baja la guardia.
A mamá no le gusta que seamos distintas.
¡Qué interesante!
¿Cómo se llamaba el pueblo? ¿Lansquenet? Me digo que tengo que buscarlo. Tal vez allí encuentre una clave, un antiguo escándalo, la huella de una madre y una hija que podría arrojar luz sobre esta misteriosa pareja.
Busqué sitios de internet con el portátil y solo encontré dos referencias a esa localidad: webs dedicadas al folclore y las fiestas del sudoeste, en las que el nombre de Lansquenet-sous-Tannes se relaciona con un popular festival de Pascua que se celebró por primera vez hace poco más de cuatro años.
Un festival del chocolate…, lo cual no resulta sorprendente.
Ahí quería llegar yo. ¿Se hartó de la vida pueblerina? ¿Se ganó enemigos? ¿Por qué se fue?
Esta mañana la chocolatería estaba desierta. La observé desde Le P’tit Pinson y hasta las doce y media no entró nadie. Pese a ser viernes no fue nadie: ni el obeso que jamás se calla, ni un vecino, ni un turista de paso.
¿Qué falla en el establecimiento? Debería estar rebosante de clientes, pero resulta casi invisible escondido como está en la esquina de la plaza encalada. Seguramente eso no es bueno. No hace falta demasiado para alegrarlo un poco, para mejorarlo y hacerlo brillar como el otro día. Sin embargo, esa mujer no hace nada. Me pregunto por qué. Mi madre dedicó toda su vida, inútilmente, a tratar de ser especial… ¿Por qué Yanne hace tanto esfuerzo por fingir lo contrario?