Jueves, 8 de noviembre
Hoy Thierry regresó de Londres lleno de regalos para Anouk y Rosette y con una docena de rosas amarillas para mí.
Eran las doce y cuarto y faltaban diez minutos para cerrar y comer. Envolvía para regalo una caja de macarrones que me había pedido una clienta y me preparaba para pasar un rato tranquilo con las niñas, ya que el jueves por la tarde Anouk no tiene clase. Rodeé la caja con cinta rosa, acción que he realizado miles de veces, hice el lazo y tensé la cinta sobre una de las hojas de la tijera a fin de rizarla.
—¡Yanne!
La tijera resbaló de mis manos y el rizo se fue al garete.
—¡Thierry! ¡Te has adelantado un día!
Es un hombre corpulento, alto y fornido. Envuelto en el abrigo de cachemira, prácticamente ocupaba toda la puerta del pequeño local. Su cara parece un libro abierto, tiene los ojos azules y el pelo grueso, en su mayor parte todavía castaño. Sus manos de rico están acostumbradas a trabajar, ya que tiene las palmas agrietadas y las uñas limadas. Huele a polvo de yeso, cuero, sudor, jambon-frites y a algún que otro cigarro gordo que consume con culpa.
—Te echaba de menos —explicó, y me besó en la mejilla—. Lamento no haber regresado a tiempo para el funeral. ¿Fue terrible?
—No, simplemente triste. No acudió nadie.
—Yanne, eres una estrella. No sé cómo te las apañas. ¿Qué tal la chocolatería?
—Bien.
En realidad, no es cierto. La clienta era la segunda del día, sin contar los que solo se acercan a mirar. Cuando Thierry llegó me alegré de la presencia de la clienta, una china de abrigo amarillo que sin duda disfrutaría con los macarrones, aunque habría estado mucho más contenta con una caja de fresas bañadas con chocolate. Tampoco es que tenga importancia. No es asunto mío; mejor dicho, ya no lo es.
—¿Dónde están las niñas?
—Arriba —respondí—. Están viendo la televisión. ¿Qué tal Londres?
—Fantástico, deberías ir.
En realidad, conozco bien Londres, ya que mi madre y yo vivimos casi un año en esa ciudad. No sé muy bien por qué no se lo he contado y he permitido que crea que nací y me crie en Francia. Tal vez tiene que ver con el anhelo de ser como el resto o quizá se vincula con el temor de que me mire con otros ojos si menciono a mi madre.
Thierry es un buen ciudadano. Hijo de un constructor que ha prosperado gracias a las propiedades, casi no ha estado expuesto a lo insólito y a lo incierto. Sus gustos son convencionales: aprecia un buen filete, bebe vino tinto y le encantan los niños, los chistes malos y los versos absurdos; prefiere que las mujeres usen falda, asiste a misa por la fuerza de la costumbre y no tiene prejuicios hacia los extranjeros, aunque preferiría no ver tantos a su alrededor. Me cae bien y, sin embargo, la idea de confiar en él…, en alguien…
Tampoco es que lo necesite. Jamás me hicieron falta confidentes. Tengo a Anouk y a Rosette. ¿Cuándo he necesitado a alguien más?
—Pareces triste —comentó Thierry cuando la china se fue—. ¿Qué te parece si salimos a comer?
Sonreí. En el universo de Thierry, la comida cura la tristeza. No tenía hambre pero, si no aceptaba esa invitación, se quedaría toda la tarde en el local. Llamé a Anouk, engatusé a Rosette hasta ponerle el abrigo y cruzamos la calle en dirección a Le P’tit Pinson, que a Thierry le gusta por su encanto destartalado y la comida grasienta y que yo detesto por los mismos motivos.
Anouk estaba inquieta y era la hora de la siesta de Rosette, pero Thierry necesitaba hablar de su estancia en Londres: la muchedumbre, los edificios, los teatros, las tiendas. Su empresa reforma varios edificios de oficinas cerca de King’s Cross y le gusta supervisar personalmente el trabajo, de modo que se va el lunes en tren y regresa a París a pasar el fin de semana. Sarah, su exesposa, todavía vive en Londres con el hijo de ambos aunque, como si fuera necesario, Thierry se esfuerza por demostrarme que hace años que están distanciados.
No lo dudo: en Thierry no hay subterfugios ni dobleces. Sus favoritos son los sencillos cuadrados de chocolate con leche, envueltos, que puedes comprar en cualquier supermercado del país. Soporta hasta un treinta por ciento de sólidos de cacao y, si le das algo más intenso, saca la lengua como los críos. Por otro lado, adoro su entusiasmo… y envidio su sencillez y su falta de astucia. Cabe la posibilidad de que mi envidia supere mi adoración, pero… ¿es tan importante?
Lo conocimos el año pasado, cuando apareció una gotera en el tejado. Con un poco de suerte, la mayoría de los caseros habrían enviado al fontanero, pero hacía años que Thierry conocía a madame Poussin, ya que ella y su madre eran amigas de toda la vida, por lo que reparó personalmente el techo y se quedó a tomar chocolate caliente y a jugar con Rosette.
Después de doce meses de amistad parecemos una pareja de las de toda la vida, con nuestros rincones favoritos y nuestras cómodas rutinas, aunque lo cierto es que Thierry jamás ha pasado una noche en casa. Cree que soy viuda y desea «darme tiempo», lo que resulta conmovedor. Pero su deseo está presente, implícito y sin confirmar… Me pregunto si realmente sería tan malo.
Thierry ha mencionado el tema únicamente una vez. Ha aludido de forma indirecta a su piso como una mansión en la rue de la Croix, al que hemos sido invitadas muchísimas veces y que, según dice, necesita un toque femenino.
«Un toque femenino…». ¡Vaya frase anticuada! También hay que reconocer que Thierry está chapado a la antigua. Pese a su interés por los chismes, el móvil y el equipo surround, se mantiene fiel a los ideales de siempre y a una época más simple.
Eso es: simple. La vida con Thierry sería muy simple. Siempre habría dinero para lo necesario. El alquiler de la chocolatería siempre estaría pagado. Anouk y Rosette estarían atendidas y seguras. ¿No es suficiente con que nos quiera a mis hijas y a mí?
«Vianne, ¿es suficiente?». Es lo que dice la voz de mi madre, que últimamente se parece mucho a la de Roux. «Recuerdo una época en la que querías más». «¿Cómo tú, madre?», replico en silencio. Arrastraste a tu hija de un sitio a otro, siempre a la fuga, viviendo…, viviendo eternamente al día, robando, mintiendo y conjurando; seis semanas, tres semanas, cuatro días en un sitio y a seguir el camino sin hogar ni escuela, a pregonar sueños, a echar las cartas para trazar el mapa de nuestros viajes, a vestir ropa de quinta mano con las costuras dadas, como sastres demasiado atareados para reparar nuestras prendas.
«Vianne, al menos sabíamos lo que éramos». Fue una réplica fácil, la que cabía esperar de mi madre. Además, yo sé lo que soy. ¿O no?
Pedimos espaguetis para Rosette y el plato del día para los demás. Había pocos clientes, incluso tratándose de un laborable, y el ambiente estaba impregnado de olor a cerveza y a Gitanes. Laurent Pinson es el mejor cliente de su propio local; francamente, de no ser así, supongo que hace años que habría cerrado. Con papada, sin afeitar y malhumorado, considera a los clientes intrusos de su tiempo libre y no disimula el desdén que siente hacia todo el mundo, salvo el puñado de parroquianos que, además, son sus amigos.
Soporta a Thierry, que en esta ocasión interpreta a un parisino insolente, ya que hace acto de presencia en la cafetería con un «Hé, Laurent, ça va, mon pote!» y golpea la barra con un billete de alto valor. Laurent sabe que entiende de propiedades, incluso le ha preguntado cuánto podrían pagarle por la cafetería una vez restaurada, por lo que ahora lo llama «monsieur Thierry» y lo trata con una deferencia que podría ser respeto o tal vez la expectativa de un futuro acuerdo.
Reparé en que hoy estaba más presentable: traje impecable, aroma a colonia, el cuello de la camisa abotonado y una corbata que había visto por primera vez la luz del día a finales de los años setenta. Supuse que se trataba de la influencia de Thierry, pero posteriormente cambié de parecer.
Los dejé y me senté; pedí café para mí y Coca-Cola para Anouk. Antes habríamos tomado chocolate caliente con nata y nubes de algodón que habríamos pescado con la cucharilla, pero ahora Anouk solo bebe Coca-Cola. Actualmente no bebe chocolate; al principio pensé que tenía que ver con la dieta y sé que es absurdo sentirse dolida por eso, como que te afecte la primera vez que se negó a que le contase un cuento antes de dormirse. Es una cría muy risueña… en la que cada vez más percibo esas sombras, esos rincones a los que no estoy invitada. Los conozco bien porque yo fui igual y… ¿no forma parte de mi temor la certeza de que, a su edad, yo también ansiaba largarme, escapar de mi madre de todas las maneras posibles?
Había una camarera nueva que me resultó lejanamente conocida: piernas largas, falda de tubo y el pelo recogido con una coleta. Al final la reconocí por el calzado.
—Es Zoé, ¿no? —pregunté.
—Zozie —me corrigió y sonrió—. Vaya establecimiento, ¿eh? —Hizo un ademán cómico, como si nos invitara a pasar. Bajó la voz para añadir con tono susurrante—: Por si eso fuera poco, creo que le gusto al dueño.
Thierry se desternilló de risa y Anouk esbozó una ligera sonrisa.
—Solo es un trabajo transitorio, hasta que encuentre algo mejor —apostilló Zozie.
El plato del día consistía en choucroute garnie, alimento que relaciono con la época que pasamos en Berlín. Estaba sorprendentemente bien elaborado para Le P’tit Pinson, hecho que atribuí a Zozie más que al renovado interés culinario de Laurent.
—Dado que se acercan las navidades, ¿no necesita ayuda en la chocolatería? —preguntó Zozie mientras retiraba las salchichas de la parrilla—. En caso afirmativo, me ofrezco como voluntaria. —Miró por encima del hombro a Laurent, que desde su rincón simuló desinterés—. Está claro que no me gustaría nada tener que dejar todo esto… —Laurent emitió un sonido de percusión, a medio camino entre un estornudo y una llamada de atención, una especie de «miu», y Zozie enarcó las cejas con expresión cómica—. Piénselo —acotó sonriente, se volvió, cogió cuatro cervezas con una habilidad surgida de años de trabajar en bares y las llevó a una mesa sin perder la sonrisa.
Después apenas habló con nosotros. El bar se llenó y, como de costumbre, tuve que ocuparme de Rosette. No se trata de que sea una niña tan difícil, ya que ahora come mucho mejor, aunque se babea más que los niños normales y todavía prefiere usar las manos, sino de que, en ocasiones, se comporta de forma extraña, clava la mirada en cosas que no están, se sobresalta a causa de sonidos imaginarios o de repente ríe sin motivo. Espero que no tarde en superarlo; han pasado varias semanas desde su último Accidente y, pese a que todavía se despierta tres o cuatro veces por la noche, me apaño con unas pocas horas de reposo. Espero que supere el insomnio.
Thierry cree que la mimo demasiado y últimamente ha hablado de llevarla al médico.
—No es necesario, ya hablará cuando madure —repliqué y miré a Rosette mientras comía.
Coge el tenedor con la mano izquierda, aunque no hay más indicios de que sea zurda. A decir verdad, es muy hábil con las manos y lo que más le gusta es dibujar: pequeños hombres y mujeres como palotes; monos, que son sus animales favoritos; casas, caballos y mariposas…, un tanto torpes, pero reconocibles y de todos los colores imaginables…
Thierry le pidió que comiera bien y usase la cuchara.
Rosette continuó como si no lo hubiera oído. Hubo una temporada en la que temí que fuese sorda; ahora sé que, lisa y llanamente, no hace caso de lo que considera baladí. Es una pena que no preste más atención a Thierry, casi nunca ríe o sonríe en su presencia, no suele mostrar su faceta más encantadora y solo expresa lo imprescindible mediante signos.
En casa, con Anouk, Rosette ríe, juega, pasa horas con su libro, escucha la radio y baila como un derviche por todo el apartamento. Si exceptuamos los Accidentes, en casa se porta bien y a la hora de la siesta nos tumbamos juntas, como antes hice con Anouk. Le canto y le leo cuentos; su mirada es despierta y alerta y tiene los ojos más claros que Anouk, tan verdes y atentos como los de un gato. A su manera, Rosette tararea la nana que cantaba mi madre. Es capaz de repetir la melodía, pero depende de mí para la letra:
V’là l’bon vent, v’là l’joli vent,
v’là l’bon vent, ma mie m’appelle.
V’là l’bon vent, v’là l’joli vent,
v’là l’bon vent, ma mie m’attend.
Thierry dice que es «un poco lenta» o «de desarrollo tardío» y me aconseja que «la someta a una revisión». Todavía no ha mencionado el autismo, pero todo se andará; como tantos hombres de su edad, lee Le Point y está convencido de que es experto en casi todo. Opina que, además de ser madre, solo soy una mujer, lo que ha fastidiado mi objetividad.
—Rosette, di «cuchara». —La niña coge el cubierto y lo observa con curiosidad—. Vamos, Rosette, di «cuchara».
Rosette ulula como una lechuza y logra que la cuchara interprete un baile impertinente sobre el mantel. Cualquiera pensaría que se burla de Thierry Me apresuro a quitarle la cuchara y Anouk aprieta los labios para mantener la seriedad.
Rosette la mira y sonríe.
Déjalo estar, dice Anouk con los dedos.
¡Mierda!, replica Rosette.
Sonrío a Thierry y comento:
—Solo tiene tres años…
—Casi cuatro. Ya es bastante grande.
El rostro de Thierry adopta esa expresión fofa que suele mostrar cuando considera que no coopero lo suficiente. Hace que parezca mayor y menos familiar; experimento un súbito aguijonazo de irritación y, aunque sé que es injusto, no puedo evitarlo. Las interferencias no me gustan.
Me sorprendo por estar a punto de expresarlo de viva voz y en ese momento reparo en que Zozie, la camarera, me observa con expresión divertida, por lo que me muerdo la lengua y guardo silencio.
Me repito que tengo mucho que agradecerle a Thierry. No se trata tan solo de la chocolatería ni de la ayuda que nos ha prestado el año pasado, ni siquiera de los regalos para las niñas y para mí. Se vincula con que es grandioso, ya que su sombra nos cubre a las tres y bajo ella nos volvemos realmente invisibles.
Hoy estaba extraordinariamente inquieto y no dejaba de tocar algo que llevaba en el bolsillo. Me miró extrañado por encima del vaso de cerveza rubia.
—¿Tienes algún problema?
—Simplemente estoy cansada.
—Necesitas fiesta o vacaciones.
—¿Fiesta o vacaciones? —Estuve a punto de partirme de risa—. La fiesta y las vacaciones sirven para vender bombones.
—¿Continuarás con el negocio?
—Desde luego. Sería absurdo dejarlo. Faltan menos de dos meses para Navidad y…
—Yanne —me interrumpió—, si de alguna manera puedo ayudarte…, ya sea económicamente o de otra forma… —Thierry extendió la mano y acarició la mía.
—Saldré adelante —aseguré.
—Por supuesto, por supuesto —replicó Thierry y se llevó la mano al bolsillo.
Me dije que tiene buenas intenciones pero, por mucho que sea así, hay algo en mí que se rebela ante la posibilidad de que se entrometa. Durante tanto tiempo me he apañado sola que necesitar ayuda, de la clase que sea, parece una flaqueza peligrosa.
—Sola no podrás regentar la chocolatería. ¿Qué pasará con las niñas? —preguntó.
—Saldré adelante —repetí—. Estoy…
—No puedes hacerlo todo sola.
Thierry estaba ligeramente contrariado, con los hombros hundidos y las manos en el fondo de los bolsillos del abrigo.
—Ya lo sé. Contrataré a alguien.
Miré nuevamente a Zozie, que trasladaba dos platos de comida en cada mano y bromeaba con los que jugaban a las cartas en el fondo del restaurante. Se la ve tan cómoda, tan independiente, tan en su sitio mientras reparte los platos, recoge los vasos y, con un comentario risueño y una falsa palmada, aparta las manos que pretenden tocarla.
Pues vaya, yo también era así, me digo. Hace diez años yo era igual.
Pensé que, en realidad, no hacía tanto tiempo, ya que Zozie es poco más joven que yo, aunque está mucho más cómoda en su piel y es más profundamente Zozie de lo que yo llegué a ser Vianne.
Me pregunto quién es Zozie. Sus ojos ven mucho más allá de los platos sucios o del billete colocado bajo el borde del plato. Tiene los ojos azules, por lo que su mirada es más fácil de interpretar; por algún motivo, el gaje del oficio que tan a menudo me ha servido, aunque no con demasiado éxito, fracasa con ella. Me convenzo de que algunas personas son así. Oscuro o con leche, con el centro blando o frágil, de la naranja más amarga que quepa imaginar, cremitas de rosa, de chocolate blanco y almendras o de trufa a la vainilla, ni siquiera sé si el chocolate le gusta y, menos aún, cuál es su preferido.
¿Por qué pienso que ella conoce mi favorito?
Miré nuevamente a Thierry y descubrí que también la observaba.
—No puedes darte el lujo de contratar a una dependienta. Tal como están las cosas, ya te cuesta bastante llegar a fin de mes.
Por enésima vez experimenté una llamarada de contrariedad. ¿Quién se ha creído que es?, pensé. Como si nunca me hubiese arreglado sola, como si fuera una niña que juega con las amigas a que tiene una tienda. Hay que reconocer que en los últimos meses el negocio no ha ido muy bien. Por otro lado, el alquiler está pagado hasta Año Nuevo y estoy segura de que daremos la vuelta a la situación. Se acercan las navidades y, con un poco de suerte…
—Yanne, me parece que tenemos que hablar. —Su sonrisa se había esfumado y detecté su expresión de empresario: el hombre que a los catorce años había comenzado con su padre a renovar un único apartamento abandonado cerca de la Gare du Nord y se había convertido en uno de los constructores con más éxito de todo París—. Sé que es difícil pero, en realidad, no tiene por qué serlo. Hay una solución para todo. Sé que apreciabas a madame Poussin…, la ayudaste muchísimo y te lo agradezco…
Thierry cree que lo que acaba de decir es verdad. Tal vez lo fue, pero también soy consciente de que la utilicé, del mismo modo que apelé a mi presunta viudedad como excusa para postergar lo inevitable, el terrible punto de no retorno…
—Pero es posible que a partir de ese punto exista un camino hacia delante.
—¿Un camino hacia delante? —repetí.
Thierry sonrió.
—Yo lo veo como una oportunidad para ti. Es evidente que todos lamentamos el fallecimiento de madame Poussin pero, hasta cierto punto, te libera. Yanne, podrías hacer lo que quisieras… y creo que he encontrado un lugar que te gustará…
—¿Estás diciendo que deje la chocolatería?
Fugazmente las palabras de Thierry parecieron una lengua extraña.
—Vamos, Yanne. He visto tus cuentas y sé cuánto son dos más dos. No tienes la culpa, has trabajado muchísimo, pero la actividad comercial está fatal y…
—Thierry, por favor, ahora no quiero hablar de ese tema.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —inquirió exasperado—. Bien sabe Dios que te he seguido el juego. ¿Por qué te niegas a ver que intento ayudarte? ¿Por qué no me permites hacer lo que puedo?
—Disculpa, Thierry, sé que tienes buenas intenciones, pero…
En ese instante vi algo con la imaginación. Me ocurre a veces en momentos de descuido: un reflejo en la taza de café, la vislumbre en un espejo, una imagen que flota nubosa por la superficie brillante de un trozo de chocolate recién templado.
Una caja, una cajita de color azul cielo…
¿Qué contenía? No lo supe, pero el pánico se apoderó de mí, se me secó la garganta, oí el viento en el callejón y entonces lo único que quise fue coger a mis niñas y echar a correr y correr…
Vianne, tranquilízate.
Adopté el tono de voz más sereno que pude y pregunté:
—¿Ese asunto no puede esperar hasta que haya aclarado mi situación?
Thierry es como un perro de caza, un ser alegre, decidido e insensible a los argumentos. Todavía tenía la mano en el bolsillo del abrigo y jugueteaba con lo que contenía.
—Intento ayudarte a aclarar la situación. ¿No te has dado cuenta? No quiero que te mates a trabajar. No merece la pena a cambio de unas pocas y penosas cajas de bombones. Puede que fuese adecuado para madame Poussin, pero tú eres joven, lista y te queda mucha vida por delante…
En ese momento supe qué había visto. Lo vi claramente con la imaginación: la cajita azul de una joyería de Bond Street, una piedra preciosa cuidadosamente escogida con la ayuda de la dependienta, no muy grande y de transparencia perfecta, arropada por el forro de terciopelo…
Por favor, Thierry, aquí y ahora, no.
—De momento no necesito ayuda. —Le dediqué mi sonrisa más brillante—. Cómete el choucroute, está delicioso…
—Tú apenas lo has probado —puntualizó Thierry.
Me llevé el tenedor lleno a la boca.
—¿Lo ves?
Thierry sonrió.
—Cierra los ojos.
—¿Cómo dices? ¿Aquí?
—Cierra los ojos y extiende la mano.
—Thierry, ya está bien… —Intenté reír, pero fue un sonido ronco, como una pepita que lucha por escapar de una calabaza.
—Cierra los ojos y cuenta hasta diez. Te aseguro que te encantará. Es una sorpresa.
¿Qué más podía hacer? Obedecí. Estiré la mano como una niña y noté en la palma algo pequeño, del tamaño de un praliné envuelto.
Cuando abrí los ojos Thierry había desaparecido y la caja de Bond Street estaba en mi mano, tal como la había imaginado hacía unos segundos, con el anillo, un gélido solitario, emitiendo destellos desde el forro de color azul oscuro.