Lunes, 5 de noviembre
Como de costumbre, fui a la escuela en autobús. De no ser por la placa que señala la entrada, nadie sabría que allí hay un liceo. El resto queda oculto tras los altos muros que podrían formar parte de un edificio de oficinas, de un parque privado o de algo totalmente distinto. El liceo Jules Renard no es demasiado grande según los criterios parisinos, pero a mí me parece una ciudad. En mi escuela de Lansquenet había cuarenta alumnos. Aquí somos ochocientos chicos y chicas más mochilas, iPods, móviles, frascos de desodorante, libros de texto, barras de hidratante labial, juegos de ordenador, secretos, cotilleos y mentiras. Solo tengo una amiga, mejor dicho, casi una amiga, que se llama Suzanne Proudhomme, vive en la rue Ganneron del lado del cementerio y a veces visita la chocolatería.
Suzanne prefiere que le digan «Suze», como la bebida; es pelirroja, característica que odia; tiene la cara sonrosada y redonda y siempre está a punto de iniciar una dieta. Su pelo me gusta porque me recuerda a mi amigo Roux y no creo que esté gorda, pero no deja de quejarse de esas cuestiones. Antes éramos buenas amigas, pero últimamente suele cambiar de humor, dice cosas desagradables sin motivo o declara que no volverá a dirigirme la palabra si no hago exactamente lo que pretende.
Hoy volvió a dejar de hablarme. Se debe a que anoche no quise ir al cine. La entrada ya es bastante cara y también hay que comprar palomitas y Coca-Cola; si no pido nada, Suzanne se da cuenta y en la escuela se burla de que no tengo dinero; además, sabía que también iría Chantal y Suzanne adopta una actitud distinta cuando Chantal está presente.
Chantal es la nueva mejor amiga de Suzanne. Nunca tiene problemas de dinero para ir al cine y siempre lleva el pelo perfecto. Luce una cruz de diamantes de Tiffany, y la vez en la que un profesor le dijo que se la quitara, el padre de Chantal envió una carta a los periódicos en la que declaraba que era una desgracia que se persiguiese a su hija por llevar el símbolo del catolicismo al tiempo que permitían que las musulmanas se pusiesen el velo. Se montó un buen escándalo y al final la escuela prohibió tanto las cruces como los velos. De todos modos, Chantal sigue usándola. Lo sé porque se la he visto en el gimnasio. La profesora no se da por enterada. El padre de Chantal ejerce ese efecto en los demás.
Mamá recomienda que no les haga caso y que busque otras amistades.
Lo he intentado por todos los medios posibles pero, al parecer, cada vez que conozco a alguien nuevo, Suze se las apaña para apoderarse de esa persona. Ya ha ocurrido. No se trata de algo que pueda precisar, pero está presente, como el perfume en el aire. De repente aquellos que considerabas tus amigos empiezan a evitarte y se van con ella; sin que te des cuenta, se convierten en sus amigos, dejan de ser los tuyos y te quedas más sola que la una.
Hoy Suze no me dirigió la palabra, se sentó con Chantal en todas las clases y depositó su mochila en la silla contigua para que yo no pudiese sentarme; cada vez que las miré tuve la sensación de que se reían de mí.
No me importa. ¿A quién le gusta ser como esas dos?
De pronto las veo con las cabezas unidas y, aunque no me miran, por la actitud sé que vuelven a reírse de mí. ¿Por qué? ¿Qué tengo que les cause tanta gracia? En el pasado al menos sabía qué me volvía distinta, pero ahora…
¿Tiene que ver con mi pelo? ¿Con mi ropa? ¿Se debe a que nunca vamos a comprar a Galeries Lafayette? ¿A qué jamás vamos a esquiar a Val d’Isère o a veranear a Cannes? ¿Acaso luzco alguna etiqueta, como la de las zapatillas baratas, que les hace saber que soy de segunda?
Mamá ha hecho lo imposible por ayudarme. En mí no hay nada excepcional o que indique que no tenemos dinero. Visto igual que los demás. Mi mochila es igual a las de ellos. Veo las películas que hay que ver, leo los libros que corresponde y escucho la música adecuada. Debería encajar pero, por alguna razón, no es así.
El problema soy yo. Lisa y llanamente, no hay manera de coincidir. Tal vez tengo la forma o el color equivocados. Me gustan los libros inadecuados. Veo en secreto las películas que no corresponden. Les guste o no, soy diferente y no entiendo por qué debo fingir lo contrario.
Se vuelve duro cuando todos los demás tienen amigos. Y también es duro cuando solo caes bien a la gente cuando te comportas como si fueses otra.
Esta mañana, cuando entré, jugaban en el aula con una pelota de tenis. Suze se la lanzaba a Chantal, que se la arrojaba a Lude, luego cruzaba el aula hasta Sandrine y la rodeaba para acabar en manos de Sophie. Cuando llegué nadie dijo nada. Siguieron jugando, pero reparé en que nadie me lanzaba la bola y cuando grité que yo estaba ahí no parecieron entender. Fue como si las reglas del juego hubiesen cambiado; sin que nadie lo dijese, se ocuparon de impedir que me llegase la pelota, gritaron «Annie es un bicho raro», me hicieron saltar y lanzaron voleas.
Ya sé que es una tontería y solo se trata de un juego, pero en la escuela cada día ocurre lo mismo. Soy la impar de una clase de veintitrés, la que tiene que sentarse sola, la que comparte los ordenadores con dos más (generalmente con Chantal y con Suze) en lugar de con un compañero; la que pasa el recreo en solitario, en la biblioteca o sentada en un banco mientras el resto forma corrillos, ríe, charla y juega. No me molestaría que a veces otro hiciera de bicho raro, pero nunca es así, siempre me toca a mí. No se trata de que sea tímida. La gente me gusta y me llevo bien con ella. Me gusta charlar o jugar al pillapilla en el patio; no me parezco a Claude, que es demasiado tímido para intercambiar una palabra con alguien y que tartamudea cada vez que un profesor le pregunta algo. Tampoco soy quisquillosa como Suze o esnob como Chantal. Siempre estoy dispuesta a escuchar si alguien tiene un problema; por ejemplo, si Suze discute con Lude o Danielle, no acude a Chantal, sino a mí, pero justo cuando creo que todo empieza a ir mejor, cambia de rumbo y se le ocurre otra tontería, como hacerme fotos con el móvil en el vestuario y mostrárselas a todos. Cuando le pido que no lo haga, Suze pone cara de que solo es una broma y no me queda más remedio que reír, por muy pocas ganas que tenga, porque no quiero ser la que carece de sentido del humor. En realidad, a mí no me causa la menor gracia. Es como el juego con la pelota de tenis, solo resulta divertido si no eres el bicho raro.
Sea como fuere, en eso pensaba cuando volvía a casa en autobús, mientras Suze y Chantal reían tontamente en el asiento del fondo, a mis espaldas. En lugar de volverme, fingí que leía pese a que el autobús se zarandeó a causa de los baches y las letras se desdibujaron ante mis ojos. A decir verdad, los ojos se me llenaron de lágrimas, por lo que me limité a mirar por la ventanilla a pesar de que llovía y era casi de noche. Todo adquirió el típico tono gris parisino cuando nos acercamos a mi parada, justo después de la estación de metro de la rue Caulaincourt.
Es posible que a partir de ahora viaje en metro. No me deja tan cerca de la escuela, pero lo prefiero por el olor a bizcocho de las escaleras mecánicas, la bocanada de aire que provoca la llegada de los trenes, las multitudes, el gentío. Ves toda clase de seres extraños en el metro: personas de todas las razas, turistas, musulmanas con velo y vendedores ambulantes africanos con los bolsillos llenos de relojes falsificados, tallas de ébano y collares y pulseras de nácar. Hay hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de estrellas cinematográficas, personas que comen alimentos extraños que sacan de bolsas de papel de estraza y otras con el pelo punk, tatuajes y piercings en las cejas, así como mendigos, músicos, rateros y borrachos.
Mamá prefiere que vaya en autobús.
Desde luego, no podía ser de otra manera.
Suzanne rio como una tonta y supe que había vuelto a hablar de mí. Abandoné el asiento, pasé olímpicamente de ella y me dirigí a la parte delantera del autobús.
Fue entonces cuando vi a Zozie de pie en el pasillo. Hoy no llevaba zapatos de caramelo, sino botas granate, con plataforma y hebillas hasta las rodillas. Lucía vestido negro corto sobre un jersey de cuello cisne de color verde lima; su melena incluía una mecha de tono rosa intenso y estaba fabulosa.
No pude contenerme y se lo dije.
Estaba convencida de que ya se había olvidado de mí, pero me equivocaba.
—¡Annie! ¡Eres tú! —Me besó—. Bajo aquí. ¿Tú también?
Volví la vista atrás y descubrí que Suzanne y Chantal le habían clavado la mirada y estaban tan sorprendidas que se olvidaron de reírse. A nadie se le habría ocurrido reírse de Zozie y, en el caso de que alguien se atreviera, le habría importado un bledo. Vi que Suzanne se quedaba boquiabierta, lo que no le sentaba nada bien, mientras que a su lado Chantal se ponía casi del mismo color que el jersey de Zozie.
—¿Son amigas tuyas? —preguntó Zozie cuando nos apeamos.
—Más o menos —repliqué y puse los ojos en blanco.
Zozie rio. Ríe mucho y ruidosamente y le da igual que la gente la mire. Estaba muy alta con las botas con plataforma. Me habría gustado tener un calzado así.
—Bueno, ¿por qué no te empeñas en conseguirlo? —inquirió Zozie. Me encogí de hombros—. Debo reconocer que tu aspecto es…, que tu aspecto es muy convencional. —Adoro la forma en la que pronuncia la palabra «convencional», con un brillo en los ojos que no tiene nada que ver con la burla—. Te tenía por una persona más original. Supongo que entiendes lo que quiero decir.
—A mamá no le gusta que seamos distintas.
Zozie enarcó las cejas.
—¿En serio? —Volví a encogerme de hombros—. Está bien, cada uno a lo suyo. Escucha, calle abajo hay un local pequeño pero espectacular en el que preparan el pastel con nata más delicioso que existe a este lado del paraíso. ¿Por qué no vamos a celebrarlo?
—A celebrar, ¿qué?
—¡Que seremos vecinas!
Por supuesto que sé que no debo ir con desconocidos. Mamá lo repite sin cesar y es imposible vivir en París si no tomas algunas precauciones. Pero esa situación era distinta, se trataba de Zozie y, además, estaría con ella en un local público, en un salón de té inglés que yo nunca había visitado y que, según había anunciado a bombo y platillo, ofrecía los pasteles más ricos que quepa imaginar.
Yo sola no habría ido. Esa clase de locales me ponen nerviosa: mesas de cristal, señoras con abrigo de piel que beben tés raros en tazas de porcelana translúcida y camareras con vestiditos negros que me miraron por el uniforme escolar y el pelo desgreñado y observaron a Zozie, con las botas granate con plataforma, como si les costase creer que estuviésemos allí.
—Adoro este sitio —comentó Zozie con tono bajo—. A pesar de que se toma muy en serio a sí mismo, es tan ridículo que…
También se tomaba en serio los precios. Estaban totalmente fuera de mi alcance: diez euros por un té y doce por una taza de chocolate caliente.
—No te preocupes, invita la casa —dijo Zozie, y ocupamos una mesa del rincón, mientras una camarera antipática y parecida a Jeanne Moreau nos entregaba la carta como si le resultase doloroso—. ¿Conoces a Jeanne Moreau?
Me limité a asentir porque todavía estaba nerviosa.
—El papel que interpretó en Jules et Jim es maravilloso.
—No con ese atizador en el culo —acotó Zozie y señaló a la camarera, que se deshacía en sonrisas con dos señoras de aspecto ricachón y el mismo pelo rubio.
Dejé escapar una risotada. Las señoras me miraron y luego contemplaron las botas granate de Zozie. Juntaron las cabezas; repentinamente me acordé de Suze y Chantal y noté que se me secaba la boca.
Zozie debió de reparar en algo porque se puso seria y se mostró preocupada cuando preguntó:
—¿Qué ocurre?
—No lo sé. Me pareció que esas mujeres se burlaban de nosotras.
Intenté explicarle que era el tipo de local al que va la madre de Chantal, un sitio en el que señoras muy delgadas, con ropa de cachemira de tonos pastel, beben té con limón y rechazan los pasteles.
Zozie se cruzó de piernas.
—Se debe a que no eres un clon. Los clones encajan y los bichos raros destacan. Pregúntame qué prefiero.
Me encogí de hombros.
—Me lo imagino.
—No estás convencida. —Me dedicó su sonrisa más traviesa—. Mírame.
Chasqueó los dedos ante la camarera que se parecía a Jeanne Moreau y exactamente en el mismo momento la camarera tropezó a causa de los tacones, por lo que la tetera llena cayó sobre la mesa que tenía delante, empapó el mantel y el líquido chorreó por los bolsos y los carísimos zapatos de las señoras.
Miré a Zozie.
La mujer me devolvió la mirada y una sonrisa.
—¿Te ha gustado?
Entonces sí que reí, porque por supuesto que fue un accidente y nadie podía prever que ocurriría, aunque a mí me pareció que Zozie había provocado la caída de la tetera, así que la camarera tuvo que ocuparse de la que había liado con las señoras vestidas de colores pastel y los zapatos chorreantes, de modo que nadie nos miró ni se rio de las estrafalarias botas de Zozie.
Pedimos pasteles y algo de beber. Zozie tomó pastel de nata, ya que la dieta no iba con ella, y yo de almendras; bebimos batido de vainilla. Hablamos más tiempo del que pensé sobre Suze, la escuela, los libros, mamá, Thierry y la chocolatería.
—Tiene que ser fabuloso vivir en una chocolatería —opinó Zozie y atacó su ración de pastel de nata.
—No es tan bonito como Lansquenet.
Zozie se mostró interesada.
—¿Qué es Lansquenet?
—Un lugar donde vivimos. Está en el sur. Era de fábula.
—¿Más que París? —preguntó sorprendida.
Le hablé de Lansquenet y de Les Marauds, donde Jeannot y yo solíamos jugar a orillas del río; luego mencioné a Armande, a la gente del río, el barco de Roux con el techo de cristal y la cocinilla con las cacerolas con el esmalte desportillado y el modo en el que mamá y yo preparábamos bombones a última hora de la noche y a primera de la mañana, por lo que todo, incluso el polvo, olía a chocolate.
Después me asombré de lo mucho que había hablado. No debería mencionar esos temas ni los lugares en los que hemos estado, aunque con Zozie es distinto, con ella me siento segura.
—Dado que madame Poussin ya no está, ¿quién ayudará a tu madre? —preguntó Zozie mientras llenaba la cucharilla con espuma del vaso.
—Nos apañaremos —repliqué.
—¿Rosette va a la escuela?
—Todavía no. —Por algún motivo no quise hablarle de Rosette—. De todos modos, es bastante espabilada. Dibuja muy bien. Habla con signos e incluso sigue con el dedo las palabras de los libros de cuentos.
—No se parece mucho a ti. —Me encogí de hombros. Zozie me miró con ese brillo peculiar de los ojos, como si se dispusiese a decir algo más, pero continuó en silencio. Terminó el batido y añadió—: No tener padre debe de ser duro.
Volví a encogerme de hombros. Está claro que tengo padre… Simplemente no sabemos quién es, pero no estaba dispuesta a decírselo.
—Tu madre y tú debéis de ser muy amigas.
—Hummm… —mascullé y asentí.
—Os parecéis… —Zozie calló y sonrió con el ceño fruncido, como si intentase desentrañar algo que la desconcertaba—. Annie, en ti hay algo, algo que no consigo precisar… —Como es obvio, no hice el menor comentario. Mamá insiste en que el silencio es más seguro porque lo que callas no puede ser utilizado en tu contra—. Está claro que no eres un clon. Estoy segura de que conoces unos cuantos trucos…
—¿Trucos? —pregunté, y me acordé de la camarera y del té derramado.
De pronto volví a sentirme incómoda, así que miré para otro lado con el deseo de que alguien nos trajera la cuenta para despedirme y volver corriendo a casa.
La camarera nos evitaba, charlaba con el hombre que se encontraba tras la barra y reía y se acomodaba el pelo, como a veces hace Suze cuando Jean-Loup Rimbault, un chico que le gusta, se encuentra cerca. Además, ya he notado esa actitud entre los camareros: aunque te sirvan a tiempo, nunca quieren traerte la cuenta.
En ese momento Zozie hizo cuernos con los dedos, una señal tan discreta que se me podría haber escapado. Levantó el índice y el meñique como quien acciona un interruptor y la camarera parecida a Jeanne Moureau se volvió como si la hubiesen pellizcado y de inmediato nos trajo la cuenta en una bandeja.
Zozie sonrió y abrió el billetero. Aburrida y malhumorada, Jeanne Moureau aguardó y estuve a punto de esperar que Zozie le dijera algo; al fin y al cabo, alguien capaz de pronunciar la palabra «culo» en un salón de té seguramente no tiene reparos a la hora de manifestar lo que piensa.
No hizo el menor comentario.
—Aquí tiene cincuenta. Quédese el cambio —declaró y entregó a la camarera un billete de cinco euros.
Hasta yo me di cuenta de que era de cinco. Lo vi perfectamente cuando Zozie lo dejó en la bandeja y sonrió. Por alguna razón la camarera no se enteró.
Jeanne Moureau se limitó a dar las gracias y las buenas tardes mientras Zozie volvía a hacer la señal con la mano y guardaba el billetero como si no hubiese pasado nada…
¡Y entonces se volvió y me hizo un guiño!
En un primer momento pensé que me había equivocado. Podría haber sido un accidente normal; al fin y al cabo, el salón estaba lleno, la camarera tenía mucho trabajo y a veces la gente comete errores.
Claro que después de lo ocurrido con la tetera…
Me sonrió como un gato capaz de arañar incluso mientras está tumbado en tu regazo y ronronea.
Se había referido a «trucos».
Yo pensaba que había sido un accidente.
De pronto lamenté haber ido y haberla llamado el día que se detuvo frente a la chocolatería. Solo se trata de un juego, ni siquiera es real, pero resulta peligroso, como algo dormido que solo puedes aguijonear cierto número de veces antes de que abra los ojos para siempre.
Consulté el reloj.
—Tengo que irme.
—Annie, tómatelo con calma. Solo son las cuatro y media…
—Mamá se preocupa si llego tarde.
—Por cinco minutos no pasará nada…
—Tengo que irme.
Supongo que esperaba que, de alguna manera, me lo impidiese; esperaba que me obligase a darme la vuelta, como había hecho la camarera, pero Zozie se limitó a sonreír y me sentí ridícula por haber experimentado tanto pánico. Algunas personas son sugestionables. Probablemente la camarera pertenecía a esa categoría o tal vez ambas habían cometido un error… o quizá era yo la equivocada.
Yo sabía que no estaba equivocada y ella sabía que lo había visto. Estaba en sus colores y en su forma de mirarme, con una sonrisa a medias, como si hubiésemos compartido algo más que pastel…
Sé que no es seguro, pero me cae bien, me cae realmente bien. Quería decirle algo para que entendiese…
Me volví impulsivamente y vi que todavía sonreía.
—Oye, Zozie, ¿ese es tu verdadero nombre?
—Oye, Annie, ¿este es el tuyo? —repitió burlonamente.
—Verás, yo… —Me dejó tan desconcertada que estuve en un tris de decírselo—. Los amigos de verdad me llaman Nanou.
—¿Tienes muchos? —inquirió sin dejar de sonreír.
Reí y levanté un dedo.