5

Jueves, 1 de noviembre

Festividad de Todos los Santos

Hoy Anouk volvía a estar inquieta. Tal vez fue consecuencia del funeral de ayer o, simplemente, del viento. A veces la ataca así, la dispara como a un poni salvaje y la vuelve obstinada, irreflexiva, lacrimosa y extraña. ¡Mi pequeña extraña!

Solía llamarla así cuando era pequeña y solo estábamos las dos. Le decía «pequeña extraña», como si la tuviese en préstamo y cualquier día pudieran pasar a recogerla. Siempre ha tenido ese aspecto, ese aire de «otreidad», de ojos que ven cosas situadas demasiado lejos y de pensamientos que se alejan del borde del mundo.

Su nueva profesora dice que es una niña dotada, con una extraordinaria capacidad imaginativa y un excelente vocabulario para su edad; por otro lado, sus ojos revelan una mirada calculadora, como si semejante imaginación fuese sospechosa por sí misma o, si acaso, la señal de una verdad más siniestra.

Es por mi culpa. Ahora sé que es así. En su momento, criarla de acuerdo con las convicciones de mi madre parecía lo más natural. Nos proporcionó un proyecto, una tradición propia, un círculo mágico en el cual el mundo no podía entrar. Claro que si el mundo no entra, nosotras no podemos salir. Encerradas en un capullo creado por nosotras mismas, vivimos apartadas de los demás cual seres eternamente extraños.

Al menos así vivíamos hasta hace cuatro años.

Desde entonces hemos vivido una mentira reconfortante.

Os ruego que no pongáis esa cara de sorpresa. Mostradme una madre y os enseñaré a una mentirosa. Les decimos cómo debe ser el mundo: que los monstruos y los fantasmas no existen; que si eres buena la gente se portará bien contigo y que mamá siempre estará a tu lado para protegerte. Como es evidente, nunca las denominamos mentiras pues tenemos las mejores intenciones y lo hacemos por su bien, pero no dejan de ser engaños.

Después de Les Laveuses no me quedó otra opción. Cualquier madre habría hecho lo mismo.

«¿Qué pasó?», preguntó una y otra vez. «Mamá, ¿nosotras lo provocamos?».

«No, fue un accidente».

«Pero el viento…, dijiste que…».

«Duérmete».

«¿No podemos mejorarlo con magia?». «No, no podemos. Solo es un juego. Nanou, la magia no existe».

Me miró con expresión solemne.

«Claro que existe. Pantoufle dice que sí, que existe».

«Cariño, Pantoufle tampoco es real». No es fácil ser hija de una bruja… y ser su madre resulta todavía más duro. Después de lo sucedido en Les Laveuses me vi obligada a tomar una decisión: decir la verdad y condenar a mis hijas a llevar la clase de vida que siempre he tenido, a desplazarnos constantemente de un sitio a otro, a no tener jamás estabilidad ni seguridad, a vivir con la maleta a punto y a correr siempre para vencer al viento… o mentir y ser como los demás.

Por eso mentí. Mentí a Anouk. Le dije que nada de eso era real, que la magia no existía más que en los relatos; que no había poderes que aprovechar y poner a prueba ni dioses lares, brujas, runas, cánticos, tótems y círculos en la arena. Todo lo inexplicable se convirtió en un Accidente con mayúscula: repentinas rachas de suerte, salvaciones por los pelos, regalos de los dioses. Pantoufle fue degradado a la categoría de «amigo imaginario» y ahora no le hago el menor caso, si bien es cierto que ocasionalmente lo veo con el rabillo del ojo.

Ahora doy media vuelta y cierro los ojos hasta que los colores desaparecen.

Después de Les Laveuses, descarté todo eso pese a que sabía que tal vez se resentiría y a que era posible que durante una temporada me odiase un poco, aunque con la esperanza de que algún día lo comprendería.

«Anouk, tendrás que crecer y aprender a distinguir entre lo real y lo irreal». «¿Por qué?». «Porque así es mejor», repliqué. «Anouk, todo eso…, todo eso nos separa de los demás, nos vuelve diferentes. ¿Te gusta ser distinta? ¿No te gustaría que, para variar, estuvieras incluida y tuvieras amigos, pudieses…?». «Yo tenía amigos. Paul y Framboise…».

«No podíamos quedarnos, después de lo ocurrido era imposible». «Y también Zézette y Blanche…».

«Viajeros, Nanou, gente del río. No puedes vivir permanentemente en una embarcación, sobre todo si quieres estudiar…».

«Y Pantoufle…». «Nanou, los amigos imaginarios no cuentan». «¿Y Roux, mamá? Roux era nuestro amigo». El silencio se volvió interminable. «Mamá, ¿por qué no nos quedamos con Roux? ¿Por qué no le dijiste dónde estábamos?». Dejé escapar un suspiro.

«Es complicado». «Lo echo de menos». «Ya lo sé». Evidentemente, para Roux todo es sencillo: haz lo que te apetece, coge lo que quieras, viaja donde el viento te lleve. A Roux le funciona, lo hace feliz. Sé que no podemos tenerlo tocio, ya he recorrido ese camino, sé adónde conduce. Aseguré a Nanou que se vuelve cuesta arriba, muy cuesta arriba.

Roux habría dicho que rae preocupo demasiado. Roux, el de la melena pelirroja y desafiante, la sonrisa reticente y la adorada barca a la deriva bajo las estrellas. Te preocupas demasiado. Quizá es cierto; a pesar de todo, me preocupo demasiado. Me preocupa que Anouk no haya hecho amigos en el nuevo liceo. Me preocupa que Rosette tenga casi cuatro años, que sea tan espabilada y que no hable, como si fuese víctima de un maleficio, una princesa acallada por temor a lo que podría revelar.

¿Cómo explicárselo a Roux, que no tiene miedo a nada ni se preocupa por nadie? Ser madre significa vivir presa del miedo: el miedo a la muerte, a la enfermedad, a la pérdida, a los accidentes, a los desconocidos, al Hombre Negro o, simplemente, a las pequeñas cosas cotidianas que logran convertirse en las que más daño nos hacen, a cosas como una mirada de impaciencia, una palabra colérica, el cuento que no has contado a la hora de acostarse, el beso olvidado, el terrible momento en el que dejas de ser el centro del universo de tu hija y te conviertes en otro satélite que traza su órbita alrededor de un sol menos significativo.

No ha ocurrido…, al menos todavía, pero lo veo en otros niños: en las adolescentes de boca fruncida, móvil y actitud desdeñosa hacia el mundo en general. Sé que la he decepcionado. No soy la madre que le gustaría tener. Aunque inteligente, con once años aún es demasiado pequeña para entender qué he sacrificado y por qué.

Te preocupas demasiado…

Si todo fuera tan sencillo.

Lo es, responde su voz en mi corazón.

Roux, es posible que en el pasado lo fuera, pero ahora, no.

Me pregunto si Roux ha cambiado en algo. En lo que a mí respecta…, creo que ahora no me reconocería. Obtuvo mi dirección de Blanche y Zézette y envía cuatro líneas en Navidad y para el cumpleaños de Anouk. Le remito las cartas a la oficina de correos de Lansquenet porque sé que a veces pasa por allí. Nunca ha mencionado a Rosette. Tampoco le he hablado de Thierry, mi casero, que ha sido infinitamente amable y generoso y cuya paciencia admiro más de lo que soy capaz de expresar con palabras.

Thierry le Tresset es un divorciado de cincuenta y un años, tiene un hijo, va a misa y es sólido como una piedra.

No te rías. Me gusta mucho.

Me pregunto qué ha visto en mí.

En estos tiempos me miro en el espejo y no hay reflejo, sino el retrato plano de una treintona. No se trata de alguien especial, sino de una mujer que carece de belleza excepcional o carácter. Semeja una mujer del montón, que es precisamente lo que pretendo ser, aunque hoy esa idea me deprime. Tal vez tiene que ver con el funeral: la sala mortuoria penosa, oscura y con las flores del servicio anterior; la falta de asistentes, la corona desmesurada de Thierry, el sacerdote indiferente que moqueaba y la música enlatada de Nimrod, de Elgar, que chisporroteó a través de los altavoces.

La muerte es trivial, como dijo mi madre semanas antes de su defunción en una calle atestada del corazón de Nueva York. La vida es extraordinaria, nosotros somos extraordinarios y abarcar lo extraordinario significa celebrar la vida.

Vaya, mamá, cómo cambian las cosas. En el pasado, supongo que no tan remoto, anoche habríamos estado de celebración. Era la víspera de Todos los Santos, una fecha mágica, momento de secretos y misterios, de coser bolsitas de seda roja y colgarlas por toda la casa para espantar el mal; de sal esparcida, vino con especias y pastelillos de miel dejados en el alféizar; de calabazas, manzanas, petardos, olor a pino y a humo de leña a medida que el otoño se acerca a su fin y el viejo invierno ocupa el escenario. Habríamos cantado y bailado alrededor de la fogata; Anouk se habría puesto maquillaje y plumas negras para corretear de puerta en puerta con Pantoufle en sus talones mientras Rosette, provista de farolillo y de su propio tótem, con piel naranja a juego con su pelo, saltaba y se pavoneaba tras ella.

Se acabó… Duele pensar en aquellos tiempos. No estás a salvo. Mi madre lo sabía; durante veinte años huyó del Hombre Negro y, aunque durante una temporada pensé que yo lo había vencido, luchado por conquistar mi lugar y ganado, no tardé en comprender que mi triunfo solo era una ilusión. El Hombre Negro posee muchos rostros, muchos seguidores y no siempre viste alzacuello.

Antes pensaba que yo le temía al Dios de esa gente, aunque años después admito que es su benevolencia lo que temo, tanto como su interés bienintencionado y su compasión. A lo largo de los últimos cuatro años los he percibido en nuestra senda, ya que olisquean y siguen furtivamente nuestros pasos. Desde Les Laveuses están mucho más cerca. Las Benévolas tienen tan buenas intenciones que solo quieren lo mejor para mis bellas niñas y no cejarán hasta que consigan separarnos y hacernos añicos.

Tal vez es ese el motivo por el que nunca he confiado en Thierry. Thierry, el amable, fiable y sólido Thierry, mi buen amigo de la sonrisa parsimoniosa, voz animada y conmovedora fe en las propiedades curalotodo del dinero. Desea ayudar, de hecho, ya nos ha ayudado muchísimo a lo largo de este año. Basta con que yo diga una palabra para que vuelva a hacerlo. Nuestros problemas quedarían resueltos. Me pregunto por qué dudo. Me pregunto por qué me cuesta tanto confiar en alguien, reconocer por fin que necesito ayuda.

Próxima a la medianoche de esta tranquila víspera de Todos los Santos, como suele ocurrir tan a menudo, mis pensamientos se desvían hacia mi madre, las cartas y las Benévolas. Anouk y Rosette duermen. El viento ha amainado bruscamente. A nuestros pies, París destella en medio de la niebla y, por encima de las calles, la colina de Montmartre parece flotar como una ciudad mágica de humo y luz estelar. Anouk cree que he quemado la baraja. Hace más de tres años que no consulto las cartas, pero las conservo, son las de mi madre, tienen olor a chocolate y de tanto barajarlas han adquirido brillo.

La caja está escondida debajo de mi cama. Huele a tiempo perdido y a la temporada de las brumas. La abro y veo las cartas, las imágenes antiguas grabadas en madera hace siglos en Marsella: la Muerte, los Enamorados, la Torre, el Loco, el Mago, el Colgado, la Rueda de la Fortuna…

Intento convencerme de que no se trata de una consulta rigurosa. Cojo las cartas al azar, sin tener la menor idea de las consecuencias, pero soy incapaz de rechazar la idea de que algo intenta revelarse, de que la baraja contiene un mensaje.

La guardo. Fue un error. En el pasado habría desterrado mis fantasmas nocturnos con un cántico como «¡Fuera, fuera, lárgate!», una infusión curativa, un poco de incienso y una espolvoreada de sal en el umbral. Actualmente me he vuelto civilizada, por lo que lo más fuerte que preparo es manzanilla. Me ayuda a dormir… al final.

Durante la noche y por primera vez en meses sueño con las Benévolas, que resuellan, se escabullen y serpentean por las callejuelas del viejo Montmartre; en el sueño me arrepiento de no haber dejado una pizca de sal en el umbral o un saquito medicinal sobre la puerta ya que, en su ausencia y atraída por el aroma del chocolate, la noche puede entrar sin dificultad.