Miércoles, 31 de octubre
Víspera del día de Todos los Santos (fiesta de los Muertos)
Es un hecho relativamente poco conocido que, en el transcurso de un año, se envían cerca de veinte millones de cartas a los muertos. Las viudas afligidas y los futuros herederos se olvidan de interrumpir el reparto de la correspondencia, de modo que las suscripciones a revistas no se cancelan, no avisan a los amigos lejanos y las multas por retraso en los préstamos bibliotecarios continúan sin pagar. Eso significa veinte millones de circulares, extractos de cuentas bancarias, tarjetas de crédito, misivas amorosas, correo basura, tarjetas de felicitación, cotilleos y facturas que cada día caen sobre los felpudos o los suelos de parquet, se lanzan descuidadamente a través de las verjas, se meten por la fuerza en los buzones, se acumulan en las escaleras y se abandonan en porches y umbrales, por lo que jamás llegan a sus destinatarios. A los muertos no les importa y, lo que es más significativo si cabe, a los vivos tampoco. Los vivos siguen con sus míseros problemas sin saber que a muy poca distancia tiene lugar un milagro: los difuntos recobran la vida.
No hace falta gran cosa para resucitar a los muertos: un par de facturas, un nombre, un código postal; lo que se puede encontrar en cualquier bolsa de basura doméstica, destrozada (tal vez por los zorros) y depositada en el umbral como si fuese un regalo. Aprendes mucho de la correspondencia abandonada: nombres, resúmenes bancarios, contraseñas, direcciones electrónicas y códigos de seguridad. Mediante la combinación adecuada de detalles personales puedes abrir una cuenta bancaria, alquilar un coche e incluso solicitar un nuevo pasaporte. Los muertos ya no necesitan esas cosas. Como he dicho, se trata de un regalo a la espera de que alguien lo recoja.
A veces el destino lo entrega en mano y merece la pena estar alerta. Carpe diem y que el diablo pille al último. De ahí que siempre leo las necrológicas y, en ocasiones, me las apaño para adquirir la identidad incluso antes de que se celebre el funeral. Por ese motivo al ver el letrero y el buzón con un fajo de cartas acepté el regalo con una ufana sonrisa.
Obviamente, no se trataba de mi buzón. El servicio postal de esta ciudad es uno de los mejores y las cartas casi nunca se pierden. Es otra de las razones por las que prefiero París: lo dicho, la comida, el vino, los teatros, las tiendas y las oportunidades casi ilimitadas. Pero París es cara, ya que los gastos generales son extraordinarios y, por añadidura, hacía tiempo que tenía muchas ganas de reinventarme. No había corrido riesgos durante cerca de dos meses y daba clases en un liceo del distrito XI, pero tras los problemas recientes había decidido hacer borrón y cuenta nueva (llevándome veinticinco mil euros de los fondos departamentales, que ingresaría en una cuenta abierta a nombre de una excolega y retiraría discretamente a lo largo de un par de semanas) y echar un vistazo a los apartamentos de alquiler.
En primer lugar investigué la Rive Gauche. Las propiedades estaban fuera de mi alcance, pero la chica de la agencia no lo sabía. Con mi acento inglés, el nombre de Emma Windsor, el bolso Mulberry colgado al desgaire a la altura del codo y el delicioso susurro de Prada en mis pantorrillas cubiertas por las sedosas medias pasé una agradable mañana mirando escaparates.
Había dicho que solo quería visitar propiedades sin muebles.
Había varias en la Rive Gauche: apartamentos de generosas habitaciones que daban al río, pisos que más bien eran mansiones con jardín en la azotea y áticos con suelo de parquet.
Los rechacé con cierto pesar, aunque no pude resistirme a coger un puñado de cosas útiles: una revista, todavía envuelta, con el número de cliente del destinatario; varias circulares y, en una vivienda, una mina de oro: una tarjeta bancaria a nombre de Amélie Deauxville que, para activarla, solo hay que hacer una llamada telefónica.
Di mi número de móvil a la chica de la inmobiliaria. La cuenta pertenece a Noëlle Marcellin, cuya identidad adquirí hace varios meses. Los pagos están al día y la pobre murió el año pasado, a los noventa y cuatro, lo que significa que quienquiera que rastree las llamadas tendrá dificultades para encontrarme. Mi conexión a internet también está a su nombre y estoy al día de pago. Noëlle es demasiado preciosa como para perderla. De todas maneras, nunca se convertirá en mi identidad principal. Para empezar, no quiero tener noventa y cuatro años y, por si eso fuera poco, estoy harta de recibir publicidad de sillas elevadoras para escaleras.
Mi último personaje público fue Françoise Lavery, profesora de inglés en el liceo Rousseau del distrito XI: viuda de treinta y dos años, nacida en Nantes y casada con Raoul Lavery, fallecido en un accidente de tráfico la víspera de nuestro aniversario; en mi opinión, un toque bastante romántico que explica su ligero aire de melancolía. Vegetariana estricta, bastante tímida, diligente aunque sin el talento necesario para representar una amenaza; en conjunto, una tía simpática…, lo que demuestra que las apariencias engañan.
Hoy soy otra. Veinticinco mil euros es una cifra considerable y siempre existe el riesgo de que alguien intuya la verdad. La mayoría de las personas ni se enteran, ni siquiera se enterarían si alguien cometiera un crimen delante de sus narices, pero no he llegado hasta aquí corriendo riesgos y sé muy bien que lo más seguro consiste en ir de aquí para allá.
Por eso viajo ligera de equipaje: una destartalada maleta de piel y un ordenador portátil Sony que alberga los elementos necesarios para preparar un centenar de identidades; además, puedo liar el petate, borrar mis huellas y desaparecer en una tarde.
Así se esfumó Françoise. Quemé sus documentos, la correspondencia, los resúmenes bancarios y las notas. Cerré las cuentas a su nombre. Regalé libros, ropa, muebles y todo lo demás a la Cruz Roja. No es aconsejable apoltronarse.
A partir de ese momento necesitaba encontrarme de nuevo. Me alojé en un hotel barato, pagué con la tarjeta de Amélie, me quité la ropa de Emma y salí de compras.
Françoise era desaliñada, calzaba zapatos con poco tacón y se recogía el cabello con un moño. Por su parte, mi nuevo personaje posee otro estilo. Se llama Zozie de l’Alba y, aunque lejanamente extranjera, cuesta averiguar su país de origen. Es tan extravagante como discreta Françoise; luce joyas de fantasía en los cabellos, adora los colores intensos y las formas caprichosas, se chifla por las ventas benéficas y las tiendas vintage y ni muerta la verán con zapatos planos.
El cambio se produjo con gran presteza. Entré en una tienda como Françoise Lavery, con un conjunto de jersey y chaqueta de punto de color gris y una vuelta de perlas cultivadas, y diez minutos después salí convertida en otra persona.
El problema de fondo sigue en pie: ¿adónde voy? Aunque tentadora, la Rive Gauche me está vedada, pese a que estoy convencida de que Amélie Deauxville podría proporcionarme unos cuantos miles más antes de deshacerme de ella. Resulta evidente que dispongo de otras fuentes, entre las que no se incluye la más reciente: madame Beauchamp, la secretaria encargada de los fondos departamentales de mi antiguo lugar de trabajo.
Es tan sencillo abrir una cuenta de crédito… Basta con un par de facturas de servicios que ya se han abonado e incluso con un permiso de conducir caducado. Gracias al auge de las compras por internet, las posibilidades se amplían día tras día.
Mis necesidades abarcan más, mucho más que una mera fuente de ingresos. El hastío me espanta. Necesito más, hace falta espacio para mis aptitudes, aventuras, un reto, un cambio.
Necesito una vida.
Es lo que el destino me deparó cuando, como por casualidad, esa ventosa mañana de finales de octubre miré el escaparate de un local de Montmartre y vi el pequeño letrero pegado con celo en la puerta:
FERMÉ POUR CAUSE DE DÉCÈS
Ha transcurrido bastante tiempo desde la última vez que estuve aquí. Había olvidado lo mucho que me gusta. Dicen que Montmartre es el último pueblo de París y este sector de la colina semeja casi una parodia de la Francia rural en virtud de las cafeterías y las pequeñas creperías, las casas pintadas de rosa o de verde pistacho, las ventanas con postigos falsos y los geranios en los alféizares; todo resulta conscientemente pintoresco, una miniatura cinematográfica de encanto simulado que apenas encubre su corazón de piedra.
Tal vez ese es el motivo por el que me gusta tanto. Se trata del decorado perfecto para Zozie de l’Alba. Terminé allí casi por casualidad; me detuve en una plaza que hay detrás del Sacré-Coeur, pedí un café y un cruasán en el bar Le P’tit Pinson y me instalé en una mesa de la terraza.
La placa de metal azul colocada en la esquina indicaba que se trataba de la place des Faux-Monnayeurs. Es pequeña, como una cama bien hecha. Albergaba una cafetería, una crepería, un par de tiendas y nada más, ni siquiera un árbol que suavizase las aristas. Por algún motivo, un negocio llamó mi atención; era una especie de confitería cursi, si bien el letrero colocado sobre la puerta estaba en blanco. La persiana estaba casi bajada, pero desde donde estaba vi lo que exponían en el escaparate y una puerta de color azul brillante, como si fuera un trozo de cielo. Un sonido suave y repetitivo atravesaba la plaza: el conjunto de campanillas que colgaba sobre la puerta emitía tenues notas azarosas, como si fueran señales.
Soy incapaz de decir por qué me llamó la atención. Existen infinidad de tiendas pequeñas como esa en el laberinto de calles que suben por la colina de Montmartre y que, cual penitentes fatigados, se agazapan en las esquinas adoquinadas. De fachada estrecha y con la espalda encorvada, a menudo son húmedas a la altura de la calle, el alquiler asciende a una fortuna y prácticamente basan su continuidad en la estupidez de los turistas.
Las habitaciones de la parte alta no suelen ser mejores: pequeñas, con escasos muebles e incómodas; ruidosas por la noche, cuando la ciudad cobra vida a sus pies; frías en invierno y probablemente insoportables en verano, cuando el sol abrasa las gruesas tejas de piedra y la única ventana, un tragaluz que no supera los veinte centímetros de lado, solo permite el paso del calor asfixiante.
Hubo algo que despertó mi interés. Tal vez fue la correspondencia que, como una lengua furtiva, asomaba a través de las fauces metálicas del buzón. Quizá se debió al esquivo olor a nuez moscada y a vainilla (¿o simplemente a humedad?) que se filtró por debajo de la puerta de color azul cielo. Acaso fue el viento que coqueteó con el dobladillo de mi falda e hizo cosquillas a las campanillas colgadas sobre la puerta. Tal vez fue el letrero, correctamente escrito a mano, con su potencial tácito y seductor:
CERRADO POR DEFUNCIÓN
Para entonces ya había terminado el café y el cruasán. Pagué, abandoné la mesa y me acerqué a mirar el local. Era una chocolatería y el diminuto escaparate estaba abarrotado de cajas y latas; tras ellas, en la penumbra, vislumbré bandejas y pirámides de bombones, cada una de las cuales se encontraba bajo una campana de cristal, tomo los ramos de novia de hace un siglo.
A mis espaldas, en la barra de Le P’tit Pinson, dos viejos comían huevos duros y grandes rebanadas de pan con mantequilla mientras el dueño, que llevaba puesto el delantal, despotricaba contra alguien que se llamaba Paupaul y que le debía dinero.
Más allá la plaza estaba casi vacía si exceptuamos la mujer que barría la acera y el par de artistas que, con los caballetes bajo el brazo, se dirigían a la place du Tertre.
Uno de los jóvenes pintores llamó mi atención:
—¡Vaya, hola! ¡Pero si eres tú!
Es el grito de caza de los retratistas. Lo conozco perfectamente porque he estado en la misma situación, como también conozco la mirada de satisfecho reconocimiento que da a entender que por fin han encontrado a su musa, que la búsqueda ha llevado muchos años y que, por muy exorbitante que sea la cifra que cobre, el precio en modo alguno hace justicia a la perfección de la obra.
—No, no lo soy —repliqué secamente—. Búscate otra a la que inmortalizar.
El retratista se encogió de hombros, puso cara de contrariedad y, arrastrando los pies, se reunió con su compañero. La chocolatería era toda mía.
Eché un vistazo a las cartas que todavía asomaban descaradamente a través del buzón. No tenía motivos para correr riesgos, pero la realidad indicaba que la tiendita me atraía como algo que brilla entre los adoquines y que puede ser una moneda, un anillo o un trozo de papel de aluminio que refleja la luz. El aire anunciaba promesas y, por si eso fuera poco, era la víspera de Todos los Santos, que para mí siempre ha sido una fecha propicia, un día de finales y principios, de vientos malignos, discretos favores y fuegos que arden de noche. Era una fecha de secretos, de prodigios… y, obviamente, de muertos.
Paseé rápidamente la mirada a mi alrededor. Nadie me veía. Estoy convencida de que nadie me vio cuando, con presteza, me guardé las cartas en el bolsillo.
El viento otoñal era racheado y hacía bailar el polvo de la plaza. Olía a humo, no precisamente al humo de París, sino al de mi niñez, que no suelo evocar a menudo, esa fragancia a incienso, pastel de almendras y hojas secas. En la butte o colina de Montmartre no hay árboles; se trata de una roca y el glaseado de esa tarta nupcial apenas disimula su falta de sabor. El cielo había adquirido el tono de la frágil cáscara de huevo y estaba atravesado por un complicado laberinto de caminitos de vapor que parecían símbolos místicos surgidos de la nada.
Entre esos símbolos divisé la Mazorca de Maíz, la señal del Desollado…, una ofrenda, un regalo.
Sonreí. ¿Se trataba acaso de una coincidencia?
La muerte… y un regalo…, ¿todo en el mismo día?
En la más tierna infancia, mi madre me llevó a México a visitar las ruinas aztecas y a celebrar el Día de los Muertos. Me encantó el carácter dramático de la celebración: las flores, el pan de muerto, los cantos y las calaveras de azúcar. Mi elemento preferido fue la piñata: una figura animal de cartón piedra, pintada, colgada y llena de petardos, golosinas, monedas y regalitos envueltos.
El objetivo del juego consiste en colgar la piñata del marco de una puerta y lanzarle palos y piedras hasta que se rompe y libera los regalos que contiene.
La muerte y un regalo…, todo a la vez.
No podía tratarse de una coincidencia. La fecha, la chocolatería, la señal en el cielo… tuve la impresión de que la propia Mictecacihuatl las había interpuesto en mi camino. Era mi propia piñata…
Me volví con una sonrisa en los labios y noté que alguien me observaba. A tres metros había una niña que permanecía inmóvil; una chiquilla de once o doce años, con abrigo rojo fuerte, zapatos marrones bastante estropeados y pelo negro y brillante, como el de los iconos bizantinos. Con la cabeza ligeramente ladeada, me miró impertérrita.
Durante unos segundos me pregunté si me había visto coger la correspondencia. Era imposible saber con certeza cuánto tiempo llevaba ahí, por lo que le dediqué mi sonrisa más atractiva y apreté el fajo de cartas que ocultaba en el bolsillo.
—Hola —la saludé—. ¿Cómo te llamas?
—Annie —repuso la niña sin sonreír.
Sus ojos eran de un peculiar tono entre gris, verde y azul y tenía los labios tan rojos que parecían pintados. Esos colores llamaban la atención en la fresca luz matinal; cuando la miré, sus ojos parecieron iluminarse un poco más y adquirir los matices del cielo otoñal.
—Annie, ¿verdad que no eres de aquí?
La cría parpadeó, tal vez desconcertada porque me había dado cuenta. Los niños parisinos jamás hablan con desconocidos porque la desconfianza está incorporada a sus circuitos cerebrales. Esa chiquilla era distinta, cautelosa quizá, pero no mal dispuesta ni insensible a los encantos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó por último.
Sonreí porque había conseguido un punto a mi favor.
—Lo noté en tu modo de hablar. ¿De dónde eres? ¿Del sur?
—No exactamente —replicó y esbozó una sonrisa.
Se aprende mucho al hablar con los niños: nombres, profesiones y esos pequeños detalles que proporcionan un toque auténtico a las personificaciones. En casi todas las contraseñas interviene el nombre de un niño, un cónyuge e incluso una mascota.
—Annie, ¿no deberías estar en la escuela?
—Hoy no. Es festivo. Además… —Miró el letrero escrito a mano y pegado en la puerta.
—Además, está cerrado por defunción —añadí y la niña asintió—. ¿Quién ha muerto?
El abrigo de color rojo brillante no tenía nada de fúnebre y su expresión no transmitía pesar.
Aunque de momento Annie no dijo nada, percibí cierto brillo en sus ojos entre azules y grises y de expresión ligeramente altiva, como si sopesase si mi pregunta era impertinente o comprensiva.
Dejé que me mirase a gusto. Estoy acostumbrada a que me observen. A veces ocurre hasta en París, donde abundan las mujeres hermosas. Digo hermosas pero, en realidad, se trata de una ilusión, del encanto más sencillo que de mágico no tiene nada: cierta inclinación de la cabeza, los andares, la vestimenta adecuada para cada ocasión, prácticamente cualquiera puede hacer lo mismo.
Bueno, casi cualquiera puede hacer lo mismo, aunque no todos.
Dirigí mi mejor sonrisa a la chiquilla; fue tierna, descarada y un tanto pesarosa; durante unos instantes me convertí en la hermana mayor y desgreñada que nunca ha tenido, en la rebelde glamurosa con un Gauloise entre los dedos, la que viste faldas ceñidas y colores fosforitos y cuyos tacones imposibles de llevar ansia ponerse.
—¿No quieres decírmelo? —inquirí.
Annie siguió estudiándome. Por extraño que parezca, es una niña mayor, harta, hartísima de ser buena y peligrosamente cercana a la edad de la rebelión. Sus colores eran de una nitidez extraordinaria y en ellos detecté cierta obstinación, un poco de tristeza, un toque de cólera y el hilo brillante de algo que no fui capaz de identificar con claridad.
—Vamos, Annie, dime quién ha muerto.
—Mi madre —respondió—. Vianne Rocher.