De cómo continuamos nuestro viaje por el espacio, y de cómo un nuevo cambio de escenario sideral hubo de llevarnos al fin de esta historia, que pudiera ser el principio de otra.
Ni que decir tiene que, siendo yo ahora capitán del Invencible, fue mi primera decisión el estimar que bastante guerra habíamos hecho y sobrados riesgos corrido y, aún más, que si cada nave de la flota humana y aliada realizara labor como la nuestra, quebrantada hubiera quedado la amenaza caníbal. Dispuse por ello que tanto nuestra nave como la cautivada emprendieran vuelo lejos de la zona donde hubiera riesgo de batalla, dejando las glorias marciales para quienes de ellas gustaran. Apoyáronme mis nuevos subordinados, a quienes el estropicio sufrido había enfriado en mucho sus ardores guerreros.
Ocho astronautas quedaban con nosotros, de modo que les repartí cuatro en cada nave, supliendo el corto número con el auxilio de los nuevos aprendices, que muy adelantados ya estaban. Encerré a los prisioneros megaros en la nave apresada, pese a la protesta de algunos que más bien querían darles pasaporte al Tártaro, pero a quienes pude convencer de que podrían sernos útiles. Les puse buena guardia y di el mando de la nave al buen Barnabás Holly, de quien por amigo más o menos me fiaba. No obstante, para tener total seguridad, mantuve a bordo del crucero el tesoro común, no me fuera el compadre a metamorfosearse en Ginestar.
Algo complicado resultaba ahora el cálculo de la arremetida hiperespacial pues ambos bajeles debían hacerla al unísono. Pero todo se logró, y por fin pude ver cómo el sol de Tugal, testigo de tantas heroicidades, aventuras y desastres, se borraba para dejar paso al remolineante gris del hiperespacio.
Mentira parecíame hallarme de nuevo en mi familiar apartamento, que en mi periplo selvático temí no volver a ver. Palpaba yo incrédulo el blando lecho, los suaves muebles, las lisas paredes y los amables artefactos que a la vida hacen cómoda. Y, claro está, palpaba también a Susana.
Feliz y despreocupado fue nuestro viaje fuera del espacio corriente, aunque nos espantaba algo ser tan pocos en un navío que en tiempos diera acomodo a tantos. En efecto, descontando las bajas habidas en Tugal y los que habían pasado a tripular la otra nave (La Megara, como la bautizamos), apenas dos cuarentenas ocupaban ahora el crucero. Pero hubo también cierto refuerzo humano pues, olvidé antes decirlo, tres de los indígenas que pastorearan el rebaño megaro desde su poblado, sintieron de súbito la llamada de las estrellas, juzgaron rudo el yugo amazónico, y se nos ofrecieron como acompañantes, siendo aceptados. Los primeros días, como es natural, de todo se maravillaban, para nuestra diversión, mas no tardaron en hacerse a la vida naval y aun en mostrarse más listos que tal cual ceporro de los nuestros que al principio les tratara como salvajes.
Hicimos primera escala en Nadyón, un planeta de la Anfictionía poblado por seres inteligentes a la manera de saltamontes. Temieron éstos lo peor al ver llegar la negra nave de los megaros, mas luego les llamamos por radio y al saber que los caníbales llegaban vencidos y aprisionados, su júbilo fue inenarrable.
Nos hicieron desfilar por las calles de su extraña capital, ensordeciéndonos con el multitudinario canto de grillos que allí equivalía al aplauso. Sacamos también a los megaros para que les diera el aire y para que la multitud les abrumara con su insulto y abucheo. Recibidos luego por la Reina de las Langostas, le dimos cuenta de nuestros éxitos, bien que grandemente multiplicados, le informamos de que la flota del Nuevo Imperio Terrestre estaba ya en acción y que la derrota de los caníbales y cómplices era cuestión de días, y le solicitamos repuesto y viático para nuestras valerosas y cansadas naves. Tan emocionada estaba la majestad insectil con ver a sus enemigos derrotados que nos dio cuando le pedimos y aun le faltó poco para besarnos.
El siguiente planeta visitado resultó ser humano, respondiendo al nombre de Nueva Elysia. Advertimos en torno a él un inmenso navío espacial en órbita que resultó ser una de aquellas legendarias ciudades cósmicas de los nómadas humanos, aliados con los jenofontianos en la guerra. En el acto de vernos, dieron zafarrancho de combate y nosotros lo mismo, pues no sabíamos bien con quien nos las habíamos. Escondiéronse ellos tras la curva del planeta y desde allí nos enviaron una docena de naves ligeras con ánimo de tiramos del bigote si nos dejábamos. Menos mal que entablamos pronto contacto por radio con ellos y con Nueva Elysia, quedando todos por amigos ante de que algo irreparable sucediera.
Para dar idea del entusiasmo con que este nuevo astro nos acogió baste decir que hacía poco más de un mes había recibido la visita del megaro, que allí se portó como solía. Apenas sacamos los caníbales que llevábamos con nosotros para el desfile triunfal, cuando una tempestad de neoelysianos cerró contra ellos y hubimos de volverlos a entrar a toda prisa en la nave para que no nos desgraciaran el carnaval del que tanto jugo pensábamos sacar en este y otros planetas.
El presidente del planeta se mostró tan ansioso como sus súbditos de echar mano a los prisioneros. No en vano los compañeros de armas de éstos habían matado, zampado y destruido a placer, dejando al marcharse un mundo mucho menos próspero y poblado que el que hallaron a su llegada. Aún llegó a decir que quizá la misma nave que nosotros capturáramos era de las que en la fiesta participaran, que tanto los caníbales como sus naves nos parecen a nosotros totalmente iguales. No queriendo desengañarle, le obsequié con un par de «quizás», una docena de «tal vez» y una resma de «puede ser que» y le advertí luego que aquellos caníbales eran prisioneros de Su Imperial Esplendor Antheor IV, pero que por deficiencias en el equipo de aire de la nave capturada, bien nos vendría encargarle de la custodia de una docena de ellos, para que les juzgase por sus crímenes o hiciera con ellos lo que estimara conveniente. Cosa que le dejó muy contento y agradecido.
Poco habían dejado entero los megaros en el planeta, y muy pobres habían quedado sus habitantes, aun socorridos tras el desastre por la ciudad espacial de los nómadas. Sin embargo aún pudieron obsequiamos con numerosos barriles de un vino rojo que allí se daba y que muy bueno era. Con lo que los megaros nos proporcionaron, aunque indirectamente, algún beneficio compensatorio de los daños que nos hicieran antes. Elegimos doce entre ellos y les abandonamos a su suerte, que pienso no habría de ser demasiado buena.
Antes de dejar el sistema me hice invitar junto con Holly y algún otro a la mesa de los nómadas. Llamábase su ciudad voladora London, me dijeron que en memoria de cierta antigua villa terrestre, y el comandante, alcalde o tecnor que la mandaba se nos presentó con el nombre de Berthill.
No pareció este personaje muy amistoso, pese a tener ambos el mismo enemigo, y aun me dio a entender su desconfianza por el renacimiento del Imperio, indicando que sus ascendientes habían huido del antiguo estado imperial en tiempos de Kilos III, por considerarse hombres libres, y no estaban dispuestos a ser reenganchados a ninguna renacida corona terrestre. Pero yo le tranquilicé diciéndole que el nuevo Imperio difería en mucho del antiguo, que la esclavitud había sido abolida, la libertad ensalzada y además de ningún modo se pensaba anexionar a quien no lo deseara. Con lo que la atmósfera se hizo más amistosa.
Preguntéle por la marcha de la guerra y me dijo que no iban demasiado mal las cosas, pero tampoco excesivamente bien. Derrotóse al megaro y a sus aliados (entendí yo que más odiados éstos que aquél por los nómadas) en varios combates, y se sufrieron también algunos reveses. Pero lo más desesperante era que el enemigo golpeaba aquí y allá, atacando éste o el otro planeta y desapareciendo siempre antes de que los refuerzos llegaran. Además, al notar la nueva resistencia que se le oponía, aquella raza malvada optaba muchas veces por, de ser civilizado el planeta al que llegaban, aplastarlo con una lluvia de bombas nucleares en vez de desembarcar en él, con el solo fin de sembrar el terror y hacer daño por el gusto de hacerlo.
Como por otra parte habíase comprobado que las grandes ciudades nómadas eran muy vulnerables en la batalla, y no querer sus tripulantes arriesgarlas en demasía, ya que en ellas habitaban también sus familiares, incluso mujeres y niños, propuso el almirante Rappel una nueva táctica. Dispuso que las ciudades quedaran en órbita en torno a los planetas más expuestos para colaborar con su no pequeña potencia de fuego en la defensa de los mismos, de asomar la oreja el caníbal. Al mismo tiempo nada de más estaría en que alguna nave auxiliar nómada, dotada de dispositivo hiperespacial, partiera en caso de necesidad para avisar a cualquier flota amiga, entreteniéndose al adversario hasta que aquélla llegara.
En efecto la táctica dio buen resultado, y cada vez eran más las naves y aun las escuadrillas megaras que dejaban de regresar en sus incursiones a planetas que les parecían presa fácil. Pero de todas formas los jenofontianos y sus aliados, así como los de la Hegemonía, debían mantener sus flotas dispersas para defender los planetas propios, en tanto que el enemigo podía concentrar su armada para golpear donde quisiera, y en alguna rara ocasión lo había hecho con resultados devastadores.
Procuré tranquilizar a los nómadas, asegurando que con la llegada de la Gran Flota Imperial mandada por Carruthers, cambiaría la situación y la victoria se conseguiría con facilidad. Añadí que con toda seguridad habríase puesto ya en contacto con Rappel el dicho almirante imperial para elaborar un plan guerrero común.
No pedimos impuesto de guerra alguno a los nómadas, ya que de seguro no nos lo habrían dado. Pero sí, a su petición, les entregamos un par de prisioneros megaros, de los que dijeron quizá podrían extraer algún informe valioso, y nos correspondieron con mapas estelares e hiperespaciales, que su raza los tenía mejores que ninguna otra. Tras de lo cual nos despedimos y abandonamos el sistema en nuestras dos naves.
No cansaré al lector con la relación de planetas que luego visitamos, cambiando con todos promesas y esperanzas por bienes más materiales, y alejándonos siempre de la zona de combate con tal acierto que jamás volvimos a oler megaro. Diré tan sólo que en todos se nos acogió bien, y que en la mayoría de ellos salimos más ricos de lo que habíamos llegado.
Fue la excepción un pobre mundo habitado por unos seres parecidos a gusanos y que había recibido algún tiempo antes la visita del caníbal, quedando en lastimoso estado pues, no muy poblado antes, en cuadro se veía ahora. Para que conste que ni malvados ni egoístas éramos, socorrimos a aquella gente en lo que pudimos, dejando allí incluso algunas de las máquinas productoras de alimentos para que aquellas infelices orugas las adaptaran a su habitual dieta y no perecieran de hambre, pues con todo arrasó el megaro. Y así, satisfecha nuestra conciencia, partimos en busca de otro planeta que, por rico, nos diera lo que nosotros, por pobre, otorgáramos al de los gusanos. Nos sentíamos así semejantes a aquel terrestre legendario, creo que Atila de nombre, que despojaba a los pudientes para socorrer a los desheredados.
Mencionaré también un mundo humano en el que además de tributo sacamos personal. En efecto, sabiendo que aquella tierra disponía de una pequeña flota estelar, seleccionamos media docena de astronautas que nos parecieron de natural aventurero y simpático y, tras invitarles a comer a nuestro bordo, nos presentamos a ellos como quienes éramos, invitándoles a que se nos unieran.
Aceptaron ellos con entusiasmo y aun trajeron algún familiar consigo, de modo que el trabajo de astronauta en nuestras dos naves se hizo menos penoso al haber más gente para repartido.
Fueron jornadas de gozo para todos, ya que si impuesto cobrábamos, también hacíamos gasto y, aún más diría, derroche, con lo que llenábamos de alegría a unos al compás que fastidiábamos a otros. Se comía, se bebía y se invitaba a diestro y siniestro, repartiendo alegría por doquier. En cuanto a los ejercicios gratos a la Ciprina, confesaré que más los realizaban mis compañeros que yo mismo, pues mi pecosilla me resultó un tanto celosa, y ni a sol ni a sombra me dejaba. Mas de todas formas ¿cómo reprochárselo, sabiendo de qué forma se había puesto frente a la tripulación desmandada para salvarme del exilio tugaliano? Dediquéme pues a ella, que lo merecía y me limité a aprovechar las raras ocasiones que a hurtadillas pude hallar en otras direcciones, y que muchas no fueron.
Con gusto hubiéramos seguido tranquilos y contentos con aquella vida tan plena de placer como huérfana de riesgo y aventura, pero es sabido que, fuera de la vida de los dioses, todo tiene un fin. Y el tal llegó para nosotros en cierto planeta, uno más de nuestro periplo, que muy opulento era, y llevaba el nombre de Phandamor.
Sorprendiónos una gran fiesta al aterrizar, y comprobamos no sin sobresalto, que muchos cautivos megaros eran descargados de otras naves que no eran la nuestra. No tardó en llegarnos el alegre clamor que saludaba una gran victoria sobre el enemigo. Aún más, prácticamente el fin de la guerra.
Me haré por un momento historiador para dar cuenta de lo que en el frente había ocurrido mientras nosotros vagabundeábamos alegres de astro en astro, anunciando el advenimiento de una flota imperial que nunca llegaba.
Sucedió que un par de negras naves megaras cayó sobre un sistema solar en el que, sin ellas saberlo, orbitaba una ciudad voladora nómada semejante a la que conocimos en Nueva Elysia. Como es historia, diré su nombre, que era el de Frank, y Biron el planeta donde el hecho se desarrolló. Recibieron los intrusos una inesperada granizada de torpedos y rayos, y mientras uno estallaba, apresuróse el otro a buscar cobijo en el hiperespacio.
Pero, sin que hasta el momento nadie lo supiera, dábase el caso de que aquella ciudad volante disponía de un artefacto de invención imperial que no puedo decir cómo llegara a sus manos, y que era capaz de rastrear el salto hiperespacial de una nave adversaria. Se le ocurrió al comandante nómada enviar una navecilla auxiliar tras la fugitiva y ¡oh suerte las batallas!, fue ésta sorprendida al hallarse sobre lo que no podía ser sino el mundo natal de los megaros o al menos una de sus principales bases planetarias, hasta el momento nunca halladas. Excusado es decir que la tal navecilla se apresuró a volver a su punto de partida, tras anotar bien las coordenadas de su hallazgo.
Puedo imaginar fácilmente las tribulaciones y dudas del comandante del Frank ante la noticia. Por una parte aquel dispositivo imperial debía mantenerse en secreto, pero por otra la ocasión era demasiado estupenda para desperdiciarla. Mandó pues a sus naves auxiliares en demanda de refuerzos y una de ellas vino a dar en una poderosa flota de la Anfictionía No-Humana, que cruzaba por aquella zona del espacio. No estaban aliados propiamente los anfictiones con Jenofonte ni con los nómadas, pero común era el enemigo y, repito, fabulosa la ocasión. Uniéronse todos y, con la Frank por delante saltaron al hiperespacio, yendo a caer sobre los desprevenidos megaros. Antes de darles tiempo de encomendarse a sus dioses, si es que los tenían, enfilaron el planeta y realizaron en él lo que sus habitantes tantas veces habían hecho en los mundos que atacaran. Ciudades, astilleros, arsenales, naves en tierra o en vuelo, todo se fue al radamante, y no seré yo quien llore por ello.
Siguiendo con el relato, tal como me fue dado a conocer, diré que los megaros enloquecieron sin duda al ver el estropicio de su mundo patrio, y la guerra cambió en aquel mismo instante de método. Conociendo a los anfictiones como causantes de la ruina, reunió el caníbal todas sus fuerzas y también las de sus aliados e hizo lo que antes nunca osara, atacar el propio planeta sede de la Anfictionía que como tal estaba muy bien defendido. Fenomenal debió ser el bollo, pero finalmente hubo de prevalecer la gran flota enemiga, siendo asolado el planeta Theramón y arrasado hasta los cimientos el templo de Apolo Polimorfo.
Pero la defensa fue empeñada y larga la batalla antes de que el megaro lograra su venganza. Tanto que hubo lugar a que todos los aliados en su contra se dieran cuenta de lo que ocurría. Conocida la cuantía del juego, en esta ocasión se echaron por la borda resquemores y enemistades, y concentráronse las flotas de Jenofonte junto a las de la Anfictionía, las ciudades volantes de los nómadas, con sus impagables detectores, y aun otras armadas de menor cuantía. En poderosa liga acudieron al devastado Theramón, llegando sin embargo demasiado tarde para evitar el daño. El almirante, o lo que fuera de los megaros tenía ya sus buques en el espacio profundo y se apresuró a hacerlos saltar hacia su siguiente objetivo, pensando dejar a sus enemigos con tres palmos de narices.
¡Pero el caníbal no contaba con los detectores de los nómadas! Cuando sus flotas surgieron en las proximidades del sistema Dourán, habitado por hombres-lagarto, y uno de los principales de la Anfictionía, no podía suponer que la flota adversaria sabía perfectamente dónde estaba.
Allí mostró Rappel, ahora en cabeza de las nutridas flotas aliadas, que a cada hora engrosaban con nuevas formaciones, su verdadero genio de estratega naval. Reloj en mano aguardó el momento propicio, haciendo oídos de mercader a las súplicas de los hombres-lagarto que en su armada había, y cuando le pareció llegado el momento, saltó e hizo saltar a la flota. Pilló al enemigo ya internado en el sistema, en zonas donde la proximidad de la estrella les impedía escapar por el hiperespacio. Y de tal forma, en una gigantesca batalla como nunca se vio, los megaros y sus monstruosos aliados fueron finalmente aniquilados. Las escasas naves y ciudades volantes que lograron abrirse paso hasta el espacio profundo y saltar a otros lugares de la galaxia fueron rastreadas y seguidas implacablemente por los nómadas y sus naves de escolta, hasta su total destrucción.
Que me perdone el lector esta larga disquisición bélica, pero la he debido hacer completa para darle idea de las noticias con que nos encontramos en Phandamor. Y si mi ignorancia en temas de estrategia espacial le ha hecho confuso el relato, vuelva atrás y empiece a leerlo de nuevo… O búsquese un mejor cronista que le explique lo sucedido de manera más clara de lo que yo pudiera hacerla.
Volviendo al hilo de mi personal relato, diré que en un principio nos vimos contagiados por la alegría y el bullicio, y más aún al pensar que los megaros no volverían a atacar planetas indefensos y a refocilarse con las carnes de sus pobladores. Desfilaban por las calles de la capital phandamórica nutridas recuas de megaros cautivos, pues muchas de sus naves se habían entregado en los últimos momentos de la batalla. Y también pude ver por primera vez, igualmente prisioneros, a aquellos otros seres malignos que hicieran alianza con los antropófagos, gente de malísima facha, erizados de espinas, que me parecieron todavía más horribles que los megaros quizá por conocerles menos. Muchas naves de la flota humana victoriosa habían arribado a Phandamor, por ser cruce de los caminos hiperespaciales, y aún se anunciaba como rumor la próxima llegada del gran Rappel, supremo vencedor de la contienda, con el grueso de sus huestes. En cuanto a los anfictiones, se decía que habían decidido que el templo de Apolo Polimorfo en Theramón fuera reconstruido íntegramente con materiales traídos del planeta natal megaro y con mano de obra esclava enemiga, y a ello se afanaban en la actualidad.
Con la confusión reinante en Phandamor, naves llegando y saliendo casi sin control, las oficinas gubernamentales cerradas por la fiesta y todo el mundo en las calles dándole al goce y al jolgorio, retrasamos nuestra presentación al gobierno local, y por una vez el olvido fue por suerte nuestra. Pues sucedió que llegó, entre tantas, una navecilla jenofontiana con el mensaje de Rappel confirmando su próxima llegada.
Daba cuenta el gran almirante de los últimos detalles sobre los combates, de cómo las postreras naves megaras eran rastreadas y seguidas, y de grandes cifras de bajas enemigas y de botín cobrado. Nada alarmante para nosotros, de no haber terminado con una apostilla que a muchos pasó inadvertida:
«Así pues la victoria es total y definitiva, con lo que este sector de la Galaxia conocerá al fin la paz. Tan sólo resta terminar con los últimos navíos enemigos, fugitivos y desesperados, y también con todo aquel pirata que, al amparo de la guerra, haya intentado obtener provecho saqueando astros indefensos o pretendiendo cobrar impuestos ilegales de protección».
Aquel «pretendiendo cobrar impuestos ilegales de protección» se me quedó ciertamente clavado en el alma, ya que sospeché en el acto que alguien había dado cuenta al almirante de nuestras idas y venidas, además de preguntarle quizá por una fantástica armada imperial terrestre. Apurada era la situación, pues Rappel podía aparecer de un momento a otro, y aunque fuerte era nuestra nave no podía pensar en oponerse a la flota que había descalabrado al megaro. De no darnos prisa bien pudiéramos acabar ahorcados como piratas y malandrines tras haber corrido tantas aventuras y sobrevivido a tantos desastres.
Mandé, pues, tocar llamada y botar silla, enviando patrullas para recolectar a aquellos de los nuestros que se habían desperdigado por la ciudad en fiesta. No fue fácil la tarea, pero finalmente conseguí tenerlos en casa a todos, siendo por cierto de los últimos en aparecer aquellos tres indígenas de Tugal que pronto habían aprendido a asimilar los aspectos más agradables de la civilización, y a quienes hubo que arrancar poco menos que a la fuerza de entre los brazos de sus enamoradas de pago.
En los últimos momentos aún tuvo tiempo el avispado Holly para vender a buen precio La Megara y deshacerse de los caníbales cautivos, estos con menos ganancia pues dada la afluencia de material su valor había disminuido en mucho. Por intuición que yo aprobé reservó una media docena de megaros y a otros los cambió por un número igual de sus aliados, con lo que tuvimos completo el zoo. Acomodamos a los prisioneros y a nosotros mismos en el crucero, que pronto quedó en disposición de surcar de nuevo los espacios.
Por fortuna para nosotros seguía siendo constante el flujo de naves que llegaban y reflujo de las que partían, ya que muchas flotillas independientes que habían participado en la guerra tomaron Phandamor como mercado de su botín y descanso de las tripulaciones. Así pues las formalidades portuarias se redujeron al mínimo y apenas si se respondió desde la torre de control con un «pues suerte» a nuestro «nos vamos». Sonaron los timbres de alerta y la gran trompa de ascensión, y poco tardamos en hallamos en el espacio.
Primeramente hubimos de calcular y efectuar un salto para salir de aquellos peligrosos andurriales. Lo hicimos, y fuimos a parar a una zona anónima de espacio oscuro, lejos de cualquier solo planeta, donde de momento nos sentimos seguros.
Pero quedaba todavía en pie el principal problema: dónde nos trasladaríamos definitivamente, pues aquel sector espacial nos había dado todo lo que podíamos extraerle, y de pretender seguir el ordeño tal vez nos ganáramos una buena coz. Estudiaron y discutieron nuestros astronautas mientras repasaban los mapas galácticos que la ciudad volante London nos proporcionara. Había que dar un salto, y esta vez grande, lo que hacía arduos los cálculos y cuidadosos los preparativos. Llegaron por fin a un acuerdo y como a capitán que era, me propusieron un largo salto hiperespacial precalculado por los nómadas y cuya puerta de inicio se encontraba no lejos de donde nos hallábamos. En cuanto al destino, no muy claro estaba, pero de lo que sí se tenía seguridad era de que correspondía al antiguo territorio imperial. Me alegró ello, pues habría probabilidad de planetas humanos, siempre más agradables para nosotros que los habitados por otra clase de razas, y no digo esto por ofenderlas. Incluso llegué a abrigar la secreta esperanza de que el ciego azar nos condujera a la vista de mi nativo Garal.
Saltamos brevemente hasta las proximidades de aquella inmaterial e invisible puerta, ventana o bocamina que habría de alejamos definitivamente del sector. Nos deslizamos hacia ella, sombra entre sombras, y con la artillería dispuesta, ya que temíamos que en el último instante no surgiera megaro, gendarme o carabinero dispuesto a aguamos el viaje.
Pero nada de ello sucedió y finalmente nuestro bravo Invencible enfiló el túnel debido, y los astronautas dispusieron su artificio ante las miradas legas de quienes no lo éramos, prestos a dar el definitivo empujón, y mi tierno corazón hubo de enviar a mis ojos alguna lagrimilla al considerar que nos alejábamos de un conglomerado de mundos que nos había proporcionado tanto penas como alegrías, y que allí habíamos perdido muchos compañeros y amigos, en especial Héktor. Iniciábase ahora un nuevo período de nuestras vidas, aunque entonces no sabía hasta qué punto.
Mas pronto todo estuvo hecho, pues apretóse el botón y el escenario de nuestras últimas hazañas se disolvió en el gris hiperespacio.
De nuevo debo hacer gracia al lector de las incidencias del viaje, que aunque largo no fue interesante, y menos comparado con lo que a su término nos hubo de suceder. Apenas nos ocupamos de otra cosa que hacer cuenta de nuestras posesiones y riquezas, y planes sobre nuestra futura actividad. Fuera de ello sólo comer, beber, dormir y rendir culto a la Citerea.
Así, cuando el gris huyó de nuestras pantallas y el crucero surgió al espacio normal, quien más y quien menos esperaba que las aventuras se reanudaran y que se harían nuevos conocimientos, mejor de amigos que de adversarios. Rodeábannos multitud de estrellas desconocidas y ninguna idea teníamos del trozo de galaxia que con nuestra presencia honrábamos.
Cerca de nosotros ardía un hermoso sol dorado con promesa de familia planetaria, por lo que decidimos acercarnos a él en busca de noticias sobre aquellos nuevos campos espaciales y las gentes que los habitaban. Hiciéronse los cálculos pertinentes y nos lanzamos en fácil minisalto justo al mismo zaguán de aquel cósmico apartamento.
¡Horror y susto! Apenas surgidas de nuevo las estrellas en nuestros órganos de visión, ocurrió lo que en cada reingreso espacial habíamos temido. Campanearon, chillaron y alborotaron los detectores, y al instante el crucero se sacudió violentamente al ser agarrado por unos poderosos rayos tractores. De la oscuridad de la noche estelar había surgido de pronto algo que nos atacaba.
Excusado es decir el pandemonium que a nuestro bordo se organizó. Gritóse en todos los tonos, se tocó zafarrancho quizá demasiado tardíamente y corrieron a los cañones quienes hubieran debido estar en ellos pero se habían acercado al puente de mando para ver de cerca nuestro destino. Un destino que podría ser muy negro.
No se mantuvieron quietos los astronautas, sino que fueron precisamente quienes más rápidamente reaccionaron. Tendieron en un instante las barreras defensivas, largaron los propulsores intentando zafarse y dieron también marcha a los detectores y visores, a fin de ver a quien tan sin razón nos ofendía.
No tardó en surgir en la pantalla principal la imagen de un monstruoso navío espacial, evidentemente de guerra. Antes de que los astronautas me lo dijeran, que luego lo hicieron, adiviné que en esta ocasión habíamos dado con la horma de nuestro zapato y que aquel animal era tan poderoso o más que el Invencible, pudiendo incluso hacer vano dicho nombre a poco que nos descuidáramos.
Me apresuré a ordenar que, aunque los cañones quedaran apuntados, no se abriera fuego todavía, pues el enemigo no había utilizado otra cosa que tractores y quizá aún se evitara la batalla. Eso sí, a manera de retribución, disparamos nosotros desde el puente nuestros propios tractores, enlazando al otro navío tan estrechamente como él hacía con nosotros. De tal forma, abrazados como enamorados en un baile, quedamos ambos en espera de lo que el Destino decidiera.
—¡Capitán! —llamó un astronauta—. ¡Capitán!
Tan nervioso me hallaba que pasó algún tiempo antes de darme cuenta de que se dirigía a mí.
—¿Qué pasa? —respondí al fin.
—Nos están llamando.
Efectivamente, en el aparato de comunicación exterior llameaba una lucecita. Conecté el artilugio yo mismo, aunque sin enviar nuestra imagen, bien que recibiendo la suya.
El interpelante era un mozarrón de clara estirpe humana, enfundado en un uniforme negro como la noche. Militar sin lugar a duda, así como la nave en que iba.
—Navío de exploración Hermes llamando a nave desconocida —salmodió el tal, con el clásico lenguaje del uniformado—. Identifíquese, por favor.
Tragué saliva, aseguré la voz y respondí.
—Somos el crucero de combate imperial Invencible. ¿Quieres decirme por qué nos habéis atacado?
El del uniforme negro dio un respingo.
—¿Crucero de combate imperial? —gruñó.
—Del Nuevo Imperio. Habla el comandante Luján. ¿Quiénes sois vosotros?
El otro miró a un lado, luego a otro y finalmente habló con voz no tan firme como antes.
—Esperen un instante, por favor —y apagó la pantalla.
Hubo una pausa, en la que los ocupantes del puente nos miramos mudamente unos a otros. Pero antes de tener tiempo para impacientamos, la pantalla se iluminó otra vez y allí estaba de nuevo el hombre de negro.
—La comandante Cooper[2] envía sus saludos al comandante Luján, y le propone celebrar una conferencia a bordo de uno de nuestros navíos.
Vacilé por unos instantes. No me hacía gracia, desde luego, pasar a un buque extranjero donde cualquier cosa podía ocurrirme, pero peor era dejar entrar a gente extraña dentro de nuestro navío para que vieran las condiciones en que estaba. Mejor que siguieran creyendo que se trataba de un verdadero crucero perteneciente a una gran potencia. Además aquellos individuos se habían portado educadamente y bien pudieran establecerse relaciones de amistad.
—Mis oficiales y yo nos acogemos a la hospitalidad del Hermes y de la comandante Cooper —dije al fin—. Llegaremos en una falúa dentro de una hora.
El hombre de negro hizo un raro saludo y cortó la comunicación sin más, lo que no me pareció de mucha cortesía. Pero por lo menos, suspiré para mi coleto, se trataba de seres humanos y, por el nombre de la nave, incluso parecían creyentes de la Vieja Religión Imperial.
La comandante Cooper resultó, para mi sorpresa, ser una chavala rubia lo bastante bien hecha para ponerme aún más nervioso de lo que ya de antemano estaba. Su tétrico uniforme negro y el de los demás oficiales de su nave contrastaba con los multicolores en los que nos habíamos enfundado nosotros, elegidos entre los más vistosos que el viejo Imperio dejara a bordo del Invencible.
—Han mencionado —la comandante Cooper empleaba el arcaico usted— un nuevo Imperio renacido. ¿Quieren explicarse mejor? ¿De qué sector del espacio proceden?
Me engallé, sintiéndome fuerte y poderoso dentro de aquel uniforme impresionante y espeté lo que llevaba preparado.
—Mi nave pertenece a las escuadras del Nuevo Imperio de Tierra de Sol, renacido tras la caída. Estamos explorando las estrellas que pertenecieron al antiguo Imperio. ¿En dónde nos encontramos exactamente? —y remedé el tono de mi bella interlocutora—. ¿Cómo se llama su planeta?
Vi que ella reprimía un gesto de asombro, y luego sonreía con una ironía que me pareció amenazadora.
—Me temo que aquí debe haber un error —dijo—. Están ustedes en Tierra de Sol ahora. Ese astro que brilla allá fuera es precisamente el viejo Sol, nuestra nave pertenece al Orden Imperial y acabamos de despegar de Tierra misma.
¡Catapún! Aquello sí que estuvo a punto de dejarme ciego, sordo, mudo y tonto, y de tirarme de espaldas. ¡Tierra de Sol! ¡La vieja Tierra, que como cabeza del Imperio dominara un día el universo conocido! De todos los astros que jalonan la Galaxia, habíamos tenido que dar precisamente en Sol.
Pero pronto se me pasó la sorpresa y llegó el susto de que aquella superchería no terminara a cañonazo limpio. En tal trance vino en mi ayuda la natural viveza de que siempre hice gala y así, levantándome de golpe y poniendo en el rostro el mayor entusiasmo que pude, grité fuertemente:
—¡Tierra de Sol! ¡Por fin nuestra peregrinación llega a su término! ¡Llegué a pensar que no viviría para ver este momento!
Y mientras el resto de la concurrencia, tanto la invencible como la hermética, me contemplaba con diversas expresiones de asombro, clamé de nuevo:
—¡Dejadme besar la sagrada tierra del Planeta Madre, de la cabeza del Imperio!
Tras de lo cual, ni perezoso ni corto, avancé un par de pasos y, a falta de suelo terráqueo, abracé a la rubia comandante Cooper y le planté un par de besos en las mejillas. Suave y perfumada era su piel, y su corta melenilla rubia me acarició la frente, de manera que, ya puesto en facha, uní devoción con obligación y le estampé el tercer beso de lleno en la boca.
Demasiado fervor terrícola fue sin duda aquél, y en el acto noté en la espalda una doble puñalada no por inmaterial menos detectable. Me aparté, mirando al sesgo, y pude ver que una de las miradas asesinas que me perforaban procedía del oficial del Hermes más cercano, que colegí por ello unido a la comandante por otras ligas que las disciplinarias. Desde luego la otra estocada visual procedía de mi adorada Susana, magnificiente en su uniforme de Gran Condestable Imperial de Artillería, que ahora me ensartaba con mirada propia de Gorgona, cual si en piedra quisiera volverme.
Sentéme por tanto, fingiendo una emoción aún mayor que la que sentía, y expliqué que en los últimos tiempos habíamos intentado reconstruir el noble Imperio Galáctico, siempre bajo el signo de aquella Tierra de Sol que hasta entonces habíamos tenido por planeta perdido y Santo Grial de nuestras búsquedas y exploraciones. Relaté de qué manera nuestros esfuerzos, ya casi victoriosos, habían sido frustrados por una invasión de razas malignas y caníbales, lo que nos hizo participar en grandes batallas, obteniendo victorias sin cuento y haciendo multitud de prisioneros, una muestra de los cuales conservábamos aún a bordo. Y cómo nuestro alevín de Imperio había desaparecido en el curso de la guerra, y debimos cambiar de sector galáctico para iniciar de nuevo nuestra irrenunciable tarea.
—Y ahora nos llega el premio a nuestras faenas —terminé— al saber que Tierra de Sol ha renacido, y que hay un Orden Imperial decidido a restaurar las anteriores glorias del Trono Galáctico, a cuyo servicio nos ponemos a partir de este instante.
Asintieron con la cabeza los del Hermes[3], pienso que anodadados e incapaces de responder a mi discurso. Por lo que decidí pasar a los ruegos y preguntas, procurando enterarme de lo más posible sobre el renacido poder terrestre.
—¡Pero contadme cómo es ahora el Planeta Madre, y de qué forma se rehace el Imperio! —rogué—. ¿Cuál es el nombre del nuevo emperador?
Pregunté esto último pensando que si acaso respondían que Antheor IV, caería de rodillas y me daría de calabazadas contra la pared más cercana. Pero la rubia comandante sonrió y dijo:
—En Tierra ya no hay emperador. El Orden propugna un estado democrático de hombres libres.
—¿Luego no existe la esclavitud? —quise saber.
—La abolición de la esclavitud fue una de las primeras medidas tomadas por el Orden.
Aquello sí que me alegró sinceramente, y repliqué sin mentir que aquella medida había constituido igualmente uno de nuestros objetivos, y que más de uno entre los nuestros había roto las cadenas de la servidumbre por sí mismo o ayudado por sus camaradas, por lo que Tierra de Sol, además de símbolo y leyenda pasaba a ser ahora tierra de promisión para nosotros y también para todo habitante de la Galaxia que amase la libertad.
Con lo que quedamos amigos, y se disolvió la amenaza de un combate sideral que hubiera sido desastroso para todos. Les invité incluso a visitar el Invencible, pasando a éste en nuestra propia navecilla la rubia comandante Cooper junto con el oficialito celoso[4] y algunos otros de diversas categorías.
Les tocó ahora a ellos asombrarse ante aquella resucitada reliquia del viejo Imperio que para ellos era casi tan mítico en realidad como para nosotros, y advertir la potencia del crucero, igual e incluso superior, según confesaron, a la de su propia nave. Visitaron también a nuestros melancólicos prisioneros, de los que dijeron que, si bien por viejas obras conocían a los megaros, desconocidos les eran totalmente los otros, y creían que también para los imperiales.
Nos enteramos entretanto por ellos de las vicisitudes pasadas por el Planeta Madre tras la disolución del Imperio, cómo quedó la antes fastuosa Tierra sumida en la miseria, separada de los otros planetas de la Galaxia y aun del propio sistema de Sol, y sometida a una férrea dictadura militar que todo prometía y nada arreglaba. De cómo una revolución había finalmente dado al traste con los jerarcas y creado un gobierno nuevo, según mis interlocutores democrático y popular, que inició la reconstrucción del planeta y la integración bajo su férula del Sistema Solar. De la forma en que otros planetas fuéronse uniendo luego, hasta que el antiguo sector imperial de Vega-Lira quedó de nuevo bajo la benévola férula de Tierra, y del nacimiento del Orden Imperial, encargado de lograr «siempre por la convicción y nunca por la fuerza» que la Galaxia conocida volviese a estar unida en paz y prosperidad.
Curioso, pregunté a la comandante Cooper por qué se había elegido el nombre de Orden Imperial para una organización que parecía democrática y republicana. Respondióme que aquello venía motivado por la inercia conservadora y también por el prestigio que el mito imperial tenía entre los mundos dispersos que se deseaba atraer al redil. Pero me dijo que muchos terrestres, incluyéndose ella misma, desearían mutar tal denominación por la de Orden Estelar, políticamente menos comprometida.
Cambiamos de tal manera impresiones e historias, y cuando la visita terminó ya disponíamos del permiso necesario para aterrizar (nunca mejor empleada la palabra) en el viejo planeta que fuera origen de la expansión estelar humana.
Menos amistoso hubo de ser aquella noche el habitual encuentro con mi pecosilla, que me reprochaba el exceso de amor filial a Tierra y a sus representantes del sexo femenino. No poca saliva y otros fluidos debí gastar en la ocasión para demostrarle, y ello verdad era, que la seguía queriendo. Pero eso, como Churchill dijera, es ya otra historia.
* * * * *
Escribo estas últimas palabras sobre la superficie de la gloriosa Tierra de Sol, cuna de la humanidad, madre de mundos, culminación de majestad, protectora del débil y martillo del malvado, y aún no acabo de acostumbrarme a su múltiple maravilla que la hizo un día centro del universo y que tal volverá a ser sin duda en el futuro.
Con retrospectivo terror pienso en algunas leyendas de la Galaxia que dieron a Tierra por carbonizada y destruida por las guerras que acabaron con el Imperio. ¡No es así! Hermosas ciudades de cristal se alzan de su superficie al asalto de unos cielos tan azules como jamás en otro lugar se vio, y la verde pureza de sus campos trae sin cesar a mi memoria las inmortales rimas atribuidas a Homero, el ciego poeta de la antigua Hélade:
Oro por un último aterrizaje en el mundo que me vio nacer, dejadme ver de nuevo los cielos de lana y las frescas y verdes colinas de la Tierra
… pues aquí la campiña no es fétida selva, sino jardín perfumado, y las nubes que el viento arrastra parecen ser de vellón. Pienso que la Tierra se hizo para el humano, y él para ella, y que todo ser de nuestra estirpe debiera visitada al menos una vez en la vida.
Y en lo que se refiere a mí mismo ¿cuál ha de ser desde ahora mi vida? Por una parte desearía, claro está, establecerme pacíficamente en este mundo agradable, que además próspero es, y donde las riquezas que aquí trajimos pueden ser disfrutadas y acrecentadas. Fundar una familia con mi querida pecosilla y dejar las pasadas aventuras para contar a mis hijos y nietos…
Mas en ocasiones temo que el gusanillo del espacio, de los viajes y las hazañas en lejanos y extraños mundos, no se haya infiltrado demasiado en mí. Tener la Tierra, ciertamente, como puerto y refugio seguro, pero también abandonarla a veces para salir al espacio, hacia aquellos mundos de la Nebulosa Púrpura cuya leyenda y aventura tanto me encandilaron cuando era muchacho perseguido en Garal.
Muchas y diferentes son las posibilidades. Podría poner mi nave al servicio del Orden Imperial en la noble tarea de recolectar mundos. O más bien, ya que hombre independiente soy, lograr licencia de comerciante estelar y correr aventuras sin que nadie me ordene qué hacer o dónde ir, siendo el tal oficio bien visto por el Orden, pues a labor de comerciantes independientes se debió en gran medida la anexión del lector lirano al mismo.
¿Acaso encontraría en algún rincón del cosmos a la pérfida Karamán del capitán Dudley, con quien cuentas que cobrar tenía? ¿O quizá hallaría el gran autoplaneta donde debían navegar por alguna ruta estelar la llorosa Celina y el tuerto Ginestar, que aún me debía una descalabradura? Podría también tomar el camino hiperespacial por el que a Tierra llegué, en el otro sentido y seguido de una flotilla del Orden Imperial para decirle al incrédulo Rappel aquello de «lo que no te creías, verdad es». O buscar forma de hacer visita al propio Garal donde nací, ver si aún vivía mi buena madre y aquel Zenón Barca a quién nunca llegué a conocer, y si en mi ausencia me había nacido algún hermano.
Mas por el momento dejo la imaginación y la pluma, pues me reclaman los brazos de mi esposa Susana, una atadura más que a Tierra de Sol me liga. Prometo, no obstante, que si acaso alguna vez cediera al afán de aventuras y alzara vuelo al negro sidéreo y al gris hiperespacial en demanda de nuevos mundos, nuevos tesoros y nuevas experiencias, esta historia hallaría su continuación y espero que otros o los mismos lectores amigos, nuevo gozo en seguirla.