Capítulo XIII

De nuestra campaña entre las estrellas, de la gran batalla que dimos a los megaros a lo largo del planeta Tugal y de cómo pasé a ser capitán y comandante de nuestra nave.

Pese a tener yo aún alguna esperanza de que la tripulación recobrase la cordura y renunciase a poner tontamente sus vidas y la mía en peligro de muerte, la exaltación guerrera no hizo sino crecer de un día a otro, que hubiérase creído que el propio Marte Ares hubiera soplado su aliento en el interior de la nave. Instruyóse la gente en el manejo de toda clase de armas, escafandras y demás equipo bélico, se fanfarroneó sobre futuras hazañas y finalmente se dispuso y ejecutó un salto hiperespacial justo al centro de la zona donde rugía la batalla, «galopando hacia donde suena el cañón» como creo que dijo Julio César o alguien por el estilo.

No cansaré al lector con el relato de mi estado de ánimo, que ya de sobra me conoce como para imaginarlo. Baste decir que al miedo diurno sucedía la pesadilla de noche, y que el despertar me hallaba con palpitaciones en el corazón. Parecíame cada vez más increíble que, disponiendo de una nave veloz capaz de llevamos al otro extremo del Universo, dirigiéramos el rumbo precisamente hacia las fauces del megaro, sin que nadie nos obligara a hacerlo.

Me falló en tal trance incluso el consuelo de mi pecosilla, y no es que le eche por ello las culpas. Pero sucedió que en la remodelación bélica que se había realizado últimamente, al fin logró ella que se la destinase como aprendiza o meritoria a las torretas de artillería, y no sabía ya hablar sino de cálculos de deriva, predicciones de trayectoria y la posibilidad de soltarle un cañonazo al primero que se le pusiera por delante. Para colmo, aquella realización de su para mí incomprensible sueño dorado, la hacía extraordinariamente juguetona en la cama, justo en los instantes en que yo no estaba para demasiados juegos. Lejos por tanto de hacerla confidente de mis inquietudes, hube de apretar los dientes, disimular pánicos y echar el resto pues, de saberme gallina y ella valiente, puede que decidiese cambiar de pieza artillera, y yo ya me había acostumbrado a ella y aun creo que la quería de veras.

Llegó finalmente el día de la gran prueba, que yo hubiera hecho retroceder con gusto, tocóse zafarrancho de batalla, corrió cada cual a su puesto, y el Invencible surgió de las tinieblas del hiperespacio semejante a un ángel exterminador armado de espada flamígera, la muerte súbita a cada costado y los fuegos del infierno en su cámara de calderas.

Firme en la sala de mandos, hice lo que pude para no cerrar los ojos en evitación de ver la tremenda flota megara que estaba seguro que nos esperaba para hacemos trizas. Pero ni en la pantalla visual ni en las mucho más agudas de los detectores pudo advertirse presencia hostil alguna. Tan sólo las indiferentes estrellas lucían en la negrura del espacio.

A punto estaba de aducir que sin duda el megaro, asustado al adivinar nuestra llegada, había huido de aquella zona, con lo que nuestra misión estaba cumplida y bien podíamos regresar por donde habíamos venido, pero me contuve a tiempo, en tanto que Héktor empezaba a planificar la exploración de los sistemas planetarios cercanos, en busca de unidades navales amigas o enemigas.

Calculóse un minisalto hasta el más próximo sol visible, diose el impulso y casi al momento hicimos diana para mi susto y el entusiasmo de mis compañeros.

Habíamos salido muy cerca de un planeta verde y azul, Tugal según las cartas estelares, y en su torno advirtieron los detectores una gran nave que orbitaba tranquilamente, como quien nada hostil espera que le llegue. Tocóse alarma y las astronautas se afanaron en poner una propicia luna entre el recién descubierto y nosotros.

Nada parecía haber sospechado nuestro antagonista, si es que lo era, pues los escudos antidetección del Imperio eran de calidad. En cambio nosotros pronto dispusimos de una ampliación de su imagen, que pasamos a estudiar en consejo de guerra. Era más grande que la nuestra y algunos llegaron a pensar en las ciudades volantes de la otra raza enemiga. Pero yo no podía equivocarme, y la tembladura que de pronto me entró menos todavía. En Garal habíase conservado tal cual vieja fotografía de los astronaves mixtas de combate y carga de los megaros, y no era otro el bicho que teníamos delante. Así lo manifesté, procurando afirmar la voz, y luego otros varios abundaron en ello, basándose en las descripciones más actuales de la presente guerra. Teníamos al enemigo ante nuestros cañones.

Puestas las cosas de esa manera, se pensó naturalmente en tomar la solución guerrera más fácil, es decir salir con las pantallas antidetectoras a toda potencia, acercamos al adversario y bajarlas de pronto para soltarle una andanada que le pulverizara antes de que se diera cuenta de lo que ocurría. Tan obvia parecía aquella táctica que incluso a mí, que ni de Rommel ni de Beethoven tengo nada, se me vino en el acto a la imaginación.

Pero de nuevo había contado sin Héktor. Escuchó éste con paciencia nuestros planes y luego se opuso a ellos.

—Los megaros, según las últimas noticias, están sacando hombres y mujeres vivos de los planetas para crear granjas humanas de alimentación —dijo—. En esa nave puede haber cientos de semejantes nuestros encarcelados y nuestro deber es liberarles, no destruirles. Debemos capturar la nave intacta.

Aquí estalló la tormenta. No digo yo, sino todos los presentes nos dábamos cuenta de lo absurdo de la proposición. ¿Capturar intacta la nave de los megaros? ¿Acaso pretendía Héktor organizar un abordaje?

—Pues sí —respondió el jefe, con toda tranquilidad—. Precisamente este crucero está adaptado para operaciones de ese tipo. ¿No sabéis que en los tiempos del Imperio llevaba a bordo un regimiento de infantes de marina precisamente para eso?

Antes de dejamos tiempo para reaccionar, empezó a desarrollar planes de combate que, como siempre, acabaron por convencer a muchos de los que le escuchaban. El ordenador de combate era capaz de colocar al Invencible casco contra casco del megaro, casi antes de que éste se diera cuenta de nada. Cortaríase entonces con un proyector ígneo un túnel en el cuerpo del adversario y se insuflaría un gas paralizador a gran presión, tras de lo cual pasaríamos nosotros, en escafandra, para dominar a los supervivientes. De creer a Héktor, con un poco de suerte ni siquiera habría que combatir.

¿Sí?, pensaba yo, incrédulo. ¿Y si los compartimentos estancos de la nave enemiga se cerraban, dejándonos aislados en grupos? ¿Y si los megaros, al verse perdidos tocaban el muera Sansón con los filisteos y volaban su nave y la nuestra con ella? ¿Y si tenían tiempo de ponerse las escafandras y resultaban ser más que nosotros? ¿Y si…?

Pero Héktor seguía hablando animadamente, anulando un obstáculo tras otro.

—Bastará con cien hombres de abordaje, si saben actuar. Llevarán dos proyectores y varias cargas huecas, para volar los compartimentos estancos si alcanzan a cerrarlos, y dar paso al gas. Con la presión que lleva en las bombonas se extenderá por toda su nave antes de que tengan tiempo para ponerse las escafandras, y además podemos estrenar los autómatas de combate que conseguimos en Dathia. ¡Todo depende de la rapidez con que actuemos!

Y para rematar la cuestión, a beneficio del personal de tropa que le escuchaba directamente o por pantalla, concluyó:

—De todas formas, sabed que tanto yo como mis oficiales estaremos en primera línea de la partida de abordaje.

¡Dioses inmortales! ¿Quién le mandaba a nuestro jefe incluir en la heroica frase aquel «como mis oficiales», incluyendo al menos uno que nada de acuerdo estaba con aquel disparate? Pero ya era tarde para hacerle rectificar, y la sentencia estaba firmada y rubricada con el clamor bélico de los tripulantes, definitivamente convencidos.

Despidiónos Héktor, tras señalar los jefes y los componentes de los escuadrones de abordaje, y pasamos unos a preparar la maniobra de aproximación, otros a disponer el gas paralizante, otros a programar los robotes de combate y el resto, los valerosos corsarios de las estrellas, a armarnos y equipamos para la lid.

Pensé yo incluso en pretextar enfermedad, pero ya mi querida pecosa habíase enterado de todo y teníame por héroe. Antes de que pudiera objetar nada, me sirvió ella misma el desintegrador debidamente cargado y se ofreció para ayudarme a meterme en la escafandra.

Resignado a lo inevitable, tuve ánimos para dirigirme en oración a mi diosa Atenea, rogándola que se armara para combatir a mi lado o que al menos mantuviera en alto mi ánimo, que los dioses pueden lograr lo imposible. Tras de lo cual, me dispuse para la batalla.

Pieza a pieza me fue colocando la radiante Susana aquella escafandra, no de otra forma de como antaño las walkyrias ponían la armadura a los caballeros del Japón, comunicándome que ella estaría vigilante en la torreta artillera y que de ningún modo consentiría que el megaro me apresara y devorara, pues en tal caso dispararía un cañonazo que haría volar en polvo tirios y troyanos. Con lo cual acabó de ponerme contento. Antes de terminar de enjaularme, me dio ella no obstante un beso asfixiador, al que correspondí con una buena sobada, ya que mucho me temía no volver a tocar cacha en este mundo. Púseme luego el casco, enfundéme los guantes, apresté el desintegrador y salí al pasillo a mezclarme con quienes ya se dirigían a la compuerta de abordaje, haciendo resonar el acero con el bélico son de sus pisadas.

Estaba ya Héktor en la compuerta, primero siempre en todo. A su lado se disponía el proyector ígneo, y se preparaban las grandes bombonas de gas. No tardaron en llegar los programadores de automátas, pues desde luego pensábamos echar por delante a los mecaninfos para que, de haber palos, mejor rebotaran aquellos en sus metálicas testas que en las nuestras, las cuales, no obstante la escafandra, mucho más blandas eran.

Ya debíamos estar acercándonos al navío megaro, aunque sólo Héktor, conectado su comunicador con el puente de mando, podía seguir la maniobra. Yo me limitaba a encomendarme a todos los dioses, rogando que no fallara la antidetección y que los caníbales no nos descubrieran hasta que fuera demasiado tarde para ellos. Pasaron minutos que parecían años, en tanto que me asaltaban mil picores en todas partes del cuerpo, que la escafandra me impedía rascar.

En esto vi a Héktor asentir con la cabeza como si estuviera hablando con alguien. En el instante siguiente retumbó un golpe tremendo que nos mandó a todos al suelo, donde quedamos pataleando como escarabajos boca arriba. Estallaron mil voces y gritos de sorpresa y dolor.

—¡Ahora! —gritó la voz de Héktor.

Torcí la cabeza y observé cómo la puerta de metal se deslizaba a la manera de un telón que se alza, dejando ver otra superficie metálica ¡que pertenecía al casco exterior de nuestros enemigos!

Ni tiempo tuve para asustarme del hecho, pues en el acto una terrible luz me cegó, y una oleada de calor escaldó mi pobre cuerpo. Héktor y otro más sostenían el proyector de fuego como Lancelot su lanza, disparando la llama insoportable contra el metal. Aullaron muchos de los nuestros y chilló un imbécil que no había dispuesto sus tubos de oxígeno y al que la ardiente atmósfera casi socarra los pulmones antes de que pusiera remedio. Pero al momento quedó abierto el paso al territorio adverso.

Abriéronse las espitas y el gas paralizador salió de golpe con tremenda pedorreta, a tal presión que por poco tumba a los mecaninfos. ¡El abordaje estaba en marcha!

—¡Adelante! —gritó de nuevo Héktor—. ¡Vamos, aprisa!

Lancé un feroz grito de guerra que sonó como chillido de rata cogida en trampa, y me lancé hacia el orificio abierto en la nave enemiga. Un tremendo clamor de aullidos, imprecaciones y amenazas cubrió misericordiosamente mi grito, y ya no hubo posibilidad de oír orden alguna, ya que a nadie se le había ocurrido disponer que cerráramos los comunicadores.

Como en una película que personalmente en nada me concerniera, vi a los robotes cruzar la frontera y vacilar antes de seguir el avance. El porqué lo comprendí cuando cruzamos en tropel de una nave a otra y todos caímos de bruces, conquistando los primeros metros de acero enemigo con nuestras barrigas. Pues la gravedad megara era algo superior a la nuestra y nadie conocía ese detalle.

Algo debía ordenar Héktor, pero su voz se perdía en la barahunda de tacos, alaridos, insultos y gruñidos que emitíamos. Nos pusimos de pie mal que bien, apoyándonos los unos en los otros, mientras que los automátas casi se perdían de vista. Poco a poco fue poniéndose en marcha la horda, arrastrando proyectores y bombas de gas, pataleando con estrépito como si pisáramos uva y agitando amenazadoramente desintegradores y fulgurantes.

A lo que menos se parecía aquello era a las clásicas estampas de abordajes antiguos, con los filibusteros y berberiscos lanzándose ágilmente a la cubierta del galeón enemigo, o balanceándose en el aire colgados de cuerdas, con el cuchillo entre los dientes. A decir verdad aquello ni siquiera parecía un abordaje.

¿Y los megaros? ¿Dónde se habían metido los megaros? Esa pregunta nos la hacíamos todos, y yo el primero. Pero en mi caso no por ganas de encontrarles, que el divino placer del combate con gusto se lo dejaba a mis compañeros. Era que temía una trampa, y sentía cómo mis dientes se entrechocaban bajo el casco y el respirador, mientras nos atropellábamos tras los robotes, chocando unos con otros, raspando las paredes y derribando infinidad de chirimbolos de uso inédito que a nuestro paso hallábamos.

—¡Adelante, adelante! —se gritaba sin cesar—. ¡Muerte a los megaros!

Pero finalmente resultó que Héktor tenía razón, y que el gas había combatido por nosotros. Apenas una decena de aquellos innobles seres quedaban a bordo, y los vapores maléficos les alcanzaron antes de que pudieran escafandrarse o tomar cualquier otra medida. Aquí y allá les encontramos, en lo que debían ser sus camarotes, en el puente de mando y junto a las máquinas. Caímos sobre ellos para atarIes antes de que el efecto del gas pasara, y no tardamos en comprender que habíamos obtenido una gran victoria y que la nave enemiga era nuestra.

No quedó contento Héktor, de todos modos, hasta que registramos la gran nave centímetro a centímetro, no fuera a quedar oculto algún paralizado que, al dejar de serIo, nos diera una sorpresa desagradable. Finalmente, seguros ya, celebróse nuevo consejo de guerra. Añadiré que todos estábamos eufóricos por la gran victoria y hasta yo me hallaba dispuesto ahora a merendarme cuanto enemigo me saliera al paso, sin pensar que no siempre el gas estaría disponible para evitar el contraataque adverso.

Habíamos echado en falta los lanchones de desembarco de la nave, y no tardamos en comprender que la mayor parte de la dotación debía estar en la superficie del cercano Tugal, dedicados a la ingestión de sus infortunados habitantes. Olvidé decir que no hallamos rastro de prisionero alguno, aunque sí evidentes indicios de salvajes festines caníbales que en la nave habíanse celebrado.

Con el furor que estos últimos hallazgos despertara en nosotros, poca clemencia podían esperar los prisioneros.

En cuanto se les pasaron los efectos del gas se les trajo de malos modos ante un improvisado tribunal y como se limitaban a chirriar con rabia, les enviamos a que le chirriaran al radamante, haciéndoles pasar al espacio en traje de calle.

Quedaba el problema de los demás megaros, los que se hallaban en el planeta. Podíamos abandonarIes allí, pero entonces seríamos responsables de todas las barbaridades que en la población humana local, que se anotaba en la carta como muy primitiva, hicieran. Intervine entonces yo con una idea que juzgué luminosa.

—¿Y por qué no esperarIes que vayan subiendo en las lanchas, y cogerIes a medida que llegan?

Mas de tal forma el Saturnio ciega a aquellos a quienes quiere perder, que una vez más Héktor puso objeciones a este tan sencillo plan.

—Nada nos dice que no se crucen contraseñas y órdenes cuando los lanchones vayan llegando, lo que podría damos un serio disgusto —dijo—. Mejor haremos bajando nosotros mismos y dándoles la batalla en la superficie del planeta, ahora que podemos pillarIes por sorpresa.

Jaleóse la proposición, y debo confesar que incluso yo mismo, de cuya heroicidad tendrá ya noticia quien esto lea, llegué a contagiarme con el general ardor, y fue así como los del grupo combatiente embarcamos en un par de navecillas auxiliares y nos precipitamos hacia Tugal como aves de rapiña sobre un tranquilo rebaño.

Los primeros acontecimientos parecieron dar la razón a nuestra táctica agresiva. Localizadas ciertas emisiones megaras por nuestros técnicos, caímos de lleno en el campo de aterrizaje de los caníbales, situado junto a un lago, a orillas de un tupido bosque o selva, y la suerte de las batallas nos fue propicia. Nada debían sospechar nuestros enemigos o acaso eran por completo imbéciles, pues al aterrizar las navecillas creyéronlas propias y corrieron todos para ver que pasaba, congregándose en torno a ellas. Dímosle entonces al fulgurante y al desintegrador sin piedad, recordando las hazañas anteriores de aquellos malnacidos, y tuvimos el acierto o la fortuna de despenarIos a todos antes de que pudieran defenderse o correr. Tras de lo cual desembarcamos, borrachos de victoria, buscando entre sus lanchones y sus primitivas instalaciones algún superviviente que no existía.

Buscamos igualmente rastros de prisioneros, pero también éstos se hallaban ausentes. Pocos eran, comprendimos, los megaros que tan fácilmente enviáramos al Tártaro, por lo que se supuso que el grueso de la tropa debía hallarse ausente, dedicados tal vez a la recolección de presas humanas.

Llamó Héktor a uno de los pilotos técnicos y le encargó la tarea de explorar en una navecilla los alrededores. Entretanto, investigamos igualmente los de infantería todo el campamento enemigo, donde no hallamos nada de valor, pero sí muchas cosas que nos servirían como recuerdos de la jornada. En aquellos momentos nos creíamos invencibles, pues dos batallas habíamos ganado sin sufrir bajas por nuestra parte.

No tardó nuestro explorador aéreo en radiar excitantes noticias. Aquí y allá, dentro del bosque, ardían varios poblados junto con los campos de cultivo que los rodeaban.

Era de nuevo la atroz marca megara sobre los pueblos de los humanos, lo que una vez más nos hizo alegramos de haber exterminado tanta fiera y aun desear el sacrificio de aquellas que todavía quedaban vivas. Giró y giró la nave en el cielo y poco después nos comunicó que una larga columna de gente avanzaba a través de la selva en dirección a donde nosotros estábamos.

—¡No hay duda! —exclamó Héktor—. Es la caravana de los prisioneros, el ganado humano que esos caníbales conducen hacia su base para embarcarlos en dirección a su nave principal.

Gritamos con furia, expresando claramente la intención de oponemos con todas nuestras fuerzas a tal desafuero.

—No saben lo que ha pasado aquí —continuó Héktor—. Les tenderemos una emboscada y liberaremos a los prisioneros.

¡Ah, de qué forma el nefasto Marte Ares nubla la mente de los mortales! Pues todos asentimos a ello y, sin considerar cuál era la fuerza propia ni la ajena, nos dispusimos a librar nueva batalla.

Envió nuestro jefe como exploradores a quienes encontró más dispuestos para ello, un trío de ganapanes que procedían de un mundo boscoso y estaban por tanto, según confesión propia, capacitados para esconderse entre los árboles y observar sin ser observados. No descuidó en proveerles de puestecillos de radio para que pudieran darnos cuenta de lo que vieran. Mientras tanto los demás disponíamos nuestras armas de mano y aun fanfarroneábamos sobre el estropicio que pensábamos hacer en las adversas filas apenas las pusiéramos en funcionamiento.

Minuto tras minuto nos llegaba ahora noticia de la marcha enemiga. Se componía el contingente de una larga columna de humanos con las manos atadas y la expresión abúlica de quien aún no se ha hecho a la idea de la catástrofe que le ha caído encima.

Y, desde luego, flanqueaban la dicha columna los odiados megaros, en número de unos doscientos, armados unos y provistos los otros de látigos con que azuzaban a la miserable hueste humana.

—Poned las armas al mínimo de energía —aconsejó Héktor—. Hay que matar a los megaros sin que sus prisioneros sean alcanzados.

Obedecimos y nos fuimos apostando en los lugares que nos parecieron más convenientes, vista la trayectoria que el enemigo llevaba, y que nuestros exploradores nos transmitían al detalle.

¡Dioses inmortales! ¡Los megaros nos superaban en número en proporción de dos a uno! Y sin embargo nadie dudaba de una fácil victoria. Pensábamos ser gigantes y ellos enanos, titanes y ellos gusanos, genios guerreros y ellos muñecos. Olvidábamos completamente que aquella raza de caníbales había sido durante años el terror de la estirpe humana, y habíamos pasado de un extremo a otro, del pánico al desprecio, igualmente irracional aquél que éste.

Como lugar de emboscada habíamos escogido la periferia de un claro en el bosque, mejor dicho un lugar en el que la arboleda y la maleza eran menos densas, situado no muy lejos de donde la selva cedía para dar paso al lago y a la base de aterrizaje megara. Procuramos todos ocultarnos lo mejor posible para dar a los caníbales la sorpresa de sus vidas.

Precedió a la llegada de la columna el ruido de la vegetación al ser removida y algunos gruñidos que debían ser conversación megara. Surgió luego aquí una cabeza, allá un torso, y después, en el instante siguiente, la cabeza de la procesión, compuesta por un grupo de caníbales de aspecto feroz. Les seguía una multitud de pobres humanos, sucios y escasamente vestidos, tropezando y tambaleándose por causa del estorbo vegetal y por tener atadas las manos. Otros megaros les animaban a latigazo limpio.

Poco a poco, sin adivinar la presencia de quienes ocultos estábamos, víctimas y verdugos entraron en el claro, agradecidos unos y otros por la mayor facilidad de movimiento. Siguió penetrando la columna, haciéndome temer que algún megaro terminara por descubrimos. Pero antes de que ello ocurriera sonó un grito, restalló un tiro y al instante se armó la marimorena.

En los primeros segundos dimos gusto al gatillo a mansalva, con lo que muchos adversarios mudáronse de este mundo al otro sin adivinar siquiera de dónde les llegaban las galletas. Prodújose luego la desbandada principalmente entre los prisioneros que, advirtiendo que aquel bollo podía mejorar su suerte, a más de ser malsano el lugar con tanto rayo, se apresuraron a poner las piernas en movimiento, aun con los brazos atados. Cruzáronse multitud de ellos en nuestra línea de tiro al tiempo que principiaban a arder arboleda y arbustos, con lo que hubimos de suspender o reducir el fuego.

En medio de la confusión pudimos ver cómo gran tropa de megaros tomaban igualmente las de Villadiego, con lo que pensamos que la victoria era nuestra y, apellidándola a gritos, nos dispusimos a completarla. Vi a Héktor salir de su refugio, siempre el primero en la acometida, y tras él muchos de los nuestros, buscando animosamente el cuerpo a cuerpo.

¡Ay, qué demasiado temprano habíamos dado al megaro por acabado! Pues sucedió que no todos los caníbales huían y, en el apogeo de nuestro entusiasmo, fuimos de pronto blanco de una nutrida descarga de rayos, de parecido modo a lo realizado por nosotros anteriormente, y tuve el horror de ver a Héktor alcanzado de lleno, con otros varios, y observé cómo perecía el mejor de mis amigos, y cómo desparecían en un instante todos sus sueños de fundar un nuevo y glorioso Imperio, y de qué forma tanto tiempo de afortunadas aventuras hallaba su fin en un solo instante.

Sobreviví en cambio yo mismo, pues aunque inflamado de momento por el artero Marte, no podía dejar de ser quien era, y si Héktor atacó el primero y murió, yo salí el último y continué viviendo. Chillé, junto con otros muchos, y me lancé a tierra para esquivar el rayo enemigo, llenándome la boca de barro, al tiempo que deseaba ser topo para excavarme un agujero que se hincara en el planeta y saliera por sus antípodas. En esto redobló el infierno, cuando los nuestros, al menos los que vivían, abrieron a todo caño el fuego de sus armas, y aun hubo quien lanzó una granada al centro del claro. Tumbáronse árboles, eruptaron hojas al cielo y cayeron combatientes de ellos y de nosotros, así como numerosos indígenas presos a quienes ya nadie se cuidaba de respetar.

Debí sin duda rodar sobre mí mismo y luego botar como una pelota para ponerme fuera del alcance del fuego, pero nada recuerdo de ello. Mi primera sensación fue el verme corriendo como nunca antes lo hiciera, atravesando la jungla cual si no existiera, a la manera de un obús que perfora una nube de papeles flotantes. Pues al verme en medio de aquella red de fuego, entramado de rayos y volcán de fulguraciones, mis solas piernas se adelantaron a cantar el «palometa, que haces quieta», y se animaron a besarme el cuello, lanzándome lejos de donde nada se me había perdido y poco podía ganar sino alguna no buscada lagartijera.

Corrían muchos entre el humo, y yo con ellos, hasta que casi todos se fueron perdiendo de vista. Delante de mí, no obstante, alguien galopaba como un descosido, y guiado por no sé que instinto me puse a su cola, sin que pudiera ni yo acercarme ni él aumentar distancia, tal era la marcha que uno y otro llevábamos. Y sólo algún tiempo más tarde advertí de que le estaba pisando los talones nada menos que a un megaro.

Di un respingo, lleno de espanto al temer que se volviera y me hiciera cara, pues si la vista de su cogote ya me horrorizaba, la imagen de su jeta sin duda bastaría a separarme el ánima del cuerpo. Así pues di un cuarto de vuelta tan rápido como pude, y salté en la nueva dirección atravesando un espino tan espeso que, sin ser yo jainita me hizo reencarnarme en erizo, no notando nada en el instante, ya que todo mi esfuerzo y mi consciencia se concentraban en el problema de poner la mayor distancia posible entre mi anterior compañero de fuga y yo mismo. También debí atravesar después sin saberlo un río o arroyo, ya que me encontré hecho un sopicaldo cuando finalmente la debilidad humana me hizo detenerme y aún más, me arrojó de bruces al suelo.

Nadie se veía ni oía en torno mío y cuando se me pasó el sofoco, me asaltó de repente el nuevo pánico de verme perdido en medio de un bosque que no conocía y que podía albergar cualquier malintencionado bicharraco tan ávido de mis mollejas como si megaro fuera. Tal cual siempre solía ocurrirme, me arrepentí demasiado tarde de mi imprudencia, maldije una y cien veces mi inoportuno ardor bélico y pedí favor y ayuda a la diosa de mi devoción.

¿En qué dirección había quedado, maldita fuera mi estampa, la base enemiga conquistada, con las navecillas que podían conducirme a la cómoda seguridad del Invencible? El bosque parecía igual por todos lados y ni aun podía reconocer el camino por el que tan rápidamente había venido. Cambié de postura y las espinas que conmigo llevaba se hincaron en mi cuerpo, haciéndome ver las estrellas.

No, sin duda no me dejarían abandonado en aquel mundo hostil. Mis compañeros tendrían que buscarme, no podían menos que hacerlo. Pero luego recordé con terror y pena la muerte de mi buen amigo Héktor. Quizá, privada de su sensata cabeza, la tripulación cedería al pánico y abandonaría a toda máquina el planeta, dándome por muerto o ni siquiera preocupándose de lo que pudiera ser de mí.

¿Gritar pidiendo socorro? La selva podía estar infestada de megaros fugitivos, por no hablar de otros peligros a los que mi voz pudiera atraer. ¿Avanzar entre la vegetación? ¿Y para dónde?

Un nuevo pinchazo me hizo gritar. Opté entonces por quitarme toda la ropa que llevaba encima, procurando que se secara al poco sol que pasaba entre los árboles, y luego arrancarme una a una las espinas que me atormentaban, entregando entretanto mi seguridad al destino y a la bondad de mi diosa. Como, para nueva desesperación mía, había perdido en alguna parte de mi recorrido el desintegrador que en la batalla usara, me agencié un buen garrote por si de algo podía servirme y con él cerca, como nuevo desnudo Adán en el mundo primigenio, arranqué uno a uno aquellos agudos dardos vegetales que, cual a otro San Sebastián Bach, erizaban mi anatomía.

Durante el tiempo que duró la tarea, nadie ni nada apareció para estorbarla, bien que se oyeran toda clase de cantos, gritos y chirridos provenientes de invisible fauna, ya tranquila al haber cesado el estruendo de la batalla. Menos tranquilo, desde luego, estaba yo, pero aun así me impuse la tarea de desespinar igualmente mis ropas, que seguían mojadas, hasta que las vi libres de pinchas. Entonces me arriesgué a meditar sobre mi suerte.

Evidentemente yendo para un lado acabaría por alcanzar el lago y la base donde quizá estuvieran todavía mis compañeros y yendo para el lado opuesto llegaría a los incendiados poblados indígenas. Pero las otras dos direcciones me harían dar un agradable paseo por la interminable jungla, donde podría tranquilamente vagar hasta que los peces criaran pluma. De nuevo maldije mi fortuna, pues ni idea tenía de cuáles direcciones eran las buenas y cuáles las malas.

Probé a escalar un árbol con la esperanza de ver algo útil desde la cima. Pero, si muy fácil aquella tarea resultaba para los héroes de los carretes videofónicos, penosa se presentaba para mí, que ni flaco ni fuerte era. Caí un par de veces por tierra y la tercera, al pretender colgarme de una especie de liana, originé el desplome sobre mis desnudas espaldas de un par de insectos de feísima catadura, que me hicieron bailar y brincar por un rato, cual fauno loco de los bosques, hasta deshacerme de ellos.

Pensando finalmente que si allí quieto me estaba ni el lago ni el poblado llegarían hasta mí, decidí ponerme en marcha para donde fuera, confiando en que mi diosa haría acertada la elección. Vestíme de nuevo, pese a estar aún húmeda mi ropa, y ello lo hice porque el hombre desnudo se halla siempre inseguro, y teme siempre golpe o mordedura de alimaña en parte íntima de su anatomía. Apresté mi garrote y, tomando por donde la selva me pareció menos espesa, inicié el camino.

Caminé y caminé entre arbustos y troncos caídos, usando el palo tanto para abrirme camino como para guardar el equilibrio. Todo era verde y marrón, y olía a podrido. A una barrera de árboles sucedía otra, y a la segunda la tercera, sin que pudiera advertir cualquier espaciamiento que me anunciara la proximidad del lago, los campos cultivados indígenas o cualquier otra novedad.

No sé cuánto tiempo pasó, pero el caso fue que empecé a sentir hambre. Había llegado mi habitual hora de cenar, que en otras circunstancias habría transcurrido en el acogedor comedor del Invencible o en mi propio aposento en compañía de la risueña Susana. Mas en la realidad me veía allí abajo, solitario, falto de víveres y sobrado de miedo. Volví a pensar, pues en tales situaciones llegan los pensamientos más estúpidos, en los relatos de aventuras selváticas que alguna vez había leído, y en lo fácil que allí parecía todo. Se narraba cómo el protagonista en el segundo día de su viaje consiguió matar un cervato que puso agradable contrapunto a su dieta de raíces y frutos silvestres, pero yo allí no advertía ni raíz ni fruto alguno, ni aun en el caso de encontrarlos iba a comerlos así como así a riesgo de envenenarme. Tampoco veía cómo ninguna pieza de caza iba a ser tan idiota como para dejarme acercar a tiro de garrote, estando ella acostumbrada al bosque y yo no. Por añadidura tal era mi ánimo, que más probable era que el cervato me cazara a mí que no el viceversa.

Para acabar de darme alegría empecé a notar al poco tiempo que la luz se iba marchando, amenazando con la llegada de la noche. Sabía que en otras junglas parecidas a aquella, la puesta del sol suele ser señal de salida para toda clase de peligrosos carniceros, lo que no me causó ningún placer ni risa. Efectivamente, al llegar las tinieblas, aumentó el nivel medio de extrañas voces animales, y a su compás se intensificó mi tiritera. De nuevo pensé en subirme a un árbol, pero si no pude logrado a plena luz del día, ¿cómo hacerlo ahora entre las sombras que cada vez más espesas eran? Cierto que no pasé sin intentarlo pero si a otros el miedo da alas, a mí más bien me pega al suelo, haciéndome el doble de grávido y la mitad de ágil. No hubo así remedio, y quedé temblando en tierra, a merced de cualquier adversario que me acechara.

No debía estar visible ninguna de las lunas del planeta, o acaso las copas de los árboles no las dejaban ver, pues oscuro estaba como boca de lobo.

Como no podía hacer nada, ni traer luz alguna que me tranquilizara, me acosté al amparo de un gigantesco árbol e intenté descansar algo, ya que el dormir me resultaría imposible con el miedo que tenía. Pero no tardé en alzarme como un muñeco de resorte, cuando no muy lejos de allí estalló el disparo de un desintegrador, espantando a las bestias nocturnas.

¿Amigo o megaro? En la duda me abstuve de gritar, pensando que aún me quedaba la posibilidad de sobrevivir a la noche y llegar de día a algún sitio amistoso, en tanto que si atraía a los megaros poco tardaría en estar en su estómago. Apretéme todo lo que pude contra el gran tronco que me protegía al menos las espaldas y una vez más rogué a mi diosa.

Gritó alguien en la lejanía, y estallaron nuevos tiros, aquí y allá. Luego cayó de nuevo el silencio, más pronunciado al haber callado del susto los animales de la noche, y fue entonces cuando creí escuchar alguien o algo que se acercaba cautelosamente.

Quedé paralizado, fijos los ojos en la oscuridad, apretado el lomo contra el árbol, como si con él quisiera fundirme, y rogando a todos los dioses conocidos y aun a otros que me inventé para que el intruso pasara de largo sin prestar atención a mi humilde persona. Vana esperanza, pues cuando más asustado estaba, de pronto algo silbó en el aire y me vi atado con habilidad, con los brazos sujetos contra el cuerpo y éste al árbol en el que había buscado amparo. En el primer instante de pánico pensé si no habría sido atacado por algún serpentón propio de aquellas tierras, mas luego reconocí el tacto de una cuerda tosca, y enseguida rebulleron en mi torno algunas formas indistintas, en tanto que curiosas manos sobaban mi anatomía.

Grité ahora con todas mis fuerzas, pues me imaginé en zarpas megaras y esperé de un momento a otro que alguien me hincara el diente. Pero a mi grito respondieron otros acentos, y noté que unas fuertes manos me cogían por los brazos, al tiempo que me libraban del lazo que me inmovilizaba.

—¿Quiénes sois? ¿Quiénes sois? —pregunté.

Me había sorprendido creer reconocer tonos de voz mujeril en mi torno. Me solté un brazo sin que se me opusiera mucha resistencia y al tantear con él en la oscuridad topé con unas asentaderas que de masculinas nada tenían, y experto soy en la materia, y que tampoco se animaban a retirarse, bien que yo estaba demasiado asustado para deleitarme en el trance. Sonaron risas joviales, y luego alguien trajo una antorcha y pude ver a quienes me habían capturado.

Para mi sorpresa vime rodeado de amazonas, semejantes a las que dicen que Alcides combatiera en Tracia. No me parecieron nada feas, aunque de aspecto salvaje y agresivo, y armadas de lanzas, hachas y espadas para mí nada tranquilizadoras. Vestían sucintamente, a lo primitivo, lo que no dejaba de aumentar su gallardía.

Sin embargo, aunque algo más tranquilo, no se me pasó del todo el susto, al pensar que si anteriormente esclavos por nosotros liberados nos habían despojado, probable era que aquellas damas a quienes nosotros socorriéramos del megaro lo pagaran en mi persona con lanzazo y tente tieso, ya que con salvajes nada es seguro.

Sin dejar de charlar con animación, me urgieron a que las acompañara, llevándome a través de la selva que al parecer conocían a la perfección.

No entendía lo que ellas decían, pero no parecían insultarme ni amenazarme, con lo que llegué a forjarme buenas esperanzas. Llegamos a un claro del bosque, iluminado también con antorchas y allí se me enfrentó una rubia corpulenta y no mal construida, que colegí debía ser la Hipólita o Pentesilea de aquella amazonería, y que habló en tono interrogativo con mis escoltadoras, como preguntándoles que clase de bicho era yo y dónde me habían cogido.

Llegaron sin duda a un acuerdo y después, a una señal de la cabecilla, trajeron para mi espanto un megaro, bien que atado como un salchichón y rudamente tratado por sus carceleras. Luego la Pentesilea me sorprendió hablándome en una comprensible lengua galáctica, aunque de forma abreviada y con acento exótico.

—¿Él, enemigo tuyo? —dijo.

Me apresuré a asentir con grandes cabezadas, al tiempo que aseguraba marcando bien las sílabas, que los megaros y yo éramos todo lo enemigos que en la vida se pudiera ser.

—Bueno —dijo ella. Y a su signo el megaro fue quitado de la vista con no poco acompañamiento de puntapiés.

Algo ordenó la jerifalta y en el acto dos de sus súbditas me tantearon con rapidez el cuerpo. Pensé en el primer momento que querían meterme mano, pero a continuación la rubia me sacó de dudas.

—¿Dónde arma de rayo?

Suspiré y señalé a la selva, haciendo notar que la había perdido. Visto lo cual y como muestra de confianza y afecto que en mucho agradecí, una de las amazonas me puso en la mano un desintegrador de rara factura que debía pertenecer originariamente al megaro que me habían presentado o a un compañero suyo. Sin saber muy bien qué hacer, se lo ofrecí a la jefa, lo cual me valió ser objeto de un murmullo de simpatía.

Ya más bien aliado que preso, púseme de nuevo en marcha con la comitiva en dirección que supuse sería la de los poblados. Para mi sorpresa vi que a nuestra columna se iban agregando cada vez más megaros atados y azuzados a punta de lanza, hasta completar un buen contingente. Pensé con alegría que aquella raza maldita parecía haber encontrado la horma de su zapato.

Llegamos a los todavía humeantes campos de cultivo cuando ya empezaba a sentirme cansado. Aquí el megaro se había portado como quien era, quemando y destrozando lo que no podía llevarse, pero la industriosa población nativa trabajaba ardorosamente a la luz de las antorchas, sofocando los últimos remanentes de fuego y haciendo cuenta de lo destruido y de lo salvable. Observé que la mayoría de los trabajadores eran varones y ello me reafirmó en la idea que ya tenía acerca de la sociedad en que me encontraba.

También en el poblado se avanzaba en la tarea de reconstrucción. Quedaba en pie un edificio de piedra, aunque con el tejado de madera chamuscado, y allí me condujeron como amigo y confederado, preparándome un banquete de bienvenida, lo que desde luego mucho me gustó. Estuvieron también presentes la reina o presidenta de las amazonas y media docena de mujeres que debían componer su Estado Mayor.

Poco a poco, entre bocado y bocado, que todos me parecieron excelentes, me fui enterando de lo que desde el punto de vista de mis anfitrionas había sucedido. La dirigente, que Aliana se llamaba y no Pentesilea ni Hipólita, había aprendido algunas nociones de lengua comercial galáctica de mercaderes estelares visitantes en ocasiones de su planeta y, mal que bien, pudimos mantener cierta conversación.

Toda aquella comarca regíase por matriarcado, del que mi interlocutora era cabeza visible y actuante. Cazaban y en ocasiones guerreaban las féminas, en tanto que los varones se dedicaban al cultivo, la artesanía y la construcción. La llegada de los megaros coincidió, a fin de cuentas afortunadamente, con una gran partida de caza en que la mayoría de las amazonas tomaban parte, por lo que sólo hallaron los caníbales ante ellos niños y hombres indefensos. No mataron en principio a ninguno, limitándose a hacer con ellos cuerda de presos y escoltarles hasta su base principal. De por qué hicieron el recorrido a pie a través de la selva en vez de mandar los lanchones a aterrizar en el poblado, pregúnteselo el lector a los megaros, que no a mí. Tal vez les faltara sitio en las navecillas, o anduviesen cortos de combustible o prefirieran hacer deporte.

Cuando las amazonas, avisadas por fugitivos, llegaron a su poblado lo encontraron desierto y en llamas. Haciendo gala entonces de más valor que buen sentido, pusiéronse en pie de guerra y siguieron la pista de sus adversarios, dispuestas a no dejarles ir sin batalla. Sin duda, de haber alcanzado al enemigo estando éste tranquilo y formado, mucho hubieran tenido que lamentar, pues los desintegradores caníbales hubieran fácilmente hecho chicharrón de aquellas petulantes jovencitas, lo que hubiera sido gran lástima. Pero intervino justo a tiempo el contingente de desembarco del Invencible y tras del combate del que el lector tiene noticia porque yo se lo he contado, dispersáronse por todo el bosque prisioneros, megaros y aun guerreros nuestros, quedando desierto el campo de batalla e indeciso el resultado de la misma.

Viendo las amazonas cómo el enemigo se había disuelto y habiendo sido recogidos muchos de los prisioneros, tuvieron la astucia de aguardar la noche, siguiendo entretanto en grupos a los despavoridos caníbales para estar ciertas de su localización. No sé si he dicho, y si no, lo hago ahora, que aquellas muchachas tenían vista de gato en la oscuridad con lo que, unido a su conocimiento de la selva, apenas tuvieron dificultad en ir cazando al adversario uno por uno, y también del mismo modo a mi persona. Pero eran lo suficientemente listas para dar a cada cual lo debido, y por ello teníannos a nosotros, y a mí en particular como más cercano, por los verdaderos triunfadores de la batalla, y ciertamente lo agradecían.

Intenté yo corresponder con mi historia, mas pronto me vi turbado por un nuevo apuro. Y era que, como suele suceder, el desahogo de ver pasado el peligro, unido a la buena comida, al calorcillo de la chimenea que caldeaba la estancia y a la exposición de tanta cacha amazónica al descubierto, hacíame blanco para las picardías de Cupido Eros y de su bella madre citerea, y la función resultaba cada vez más evidente, para mi mayor bochorno.

Notó una de las oficiales de Estado Mayor la turbación de mi charla y, buscando su causa, no tardó en hallarla. Rio entonces con toda gana y habló rápidamente con el resto de la concurrencia, lo que provocó una salva de carcajadas y aumentó mi confusión. Ignorante de la etiqueta que en aquella sociedad matriarcal reinaba, temí caer en el desagrado y aun en el castigo por lesa majestad, si no hallaba la soberana de su agrado tal clase de homenaje.

Pero tal no fue, ni con mucho, el caso. Reía la reina, al contrario, más que las otras y de pronto, tras una sorprendente y muy expresiva frase, sin duda aprendida de algún mercader espacial en parecido trance, echó al techo sus vestiduras y se lanzó sobre mí como coyote sobre cordero. Apuréme yo al pronto y más al ver que, como es norma en las grandes batallas, el estado mayor seguía al general por el camino de las hostilidades, y aun llegué a temer que el entero ejército amazonil irrumpiera en la tienda para hacer otro tanto, en cuyo caso más me hubiera valido caer en las zarpas del megaro. Pero al parecer tan sólo las dirigentes tenían intención y derecho de acometer a la beldad caída de las estrellas que yo era, por lo que, aunque desigual, el combate no fue del todo abrumador. Larga resultó no obstante, la noche y a pique de sucumbir me hallé más de una vez, en especial cuando era acosado por varias adversarias al mismo tiempo. Puedo decir sin embargo que, siendo yo más aficionado a las pugnas citereas que a las marciales, disfruté grandemente de la sesión, y que de tal naturaleza sean todas las batallas en las que me vea implicado hasta el día de mi muerte.

Cuando al fin me dejó el Alto Comando de las amazonas, aún pude dormir unas horas, con el agotamiento que el lector puede suponer y envidiar. Me vino a despertar, ya muy entrado el día, un fenomenal griterío en el exterior, y aun creo que ni siquiera eso me hubiera arrancado de la rústica cama, de no entrar en el aposento una amazona para rogarme en nombre de la reina que saliera.

¡Qué espectáculo! Todo el poblado e incluso presumo que la región entera, se hallaba allí, esperándome. Amazonas en trapío de gala, emplumados varones, ancianos, niños, niñas… Y todos me aclamaron con gran trueno de gritos y aplausos en cuanto mi figura se hizo presente. Sin saber qué hacer, me incliné una y otra vez, saludando como actor en el escenario. Al hacerla advertí un sector que no aplaudía, y en verdad que no tenía mucho motivo para hacerlo, ya que estaba compuesto por los cautivos megaros atados codo con codo.

No tardó en acudir a mi lado la sonriente Aliana, que fue también objeto de cálidas aclamaciones.

—Mírales, Gabriel Luján —me dijo, en su primaria lengua galáctica, indicando un nutrido grupo masculino, quizá más emperifollado que el resto—. Te agradecen haberles librado de la esclavitud y de la muerte.

En efecto supe que aquellos desdichados prisioneros que los megaros habían conducido a sus naves atribuían su salvación, no sin razón, precisamente a nuestro ataque que les había permitido dispersarse y huir a la selva. El hecho de haber muerto más de uno de ellos bajo los fuegos cruzados en nada alteraba su agradecimiento.

De nuevo, al verse designados, insistieron en sus aplausos, y yo en mi saludo. Pensé si aquella existencia de varones domados les resultaba tan querida como para regresar a ella con gusto una vez libres, mas luego me llegó la idea de que si entre las amazonas las individuas de tropa mostraban tanta fogosidad como el generalato, más envidiable que digna de lástima sería su posición.

—Mis exploradoras han descubierto una de las naves de tu pueblo en la ribera del lago —siguió mi real interlocutora—. Si lo deseas podemos conducirte, junto con los prisioneros, hasta ella. De lo contrario, con todo placer te tendremos como huésped tanto tiempo como lo desees.

La primera frase me dio un alegrón, pues había verdaderamente temido la fuga de los míos. En cuanto a la segunda, no dejó de producirme un cierto brote de añoranza, al recordar lo hecho. Pero luego medité en las ventajas de la moderna civilización, comida sofisticada, vino de marca, aire acondicionado, finos ropajes, etcétera, las comparé con las vistas y supuestas en aquel poblado alegre pero primitivo y me decidí por las primeras. Amén de no estar muy seguro de sobrevivir a una serie de noches como la recordada.

Agradecí, por tanto, la oferta, pero me excusé de ella mencionando el sentido del deber que me obligaba a regresar junto a mis compañeros de nave y batalla. Aún quedaban en el universo, dije heroicamente, muchos megaros y muchas víctimas que liberar de sus garras tal como lo habíamos hecho con los presentes.

Así pues, me despedí de todo el mundo y acepté a la muchacha guía que me proporcionaron, además de una cuadrilla de varones, habitualmente cuidadores de ganado, que me ayudarían a llevar la columna de megaros cautivos.

Me asombró la cuantía de éstos, ya que no había menos del centenar y pico, y rendí silencioso homenaje al valor y habilidad de las jovencitas que habían logrado tan magna cosecha, bien que auxiliadas por la oscuridad nocturna que para ellas no lo era y por el estado de pánico y dispersión en que las presas se hallaban. Pero me inquietó que gente tan maligna fuera junto a mí en tal número, aunque muy sumisos y apáticos parecían, y por ello vigilé que fueran bien atados de manos, y unidos cuello con cuello por una larga soga. Me hice además con un par de desintegradores de manufactura caníbal poniéndolos uno en mano y otro en cintura por lo que pudiera suceder. Tras de lo cual y de una última despedida, púsose en marcha la comitiva.

Sin historia fue la travesía de aquel bosque que de tal forma me asustara la primera vez, ya que ningún animal salvaje se atrevió a acercarse al ver tanto gentío. Molesto sí que fue el camino, pues tal es mi habilidad en la vida selvática que apenas hubo espino en el que no entrara, raíz con la que no trompicara o charco en el que no chapuzara. También tropezaron mucho, debido a ir atados, los presos megaros, pero en tanto que a mí se me ayudaba, a ellos se les daba de palos por su torpeza. Con mayor razón cuanto que entre sus pastores había varios de los que habían sido a su vez pastoreados por ellos la vez anterior, y si la venganza es placer de dioses, tampoco los mortales suelen hacerle ascos cuando pueden ejercerla.

Habíamos enmochilado a los cautivos con carga de provisiones, y así pudimos hacer alto para comer, siendo maravilla cómo la amazona hizo fuego con yesca y pedernal en pocos segundos. Comimos así caliente nosotros, mientras que alguna tajada fría se dio a los caníbales, que no vacilaron en devorada. Lo que nos convenció de que el comer carne humana no era por necesidad fisiológica, sino por vicio o malignidad de su raza.

Temía yo que se nos hiciera de noche en la selva, pero resultó que en aquel planeta los días eran más largos que aquellos a los que yo estaba acostumbrado, y aún había luz cuando llegamos a la vista del lago y de mis compañeros.

¡Qué decir de la alegría de aquel encuentro! Previamente, apenas mi compañera amazona me avisó de la inminencia del contacto, me puse en cabeza de la formación y empecé a gritar el «¡no tiréis, que soy Luján!», repitiéndolo sin cesar y sólo interrumpiendo la canción con algún taco al dar un tropezón. Ello era por temor a que nos tomaran por enemigos, máxime si veían los nazarenos que en la procesión traíamos. Pero me oyeron y salieron a mi encuentro con alegre clamor, pues me tenían por muerto. En cuanto a mí, algo se me aguó la fiesta, y fue por esperar ver una vez más la amistosa figura de mi gran amigo Héktor, antes de recordar que había muerto. Pero reanimó mi gozo el oír un grito conocido y ser luego arrollado por mi querida pecosilla, que se abrazó a mí llorando y riendo a la vez.

Más tarde me enteré que probablemente a ella debía el haber esperado el crucero en órbita y sus naves en el suelo tanto tiempo. Efectivamente, tras la dispersión general que siguió a la batalla, la muerte de Héktor y mi propia desaparición, quedaron los nuestros privados de jefes, diezmados y sumidos en la confusión y el miedo. No menos de veinte hombres habían muerto, incluidos dos técnicos y un astronauta, y el resto no tenían otra meta ni deseo que poner la mayor cantidad de años luz entre sus personas y aquel mundo nefasto.

No me faltaban, por fortuna, amigos en tal trance. Fue la primera de ellos mi brava artillera, señalando que mi cuerpo no había sido hallado, ni siquiera hecho carbón por los desintegradores, y que bien pudiera estar vivo y necesitar de ayuda. Afeó la cobardía de los que pretendían huir, les llamó mil cosas y ninguna buena, y acabó amenazando con ponerse al cañón y causar un desaguisado.

Uniéronse a ella Barnabás Holly, fiel compañero de bebidas, los siempre leales Tristán y Laurita y luego mis buenos astronautas, que juraron que nadie se iría de allí sin mí, a menos que lo hicieran caminando por el espacio. Con lo que finalmente se avergonzaron de su miedo y acordaron regresar al planeta para buscarme. Apenas establecida la nueva base, tomaron contacto con un par de bigardos de los que conmigo habían corrido por el bosque, si bien no tan lejos, y ello les reafirmó en la idea de que yo pudiera estar vivo y extraviado.

Cayó en esto la noche, y mi pobre Susana pasó gran parte de ella en blanco, pensando en las fatigas que yo debería estar sufriendo ¡por suerte no adivinó de que género eran éstas! Con el amanecer siguió la espera, en tanto se recogían aquí y allá los restos de los caídos, identificándolos por algún que otro detalle. Acercáronse algunos al bosque y aun se internaron entre los primeros árboles, llamándome a grandes voces, aunque sin atreverse a entrar más adentro por miedo a quedar ellos mismos perdidos. Al fin a alguien ocurriósele la idea de que pudieran haberme recogido los nativos y acordaron que, si pasaba el día sin que yo apareciera, enviarían en el siguiente una navecilla al más próximo poblado para preguntar por mí, aun a riesgo de ser recibidos a lanzazo limpio.

Pero tal recurso no fue necesario pues, como ya dije, aún no se había ocultado el sol cuando sonaron voces en la selva y todos pudieron asombrarse al ver al desaparecido Gabriel Luján hacerse visible, llevando consigo una larga columna de enemigos prisioneros. La alegría y el entusiasmo fueron los que se pueden suponer.

Relaté mis aventuras al modo personal mío, que espero que el lector conocerá ya. Conté cómo, estallado el tiroteo y caída tanta gente de uno y otro bando, me lancé en persecución del enemigo que huía, dándole caza a través de la selva. Narré luego de qué forma entré en contacto con los nativos y cómo con su ayuda (aunque destaqué que mi papel fue siempre el principal) capturé por entero a la fuerza megara, llevándola de vuelta, cautiva y mohína, a donde se le habría de dar su merecido.

Boquiabiertos quedaron todos, teniéndome por superhombre o semidios, pues yo solo había logrado lo que a ellos tanto espantara. Quizá algún amigo más próximo, como Holly, se extrañara de mis súbitos arrestos, pero los hechos parecían confirmar mi historia. Allí estaban los prisioneros megaros y allí un escaso puñado de salvajes humanos que por sí solos nada hubieran podido hacer, sin duda, frente a la potencia del caníbal. Con lo que se reunieron mis compañeros en torno a mí, y fui elegido capitán en el mismo campo de batalla.

Quisieron algunos entablar relaciones con los indígenas, pero mi primera disposición fue oponerme a ello. No me gustaban las dobles despedidas y además no quería que Susana se enterara de algunos detalles de mis hazañas bélicas junto a los nativos. Pero disfracé mi negativa aduciendo que la nave megara capturada aún estaba en órbita y que quizá alguien de la raza caníbal la echara en falta y viniera a buscarla. Visto que, contados de menos los muertos, ya nadie faltaba a diana, conveniente era buscar otros horizontes.

Mas no quise partir sin haber honrado los restos del infortunado Héktor. ¡Pobres restos, pues el desintegrador megaro apenas había dejado una negra figurilla retorcida y carbonizada! Estuvieron de acuerdo todos con celebrar las exequias en el planeta mismo donde tuvo lugar la muerte y aun la amazona guía, con dificultad pues no hablaba la lengua galáctica con la fluidez de su reina, prometió que los suyos construirían un túmulo y un trofeo a la memoria del caído.

Entretanto cavamos un hondo foso y dimos tierra a las víctimas humanas del combate, tanto del crucero como indígenas del planeta. Por su calidad de jefe y dirigente, Héktor mereció tumba aparte, que rodeamos de piedras y sobre la que erigimos un montón del mismo material, coronado por una peña en la que se grabó a láser el nombre del difunto con una dedicatoria sencilla, en espera del más cuidado monumento que las amazonas le dedicarían.

Tocóme luego hacer el elogio fúnebre de mi amigo, lo que realicé, no sin emoción. Ante la tripulación formada, salvo quienes habían quedado de guardia en la gran nave, glosé la vida aventurera y heroica del difunto, relatando cómo nos había guiado en nuestra lucha por la libertad, cómo había sido flagelo de esclavistas y malvados a través de medio universo y cómo nos había capitaneado finalmente en ayuda de los infortunados cautivos de los megaros, logrando la victoria a costa de su vida, que perdió precisamente a causa de su intrepidez. Lanzóse luego al cielo una salva de láseres y desintegradores en honor al héroe, tras de lo cual todos entonamos un peán ante su tumba.

De tal manera fueron celebrados los funerales de Héktor, liberador de esclavos.