De cómo estalló la guerra en la galaxia y del papel que en la contienda representó nuestra gran nave.
Un poco como gato escaldado o can apaleado abandonamos el último escenario de nuestras hazañas, pero también con cierto optimismo. Pensábamos encontrar un sector de la Galaxia, dentro de aquella misma región fronteriza, donde nuestra actividad anterior fuera desconocida y pudiéramos dedicarnos tranquilamente a nuevos y distintos quehaceres.
Poco a poco, mientras derivábamos en el ámbito hiperespacial, las heridas se fueron cerrando, y remitiendo las nostalgias de lo perdido. Como no es bueno que un hombre esté solo, acordé sustituir a la fugitiva Celina y me puse de acuerdo para ello con aquella pecosilla que en tiempos quisiera ser artillero, y que había quedado desconsolada en nuestra nave, quizá por temer Ginestar que en la suya causara algún estropicio.
Llamabase Susana la chiquilla, y aunque no era tan bonita como Celina, disponía de cuerpo agradable, cara muy simpática, y reía tanto como la otra lloraba. No tardé en aficionarme a ella, y creo que ella a mí, si bien siempre me cupo la sospecha de contar en ello el hecho de proceder de Brenda y ver en mí un sólido asidero al que agarrarse si después de todo se acordaba echar de la nave a su grupo. Pero era alegre y cariñosa, con lo que fui feliz en hacerla ama de mis posesiones, huésped de mi corazón y sirviente de mi personal artillería, de nada de lo cual hube de arrepentirme luego.
Frecuenté también, quizá más que antes, la compañía de Héktor, en cuyo ánimo la pérdida del tesoro parecía haber hecho poca mella. En animadas tertulias de las que igualmente formaban parte mi amigo Barnabás Holly y algunos otros, nuestro jefe mostrábase entusiasmado con la futura labor que podríamos realizar en las estrellas a las que nos dirigíamos. Nos relataba hechos y leyendas del fenecido Imperio Galáctico, y en especial referentes al primer emperador kluténida, Kilos II, creador de la última de las grandes dinastías, militar y aventurero antes de izarse con sus propias fuerzas al Trono Imperial.
No tardé mucho tiempo en barruntar que Héktor había caído en una locura distinta a la espartaquista, pero no menos intensa. Puede que pensara en utilizar aquella magnífica nave para restaurar el Imperio que la había construido, erigiéndose él mismo en Héktor I, Emperador de la Galaxia. Semejaba ciertamente un objetivo absurdo para doscientos ganapanes y una sola nave de guerra, pero él parecía creer que hechos más improbables habían sucedido en el pasado, y que el estado de caos que reinaba en la Galaxia era caldo favorable para que un aventurero audaz y valeroso se alzara con limosna y santo.
No quiero ocultar que algunas veces caía yo también en aquella ilusión, y me imaginaba como conde o marqués de esta o la otra constelación, habitando un palacio de mármol blanco, dándome la gran vida y gobernando con magnanimidad e inteligencia a millones de súbditos. Pues no dudaba de que, de alcanzar la púrpura que ambicionaba, Héktor se acordaría de sus compañeros de aventuras y colaboradores en la empresa, repartiendo buena provisión de anillos láricos entre ellos. Veíame a mí mismo como Lario Gabriel de Garal, y a mi artillero como Laria Susana de Brenda, alternando en los salones de un renacido Imperio para maravilla de la nueva nobleza galáctica.
Y luego volvía a la tierra, o mejor a la nave, para encontrarme como vagabundo y casi pirata, perdido en los espacios en compañía de una tribu de pelafustanes no demasiado delicados de palabra y obra. Pero ciertamente soñar es una de las pocas cosas que no cuesta dinero, a menos que el sueño sea programado y enlatado, tal como en los planetas más adelantados se acostumbra.
En general la gente estaba ya bastante animada, pues la huida del tuerto traidor y su banda, bien que empobrecernos en dinero, nos había hecho ganar en espacio y ahora cada curro gozaba de amplio alojamiento, y no se tropezaba continuamente en galerías y pasillos. No dejó Héktor, sin embargo, mucho tiempo inactivo al personal, sino que, pretextando la necesidad de preparar la nave y su tripulación para las tareas futuras, inició un vasto plan de entrenamiento.
Perfeccionaron los aprendices de astronautas sus conocimientos, y aun se crearon otros tales, en tanto que el resto de los viajeros se informaban del manejo de la artillería (no mi pecosilla, de cuya breve actuación artillera todavía guardábamos susto y memoria) o se entrenaban con armas portátiles, trajes espaciales y técnicas de abordaje. Tratábase de reconstruir, pero en bueno, aquella milicia de desembarco y abordaje que mandara Yanko Ginestar.
Y finalmente llegó el día en que, presentes casi todos, que ahora cabíamos, en el puente de mando, el gris del hiperespacio se rasgó, y ante nuestra vista apareció una vez más el profundo negro del espacio normal, con sus lucecitas estelares y, en calidad de adorno suplementario, los filamentos de una bella nebulosa anaranjada. Diéronse los hurras de rigor, y se brindó con gozo por aquellas estrellas y la fortuna que entre ellas debería sonreírnos.
Como método que la experiencia nos mostraba el mejor, procuramos acercamos primero a algún pequeño planeta donde enterarnos de qué forma iban las cosas en el sector antes de comenzar a actuar. Arribamos así tras varios intentos, a un sistema solar de poca importancia, en uno de cuyos planetas, apenas habitable, detectamos vida humana.
Se trataba de una pequeña colonia de mineros y recolectores que explotaban las rocas y los raros líquenes del mundillo, enviando sus productos al planeta madre a bordo de una nave mensual. Pero hacía varios meses que la nave faltaba, y las noticias que nos dieron fueron de las que hacen saltar en el aire, y mucho más a mí.
Dije ya antes que la desintegración del Imperio había hecho medrar grandemente a los filibusteros y a las razas indeseables que vivían del saqueo y de la rapiña, como mi mundo natal bien había aprendido. Pues sucedió que, poco antes de llegar nosotros a los sectores de la frontera, los terribles megaros habían decidido volver a las andadas y lanzar una nueva y más poderosa incursión que atiborrara sus despensas de viandas humanas. Para ello, como lo malo atrae a lo malo, habían jurado alianza con otra raza nómada tan perversa cual la suya, poseedora ésta última de inmensas naves de guerra semejantes a ciudades del espacio, y todos juntos habían caído sobre los infortunados astros de la frontera que, distraídos en sus eternas pendencias, apenas se habían dado cuenta del peligro antes de que éste se les viniera encima.
Dieron la alarma cientos de naves fugitivas, cuyos tripulantes hablaban de planetas devastados y multitudes devoradas por los megaros o esclavizadas y torturadas por sus innobles aliados. Una ola de terror se extendió entre las estrellas, y gentes de multitud de razas asaltaron los astropuertos intentando hacerse con alguna nave para saltar con ella lo más lejos posible del sector amenazado.
Inútil es decir al lector que la sola palabra megaro bastó para destruir todos mis ánimos y anegarme en sudores fríos, hasta el punto de hacerme parecer enfermo. Cuanto poseía habría dado porque nuestro crucero hubiera también saltado al otro extremo de la Galaxia, dejando para siempre aquella zona que tan ingrata sorpresa nos diera.
La idea de haber sobrevivido al ataque a Garal y recorrido tantos años luz de espacio para venir a parar bajo el diente del mismo enemigo me revolvía el estómago y paralizaba el corazón, dejándome sin fuerzas y en el más lamentable de los estados, bien que pugnara por disimulado y disfrazar con razones lógicas las peticiones que desde luego hice a Héktor de que nos alejáramos de allí a toda prisa.
No accedió Héktor a mis protestas. Antes bien, posado el crucero en una llanura del planeta minero, hizo salir a toda la tripulación y, trabajando con afán, restaurar la antigua insignia que durante siglos ostentara el navío, y que en Brenda habíamos tapado con pintura por parecemos excesivamente reveladora. Ante los ojos admirados de los mineros surgió en todo su esplendor el Sol Radiante y la Nave Dorada que en tiempos fuera distintivo del Imperio, el más poderoso estado que jamás existiera entre soles y nebulosas.
Convocó Héktor a los dichos mineros y les dijo que el Imperio había renacido, y era inminente la llegada de una poderosa escuadra para auxiliar a las amenazadas razas de aquel rincón del espacio. ¡Los dioses me valgan que por un momento creí que se había vuelto loco y que tomaba por verdad sus sueños! Los mineros sí que le creyeron, y dieron grandes vivas al Imperio, pues cuando se le ve el diente al lobo suelen olvidarse independencias y separatismos, y buscar el arrimo del poderoso. Ofrecióles igualmente Héktor el transporte a bordo de la nave, llamada de nuevo Invencible, hasta su planeta madre, de nombre Dathia. Con lo que algunos ceños se fruncieron entre los nuestros, pues tras la hazaña de Ginestar todo dedo semejaba huésped, y muchos no hubieran querido dentro del crucero más gentes que sus tripulantes.
Pero cuando alzamos vuelo, con los mineros felices de ser amontonados en un antiguo almacén, nos llamó Héktor a sus lugartenientes en un aparte, y nos expuso sus verdaderos planes, que me encantaron por parecerme dignos de mi propio caletre. Como, de acuerdo con el viejo dicho, cuando el río está revuelto es el pescador quien gana, fácil nos sería lanzar anzuelo o red en aquellos tambaleantes estados, seguros de no irnos de vacío. Y nada mejor para ello que presentamos poderosos y amigos.
Buen plan era aquél, pero tenía un gran inconveniente y era éste la presencia de los megaros en las cercanías, tan verdadera como falsa era la del nuevo Imperio, y cuya sola evocación bastaba para hacer huir de mí cualquier alegría ante la aventura iniciada. Fue por ello por lo que me retiré a mi camarote nada más puestos en marcha y, ante el asombro de mi Susana, que no me conocía como hombre piadoso, me puse de rodillas ante la efigie de Minerva Atenea para rogarle que me guardara del colmillo del megaro y también de la zarpa de su aliado, así como de cualquier otro mal que me acechara.
Un día espacial después, en el puente de mando, presencié cómo Héktor, impresionante en su uniforme de almirante imperial, iniciaba la primera conversación con el planeta Dathia, cuya circunferencia llenaba las pantallas de observación.
—¡Crucero Invencible, del Imperio Galáctico Terrestre, llamando al planeta Dathia! ¡Crucero Invencible, del Imperio Galáctico Terrestre, llamando al planeta Dathia!
Zumbó el receptor, y luego zumbó alguien también a través de él, al parecer privado de la palabra por la estupenda nueva.
—¿Del… del Imperio? —tartamudeó al fin el invisible locutor—. ¿Qué broma es ésta?
Ante tan sonada falta de educación, el buen Héktor hinchó el pecho y lanzó contra el comunicador una fuerte voz.
—¡El Imperio no bromea! ¡Prepáresenos un campo de aterrizaje para dentro de una hora!
Tras de lo cual todo fueron zalemas y obsequiosidades.
Del barullo que produjo nuestra llegada nos enteramos después. Vista la magnitud de nuestra nave, reinó al principio el pánico, creyéndola tripulada por quienes el lector supondrá. Corrió luego la noticia de nuestra pertenencia imperial, y cuando los mineros de su planeta que traíamos a bordo aparecieron en la pantalla para dar confirmación al hecho, grande fue la alegría, pues creyéronse ya a salvo de todo peligro.
De modo que cuando desembarcamos y nuestra oficialidad, yo incluido, lució sus aparatosos uniformes en el coche de superficie que nos llevó a su Gobierno, amontonóse la multitud a lo largo de la avenida, y los gritos de «¡Imperio, imperio!» atronaron toda la ciudad, con ser ella grande.
Regía Dathia, al ser planeta republicano, un presidente, quien nos recibió con ilusión, preguntándonos noticias del Imperio renacido, y quién era el actual emperador, a lo que respondimos que Antheor IV, en cuyo nombre antes nos habíamos conchabado por que no nos cogieran en falta o contradicción. Y relatamos luego mil y una mentiras más sobre los fastos de la corte imperial y la potencia de sus ejércitos.
—Ejércitos que pronto podréis ver, señores míos —explicó con calma Héktor— porque nuestro crucero no es sino avanzada de la Tercera Flota, mandada por el Gran Almirante Carruthers, que ya ha zarpado hacia estas regiones del espacio para librarlas de megaros.
Regocijáronse todos con la noticia, mas a continuación Héktor echó agua al vino al citar de pasada como uno de los deberes de su cargo el cobrar impuestos de guerra de los planetas amenazados, a fin de contribuir a la campaña naval organizada por el serenísimo Antheor. Con lo que logró que se arrugara el gesto de la mayoría, además de que remitiera en mucho la general alegría.
—¡Pero nuestro comercio está interrumpido, y nuestras industrias en crisis! —protestó el presidente—. ¿Cómo podremos pagar ese impuesto de guerra y los demás que exija vuestra flota?
—Nada debéis temer —le consoló Héktor—. Firmaremos recibo con el sello de la Marina Imperial, y os juro que el Gran Almirante Carruthers no os pedirá ni una sola moneda.
En lo que, desde luego, tenía razón. Creyéronle así, bien que sin saber la causa, los dathianos, y suspiraron pensando que más valía despojo de imperial que coz de megaro, y resignándose al primero para evitar la segunda.
Pedimos información del curso de la guerra, así como de la posición del frente de combate, dizque para acudir a él aunque en realidad fuera para lo contrario. Nos contaron que el megaro y sus compinches golpeaban aquí y allá, apareciendo en los lugares más impensados, pero que sus incursiones abarcaban, de momento, tan solo una zona estelar algo alejada de donde nos hallábamos. Una pequeña Federación de unos siete soles, dicha Jenofontiana, había aprestado su armada y llamado a los otros mundos para ponerse bajo el mando de sus almirantes al fin de darles batalla, mas tal era la confusión, espíritu de independencia y majadería simple, que pocos lo habían hecho así. La mayor parte de la minúscula flota de combate dathiana había también partido para el frente, dejando los rezos de la población como principal defensa si el caníbal estelar se hacía presente. No había noticia cierta de combates y batallas, supliéndose tal carencia con mil rumores a cual más alarmante.
Agasajáronnos nuestro huéspedes y luego pasamos nosotros a la grata tarea de despojarles. No era pobre el planeta, y aún tenía cierto renombre en construcción de robotes y mecaninfos de todo género, por lo que, aunque no fuimos morigerados en la recolecta, distaron ellos mucho de quedarse en la miseria. Eso sí, hallamos ¡qué grato encuentro!, una regular reserva de auricalco que, por ser metal imperial y por aquello de dar al César lo que es del César, nos apresuramos a trasvasar a nuestro crucero, sin parar mientes en lo compungidos que quedaron sus anteriores poseedores. Como habían apresuradamente educado para la guerra muchos de sus robotes, nos hicimos también con algunos de ellos, que tal vez nos hicieran falta. Tras de lo cual redondeamos con víveres y todo elemento mueble que nos apeteció pretextando haberse averiado algo nuestra recámara en un accidente estelar.
Por cobrarse en algo la rapiña, preguntáronnos nuestros huéspedes si nos parecía bien, ya que allí estábamos, escoltar un convoy con material cibernético y otra carga diversa que debían enviar al cercano planeta Dhrale, y al que había retrasado hasta entonces el miedo a un mal encuentro, tal era la fama del megaro. Aceptó Héktor de buen grado, ya que tanto se le daba Dhrale como cualquier otro astro para siguiente etapa de nuestro viaje.
Llamóse a la tripulación y fue a tiempo, ya que era general el agasajo a la misma, y corríase peligro de que el truco imperial fuera descubierto. Dado que todos querían saber noticias sobre el Imperio nuevo, y pese a habernos puesto de antemano de acuerdo sobre lo que decir, al correr el vino no faltaba quien confundiese Antheor con Agenor, o que le hiciera quinto o séptimo en vez de cuarto, en tanto que en sus descripciones de la gloriosa e ignota Tierra del Sol, unos la dotaban de dos y otros de once lunas, dando aquel su clima como de paraíso, mientras que otro decía que desértico y un tercero la condenaba al hielo eterno.
Salimos así para Dhrale junto con el convoy en cuestión, al que se habían agregado varias naves más al saberlo amparado por nuestros cañones. No asomó la oreja el megaro, temeroso acaso de nuestra furia, con lo que llegamos a Dhrale sin novedad, dando a sus habitantes tanto la alegría de ver el Imperio como auxiliante contra el enemigo, cuanto la pena de saberle también recaudador de impuestos. Pues desde luego, no dejamos de llenar nuestro particular tesoro bélico a cuenta de nuestros nuevos aposentadores.
Más alborotado aún que el anterior estaba este planeta y decíase en él que las escuadras aliadas habían sufrido un gran desastre a manos del megaro, y que éste iba de aquí para allá, comiendo a dos carrillos y causando desastres sin cuento. Aunque en tales casos si ocurre uno se dice ciento, nada tranquilizadora era la situación, y menos tranquilo que nadie estaba yo, a quien toda mención al enemigo hacia correr sudor y temblar un escalofrío tras otro. Cobramos apresuradamente lo que se nos debía en razón, anunciamos la pronta llegada del Gran Almirante Carruthers y de sus huestes navales y a continuación tocáronse mil zafarranchos de combate y dos mil alertas, y el Invencible zarpó hacia el frente, mientras todos nos despedían y nos deseaban suerte en la batalla.
Suerte hubo, en efecto, y no pudo ser mejor ya que batalla no se dio. No tengo que decir que, visto el mapa estelar, se echaron dados para elegir cualquier dirección menos aquella donde el combate se libraba. Seleccionamos una buena docena de planetas tan prósperos como amenazados y pasamos a darles, por turno, la buena esperanza del socorro y la mala realidad del despojo.
Aunque la guerra que allí se libraba ha de tener, sin duda, mejores cronistas que quien esto escribe, momento es ya de que hable o escriba algo sobre ella, por su importancia en esta fase de nuestras vidas.
Habían penetrado los megaros y aquellos sus aliados de grandes naves y nombre impronunciable en una profundidad de muchos años luz en el espacio del antiguo Imperio, pensando no hallar quien se opusiera a ellos, y en los primeros meses devastaron planeta tras planeta, sembrando al pánico en toda una zona estelar. Pero, como ya dije, la sangre llama a la sangre y hasta los más mansos corderos pueden volverse fieras si son demasiado hostigados. Así pues salieron las naves de guerra de los mundos humanos y humanoides y cada cual hizo el propósito de, devorado por devorado, al menos hacer penosa la digestión del antropófago. Reuniéronse varias flotas en torno a la de Jenofonte, que era la mayor y estaba mandada por un tal Rappel, almirante de valor, y buscóse al megaro con la misma ansia con que él buscaba a las otras razas.
Esta armada, y muchas otras de menor tamaño eran de mayoría humana, pero también seres no humanos había en el sector y, dado que el enemigo igual gustaba de hincar diente en pata de insecto o cola de oruga que en solomillo humano, asimismo ellos se alborotaron. Armaron sus naves y, amparándose en el antiguo santuario de Apolo Polimorfo, desde los tiempos imperiales existente en un planeta del sector, juraron alianza y allí mismo crearon la Anfictionía de los No Humanos, estorbando los planes megaros con una segunda gran flota. Y como no hay dos sin tres, surgieron al fin los famosos nómadas espaciales de estirpe humana, origen de tantas leyendas, tripulando naves-ciudades tan grandes como las de los aliados del caníbal, y ya desde hace años opuestos a ellos en muchas e ignoradas batallas.
Difícil era la intercepción del enemigo, pues al faltar las comunicaciones de hiperespacio que existían en tiempos del Imperio, todas las noticias llegaban por nave, y cuando se sabía que el caníbal había desembarcado en un planeta, hacía tiempo que había ya comido, reposado y marchado. No obstante dábanse batallas en el espacio y aun en las superficies planetarias siendo los resultados no completamente malos para humanos y aliados. En especial se perdió el miedo a las mastodónticas naves de los amigos del megaro, visto que una píldora atómica igual pulverizaba al grande que al pequeño si bien le acertaba, y el tamaño no hacía sino agrandar el blanco y dar menos trabajo a los apuntadores.
Llegábannos nuevas más o menos ciertas y más o menos optimistas mientras seguíamos nuestro apacible periplo recaudador. Creía yo con ingenuidad que las tales noticias eran para nosotros inofensivas y aun holgábame de verme seguro mientras que otros penaban y morían, pues nada hay mejor que ver al toro desde la barrera y la pelea desde lejos. Pero contaba sin Héktor y su trasnochado sentido caballeresco.
Pues sucedió que mi jefe y amigo me llamó un buen día para consultarme algo que le preocupaba.
—¿Crees tú justo, Gabriel, que mientras esas flotas improvisadas están luchando con los megaros, nosotros, que tenemos un crucero de combate del Imperio, estemos corriendo de aquí para allá, estafando a la gente?
Todavía tranquilo, ya que creía retórica la cuestión, respondí afirmativamente. Expliqué luego esto diciendo que nada debíamos a aquellos miserables restos del viejo Imperio, que tanto a él como a mí habíannos convertido en esclavos. No era nuestra labor muy diferente a la del comerciante que prospera en su negocio o la del gobernador que cobra tributo a su pueblo para asignarse un sueldo. ¿Acaso quien ha nacido en un reino, sin él pedirlo, da el caudal que se le exige como impuesto con más gana que esos planetarios nos lo pasaban a nosotros? Luchara contra el megaro quien era atacado por él, y ocupáranos nosotros de llenar bolsa y estómago de la mejor forma que pudiéramos.
—De cualquier forma —siguió mi amigo, sin convencerse— es la propia raza humana la que está en peligro, y todos debemos unirnos para defenderla. Si queremos que el Imperio renazca y que la prosperidad y la paz vuelvan a los planetas, debemos luchar hoy todos contra esas razas salvajes y más cuando su mismo ataque ha creado en los humanos la necesidad de unirse. ¡Debemos luchar Gabriel, debemos luchar!
Ahora sí que me asusté, porque la expresión de Héktor era la misma que cuando le dio por hacer el espartaco, con los resultados que ya conocíamos. Apelando desesperadamente a mis mejores dotes de elocuencia y dialéctica me manifesté en desacuerdo. Confesé que en nada me importaba que renaciera el Imperio, ni que la prosperidad y la paz volvieran a planetas que ni una ni otra merecían. Habíamos convenido en utilizar la guerra megara tan solamente para llenar nuestras arcas con la misma picaresca con que las vaciara Yanko Ginestar. Y en todo caso, recordara bien Héktor que la flota imperial de Carruthers no existía (pues por un instante temí que hubiera llegado a creerla real) y que nuestro solo crucero, por muy fuerte que fuera, poco podía hacer para influir en el resultado de la contienda, aunque estuviera tripulado por una verdadera dotación imperial de combate bien entrenada en su manejo en vez de por cuatro galafates como nosotros.
Terminó la entrevista con algún gruñido de Héktor y con no poca preocupación mía, porque supe que no le había convencido. Y en efecto, pocos días después, recién salidos de un planeta donde habíamos conseguido el habitual tributo, nos convocó el jefe a la sala de reuniones y expuso ante todos el mismo problema que antes me había relatado a solas.
—¡En cada día, en cada instante, hermanos nuestros de raza son muertos y devorados por los megaros! —dijo—. La maldición de los dioses caería sobre nuestras cabezas si, disponiendo como disponemos de la mejor nave de guerra de esta parte de la Galaxia, no la empleásemos para combatir a los asesinos y a los caníbales.
Hubo división de opiniones, pues en tanto algunos se ponían de parte suya, otros manifestaban preferir maldición de dioses a mordisco de megaros, por no hablar de la fea suerte que sus compinches hacían sufrir a quienes en sus zarpas caían.
Pero, sin duda, algún dios o demonio había prestado a Héktor un poder sobrenatural de oratoria, ya que se puso en pie tras la mesa y empezó a hablar de tal forma, arengando a los compañeros, hablando de glorias y batallas, deberes y sacrificios y de mil otras cosas, que, menos a mí, a todos convenció. Finalmente, elevóse el trueno de «¡Muerte a los megaros!», y unánimemente se juró el exterminio de la raza caníbal.
Notó Héktor mi poco entusiasmo y así, severo, me interpeló en un aparte, golpeándome fuertemente en la espalda.
—¡Me extraña tu desinterés, Gabriel! ¿No fueron los miembros de esa raza abominable quienes mataron y devoraron a tu propio padre, allá en Garal? ¡Ahora tienes la oportunidad de hacérselo pagar!
Meditaba yo, en mi pánico, acerca de la religión que nos quisieron enseñar en los campos de esclavos de Sifán, en la que se decía que debíamos perdonar a los enemigos y aun amarles, y deseaba con todas mis fuerzas olvidar generosamente la ofensa megara y dejar que aquella raza mezquina se destruyera a sí misma o cayera ante el embate de los dioses justicieros, pero sin que mi intervención fuera necesaria. ¿Qué podía aprovechar a mi difunto progenitor que alguno de quienes le trincharon cayera bajo mis golpes, después de tanto tiempo? Contando con el hecho cierto de ser ello poco probable, pues mal golpe podría yo dar a los megaros con el miedo que les tenía, más seguro era que los golpes me los dieran ellos a mí.
No obstante, puesto que nada hubiera ganado manifestando mi posición, y sí seguramente algo perdido, procuré sonreír con ánimo y decir a mi jefe que contara conmigo para cualquier futura reyerta con megaros u otros enemigos.
De tal forma, el crucero Invencible, tras siglos de paz y tranquilidad, púsose de nuevo en campaña contra los enemigos del Imperio.