Capítulo XI

De cómo me fui, de cómo regresé, y de lo que a mi vuelta encontré.

No supe, pues nunca suele saberse, el tiempo que permanecí sin conocimiento. Cuando al fin empecé a recobrarlo sentí para mi asombro hierba bajo mi cuerpo y abrí los ojos a una luz diferente a la de la nave.

No cabía duda de que aquellos vándalos que Ginestar capitaneaba me habían desembarcado en algún remoto planeta. Me puse en pie y admiré un bello panorama de hierba y flores, alumbrado por un sol dorado y esplendoroso. La gravedad era similar a la que estaba acostumbrado, y el aire resultaba respirable y yo aún diría que embriagador, llenos de raros perfumes. Por extraño que parezca en mis circunstancias, no pude considerarme del todo infeliz.

No estaba deshabitado aquel mundo; aquí y allá, entre los floridos campos que se perdían en el horizonte, alzábanse unos templetes blancos rodeados de columnas, que brillaban bellamente bajo el sol. No obstante, ningún indígena estaba a la vista.

Como algo había de hacer, púseme en marcha. Sólo entonces me di cuenta para mi confusión, de que me habían cambiado de ropa, ataviándome con una suelta y suave túnica, como se decía que se usaba en algunos planetas bucólicos y primitivos. Me pregunté cuál sería la razón de aquello, pero no supe contestarme.

Pocos pasos había dado en aquella herbosa alfombra, cuando vi a lo lejos algo que se movía y que al hacerlo avanzaba hacia mí. Me detuve en el acto, y al poco tiempo reconocí a un antiguo carro de guerra tirado por dos blancos corceles y conducido por un guerrero armado a la vieja usanza, cuyo casco encimerado y coraza lanzaban fuertes destellos bajo los rayos solares.

Quedéme quieto, mientras comprobaba que no disponía de arma alguna. Tal como estaban las cosas ninguna resistencia era posible, por lo que opté por esperar al carrista con la sonrisa en los labios, dispuesto a rendirme sin condiciones si me dejaba ocasión a ello. Aproximóse el guerrero y pronto pude comprobar, por la evidencia de sus formas, que se trataba de una chica. Algo en ella me era familiar, sin que pudiera decir qué. Y sólo al llegar cerca de mí, e iniciar el frenado de sus corceles, reconocí en ella nada menos que a mi amiga y protectora Minerva Atenea.

Fue como si me dieran un mazazo en pleno occipucio, para completar el golpe de Yanko Ginestar. Pues en el acto comprendí que no me hallaba en ningún planeta y que el viaje que me habían hecho emprender era de los que no tiene regreso. Me fallaron las rodillas y caí por tierra, tapándome los ojos con las manos, bien que una pequeña parte de mi consciencia se asombrase de que después de todo algunos de nuestros curas dijeran verdad en sus prédicas.

Sentí junto a mí el paso de mi diosa y luego oí su dulce voz, que también me resultaba familiar pese a no haberla oído nunca.

—¿No me reconoces, mi querido Gabriel? ¿O acaso me encuentras tan fea que te tapas los ojos para no verme?

Me aparté las manos del rostro y luego me puse lentamente en pie. Ante mí, sonriendo, estaba la soñada Tritogenia, bellísima y armada tal y como se la suele representar. Su visión tuvo la virtud de tranquilizarme pues, me hallase donde me hallase y me hubiera ocurrido lo que me hubiera ocurrido, no podía ser mal mundo el que la contuviera a ella.

Hice una reverencia todo lo versallesca que pude lograr, y ella rio.

—Así está mejor —aprobó—. No tengo que decirte que tu mundo ha quedado atrás, y que te encuentras ahora por mi amistad en los mismos Campos Elíseos. Dime lo que deseas y te será concedido.

La contemplé desde los finos coturnos a la punta de la cimera, me afirmé sobre los pies, y le dije que la deseaba a ella.

—Ah —suspiró mi diosa, quisiera creer que con pesar—, desgraciadamente eso es imposible. De sobra sabes que, según el reglamento, yo debo permanecer virgen. Si tanto te interesas por los negocios de la carne, deberías dirigirte a mi hermana Afry, que es la patrona de esos menesteres.

Torcí el gesto, sin apreciar mucho la oferta. Cierto que Venus Afrodita pasaba por ser la más bella de las olímpicas, pero dudaba que me encontrara simpático tras el trapicheo que a su costa hiciera en el templo isleño de Garal. Y precisamente la Ciprina se caracterizaba por, enfadada, golpear a los hombres donde más les doliera, por lo que decidí de momento quedarme a respetuosa distancia de ella.

De todas formas se decía que en los Campos Elíseos no se pasaba mal del todo y a peores sitios había debido acostumbrarme en mi vida. Fui a decirle algo a la diosa de mis pensamientos, y en aquel momento se desencadenó la catástrofe.

Hasta entonces había reinado sobre los Campos Elíseos un tiempo primaveral, pero de pronto surgieron las nubes de los cuatro puntos cardinales y se arremolinaron velozmente en una negra masa que nos ocultó la luz del sol. Relampagueó el nubarrón, abriéndose luego y de su seno brotó una inmensa cabeza barbada que fijó en mí sus ojos de centella con mirada nada amistosa.

De nuevo sentí que mis rodillas de doblaban, pues desde el primer instante supe de quién se trataba. Era el Jefe en persona, el Padre de los Dioses, y de su enorme cabezón pudiera haber brotado perfectamente mi diosa no sólo vestida y armada como afirma la leyenda, sino con carro y caballos, y aun pilotando un crucero espacial de combate.

Habló el Crónida, y su voz fue lo tremenda que de él se podía esperar.

—Hija mía amada —tronó—. ¿Puedes decirme qué hace este individuo en un lugar destinado a las almas puras y a los devotos de los dioses? ¿Quién le ha dado permiso para mancillar estos campos con su presencia?

Temiendo la cólera del gran dios, que muy bien pudiera lanzarme un rayo o algo semejante, acudí a mi protectora, poniéndome al amparo de su égida. Y no me vi defraudado, pues la diosa, alzando el claro rostro hacia su padre y señor, le rebatió con firme voz:

—Padre mío, he sido yo misma quien le ha acogido a las puertas de la muerte y he dispuesto que despertara a la otra vida en estos amenos campos. Privilegio mío es, puesto que ha servido años en mi templo.

Pero la furia del Tonante no pareció amainar.

—¿Olvidas que este atrevido mortal ha saqueado los templos, ofendido a tu hermana Afrodita al comerciar con su imagen, robado el dinero de los sacerdotes y gastádoselo en vicios, golpeado a su superior y cometido nadie sabe cuántos crímenes y sacrilegios más? ¡Por mucho menos he convertido a la gente en constelación!

Me atraganté ante la idea, aunque no recordaba haber comido hacía tiempo, y no sabía siquiera si allí se comía. Sin saber cómo aplacar la ira del terrible Saturnio, me eché por tierra con tanta celeridad que casi me trago un asfódelo de los muchos que allí crecían. Pero de nuevo la diosa de los brillantes ojos tomó la palabra en mi defensa.

—No puedo olvidar, padre mío —dijo— que este mortal siempre me ha adorado, ha acudido a mí en sus cuitas y me ha agradecido sus venturas, llevando consigo mi imagen por dondequiera que ha ido. Propio de los dioses inmortales es distinguir a sus adoradores de entre los mortales, y protegerles de todo mal.

Observé, y bien que agradecí, que la diosa pasó por alto aquel remojón de agua sucia que en efigie le había dado. Animado con aquel gesto de divino perdón, acerté a ponerme en pie y aun osar asumir mi propia defensa ante el primero de los Olímpicos. Rastreando en mi memoria los elementos de mi frustrada educación sacerdotal, alcé implorante los brazos ante mí y hablé en esta manera:

—¡Oh, ilustre Júpiter Zeus, padre de los dioses, señor del rayo, que amontonas las nubes y cuya cólera pone temor en los mismos pechos de los inmortales!

Hice una pausa para cobrar aliento y observar el efecto de aquel retumbante prólogo. Seguía fruncido el ceño del Crónida, pero creí advertir en sus ojos un leve fulgor de benevolencia o quizá de diversión, por lo que me animé a seguir:

—¿Quién soy yo, mísero mortal, para rebatir las acusaciones de quien en el Olimpo reina y gobierna? ¿Cómo podré acudir a otra cosa que a la divina benevolencia del Padre de los Dioses?

»Te suplico que aquietes tu justa cólera, oh Saturnio, y no me hieras con tu rayo poderoso, pues no soy blanco digno de tan alta arma. También te ruego que no me transformes en constelación, ya que hoy los hombres viajan entre las estrellas y la aparición de una nueva configuración astral llevaría la confusión a los corazones de los navegantes. Déjame gozar de la dulce vida y de los dones que tu maravillosa hija, sin yo merecerlos, ha tenido a bien derramar sobre mí. Juro que adorador más piadoso no has tenido, como tampoco tu divina hija de ojos claros, ni el resto de los dioses que en el monte olímpico moran.

Apenas había terminado con las últimas palabras, cuando estalló un tremendo clamor, y creí que el dios habíame lanzado rayo y trueno, ofendido por mi osadía. Pero no me sentí fulminado y en el instante siguiente comprendí que el Crónida reía a carcajadas.

—¿Lo has visto? ¿Lo has visto? —exclamó, sin cejar en su alegría—. Tendido en tierra, amenazado de aniquilación y aún trata de enredar al mismo Padre de los Dioses. ¿Es a éste, hija mía amada, a quien quieres dejar suelto en las elíseas regiones, vecinas a las moradas de los dioses inmortales? ¿Cuánto crees que tardaría en escalar el Olimpo, hablar con éste, adular a ese y engañar a aquel, y terminar con la armonía que entre los dioses reina?

Dejó de reír un instante y clavó en mí sus ojos penetrantes.

—Vuelve al mundo de donde saliste, Gabriel Luján, y procura en los años que de vida te queden no volver a ofender ni burlarte de los olímpicos. Puede que, si así actúas, al fin de tu vida retornes a estos campos que hoy has conocido, pero mira bien lo que haces, no sea que mi enojo te arroje a las profundidades del Tártaro para que Plutón y la divina Perséfone te aguanten si pueden.

Sentí pena al ser arrojado así del país de los inmortales sin haber siquiera probado el néctar ni catado la ambrosía, y volvíme con los ojos dolidos hacia mi protectora. Pero ella, bien que suavizando sus palabras con brillante sonrisa, me dijo:

—Ha hablado el Padre de los Dioses, y ante su decisión, mortales e inmortales han de plegarse. Regresa con los tuyos, y alégrate de haberte salvado de la muerte.

Puso sus blancas manos Minerva Atenea sobre mis hombros y me besó en la boca, y después todo se hizo negro.

Me despertó un terrible dolor en la cabeza, como si alguien me la hubiera abierto y se divirtiese en remover mis sesos. Abrí con dificultad los ojos y advertí el rostro de una mujer que me contemplaba. No era ella Minerva, ni siquiera Celina, sino aquella Laurita que junto con su marido comprara en Brenda y a quien luego diera la libertad.

—¡Ya despierta! —dijo ella.

Gemí levemente, más que de dolor de desencanto. Pues dudé si todo lo que recordaba de mi período elíseo fuera otra cosa que un sueño, que nunca hubiérame humillado ante Jove, ni sentido los labios de su hija sobre los míos. ¡Ah!, derribado había sido en la nave Espartaco, y en la nave Espartaco recobraba el conocimiento, como debía ser. Se apartó un instante Laurita, y su rostro fue sustituido en mi campo visual por el de Héktor.

—¡Gabriel! —me llamó—. ¿Estás bien?

Asentí con un movimiento de cabeza que me envió otra artera puñalada de dolor al cerebro. Sueños, sueños… ¿Acaso un sueño podía ser tan detallado? ¿Cómo mi mente hubiera podido imaginar el mechón blanquecino en la barba negra del Cronión? ¿O inventar aquel simpático lunar en el muslo izquierdo de la Tritogenia, gratamente descubierto por la cortedad del faldellín de guerra? Quizá, quizá…

Decidí al fin tomar todo como un sueño, y volver a la vida común de los mortales sin añoranzas de celestes mundos reales o imaginados.

—¿Qué ha pasado? —logré articular—. ¿Se han ido?

Héktor asintió tristemente.

—Sí, se han ido —dijo—. Y se han llevado todo nuestro auricalco. Nos narcotizaron a mansalva. Tan sólo tú compendíste el peligro y te pudiste enfrentar a ellos.

Y mucho me valió, pensé, mas como nunca conviene despreciar la fama de héroe, repuse:

—Por los dioses que luché contra ellos con todas mis fuerzas. Pero me rodearon y alguien me golpeó por detrás.

—No podías enfrentarte tú solo a todos —asintió Héktor.

Probé a incorporarme, y lo logré. Me llevé mano a la cabeza, y la encontré vendada.

—¿Quiénes estaban complicados? —pregunté.

—Toda la milicia, capitaneada por Yanko Ginestar —repuso mi amigo—. Y los del autoplaneta. Transbordaron el auricalco y saltaron al hiperespacio. Pueden estar ahora en cualquier lugar de la Galaxia.

¡Ah, nuestro auricalco, que durante un tiempo nos había hecho creernos los hombres más ricos del Universo! ¡Cuán mudable es la suerte, y cuán perecederas las ilusiones de los humanos! Maldije a aquellos malandrines que tan mal nos pagaban el privilegio de la libertad que les diéramos.

—Y mira qué carta nos ha dejado ese malnacido.

Estiré la mano y logré coger el papel que tendía Héktor.

Era en efecto una carta, y dirigida a él, en los siguientes términos:

De Yanko Ginestar, comandante de la milicia de esclavos liberados a Héktor Vaser, capitán de la nave Espartaco, salud.

No he de ocultar que en los últimos tiempos me he sentido preocupado por el problema de por qué unos cuantos de los antiguas esclavos presentes en nuestra nave gozaban de evidente privilegio, en tanto que el resto eran considerados como simples huéspedes y amenazados con ser abandonados en cualquier planeta dejado de la mano de los dioses. Pero al ser conquistado el autoplaneta Libertad comprendí en el acto que el problema dejaba de serlo, y me dispuse a trasladarme a él junto con los desfavorecidos, a fin de crear una verdadera nave libre en la que todos fuéramos iguales.

Pensé entonces en el tesoro que llevábamos a bordo del Espartaco y medité si sería de justicia dejarlo donde estaba. Nada clara aparece la historia de su posesión, según me fue relatada. Si se considera simple botín de guerra, aplicable en el caso es el dicho de «A quien a ladrón roba, los dioses perdón le otorgan». Y si se considera remuneración forzosa de la clase poseedora a los desgraciados, siendo tan desgraciados unos como otros, no es justo que unos lo disfruten y otros no. Siendo superior el número de desgraciados que nos iremos al que aquí quedarán, justo es que el auricalco vaya con nosotros.

Quizá alguien diría que se debería dejar una riqueza proporcional al personal que aquí queda, pero confieso que soy hombre de guerra y no de matemática, por lo que hacer el cálculo me daría dolor de cabeza. Así pues me lo llevo todo.

Queda en vuestro poder un fuerte crucero de combate bien equipado, con el que confío rehagáis pronto esta fortuna que ahora os huye. Con los mejores deseos y sincero placer por haber estado a tus órdenes, se despide…

Yanko Ginestar el Peregrino, Jefe de Hombres Libres

Asombréme ante tanta desvergüenza, pero al alzar los ojos a los de Héktor dentro de la ira que marcaba su rostro creí percibir un brillo engañoso, casi de regocijo. Si imposible no fuera la cosa hubiera podido pensar que mi amigo aprobaba la broma, y tenía la hazaña de Ginestar por tan buena como la que nosotros gastamos a nuestros aprehensores de Sifán.

—Dentro de una hora nos reuniremos en el salón central, para acordar lo que haremos —dijo—. ¿Te encuentras en condiciones de asistir?

El dolor de cabeza, quizá debido a la rabia, había menguado mucho, por lo que asentí. Ayudado por la buena Laurita y por Tristán, de quien no dije que también estaba allí, me puse en pie y abandoné la enfermería en que me encontraba, dirigiéndome a mi propio apartamento.

Al llegar ante su puerta observé que mis dos sostenedores procuraban dejarme solo, como si no quisieran presenciar lo que dentro había de ocurrir. Así pues penetré solitario en mis posesiones.

¡Ay que el cáliz de mis desdichas aún no se había llenado con lo antes ocurrido! Pues en lugar bien visible hallé una segunda carta que más daño hubo de hacerme que la que me leyera Héktor. Celina me escribía en ella que, no obstante quererme tiernamente y ser de por vida deudora de los favores que le había hecho, confesaba haberse prendado irresistiblemente del tuerto Ginestar y marchado con él a bordo del autoplaneta, dejándome abandonado.

Rugí de rabia, al verme descalabrado, robado y encarnado a la vez por la misma persona, y aun rompí tal cual cachivache en mi furia. Luego maldije con toda mala intención a aquella pérfida desgraciada que me había pagado el favor de liberarla con la ofensa de querer ser libre.

Mas en el siguiente momento, cosa rara, se me apareció el rostro de Celina en la imaginación, y advertí cómo escuchaba mis terribles maldiciones y reaccionaba, tal cual solía, soltando la llantina. Y dado que siempre he sido blando de corazón, compadecíme del llanto que imaginaba y retiré en el acto mis maldiciones, perdonándola de corazón y deseando que fuera feliz donde quiera que se encontrara.

Ya más tranquilo, fijé la vista en la efigie de Minerva Atenea, y rogué ante ella por Celina que había marchado y por mí, que había quedado. Con lo que pensé haberme perfeccionado en el camino del aprecio divino.

Entre unas u otras cosas, acercábase la hora de la asamblea, por lo que me enfundé en mi vistoso uniforme (por un instante temí que el tuerto se lo hubiera llevado también, pero no fue así), me contemplé en el espejo admirando el aspecto de heroicidad que la cabeza vendada me daba, y salí al pasillo, dirigiéndome al salón central.

¡Qué pocos habíamos quedado! De aquella multitud que atiborraba la nave haciendo difícil el caminar por ella, apenas si dos centenares restaban. La gran masa habíase marchado al autoplaneta, partiendo por tanto bajo el tuerto, y además faltaba, como es natural, toda la milicia que aquel capitaneara. Pensé con amargura que de no haber desaparecido el auricalco hubiéramos tenido ahora ventajoso reparto del mismo.

Todavía no se habían enterado muchos de lo que había ocurrido, pero pronto Héktor les informó concisamente. Y fueron de ver los rugídos de rabia que se alzaron, los gritos de dolor y las promesas de venganza, pues a nadie le gusta acostarse Creso y levantarse Lázaro. Proponían algunos ponerse en inmediata marcha tras el autoplaneta para recuperar lo robado y dar muerte a los ladrones, y los astronautas presentes hubieron de intervenir para decir que tal no podía hacerse, ya que una vez entrados en el hiperespacio, santas y buenas para el fugitivo, e imposible el seguimiento para la víctima.

—¡Así, así nos recompensan el haberles liberado de la esclavitud y admitido a bordo de nuestra nave! —gritaba uno de los más excitados—. ¡Mal hicimos en meter esa gentuza a bordo, y por los dioses que de aquí han de salir los que todavía quedan!

Y señalaba a un asustado grupo de brendanos y dorrones que habían permanecido a bordo del crucero, al no ser advertidos de lo que sus compinches preparaban. Levantóse en aquella dirección una nueva tempestad de insultos y amenazas, que bueno es para el zurrado tener alguien en quien poder cobrarse de la zurra. Por un instante pudo temerse que se diera un baño de espacio frío a aquellos infelices, pese a no tener culpa de nada y haber sido tan sorprendidos por el hecho como quienes les vituperaban.

Salió en su socorro, una vez más, el generoso Héktor. Puesto en pie, dio un fuerte grito para hacerse oír, y tomó la defensa de los inculpados.

—Dejad en paz a esa pobre gente, que tan desdichados son como nosotros mismos. Doscientos más o menos hemos quedado, y ese número es perfecto para tripular nuestra nave. Seamos pues todos hermanos y volvamos a empezar como cuando partimos del planeta Sifán.

Aquietáronse los ánimos, y Héktor siguió hablando sobre el futuro. Dijo que no habíamos quedado pobres del todo ya que, aun desaparecido el auricalco, quedaban otros metales preciosos requisados en Brenda, y contábamos con una poderosa nave que podríamos utilizar para comerciar entre los mundos a más que, dada su potencia, nos permitiría ofrecemos como mercenarios o mamertinos en cualquier conflicto. No mencionó explícitamente la piratería, pero hizo que todos pensáramos en ella.

Alzáronse entonces nuevas voces, ya más tranquilas, y se organizó poco a poco nuestro futuro. Se renunció desde luego a la noble tarea de redimir esclavos, pues bastante habíamos tenido con la muestra. Desde aquel momento en adelante, hermanos e iguales cual éramos todos, el crucero se regiría como una simple sociedad limitada o, al decir de la antigua Tierra, un soviet. Púsose a elección la figura del jefe, y casi por unanimidad fue designado Héktor, quizá por no haber otro conocido, quizá por seguir confiando en él no obstante el desastre sufrido. Para celebrar el hecho y como si lo tuviera previsto de antemano, que yo creo que sí, el reelegido dio una seña, y fue servida una apetitosa pitanza recién salida de las máquinas suministradoras. Con ello mi amigo y jefe dio a entender sin decirlo que mendigos hambrientos no éramos, y que mientras funcionaran aquellas maquinarias y hubiera materia orgánica que suministrarles, siempre tendríamos que comer, y de forma mejor que la gran mayoría de habitantes de la Galaxia.

Así, de manera tan catastrófica pero en cierto modo esperanzada, acabó el papel de Espartaco representado por la nave, siendo borrado el nombre de la misma. No llegó ello a pesarme demasiado personalmente, pues empezaba yo a comprender que la filantropía atrae el garrotazo, y el desinterés la coz, y que San Paramí resulta siempre el mejor patrón al que acogerse.

Añadiré que de la vida del tal Espartaco existía una versión distinta a las que antes reseñara, y que ahora, visto lo que por imitarle nos había sucedido, consideraba yo más cercana a la realidad. La tal era que, tras sublevar a los esclavos, el adalid fue finalmente abandonado por ellos, y habiendo sido capturado en una última y desesperada batalla, sus enemigos los romanos no dudaron en crucificarle.

Y aun hay quien dice que entre dos ladrones.