De cómo visitamos los más exóticos y pintorescos mundos en nuestra brava lucha contra la esclavitud, y de cómo una sierpe que en nuestro lecho albergábamos estuvo a punto de llevarnos a la ruina, y a mí a la muerte.
Excusado queda decir cómo abarrotamos los que pudimos la sala de astrogación, para gruñido de quienes allí trabajaban, y cómo el resto de la tripulación y el pasaje se amontonó junto a las pantallas de visión al acercarse la hora de emerger al espacio normal. Habíame procurado yo un reloj de los que llamaban cronómetros por ser Saturno Cronos la divinidad del tiempo, y lucía con el mejor de los uniformes junto a la gran pantalla, contando los segundos que faltaban para que se iluminara, tan serio y majestuoso como si yo mismo controlara la emersión. Así, cuando, al tocar la manecilla la señal convenida, lancé al aire un rotundo «¡Ahora!», mi reputación ganó con mucho al desaparecer del visor el gris del hiperespacio y surgir el negro interestelar roto por miles de lucecillas. Gritaron de gozo los presentes y del resto del crucero nos llegó el clamor de los demás.
Allí estaban los espacios fronterizos, las estrellas de todo color, las bellas nebulosas de luz y las enigmáticas de oscuridad, las promesas de riquezas y aventuras, altivas murallas de liberar y hermosas princesas que tumbar, o a la viceversa, extrañas razas humanoides de raros poderes, fabulosos tesoros de los Grandes Galácticos, gloria y poder, todo ello al alcance de nuestras manos.
Ya los astronautas se movían a nuestro alrededor como abejas en medio de una nube de zánganos, consultando cuadrantes, modificando mandos, calculando y buscando posiciones y entregándose a mil tareas para nosotros incomprensibles. Finalmente, uno de ellos se aproximó a Héktor y a mí y nos informó:
—Tenemos a nuestro alcance una estrella tipo G.
Eché un vistazo a la pantalla, preguntándome dónde estaría la dicha estrella entre tanto puntito de luz.
—Bueno —dijo Héktor, como sopesando la información—, por algún sitio tenemos que empezar.
—¿Ponemos rumbo hacia allí? —le pregunté.
Asintió, y al momento transmití la orden al astronauta, antes de que sintiera él la tentación de obedecerla directamente.
—¿Cuánto tardaremos? —inquirí.
—Aproximadamente cinco días.
Asintió de nuevo Héktor, púsose en marcha el mecanismo director de la nave, y todos nos preparamos para celebrar la buena salida del hiperespacio con fiesta y banquete, como en nosotros era habitual.
No desperdiciamos, desde luego, los cinco días que habrían de llevamos a la primera de nuestras aventuras. Con el apremio que ello significaba, se celebraron los entrenamientos de quienes aprendían algún menester naval, y cuando la estrella fue ya un sol en la pantalla, y los astronautas comenzaron a espigar planetas en su entorno, contábamos con suficientes hombres entrenados como para ponernos en eficaz zafarrancho de combate. El personal estaba alegremente tenso cuando presenté mi parte, el mismo que los astronautas me habían dado un minuto antes, a nuestro capitán, mencionando la presencia de un mundo prometedor.
—¿Hay alguien viviendo en él? —preguntó Héktor. También para eso tenía respuesta.
—A esta distancia no se puede saber —dije—. No hay señales de radio.
—Nos pondremos en órbita, y enviaremos una navecilla auxiliar a hacer una exploración.
Reunímonos en la sala de asamblea todos los que en la nave viajábamos, y se discutió animadamente el tema de aquella primera exploración, poniéndose énfasis principalmente en la selección de quienes en la chalupa habrían de bajar. Héktor dispuso primeramente mandar él el equipo de exploración, pero pronto encontró oposición en varios, incluido el tuerto Ginestar.
—Se trata de explorar un planeta desconocido —dijo éste—. En tal caso no es aconsejable que el comandante de la nave se arriesgue en el primer contacto. Opino que la patrulla de exploración deberá estar bajo el mando del oficial segundo de a bordo.
Todos estuvieron de acuerdo con tan sensata medida incluido yo mismo. Es decir, hasta que se me vino encima el devastador pensamiento de que aquel oficial segundo no era otro que mi apreciada persona.
Ni que decir tiene que aquella certidumbre arrojó un jarro de agua fría sobre mis ardores exploratorios y aventureros. Bien estaba, desde luego, descender a un planeta virgen y gozar de sus maravillas, pero yo pensaba hacerla en muy segundo lugar, cuando hubiera seguridad de estar tranquilo el panorama y de ser agradable el clima, inofensiva la fauna, alegre la flora y amistosos los nativos. Y hete aquí que tal como las cosas se ponían, era yo quien debía asomar mi preciada cabeza, la única que poseía, para ponerla al alcance de quienes tal vez no dispusieran de ondas de radio, pero sí de un buen garrote con que cascarla.
Tuve a flor de labios una protesta, junto con una convincente explicación de lo necesario que yo a bordo era como coordinador de astronautas, y de lo cuidadosamente guardada a salvo de todo riesgo que debía estar mi persona. Pero pronto me di cuenta de que aquello no hubiera servido sino para mi descrédito, de manera que puse a mal tiempo buena sonrisa, y aun logré expresar entusiasmo por una misión que con gusto hubiera dejado a otro.
Con terrible rapidez, o al menos eso me pareció, se dispuso la expedición. Junto conmigo, y bajo mi mando, irían tres guardias armados de la legión formada por Ginestar, un técnico que dijo haber estudiado planetología, un piloto novato de los que habían educado a bordo, y también uno de mis buenos astronautas, para el caso de que el anterior no tuviera en su tarea la perfección de que alardeaba.
Dejamos así nuestra acogedora nave principal, y caímos libremente hacia aquel planeta. Hermoso era, en verdad, con sus capas de nubes blancas, sus mares azules y sus continentes amarillos y verdes, como en un video de dibujos animados. Pero otros pensamientos tenía yo en el caletre que no el goce de bellezas planetarias.
Pues, aparte de los posibles indígenas hostiles, cuya presencia no se había hecho notar por los telescopios de la nave, una diferente amenaza me tenía nervioso.
Cuando mis astronautas me advirtieron de la habitabilidad del planeta y de que su atmósfera podía ser respirada, había sentido yo una gran sorpresa, ya que mi idea era que todo planeta con atmosfera alrededor podía ser libremente recorrido y respirado por el hombre ¿Para qué, si no, hubiéranse molestado los dioses en airearlo? Pero cuando expresé mis dudas, el principal de los astronautas me sacó de ellas hablándome de horrendos gases venenosos que pudieran estar presentes, capaces de asfixiar a quien pretendiera pasear por astros por ellos infestados, o si no emponzoñarle, sofocarle, abrasarle, o quién sabe que otras cosas. Tranquilizóme luego, no obstante, asegurándome que el espectrógrafo no había captado en la atmósfera del planeta en cuestión ni uno solo de tales gases.
Tranquilo había yo quedado, en efecto, pero eso fue cuando suponía que sería otro quien correría el primer riesgo. Para mi propia persona exigía, sin embargo, mayor garantía que la que podía darle aquel mentado aparato que por el nombre más me parecía útil para atisbar fantasmas en el más allá que gases en ninguna atmósfera.
Pero, de un modo u otro y a mi pesar, la navecilla seguía adelante, guiada con mano experta por el alevín de piloto, y pronto penetramos en la atmósfera de la que yo desconfiaba, tornándose el cielo de negro a rojo y luego azul.
—¿Dónde aterrizamos? —preguntó obsequiosamente el conductor.
—En cualquier sitio —le respondí, puesto que la atmósfera estaría en todos. Y completé la indicación invocando silenciosamente a mi querida Atenea, que en la nave mayor había quedado.
Tecleó el piloto en el cuadro de mandos, soltó la antigravedad, y no tardamos en tomar tierra. A través del casco transparente de la cabina podía verse un suelo herboso, un cercano laberinto de grandes rocas y algunos árboles de raro aspecto. Nada se movía en todo el panorama.
Nos miramos en silencio unos a otros, como calibrando quién se arriesgaría a salir primero.
—Bueno —dijo uno de los guardias— supongo que el aire será verdaderamente respirable…
Aquella muestra de que no era yo solo quien temía gas venenoso estuvo lejos de animarme. De nuevo nos miramos unos a otros con desconfianza, y alguien tosió. Luego el técnico que venía con nosotros sonrió débilmente.
—He traído una rata —y la mostró, dentro de una pequeña jaula—. Soltémosla fuera y veamos cómo reacciona.
No dejaba de ser una idea, por lo que interiormente felicité a su autor. Dióse pues suelta al roedor y todos, apiñados tras la cubierta transparente, aguardamos los acontecimientos. Que fueron decepcionantes. Habíamos esperado que la rata se mantuviera más o menos inmóvil, quizá mordisqueando la hierba, de modo que pudiéramos estudiar su comportamiento. Pero el bicho, apenas sintió tierra bajo sus patas, salió de estampía y no tardo en perderse de vista entre las rocas.
Hubo de nuevo una consternada pausa. Durante unos minutos esperamos a que volviera la rata o a que pasara algo. Luego me animé a entrar en contacto por radio con la nave principal.
—Hemos aterrizado sin novedad —informé en el tono más académico que pude—. La atmósfera parece respirable, pero no obstante hemos expuesto a ella un animal experimental.
—¿Y qué ha pasado con él? —preguntó la voz de Héktor. Tragué saliva y luego expliqué lo sucedido.
Hubo una pausa, como si Héktor meditara sobre el asunto. Luego nos explicó con toda claridad que, primo, la velocidad de huida de la rata excluía toda sospecha de envenenamiento respiratorio y, secundo, de ser mortal la atmósfera, al abrir la cabina para que saliera la rata, nosotros mismos hubiéramos sido envenenados. Esto último lo expresó con cierta frialdad, y en efecto nos dejó a todos helados, pues ninguno de nosotros había pensado en ello.
—Está bien —me apresuré a responder—. Iniciamos la exploración.
Abrióse de nuevo la cabina, y el aire resultó bueno, después de todo. Tuve cuidado de dejar a bordo al astronauta, no fuera a aparecer alguien y llevarse el vehículo. El resto nos agrupamos al pie de aquél, dirigiendo sospechosas miradas en derredor.
No tenía yo mucha idea de cómo iniciar la exploración en un planeta desconocido. En algunos casos se toma posesión de éste mediante la erección de un monumento o clavando una bandera y pronunciando algún parlamento. Pero como ni monumento ni bandera teníamos, optamos por dar una vuelta por los alrededores, y nos pusimos en marcha en la misma dirección en que había desaparecido la rata.
Durante un largo rato caminamos sin ver otra cosa que hierba, rocas y árboles. El atrevido técnico se atrevió a cortar una rama de uno de estos, arriesgándose a que fuera carnívoro y le respondiera con un mordisco, pero resultó ser muy parecido a los que nosotros conocíamos de nuestros planetas natales. Poco a poco nos fuimos internando en el gran laberinto rocoso que desde el principio nos había llamado la atención.
—No parece que haya vida animal —rompió el silencio nuestro piloto, que avanzaba en cabeza de la comitiva, y buena ocasión perdió para haber seguido callado. Pues apenas pronunciada la palabra «animal», como si con ella se le llamara, algo así como un dragón, de tamaño que a todos nos pareció similar al de nuestra nave principal, asomó la cabezota de detrás de una inmensa peña y se nos quedó mirando con interés, al tiempo que abría lentamente la boca.
Allí, naturalmente, terminó la expedición exploratoria. Si como un cuarto de hora habíamos tardado en llegar allí, calculo que tres o cuatro minutos duró nuestro feliz regreso a la nave. Y tal era nuestra velocidad y facha que el astronauta se apresuró a activar los motores sin que nadie se lo ordenara, y a punto estuvo de emprender por sí solo el vuelo y dejarnos en la superficie del hospitalario astro.
Nada más yo en la navecilla y ésta en el aire, me agarré al micro y empecé a llamar a Héktor como si mi vida dependiera de ello.
—Aquí la patrulla de exploración —informé—. Hemos sido atacados por una forma de vida indígena.
—¿Inteligente? —preguntó ansiosamente Héktor desde las alturas.
Medité si en aquel animalote pudiera haber rastro de inteligencia, y decidí por la negativa. Pero antes de que pudiera manifestarlo, fui interrumpido por el angustiado grito del técnico.
—¡Eh! ¡Que nos hemos dejado al piloto!
En un instante de terror pensé si el pobre aviador no hubiera acabado en el estómago del dragón, pero luego recordé haberle visto correr a mi lado hasta casi el último momento. En la confusión de la entrada en la cabina, donde más de uno lo hizo en plancha, sin duda alguien le cerró el cristal en las narices, y menos mal que el motor de despegue era de antigravedad y no de chorro, pues de lo contrario se las habríamos, además, socarrado.
Volvimos al teatro de nuestras hazañas y, efectivamente, allá abajo vimos una pequeña figura que gesticulaba con furia, sin duda acordádose de nuestros más lejanos antepasados. No había dragón alguno a la vista, de modo que aterrizamos de nuevo y permitimos que se uniera a nosotros.
Sólo después de la recogida fui capaz de responder al atribulado Héktor a quien el súbito guirigay había hecho sospechar algún desastre. En pocas y mesuradas palabras le informé del encuentro que habíamos tenido.
—¿Necesitáis ayuda? —ofreció.
—Podemos arreglarnos —respondí heroicamente. Y por si acaso ordené al astronauta que despegara de nuevo.
Un breve vuelo nos llevó a la vertical de nuestro amigo el dragón, que, al contrario que nosotros, no se había movido del lugar del encuentro. Era verdaderamente enorme, si bien menos de lo que en primera impresión nos pareciera. Debía medir unos treinta metros de largo, y quizá diez de alzada. Cuando le vimos por segunda vez se hallaba devorando tranquilamente grandes cantidades de hierba, arbustos, e incluso algún árbol joven.
Hubo quien propuso hacerle pagar el susto con una rociada de rayos, pero yo me opuse. Después de todo el bicho nada nos había hecho, y parecía herbívoro y pacífico. Tal vez el gesto de abrir la boca ante nosotros no fuera otra cosa sino signo de asombro ante la presencia de aquellos pequeños simios súbitamente veloces que para él seríamos.
Terminada al fin la fase de exploración primaria, que pudiera servir de enseñanza a todo futuro expedicionario de planetas, a condición de hacer todo lo opuesto a lo en ella realizado, se arriesgó a descender el gran crucero en una inmensa playa, y pronto el planeta dejó de tener secretos para nosotros.
No había rastro de vida inteligente, y la fauna no parecía demasiado peligrosa. Destacaban de ella, desde luego, aquellos tremendos animalotes, habitantes en general de pantanos y ciénagas, si bien a veces paseantes por terreno firme, como en el caso del que primero encontramos. Se mostraban, más que amistosos, por completo indiferentes ante cualquier humano que se les acercara, aunque, desde luego nadie se animó a hacerlo demasiado cerca.
No eran propiamente dragones, pues no echaban fuego por la boca como dicen que hiciera el que luchó con San Jorge Washington en la Tierra preespacial. Uno de nuestros técnicos afirmó que más bien se parecían a un animal terrestre llamado dinosaurio, por lo que hubo quien supuso que habrían sido introducidos por los terrestres durante el Imperio. Pero el mismo técnico alegó ser eso imposible, ya que los dinosaurios habríanse extinguido en la Tierra muy anteriormente a la conquista del espacio. Aún dijo que dicha extinción tuvo lugar antes de aparecer el hombre en la Tierra, mas yo no lo creo, pues de no existir el hombre ¿quién los hubiera extinguido?
De una forma u otra ni los tales dinosaurios tenían esclavos, ni eran poseedores de dinero, lo que los hacía ajenos a nuestros afanes tanto abolicionistas como civilizadores. El subsuelo planetario podía tener grandes riquezas, pero ninguno de nosotros tenía idea de cómo explotarlas, por lo que también dicha posibilidad se desechó.
Quedaba el valor del planeta como terreno virgen, y Héktor propuso a los esclavos liberados en Brenda el instalarse allí y crear un mundo habitado por gentes libres y orgullosas. Pero torcieron el gesto los interesados y manifestaron que quedar allí abandonados y tener que arrancar el sustento a la tierra partiendo de cero no era la idea que ellos tenían de la libertad y el orgullo, por lo que declinaban la oferta, prefiriendo ir a parar a algún mundo donde las cosas estuvieran ya medianamente organizadas.
Tal opinión coincidió con la mía, pues hace tiempo que había yo abandonado la idea del glorioso pionero conquistador de mundos inhabitados, en realidad malcomiendo su propia cosecha, viviendo en mala chabola construida por él mismo y teniendo que coserse las asentaderas de sus propios calzones. Queden en paz los planetas vírgenes, que no seré yo quien los convierta en mártires.
Dejado atrás el planeta de los dragones, calcularon nuestros astronautas nuevos saltos, cosa relativamente fácil al tratarse de estrellas próximas. Recorrimos los negros espacios etéreos, saltamos, y visitamos nuevos sistemas estelares, sin que al principio nos sonriera la suerte. La primera estrella que honramos con nuestra visita estaba huérfana de planetas, la segunda sólo poseía meteoros y la tercera, si bien daba luz a tres mundos, teníalos privados de atmósfera con excepción de uno que la tenía de amoníaco, con lo que además de irrespirable debía tener malísimo olor.
Fue en la cuarta donde encontramos una pequeña colonia de pioneros, insectoides que no humanos, que exploraban un satélite. Nos acogieron con amabilidad, aunque con algo de temor a que hiciéramos yacimiento explotable de sus bolsillos. Pero, curados luego de tal pánico, nos ofrecieron un convincente esquema de la situación reinante en la región fronteriza donde nos hallábamos.
Caído el Imperio, también allí se había marchado cada astro por su lado, creándose mil y una federaciones, repúblicas, tiranías, despotados, principados y reinos, en su mayoría reducidos a un planeta cada cual. Tras las particiones e independencias, quisieron algunos volver a recoser el difunto Imperio cada cual con capital en su propia casa, lo que originó guerras y trifulcas sin número. Piratas y razas carniceras tales como la megara aprovecharon la circunstancia para hacer su agosto, robando, devorando y desbaratando a placer, hasta lograr que los que se llamaban a sí mismos civilizados, y que demasiado no lo eran, reaccionaran con tenues alianzas para rechazarlos.
Hoy en día el espacio era, si no seguro, al menos soportable, y las relaciones entre diversas entidades estatales, de uno o de varios planetas, estables si no amistosas. Sí, había esclavos que liberar, ya que muchos eran los planetas que conservaban tan inicua institución. En cuanto a princesas que conquistar, más bien sobraban que faltaban, pues había multitud de reyes, en su mayoría polígamos y por ello engendradores de numerosa progenie, y era seguro que muchos de ellos darían dinero por librarse de las más alborotadoras de sus hijas. Lo que no se garantizaba en absoluto era su posible hermosura y aun su pertenencia a la estirpe humana, pues infanta había, por raza semejante a una rana sin que ningún encantamiento de bruja malvada mediara en el hecho, ni beso alguno remediar pudiera.
Era posible hacerse con riquezas y honores si se solicitaban con la suficiente educación y artillería, cualidades ambas de las que nosotros no estábamos faltos. Decidió pues Héktor dedicar nuestra fuerza a liberar a los míseros esclavos y retirar a los implacables amos el dinero suficiente como para dotar a aquellos y también dar salario a nuestros propios esfuerzos.
Tras despedimos de aquellos amables insectos, saltamos de nuevo en dirección al primero de los planetas civilizados de raza humana, de nombre Aquilonia, que era cabeza de un pequeño imperio. Sin novedad llegamos a él tras una semana en el espacio.
Poseían ciertamente esclavos los aquilonios, pero también tenían una respetable flota de guerra, bien que sin unidades del porte de la nuestra, sí numerosa y capaz de damos un disgusto si nos arriesgábamos a combatirla.
Decidimos pues dejar los esclavos como estaban y establecer relaciones comerciales y mercantiles. Nos hallábamos unos y otros en situación óptima de hacerlo, pues de tal forma parecían iguales nuestras fuerzas y aleatoria la victoria de una de ellas que ni ellos se arriesgaban a exigimos impuesto portuario, ni nosotros a civilizarles.
Como la primera regla de cortesía al llegar a una casa es visitar a su dueño, y en el caso planetario a cualquier monarca, príncipe, obispo, presidente, ministro o lendakari que lo gobierne, descendimos Héktor y yo, vestidos de punta en blanco, y solicitamos audiencia, diciéndonos representantes de una lejana civilización.
El gobernante aquilonio era de los de corona, Cósimo de nombre y Séptimo de número ordinal. No tardó en hacer buenas migas con nosotros, y aun de bailarle los ojos cuando pusimos bajo ellos las coronas imperiales de muestra, que eran allí codiciadas incluso en mayor medida que en los espacios de donde procedíamos.
Fueron días de gloria aquellos que pasamos en Aquilonia. Corrió al auricalco sin reservas, y a su compás entraron en nuestra nave los más lujosos objetos y artificios que aquella civilización podía proporcionamos. Renovamos nuestros compositores de alimentos con modelos como muy pocos en aquel estado poseían, adquirimos robotes sirvientes, muebles y proyectores de video con las más entretenidas cintas, adornos y solidografías, tabacos perfumados y vinos de fama, armas y trajes del espacio… En cuanto a compras individuales, nos hicimos con trajes, joyas, calzado, libros, y toda clase de elementos. Convertimos nuestro crucero en palacio, al tiempo que hacíamos la felicidad infinita de mercaderes, fabricantes e intermediarios, para quienes nuestra llegada fue lluvia de oro, fuente de dicha y granizo de fortuna.
Felices vacaciones fueron aquellas, mucho mejores que las que disfrutamos tiempo atrás en la engañosa Brenda. Hicimos excursiones por el planeta y aun por sus satélites, en todas partes bien recibidos, que el dinero hace sonreír siempre al anfitrión más adusto. Visitamos también una miriada de tabernas, salas de fiesta, restaurantes y albergues de Venus. Al anuncio de nuestra presencia abríanse los más reservados barriles de mosto, chirriaban los pavos en los asadores y alzábanse las faldas de las hermosas. Yo mismo aproveché de esto último, pues aun siguiendo aficionado a mi llorona, polígamo es el hombre y bueno que cambie de vez en cuando de piernas que abrir, aunque muy bonitas confieso que Celina las tenía.
Dio finalmente Héktor la orden de partida, no sin queja de algunos, y como de tales protestantes varios fueran de los rescatados en Brenda, ofrecióles de nuevo nuestro jefe y patrón dejarles allí para que se integraran en aquella risueña nación. Mas torcieron de nuevo el morro, y arguyeron que aquellos aquilonios tenían esclavos y bien pudiera suceder que, como antes ocurrió en su propio planeta natal, alejado el crucero optaran por echar cepo y cadena a quienes con ellos quedaran. Admitió Héktor ser ello justo, pero creo que empezó a sospechar que aquellos esclavos liberados nunca se conformarían con astro alguno, ni habitado ni despoblado, prefiriendo la vida de continua juerga y cuchipanda que a bordo de nuestra nave adivinaban.
Para tranquilizar nuestra conciencia de espartacos, compramos dos familias de esclavos, anunciándoles la libertad nada más presentes a bordo. Alegráronse, desde luego, de tan inesperada dicha y no dejaron de agradecérnoslo efusivamente. Tras de lo cual abandonamos aquel astro hospitalario, rumbo al planeta Dorrón, distante diez años de luz.
Con cuidado y sin desvelar nunca nuestras verdaderas intenciones, ya que en Aquilonia ocultamos nuestros ideales espartaquistas, habíamos averiguado que los dorrones cometían el doble pecado de poseer esclavos y no ser lo suficientemente fuertes como para oponerse a nuestra nave, de modo que por ello fueron designados como objetivo. Calculó y dio mi departamento un nuevo salto hiperespacial, y el amarillo sol de Dorrón destacó entre la muchedumbre de estrellas, semejando un faro hacia el que en el acto nos dirigimos.
Como dicen que el saber no ocupa lugar, procuré por mi cuenta informarme de las posibilidades del nuevo mundo, y también de toda la zona, pues contaba con que mis conocimientos sorprendieran en el futuro a mis compañeros y reafirmaran mi cargo e importancia. Huroneé aquí y allá, y pronto descubrí que uno de los esclavos liberados en Aquilonia era hombre enterado en la cuestión. Así pues, mientras nos aproximábamos al nuevo teatro de nuestras hazañas, invitéle a comer a mi apartamento de oficial, requisando para ello las mejores viandas que los nuevos dispensadores de comida eran capaces de ofrecer.
Animada y alegre fue la tertulia, como suelen ser aquellas donde el vino y el yantar no se echan en falta. No podía mi invitado, Jangar de nombre, añadir gran cosa a lo que ya en Aquilonia averiguamos sobre Dorrón y sus habitantes, pero habló en cambio largo y tendido acerca de la zona fronteriza y aun de las regiones de más allá del límite, donde la enseña imperial nunca fuera izada.
Habló el buen Jangar de los terribles mundos intranebulares que se decían morada de unos dioses que nada tenían que ver con los del Olimpo y de una espantosa Nebulosa Roja que parecía dotada de vida y en cuyos alrededores flotaban mundos de magia y brujería. Nos hizo conocer la leyenda de la Estrella Muerta nave fantasma tripulada por sombras, a cuyo bordo iba la inmortal Laria Lyria, la princesa bruja del extinguido Imperio en busca de implacable venganza contra quienes lo destruyeran. Pero mencionó también al mágico y nunca hallado planeta Tulya, donde las antiguas divinidades colocaran la fuente de la eterna juventud. Movía bien la sinhueso nuestro huésped, y tanto Celina como yo le escuchábamos abstraídos, mientras en nuestros corazones se encendía de nuevo el ansia de la aventura y de la exploración de tierras desconocidas.
Nos relató también Jangar, y ello era algo más que una leyenda, pues otras noticias sobre el particular teníamos de antes, la existencia de una comunidad humana nómada, tripulantes de astronaves gigantes, verdaderas ciudades fortificadas del cosmos, que recorrían a su placer aquellos infinitos espacios exteriores y que a veces recalaban en mundos conocidos, comerciando con objetos y artefactos extraños, productos de civilizaciones ignoradas.
Encantados estábamos con la charla los cuatro (Celina y yo, junto con Jangar y su esposa), cuando de improviso un terrible berrido nos hizo saltar en el aire, y por unos segundos creímos que alguno de los dioses o brujos del espacio nos había caído encima, hasta que reconocimos la voz de los altavoces de a bordo. Pero algo casi tan malo como lo imaginado debía acecharnos, ya que el sonido adquirió el inquietante ritmo de la señal de alerta máxima.
—¡Todos los oficiales al puente! ¡Artilleros y técnicos a sus puestos! ¡Zafarrancho de combate! ¡Zafarrancho de combate!
No extrañará al lector mi sobresalto, pues de sobra conocerá ya mi aversión a los marciales atributos y de que forma prefiero que de mí se esculpa el «aquí corrió» mucho mejor que el «aquí yace», pero oficial era y mal que bien, ya que de la nave salir galopando no podía, había de unir mi destino a ella. Despedíme de mi querida Celina, llorona naturalmente en la ocasión, procuré que un aire heroico disimulara el temblor que atacaba mis miembros y abandoné mis aposentos, no sin aconsejar a Jangar y a su costilla que se retiraran al alojamiento que les había sido asignado y que procuraran no estorbar a los defensores de la nave. Aún seguían aullando los altavoces cuando llegué al puente de mando.
El planeta Dorrón estaba frente a nosotros, más ello no era la causa de la alarma, pues habíamos acordado ponernos en órbita y celebrar un consejo de guerra antes de iniciar la entrada en la atmósfera. Sucedía que habíamos dado en el clavo y llegado en el momento más oportuno para nuestros propósitos, ya que girando en torno al astro, en órbita muy interior a la nuestra, había sido detectada una nave que por su tamaño muy bien hubiera podido ser una de aquellas fabulosas ciudades navegantes de los nómadas espaciales. Pero no era en realidad tal, sino un antiguo autoplaneta imperial de transporte, de los que sabíamos utilizados por los esclavistas para transportar su inicua carga. Navecillas espaciales iban y venían desde el coloso a la superficie planetaria y de lo que en sus vientres llevaban ninguno podía tener la menor duda.
Un viento de furia parecía haberse adueñado de nuestro puente de mando. En especial de Héktor, brillantes los ojos, inclinado sobre la pantalla de visión como si quisiera agarrar con sus propias manos aquel nefasto autoplaneta, semejaba al propio Espartaco revivido. Incluso yo mismo llegaba a sentir un cierto cosquilleo heroico en mi ser, y lamentaba que aquella no fuera la nave Karamán de triste memoria, y que a su mando no estuviera el traidor capitán Dudley para que sintiera el peso de mi mano vengadora.
Poco podrían imaginar, quienes quiera que fuesen los esclavistas, lo que se les venía encima. Habían llegado hacía poco, sin duda, al planeta ofreciendo mercancía que por lo abundante debía ser barata, y encantados debían hallarse también los buenos burgueses de Dorrón en el mercado de carne humana, palpando músculos, examinando dientes y regateando precios. Idílico escenario en el que de pronto hubimos de caer nosotros como lobos en rebaño, halcones en palomar o zorros en gallinero.
No duró mucho tiempo. Nos lanzamos hacia el tranquilo autoplaneta con los escudos de energía alzados y los antidetectores a toda potencia y la primera noticia que de nosotros tuvieron en la nave o en el planeta fue el chupinazo de aviso que les largamos y que estalló como una nova en celo a pocos kilómetros de los esclavistas, siendo visible en todo el hemisferio dorrón. Debieron sonar allí las sirenas de alarma, correr el personal a los refugios y poner en estado de alerta su mísera flota espacial. Pero nosotros cortamos entonces los antidetectores y unos y otros pudieron horrorizarse al ver nuestro magnífico crucero Espartaco, blandiendo espada de fuego y presto a arrasar cuanto le saliera al paso. Nuestros noveles artilleros se hallaban junto a los cañones, la milicia de Yanko Ginestar se preparó para un posible abordaje, y Héktor largó por radio una poco amistosa exigencia de rendición total.
No sabían nuestros oponentes quienes éramos ni lo que pretendíamos y sin duda nos tomaron por piratas. Pero nada podían hacer, de modo que se rindieron sin condiciones, esperando salir del paso a costa del caudal, que no de la pelleja. Enviamos quien se hiciera cargo del autoplaneta y nos pusimos a ejercitar por primera vez nuestra noble tarea de liberadores de esclavos y truncadores de cadenas.
Instalamos una improvisada sala de juicio en aquel inmenso recinto donde mucho antes se desarrollara terrible batalla entre esclavos y guardias espaciales. Se había erigido una tarima tras de la cual nos sentamos Héktor, Ginestar, yo mismo y algunos otros, mientras que el resto de la gente se agolpaba tanto en la sala propiamente dicha como en los balcones desde los que antaño nos ametrallaran los secuaces de Luvieni. Apenas si dejaban, y ello forzado por los pelafustanes de Yanko Ginestar, espacio y acceso para los que habrían de ser juzgados.
Fueron los primeros de éstos los dirigentes de los esclavistas que tripulaban el autoplaneta, llevados allí por nuestros milicianos, y no con demasiada suavidad. Junto con ellos llegaron unos representantes de los esclavos que a su bordo transportaban, aunque éstos últimos no supieran bien lo que ocurría y no esperaran otra cosa que pasar de un amo a otro.
Púsose en pie Héktor, mirando con desprecio a los esclavistas, y empezó su discurso de esta manera:
—Estáis acusados aquí, ante este tribunal de hombres libres, de esclavizar a vuestros semejantes y de venderles como si fueran cabezas de ganado. Para nosotros eso es un crimen capital ¿qué tenéis que alegar?
Los esclavistas se miraron entre ellos, como temerosos de haber caído entre orates. Algo murmuraron y luego, como portavoz suyo se adelantó uno, musculoso y barbudo, que tal vez fuera el capitán de su gran nave.
—Comerciantes somos —se explicó—. ¿Qué se nos puede decir, si vendemos lo que otros compran? La esclavitud es una práctica legal en todos los mundos, y también lo era en tiempos del Imperio. ¿Qué ley es esa que ahora nos queréis aplicar? ¿No es preciso dar a conocer las leyes a quienes han de cumplirlas antes de castigarles por no hacerlo?
Pero Héktor no se dejó engatusar y replicó:
—La esclavitud es intrínsecamente mala, sean cuales sean sus leyes. Si vosotros mismos la admitís perjudicial si se aplica a vosotros ¿cómo podéis juzgarla buena en relación con vuestros hermanos? ¿Creéis que la cadena que rechazáis para vosotros puede caer en justicia sobre el cuello de hombres semejantes vuestros?
Jalearon y aplaudieron los espectadores el alegato, y de nuevo se removieron inquietos los esclavistas, temiendo lo que les pudiera venir encima.
—Pero son tiempos malos los que corren —intentó aún polemizar el barbudo—. Los mundos están reconstruyéndose, y las máquinas son escasas y caras. Si la práctica de la esclavitud desapareciera, la civilización se hundiría. No hacemos sino satisfacer una demanda, y si nosotros no lo hiciéramos, lo haría otro. ¡En realidad colaboramos al renacimiento de la civilización galáctica!
Pero se vio interrumpido con violencia. Uno de los esclavos rescatados del autoplaneta, algo animado al enterarse de lo que realmente se cocía, prorrumpió en gritos.
—¡Salváis la civilización galáctica! —aulló—. ¡Salváis la civilización galáctica!
Tras de lo cual, entre los más terribles insultos e improperios nos relató lo que aún no sabíamos. Que aquella gentuza no había imitado al capitán Dudley en el arte de engañar ingenuos para esclavizarlos, sino que, todavía mucho peores, habían caído sobre algunos tranquilos planetas agrícolas e indefensos y habían matado, violado, robado y destruido antes de llevar los supervivientes a las calas de su gran nave. Unían pues al crimen de la trata los de asesinato y piratería, y quién sabe cuantos más.
—¡Ya hemos oído suficiente! —gritó entonces Héktor, erguido como un ángel exterminador, el rostro iracundo y el puño airado—. ¡A vosotros os los entrego, esclavos que habéis sido suyos! ¡Haced justicia con ellos!
Adelantóse, no muy seguro de sí mismo, el esclavo que había hablado, e intentó poner la mano encima del barbudo, pero éste lo tumbó por tierra de un tremendo puñetazo. Tal vez hubiera querido hacer algo más el esclavista, incluso buscar el escape de su fea suerte, pero uno de los milicianos de nuestra nave le descargó al punto tan fuerte culatazo que le dejó en el sitio. Se lanzaron al asalto los compañeros del siervo golpeado, entre gritos de venganza, y fueron secundados por los milicianos y aun por el público. Agarrados de pies y manos, molidos a puñetazos y a patadas, los comerciantes de carne humana partieron de la sala en dirección al tribunal más implacable de aquellos a quienes habían convertido en mercancía vendible.
Ante el espectáculo hubo alguien que conservó la cabeza sobre los hombros, y fue Yanko Ginestar. Mientras se golpeaba, se gritaba y se insultaba, él llamó con un gesto al esclavo que había sido derribado y que todavía vacilaba con la mano en la mandíbula, como si temiera no encontrarla en su sitio.
—Matadles si queréis —dijo—. Ahorcadles, decapitarles o arrojadles al espacio. Pero respetad unos cuantos astronautas, pues alguien ha de dirigir el autoplaneta que ahora os pertenece.
—¡Bravo! —gritó el siervo liberado—. ¡Les haremos esclavos nuestros, para variar, y les trataremos como antes ellos nos trataban a nosotros!
—¡No! —gritó entonces Héktor—. ¡Nadie será esclavo de nadie! ¡Eso se ha acabado para siempre!
Retrocedió el siervo, quizá temiendo un segundo puñetazo que le igualara la averiada quijada. En cuanto a Yanko Ginestar, creí observar en su expresión un atisbo de fastidio.
—Castigadles entonces —propuso—. Hacedles jurar, bajo pena de vida, que renunciarán a sus prácticas esclavistas, y luego hacedles iguales vuestros. Pero respetad sus vidas, o la nave quedará en órbita para siempre.
Ya habían desaparecido los miserables esclavistas y sus aprehensores, y el interlocutor de Ginestar partió a escape tras ellos, temeroso de llegar demasiado tarde con su mensaje.
—Ese autoplaneta es nuestra solución —explicó el tuerto al todavía furioso Héktor—. Podemos transbordar a él el exceso de pasajeros que atiborran ahora el Espartaco, y también los esclavos que liberemos en el planeta. Habrá sitio para todos.
Contemplé entonces yo apreciativamente a uno y a otro y comprendí que si mi amigo Héktor era de los dos el más idealista y consecuente con sus teorías, no era su cabeza la que funcionaba con mayor eficacia.
Mas he aquí que un nuevo clamor vino a interrumpir la conversación. Llegaba el segundo grupo de reos, compuesto por aquellos que los temerosos ciudadanos de Dorrón habían enviado a negociar con nosotros. Eran hombres de edad madura, lujosamente vestidos, y en sus rostros se advertía el hecho evidente de no tenerlas todas consigo.
—Bien —actuó de nuevo Héktor como fiscal, ahora sin tomar molestia en levantarse de su asiento—. Acabamos de juzgar y condenar a unos hombres por vender lo que vosotros habéis comprado. ¿Tenéis algo que decir?
Farfullaron los interrogados, temiendo los peores males para ellos y para su planeta. La esclavitud les había sido entregada por las generaciones anteriores, dijeron, y su súbita desaparición dejaría al planeta sumido en la miseria. Muy suaves resultaban, según ellos, los rigores que sus esclavos sufrían, pues el trato que se les daba era muy bueno, y aun podía considerarse su suerte envidiable en comparación con la de muchos hombres libres habitantes de planetas salvajes. Más que siervos eran en realidad verdaderos hijos de quienes los tenían en propiedad, y con frecuencia veíase el esclavo manumitido y adoptado como vástago por algún amo bondadoso. No se podía hablar de opresión ni de malos tratos, porque el cuerpo jurídico dorrón disponía de un Estatuto del Esclavo que protegía los derechos de la clase servil.
Frunciéronse muchos ceños en el público ante esta última alusión, ya que los procedentes de Sifán recordábamos claramente otro documento de parecido título cuya verdadera eficacia rozaba el cero. Pero, sin notarlo, y para remachar su razonamiento, el dorrón presentó un esclavo de carne y hueso que se había traído consigo.
—¡Di tú mismo a estas personas si vives mal en tu condición, y si se te maltrata de alguna forma!
Adelantándose el siervo, en el acto comenzó a desgranar una serie de alabanzas hacia el sistema esclavista dorrón, declarándose feliz de servir a tan agradables amos.
Pero desgraciadamente para él y para sus dueños, no pudo terminar con la jaculatoria. Pues una navecilla del Espartaco había bajado antes al planeta y recogido allí un grupo de esclavos elegidos al azar. Y no dejaron éstos que el parlamento de su hermano en servidumbre llegara al final, sino que le interrumpieron con vociferaciones y fuertes improperios, gritando que aquél era pelota más que siervo, y contando a voces sus desventuras como esclavos, con afirmación de que si eso era trato paternal, antes preferirían ser huérfanos.
No esperaban desde luego los enviados dorrones tales testimonios, y por la sorpresa hubo de cometer uno de ellos un grave error. Pues encarándose con los que protestaban y ahogando sus voces con un alarido mayor, les apostrofó con furia:
—¡Callad vosotros, que no sois sino gandules y vagos! ¿Preferiríais que se os dejara en la holganza, y que los señores hubieran de trabajar?
Tal vez comprendió el yerro cuando la respuesta le vino estrepitosa no sólo de parte de los esclavos, sino del público en general, en el sentido de ser eso precisamente lo que se deseaba, que para variar fueran los nobles señores los que le dieran al pico y a la pala, sudaran de frente y sobaco, y encallecieran sus aristocráticas manos. Y como algunos pretendieran pasar de las palabras a los hechos, hubo Héktor de proteger a los asustados embajadores y a su esclavo feliz para evitar males mayores.
—¡Basta! —finalizó, mientras algunos milicianos rodeaban al grupo—. Desde hoy mismo la esclavitud se ha terminado en Dorrón. Todo siervo que lo desee podrá alcanzar la libertad y trasladarse al autoplaneta.
Aullaron su alegría los siervos, en tanto que palidecían los amos. Y sucedió que de pronto el mismo esclavo consentido, temiendo sin duda quedarse de solo siervo en el planeta y recibir pescozones de todos los amos, tiró por la calle de en medio y rompiendo el cerco miliciano, se unió a sus iguales, que le acogieron como camarada.
Animados fueron los días siguientes en el planeta Dorrón, haciéndome recordar incluso las gloriosas jornadas de Brenda. Vigiló el altruista Héktor para que la libertad del siervo no significara el escabeche del amo, logrando que apenas se despenara a nadie, pero de todas formas llovieron las bofetadas, ardieron algunos edificios, y hubo esclavo que pretendió y logró indemnizar su anterior servidumbre haciendo mano alegre en las propiedades de su amo y de cualquier otro que a la clase libre perteneciera.
De modo incesante iban y venían las navecillas, transportando cargamentos de hombres recientemente libres desde la superficie al autoplaneta, ahora rebautizado con el nombre de Libertad. Allí si que se había ejecutado sin piedad a los esclavistas y no sería yo quien, conociendo a los de su ralea, lamentara su suerte. Apenas algunos, no todos, de los astronautas habían sobrevivido a la vindicta, y ello por los trabajos de aquel antiguo esclavo a quien Yanko Ginestar aconsejara darles amnistía. También desde nuestro Espartaco llegaban pasajeros a la inmensa nave redonda, despejando nuestro atestado interior.
Todo el mundo estaba contento, y yo mismo abundaba en tal sentimiento sin recordar que a las vacas gordas siguen la flacas y que días de risas suelen ser precursores de otros de llanto.
Aquello que yo no temía, pero hubiera debido temer, comenzó la tercera noche a contar desde el inicio de la liberación de esclavos. Nada más menguar las luces de los pasillos, invitando al reposo a los hombres, me introduje en mi apartamento. Celina estaba ausente, y una vaga inquietud se apoderó de mí.
Pensaba en la carrera antiesclavista de nuestra nave. Bien estaba lo de liberar esclavos, mas era de esperar que a pocas veces que repitiéramos el número dorrón, las voces corrieran y se concentraran las flotas militares de los planetas esclavistas, que casi todos lo eran, para darnos una buena cornada la próxima vez que pretendiéramos hacer el Espartaco.
Todo estaba en silencio, y Celina seguía sin aparecer. Me revolví inquieto en la silla, pensando si encamarme sin esperarla. Casi inconscientemente fijé la vista en mi Minerva Atenea, que ocupaba un lugar de honor en el vestíbulo. Me pareció que la diosa me hacía una breve mueca, como queriéndome avisar de algún peligro.
¡El olor! Quizá de no estar de tal modo tenso no lo hubiera notado, pero tal como estaban las cosas lo pude advertir, extraño y picante. Al mismo tiempo empecé a notar un ligero sopor que poco a poco fue aumentando hasta hacerse casi invencible.
En el acto comprendí lo que estaba ocurriendo y pasé a la acción. No disponía de traje del espacio en mi suite, pero sí de un tubo de oxígeno que, por miedo infantil de Celina a los riesgos de navegar en el espacio, me había visto obligado a procurarme. Bendije la circunstancia y luchando con el sueño traidor, agarré el adminículo y me enchufé la boquilla en la boca y nariz. En el acto el sueño huyó, y me encontré excitado y asustado, aunque ya no soñoliento.
Alguien nos estaba atacando, y lo hacía desde el interior, usando el sistema de ventilación. ¿Esclavistas supervivientes, comandos dorrones, amotinados de nuestra propia gente? Tentado estuve, puesto que héroe no soy, de esconderme en cualquier parte hasta que todo hubiera pasado, mas recordé que quizá el atacante registrara a conciencia la nave para hacer ganado servil con quien encontrara, y aquello, por haberlo sufrido, no podía de nuevo consentirlo. Así que hice tejido cardiaco del intestinal, agarré mi desintegrador con mano que quise firme, sostuve con la otra el tubo de oxígeno y salí al pasillo.
¡Horror! Al parecer ninguno de mis compañeros había actuado tan rápidamente como yo, y la nave parecía aquel mágico castillo del cuento infantil donde las buenas hadas durmieron a todos sus habitantes. Hallé aquí y allá cuerpos roncantes, y vanos fueron mis esfuerzos por despabilar alguno para que me ayudara.
No encontré movimiento hasta llegar al corredor principal, y fue tal la sorpresa que allí me llevé que quedé paralizado. Pues los preciados armarios de auricalco, hartos sin duda de su inmovilidad, recorrían en flotante formación el corredor, como tiempo atrás lo hicieran en sentido contrario, sostenidos por la antigravedad e impulsados por incógnitos malandrines vestidos con trajes del espacio.
Quise gritar, atacar quizá a aquellos villanos que pretendían despojamos de nuestros bienes. Pero algo rebulló detrás mío, y al volverme reconocí el tuerto rostro de Yanko Ginestar a través del cristal de un traje espacial.
—¡A los ladrones! —grité entonces, satisfecho al hallar un aliado—. ¡Que nos roban!
¡Ingenuo de mí, que no supe ver lo evidente! El jefe de nuestras fuerzas armadas rio taimadamente, mientras alzaba, cogido del cañón, el rifle de rayos que llevaba.
—Os robamos —dijo.
Y en el acto me arreó tal culatazo que todo se borró de mi vista y debí caer al suelo como una masa informe, bien que no llegué a sentir la dureza del metal bajo mis desdichadas carnes.