Capítulo IX

De nuestra salida del planeta Brenda, de cómo dimos nuevo nombre a nuestra nave, y de nuestras increíbles aventuras en lo profundo del espacio.

Sin duda querrá saber el lector a qué era debido el venturoso retorno del crucero para sacarnos de nuestras cuitas. Me falto tiempo a mí mismo para preguntarlo, y fue Héktor quien satisfizo mi curiosidad.

Sucedió que, apenas abandonó la nave el planeta Brenda y amenazó con tomar el largo camino hiperespacial que le habría de conducir a la frontera de las civilizaciones humanas, aquel romántico astronauta de quien antes hablé, arreció sus suspiros y lamentos, quejándose del largo espacio interestelar que pronto le separaría de aquella Hortensia de sus pensamientos. De tal modo plañió, gimió y dio la lata a todo el mundo, que se llegó a pensar seriamente en invitarle a hacer un viaje por el espacio en el mismo traje de calle en que lo hiciera el llorado mayor Luvieni, pero sus compañeros intercedieron por él, jurando hacer entre nueve lo que antes entre diez se realizaba, y aun instruir a quien de los nuestros lo deseara en la ciencia de manejar los mandos de la nave. Hubo fuertes discusiones y al fin, ya que resultaba arriesgado volver al propio Sifán, se acordó dejar al suspirante en Brenda, donde se sabía que había una nave comercial que pronto partiría hacia el jardín de la Hortensia. ¡Precisamente aquella en la que los brendanos habían pensado enviamos!

Regresó así el crucero hacia Brenda, pensando todos en la agradable sorpresa que nos darían a los que quedamos allí, aunque nunca pudieran imaginar hasta qué punto. Pero sucedió que otra nave comercial había salido del planeta, con tiempo de informarse de la canallada que nos habían hecho, y al ver acercarse al gran navío de guerra, supusieron que aquél también se había enterado y regresaba con las peores intenciones, con lo que decidieron quitarse de en medio.

De haber continuado tranquilamente su camino nada habría ocurrido, pero su maniobra hizo sospechar a Héktor, desconfiado como pocos, que algo no santo ocurría, con que le dio el manos arriba y al interrogar a la tripulación se descubrió todo el pastel. Rugieron los nuestros con comprensible furor, y cayó la nave sobre Brenda con las baterías cargadas, el campo en acción, y la intención de causar un estropicio que marcara época en el caso de que algo malo nos hubiera ocurrido.

Espantoso fue el pánico de los que de tan mala manera nos habían traicionado y escarnecido al ver el ángel exterminador que se les venía encima.

Ningún medio de defensa ni ataque tenían que pudiera medirse con el antiguo crucero del Imperio, de manera que cuando una navecilla sobrevoló la ciudad, prometiendo por sus altavoces los peores males si no se nos soltaba sanos y salvos, en tanto unos lo cumplían, otros echaban piernas al cuello (y es de suponer que todavía corren), y otros se encerraban a cal y canto, rezando a todos los dioses porque no nos acordáramos de sus señas.

Y no temían en vano, puesto que, aun estando todos nosotros vivos, por bien nuestro y del planeta, a más de uno habían estropeado por resistirse al apresamiento, aparte de la ración de palos que todos recibimos. Así pues, no perdimos tiempo para armamos de láser, desintegrador y cuanto trabuco nos vino a la mano y, acompañados por amigos de la nave, bajar de nuevo a la ciudad a desempolvar a quienes nos ofendieran. Corrimos por las calles en varios vehículos, clamando venganza y tumbando faroles a tiros, sin que nadie se opusiera a nosotros ni, desde luego, saliera a burlarse como en nuestro anterior paseo. Era nuestro objetivo la Cámara de los Notables y, más que ella, los dignos caballeros que tan hospitalariamente nos dieron asilo, y a los que pensábamos regalar con una serenata de nuestra invención. Pero todos ellos se habían apresurado a emigrar, con lo que debimos limitarnos a pegar fuego al edificio gubernamental, y luego al del Juzgado, cuyos magistrados habían puesto también tierra de por medio.

Por tanto granuja ausente pagó la estatua de no se qué general ecuestre en la plaza mayor, al que de un tiro dejamos calvo y de otro decapitado. Saqueamos a continuación varios establecimientos, espantamos hombres, mujeres y críos y en todo lugar dejamos seña amarga de nosotros, sin que policía ni milicia osara oponerse a nuestras fechorías, pues en el aire velaba ceñudo el crucero y era de temer no redujera a cenizas la ciudad y aun el planeta.

Más frío y pensador que nosotros, quizá por no haber sentido el palo brendano en sus costillas, Héktor hizo bajar una cincuentena de hombres armados que se dirigieron antes que nada al Banco, ya que pensó que nuestro auricalco había honrado ya demasiado con su presencia aquel planeta. Abriéronse las cajas y, en efecto, allí se encontraban nuestras pilas de monedas que nadie había pensado en llevarse. Les echaron mano los nuestros y además, por si acaso habían hecho amistades y les costaba separarse de ellas, arramblaron con cuantas reservas de metal precioso allí había, que si otro auricalco no era, contaba con cantidad de oro, plata y platino.

Nos reunimos con aquel alegre grupo cuando estaban ya cargando el propio y el ajeno caudal en una navecilla, y no pude por menos que compadecer en algo a aquellos negociantes brendanos que de haberse portado honradamente hubieran podido beneficiarse en mucho de aquel depósito, pero que por quererlo todo, hallábanse en la situación del dueño de aquella gallina de huevos de oro que sacrificó el ave pensando hallar mina aurífera en sus entrañas y que, según cuenta la leyenda:

En habiendo matado la gallina

Perdió su huevo de oro, y no halló mina

Pero ya otro flagelo había empezado a descargar sobre aquella ciudad de desgracia. Tanto habían dado a la lengua las autoridades brendanas sobre nuestra vuelta a la condición de esclavos, que la llegada del crucero para salvarnos de aquélla fue considerada por muchos serviles como señal de liberación general, lanzándose a las delicias del saqueo, persiguiendo a los amos que les habían maltratado, y aun despenando a algunos de ellos. Atronaban las calles los gritos y el estrépito de las puertas despanzurradas, estallaban aquí y allá incendios, reían unos y lloraban otros, y el caos se adueñaba cada vez más de la antes orgullosa capital.

Héktor y algunos conservadores quizá hubieran deseado detener la algarada, que mucho mayor daño causaba del que hasta el instante hiciéramos nosotros, pero otros argüían acerca de la traición cometida por aquellos malandrines, y de los malos tratos que habían hecho sufrir a sus siervos, de parte de los cuales debíamos estar nosotros por haberlo sido. De modo que decidimos en conjunto lavarnos las manos como dicen hizo Pancho Villa y desentendemos de lo que en la ciudad ocurriera.

Me faltaba algo que hacer a mí en ella, de manera que me hice acompañar por tres amigotes, elegimos uno de los coches de superficie abandonados que a nuestra disposición estaban, y nos pusimos en marcha hacia mi antiguo palacete, abandonado en tan tristes circunstancias. Atardecía ya, y en el camino hallamos varias bandas de siervos saqueadores que, al reconocernos por quienes éramos, nos saludaban y aclamaban con agradecimiento y alegría, alzando y vaciando en nuestro honor las botellas hurtadas.

Tras mucho golpear, abriónos la puerta la atribulada Laurita, y ello fue tras reconocer mi voz, que no estaba el gallinero como para dar paso al primero que llamase. Allá estaba también el infeliz Tristán, todo vendado y dolorido por los golpes recibidos en mi defensa. Pero no les buscaba yo a ellos sino a la estatua de mi diosa, que una vez más me salvara del peligro. Rabié de veras cuando vi que había desaparecido e hice allí mismo juramento de no partir del planeta sin que me fuera debidamente restituida. Acudió entonces Laurita a tranquilizarme, diciéndome que la diosa que me interesaba había despertado la curiosidad de unos oficiales que inspeccionaron la casa, siendo trasladada por ellos a cierto museo. No necesité más para ponerme en marcha.

En la misma puerta detúvome la buena de Laurita, rogándome que la llevara a ella y a su marido a cualquier planeta que no fuera Brenda, en calidad de esclavos o de lo que fuera. Le respondí que en lo que a mí respecta ya no había allí esclavo alguno, que todos eran libres y que les aconsejaba empaquetar lo que desearan llevarse, pues haría lo posible por buscarles plaza en el crucero. Sin atender a su agradecimiento, monté con mis amigos de nuevo en el vehículo, partiendo en el animado anochecer hacia el museo.

En él encontramos un viejo que se había quedado no adivino por qué, quizá para defender lo que allí se guardaba. Nos costó entendemos con él, pero al fin nos condujo hasta mi adorada Atenea, que no estaba expuesta en ninguna vitrina aún, sino almacenada con otro material. De tal forma volvimos a ser el uno para el otro, y por agradecimiento al viejo, convencí a mis amigos de que se abstuvieran de llevarse algún chirimbolo de recuerdo, como al principio se proponían. Tan sólo cuando ya estábamos en el vehículo me acordé de mi buen amigo el Preboste, y decidí hacerle una visita en su palacio.

No estaba desde luego presente el interfecto, pues antes que yo en él, había pensado él en mí. Pero nada más llegar nosotros a la puerta, se nos vino encima una turba de esclavos, en especial del bello sexo, dándonos alborozadamente las gracias por el advenimiento del crucero. No tardó en aparecer la rescatada Celina que, al verme, se abrazó a mí soltando de nuevo el torrente de sus llantos, que tan llorona como guapa era. Tras de lo cual pasamos todos adentro en amor y compañía.

Fabuloso era el palacio del buen Preboste, y en él había concentrado un verdadero harén de bellezas, una mínima parte del cual era el que me mostrara cuando me traspasó fugazmente a la rubia Celina. Pero, según me contó ésta, siempre entre sollozos, era más bien averno que paraíso ya que aquel personaje gozaba maltratando a las pobres muchachas, amén de obligarlas a actos que aquí no puedo citar por decoro. De ahí la alegría de Celina al ser regalada, y su desesperación cuando el donante la recuperó; al parecer aquel breve préstamo no era sino un a modo de broma para satisfacción de su naturaleza desviada.

Mas todo aquello era ya agua pasada, y en el tiempo presente disponíamos de todo el palacio y del plantel de beldades, tan deseosas ellas de ser consoladas como nosotros de consolarlas. Descubrimos igualmente una abundante bodega, cuyos productos llevamos al mayor de los salones. Llenáronse los jarros, voló por los aires la ropa sobrante, e inicióse con la noche la más trepidante de las juergas, bebiendo, bailando, cantando, contemplando como las chicas danzaban y disfrutando con ellas de los goces con que Ciprina regala a los mortales. A medida que se consumían los caldos crecía la zarabanda, con no poco deterioro del lujoso mobiliario del Preboste, y en el tal estropicio no dejaban de colaborar con gusto aquellas rencorosas bacantes, que mucho tenían que recordar. Incluso en lo más álgido de la melopea, no faltó pérfida que utilizara tal cual carísima pieza del mobiliario como improvisado aliviadero para los efectos del fuerte vinillo consumido.

No fue hasta después del amanecer cuando dejamos aquel devastado campo de Agramante, deseando yo de corazón que el Preboste, a su regreso, tuviera al verlo un recuerdo para mí. Seguía el gran crucero cerniéndose sobre la ciudad, y se me comunicó en la calle que Héktor nos llamaba a todos y estaba ya preparando las navecillas para subir al Invencible y dejar aquel planeta de nuestros pecados.

Muy animada estaba la ciudad en la mañana, bien que algún incendio humeara todavía. Raro era aquel de los nuestros que no transportara botín o no solicitara salvoconducto para algún amigo o compinche, en general del opuesto sexo. Por mi parte envié recado a Tristán y a Laurita para que acudieran al embarque, además de arrastrar conmigo, desde luego, a la rubia Celina, del mismo modo que mis compañeros llevaban del brazo al resto del harén que sin duda el Preboste echaría mucho de menos. Pero en la plaza que iba a servir de embarcadero habíase reunido una gran multitud que gritaba como si de sombras tartáreas se tratara, reclamando un puesto en la nave, y en vano se desgañitaba Héktor de pie en la escalerilla de una nave auxiliar, pidiendo que cada cual se volviese en buena hora a su casa, dejando que embarcaran tranquilos en el crucero quienes en él habían venido.

Resultaba que muchos esclavos habían creído llegada la hora de su liberación y ahora temían con razón que apenas ido el Invencible retornaran a la averiada ciudad los amos, y con ellos las cadenas, a más de pedirles responsabilidad por el festival con que celebraran la presunta manumisión. También gritaba la propia gente del crucero, negándose a embarcar si no era con sus amigas, pues argüían que la nave no iría muy lejos sin presencia femenina, que los hombres necesitan también combustible para mantenerse en marcha y buena disposición. Lloraban algunas mujeres, temiendo verse abandonadas, maldecían los hombres y algunos puños se alzaban incluso contra Héktor y quienes le rodeaban.

Hubo de ceder al fin el buen corazón de mi amigo y jefe, dando paso libre a todo servil que lo solicitara o que dijera temer represalias, con lo que las navecillas fueron asaltadas por una horda con maletas, baúles, cestos y sacos en los que se mezclaba lo propio y lo hurtado. Como allí todo gitano vociferaba estar en peligro de muerte, coláronse entre los serviles no pocos mequetrefes osados y horteras audaces, deseosos de correr aventuras en el espacio. Una y otra vez debieron volar las naves auxiliares de tierra al crucero y viceversa, pues no bajaban de seis mil los que se apuntaron al viaje, y menos mal que el Invencible disponía de cuarteles para la extinta Infantería de Marina Imperial, que si no hubiéramos debido atar a la cola los últimos por falta de sitio.

Sorprendíanos ahora la multitud y el bullicio dentro del antes casi vacío buque de guerra. Todo era ir y venir, buscando alojamiento y dónde almacenar el botín que quien más y quien menos de la ciudad traía. Por mi parte me apresuré a volver a mi flamante oficina de coordinación astronáutica, que tuve la suerte de encontrar vacía. Asumí de nuevo el cargo, metí dentro conmigo a Celina y cerré y atranqué luego a conciencia, no conociendo prójimo ni peregrino entre los que fuera vivienda buscaban, y que bastante tenían que agradecer el hacer el viaje que habían ambicionado.

Tan sólo cuando cesó el bochinche y por tanto presumí que cada cual había hallado acomodo, dejé el mío, aunque recomendando a Celina a nadie abriera, y me puse a las órdenes de Héktor, no descuidando mi rango de oficial superior de la nave. Llegué a tiempo de intervenir en una despedida, ya que si tantos habían llegado, uno sólo se marchaba, y era aquel enamorado astronauta que fuera causante indirecto de mi salvación. Se había decidido transbordarle a un carguero comercial en ruta a Sifán, precisamente el que debería habernos llevado a nosotros rumbo a la esclavitud y al castigo. Por romántico perdió el tal su parte del auricalco, puesto que aunque se la hubiéramos dado, en su planeta natal no le hubieran permitido conservarla. Dímosle, eso sí, un buen viático para que no llegara pobre junto a su amada y luego todos le deseamos suerte antes que partiera. Espero que llegara bien a Sifán, y que la Hortensia no le hubiera encornado durante su ausencia, que hubiera sido el colmo.

También llegaba para nosotros la hora de desempolvar el calzado, de manera que me puse al frente de los nueve que antes diez eran, y marché con ellos al puente de mando, donde les abandoné a las múltiples tareas que necesita una nave de guerra para ponerse en marcha. Encendiéronse los motores, palpitaron los ordenadores, sacudiéronse los indicadores, y la nave toda tembló como caballo de raza, mientras en las pantallas empezaba a alejarse el planeta Brenda que tan mal nos tratara. Contemplélo, dueño y señor de la sala, aquel espectáculo de estrellas en movimiento que no dejaba de ser bonito, y en ello se me debió pasar algún tiempo, pues me vi interrumpido por el astronauta que había nombrado mi segundo, que venía a darme la novedad.

—Estamos saliendo del sistema —dijo—. Los cálculos para el salto están hechos y, con vuestro permiso, iniciaremos la rutina para entrar en el hiperespacio.

Le respondí que podía entrar y salir cuando buenamente le acomodara, tras de lo cual, sabiendo que allí era yo más bien estorbo que otra cosa, y habiéndome hastiado del paisaje, donde no se veía planeta, cometa o nebulosa, sino tan solo lejanas lucecitas, dejé el mando a mi lugarteniente y me retiré a mis aposentos particulares.

Había quedado en ellos Celina, con la recomendación como dije de no abrir la puerta a nadie, pues no acababa de fiarme yo de tanta gente forastera. Había ella aprovechado el tiempo en arreglar aquel apartamento, mostrándose en la tarea tan hacendosa como bonita, y tan capaz de hacer camas como de deshacerlas. La besé con cariño y luego, muy en mi papel de oficial de marina, puse el comunicador en marcha para conectar con Héktor y decirle que el hiperespacio estaba listo y que, con ayuda de la Corte olímpica, pronto brincaríamos hacia aquellas lejanas nebulosas de la frontera que eran nuestro objetivo y futuro teatro de nuestras hazañas.

Estaba nuestro jefe muy ocupado resolviendo los mil problemas que el abultado pasaje presentaba. Por lo que hube de oír por el comunicador, se había logrado juntar a un grupo de cocineros entendidos en las máquinas culinarias de los pañoles, y aquellas funcionaban a todo tren.

Dijo Héktor que se estaba preparando una cena multitudinaria en el salón central donde ocurriera la matanza, y pidió la hora exacta del brinco sideral. Como no lo sabía debí cortar la comunicación para preguntar al puente de mando y de allí me dijeron que aún teníamos para seis o siete horas, y que me avisarían con tiempo. Enterado Héktor, ordenó que se preparara el banquete para inmediatamente después, y así lo anunciaron los altavoces por toda nave.

Quedaba tiempo de sobra, y me dispuse a matarlo de la forma que quien esto lea hubiera hecho de estar a solas con una golosina semejante a mi llorona. Disfrutamos cuanto quisimos, y aún nos sobró tiempo para asearnos en las modernas instalaciones anejas al camarote, que habiéndolo elegido yo, se comprenderá que de los peores de la nave no era. Descubrí luego uno de aquellos hermosos uniformes imperiales que habían resistido al paso de los siglos y viniéndome a medida ignoré si traje era de almirante o archipámpano, lo clasifiqué como de coordinador de astronáutica y me lo enfundé por si acaso la cena era de gala. En cuanto a Celina, previsora como mujer, había traído con ella algunos de los lujosos vestidos con que, como a cosa propia la adornara aquel Preboste que el radamante llevara. Eligió el mejor de ellos y así la hora en que el salto espacial se aproximaba nos sorprendió admirándonos mutuamente.

Animadísimo estaba el salón y todos los pasillos y salas cercanos, ya que aquel era pequeño para tanto argonauta como la nave reunía. Me abrí paso, no obstante, quizá ayudado por aquel tremendo uniforme que todos admiraban, y al vernos llegar, Héktor nos hizo sitio junto a él, en la mayor de las mesas que habíanse dispuesto en la gran sala.

¡Qué puedo decir de la alegría que reinó en la fiesta! Cocineros, camareros voluntarios y algunos robotes circularon entre las mesas distribuyendo las sabrosas tajadas creadas por las máquinas, blancas con sabor a carne, o azules con el gusto al más delicioso de los pescados, unidas a las salsas, finas o espesas, dulces o saladas, y seguidas por toda una batería de tartas y pasteles como para chuparse los dedos. Admirábame la forma en que el fenecido Imperio cuidaba de sus soldados y lamentaba con todas mis fuerzas que tan generoso estado hubiera desaparecido de la historia de la Galaxia.

Y no olvidaré tampoco hablar de los vinos y licores, éstos no procedentes de la nave en sí, sino escogidos entre los mejores de Brenda en concepto de indemnización, y almacenados en la nunca mejor llamada bodega del navío. Para animar aún más el festejo, se había improvisado una orquesta con algunos antiguos siervos expertos en música, que habían llevado con ellos al crucero todo un aparato de trompas, ocarinas y sacabuches. No se notaba como sobra la tal música, pues, ya que la multitud servil poco acostumbrada estaba a manjares de tal calidad, apenas mantenía otra conversación que el ruido de las mandíbulas al mascar, con lo que de no ser por aquélla, la cena, aunque alegre, hubiera resultado un tanto silenciosa.

Finalmente, vacíos platos y copas y satisfecha la concurrencia, púsose en pie Héktor, en tanto que quienes estaban a su lado reclamaban atención golpeando sus vasos con las cucharillas, lo que motivó que muchos otros se unieran al tal concierto y aun empezaran a dar patadas en el suelo.

—¡Hermanos míos! —pudo al fin empezar Héktor al acalIarse la música—. Antes que nada permitidme daros la bienvenida a bordo de la nave libre Invencible.

Respondieron calurosamente a la cortesía aquellos a quienes acababa de hacer parientes, y aun brindaron por el orador con los últimos restos del mosto.

—Y también —continuó mi amigo— daros igual bienvenida a las filas de la libertad. Pues os digo que al entrar en este navío habéis dejado para siempre de ser esclavos, y que desde ahora declaro que la práctica de la esclavitud es extraña a la Humanidad y contraria a todo derecho y que, como tal, debe ser abolida.

La concurrencia mostró ruidosamente estar de acuerdo con que la esclavitud era extraña a la Humanidad y contraria a todo derecho y que, como tal, debería ser abolida.

—Así pues —siguió el orador— declaro desde ahora que todo el poder del Invencible será dedicado a liberar a quienes sufren de la esclavitud, y transportarles a cualquier mundo donde deseen fundar una comunidad de hombres libres e iguales.

Aquello fue el delirio, porque la perspectiva de marchar por las nebulosas exteriores liberando esclavos y castigando sin duda a sus perversos amos, principalmente con requisa de riquezas, entusiasmaba a todos. Considerándose ya de antemano libres e iguales, pugnaban por dejar oír su voz para expresar su personal versión de la carrera liberadora de la nave, ya que libertad no hay que no incluya la de opinión.

Subióse así uno de aquellos galafates primero a una silla y luego a la mesa y pidió la palabra con tan estentóreos berridos que acabaron por dársela.

—En nombre de todos nosotros, los liberados de Brenda, agradezco al capitán Héktor y a sus valientes el habernos salvado de las cadenas serviles, y pido tres hurras para ellos…

Finalizadas las citadas aclamaciones, con avería en algunos tímpanos, el portavoz continuó su parlamento:

—Por nuestra parte, he de decir que estamos dispuestos a luchar y morir, si es preciso, para liberar a otros de lo que a nosotros nos oprimía, y darles la libertad de que hoy gozamos. Y como símbolo de nuestra inquebrantable decisión pido que, desde ahora, esta nave que nos acoge cambie su nombre por el de Espartaco, siendo aviso de lo que su llegada habrá de representar para quienes mantienen en esclavitud a sus semejantes.

Buena era la idea, y todos la aclamaron, si bien a mí y a algún otro no dejó de olerle un poco a cuerno socarrado que aquellos recién llegados se permitieran hacer capirote y manga de nuestro crucero y del nombre que llevaba. Pero alzóse nuestro noble Héktor y dijo que allí era el pueblo quien mandaba, que Espartaco se llamaría de entonces en adelante el antaño Invencible y que apenas llegado a puerto seguro tal nombre se dibujaría en el casco en grandes letras fluorescentes para que no cupiera duda alguna.

Hubo gritos de apreciación y después la gente empezó a retirarse, convencidos de que nada de comer o beber restaba allí. Quedamos otros, sin embargo, entregados al placer de la charla, pues mucho que hablar había sobre nuestro futuro tal como Héktor lo había presentado.

Añadióse como tema de tertulia y discusión el hecho de que nadie sabía demasiado bien quién era el tal Espartaco cuyo nombre ahora llevábamos. Coincidíamos en que aquel sujeto había sido un antiguo héroe de la Tierra preespacial, y que había destacado en la tarea de liberar esclavos pero sobre su personalidad y detalles había muy diversas teorías.

Un tal Garthus, procedente de Sifán y garaliano como yo, que además se las daba de leído y escribido, sostenía que Espartaco había sido un presidente de la antigua nación llamada América, que declaró la guerra civil para librar a los esclavos del Sur del país y que, logrado esto, murió asesinado en un teatro por obra de un hijo adoptivo o sobrino suyo, Bruto de nombre y de hechos. Pero Héktor y algunos otros se ceñían a la versión más popular de la leyenda, que hacía de Espartaco un esclavo él mismo, y que relataba cómo se levantó junto con sus compañeros serviles contra los llamados romanos, llevando sus huestes a la propia capital del Imperio, la gran Ciudad de Pedro para lanzarlas al asalto del palacio de invierno y fundar luego un estado de obreros y campesinos. Y no faltaba quien sostenía que el personaje no existió como tal, sino que espartacos eran llamados todos los habitantes de un lugar llamado Esparta, país rudo y orgulloso que no sufría esclavitud alguna.

De todas maneras quien más y quien menos encontraba acertado el nombre, y soñaba con la futura carrera liberadora de la nave que lo llevaba. Sin embargo, pasando del ideal a lo práctico y de la epopeya a la morcilla, me atreví a presentar, puesto que en el grupo solo liberados de Sifán quedábamos, un problema que me preocupaba. Bien estaba el liberar esclavos, pero si, como se hiciera en Brenda, los tales manumitidos insistían en subir a la nave, a pocas campañas liberadoras que realizáramos, sitio nos faltaría para rascarnos. Además que no estaba yo de acuerdo en que cada liberado optara por una parte del auricalco que habíamos escamoteado de los sifanianos y que entendía nos correspondía solamente a quienes de dicho planeta partimos.

Frunció algo el ceño el noble Héktor, molesto quizá por tanto materialismo, pero otros me apoyaron y al fin llegóse a una solución de compromiso entre lo que el idealismo de Héktor deseaba y lo que el bajo interés de sus subordinados pretendía. Completaríase el número idóneo de tripulación eficaz con quienes se mostraran capaces de ello, y el resto de los embarcados en Brenda serían puestos en algún agradable planeta, auxiliados con una dotación razonable en dinero y equipo, para que allí fundaran una comunidad de hombres libres e iguales, o cualquier otra sociedad que les apeteciera. De nosotros, naturalmente, cada cual tendría opción a conservar a bordo toda esposa, amiga o barragana que deseara, dentro de un número prudencial. Tras de la cual cuestión, despidióse el duelo y cada uno volvió a sus alojamientos para meditar lo hablado y decidido.

Los sucesivos días de viaje hiperespacial fueron animados. No tan mal como yo creía reaccionaron los de Brenda a la exposición del plan que a última hora realizáramos en la mesa del banquete. Cierto que para muchos la vida a bordo, bien comidos y bebidos, mostrábase superior a lo que cualquier comunidad planetaria de hombres libres e iguales pudiera ofrecerles, pero en su mayoría no habían presumido que el tiempo de navegación a nuestro bordo fuera cosa distinta que unas agradables vacaciones en espera de otro destino. No eran pocos quienes encontraban inconfortable el hacinamiento en que vivían, y deseaban los amplios espacios y verdes praderas de algún planeta desierto y habitable.

Existían también aquellos que deseaban unirse a la futura tripulación del Espartaco y para ello hacían méritos e intrigaban a diestra y siniestra. Uno de éstos era aquel pelafustán que lograra el cambio de nombre de la nave, y en cuya figura me extenderé algo por desempeñar luego un papel de importancia en las andanzas de nuestro navío y grupo.

Llamábase el tal, Yanko Ginestar, y procedía de un mundo del Espolón de Vela, habiendo sido capturado allí por esclavistas y vendidos a los sifanianos tal como yo mismo lo fuera. Impresionante era su arquitectura, siendo Tifón de planta y Alcides de músculo, bien que Dayano de rostro, pues había perdido el ojo izquierdo en alguna olvidada trifulca. Nada vacuo era de mollera, y no tardó en proponer el equipamiento de una fuerza de asalto, continuación de los extinguidos Infantes Imperiales de Marina que en su tiempo viajaron también en nuestro crucero. Argüía que dicho grupo sería necesario para convencer a los esclavistas a las ventajas del abolicionismo, y Héktor estuvo de acuerdo con él, encargándole del reclutamiento. Juntáronse así una centena de guerreros, escogidos tanto entre los llegados de Sifán como entre los embarcados en Brenda, y que fueron adiestrados por el propio Ginestar y también por Héktor mismo, en su calidad de experto en armas. De tan sencilla manera logró aquel robusto Polifemo su propósito de permanecer en la nave y conseguir su parte del tesoro que aquella transportaba.

Más difícil era el caso para otras gentes igualmente decididas pero no tan ingeniosas. Desde hacía tiempo los técnicos y aun los astronautas habían hecho notar la posibilidad de hacerse con ayudantes mediante el sistema de aprendizaje, lo que redundaría en bien de todos. Aprovecharon muchos de los aspirantes a nautas para arremolinarse en torno a ellos, presumiendo de cualidades y saberes inexistentes y pretendiendo entrar en algún cursillo que les permitiera su ambición.

En ocasiones aquel interesado afán de aprender y de mostrar capacidades llegaba a ser nocivo. Hubo, por ejemplo, una cierta pecosilla que al verse frente a las piezas artilleras de proa, creyóse Agustina en el sitio del Álamo, y les entró con tal confianza que sólo por cortesía de los dioses inmortales no volamos todos por los aires. Sin embargo llegóse a seleccionar algunos aprendices, e iniciáronse los cursillos de especialización que habrían de proporcionarnos, esperábamos, una nidada de alevines de técnico, maquinista, artillero, radiocomunicador y otras especialidades.

En cuanto a mí, considerando que buena apariencia viste más que real sapiencia, y temiendo ser echado de menos ante tanto sabio, y aun que me hicieran trabajar, me aficioné al trato de los astronautas a los que coordinaba y de ellos, si no ciencia, aprendí abundante léxico con el que figurar. Así pude asombrar a mis compañeros con sesudas referencias a jaulas de recurrencia, toroides dimensionales, fallas del hiperespacio y términos similares, hasta convencer a todo el mundo poco menos de que yo conducía personalmente la nave entre las estrellas, y que mi falta daría al traste con toda la expedición.

Entre unas cosas y otras, el tiempo del trayecto hiperespacial quedó consumido y, como coordinador de astronáutica, tuve el placer de transmitir a Héktor y a toda la nave que ésta se hallaba a punto de surgir al espacio estrellado en la zona fronteriza que habría de ser escenario de nuestras hazañas.