Capítulo VIII

Del modo y manera como los dioses implacables suelen jugar con los pobres mortales, subiéndolos a las más altas cimas de la fortuna para luego hundirles en los abismos de la desesperación, y al revés, cual si fueran simples títeres o marionetas en vez de seres sensibles.

Limpio ya el crucero tanto de víctimas como de asesinos, más lloradas aquellas que éstos, convocóse una nueva asamblea para decidir, ahora sin trampa ni emboscada, lo que en adelante habría de hacerse.

Para empezar, los esclavos decidimos por propia voluntad que habíamos dejado de serlo. Nos declaramos ajenos a toda servidumbre y vueltos a la feliz comunidad de los hombres libres, que había sido la nuestra hasta que por la fuerza o por el engaño nos separaron de ella.

Una vez tomada esta providencia, se escuchó la queja de los técnicos y astronautas. Decían éstos que si nosotros nos dábamos libertad, no podíamos negársela a ellos, que habían sido raptados por el difunto Luvieni, dejando en Sifán casas, amigos y familiares. Se les respondió que eran considerados responsables por complicidad con aquel maligno arcontado que con látigo y cadena nos había tratado y que, no pudiendo el crucero marchar sin ellos, les estaba vedado abandonarlo, siendo en lo restante totalmente iguales a nosotros.

La cuestión quedó resuelta de pronto cuando Héktor, haciendo gala de su generoso natural, propuso incluir a técnicos y astronautas en el reparto del tesoro, con lo que tocaríales a cada uno algo más de un millón de coronas (¡Mil millones de soles!). Y fue santa mano aquello, pues en el acto olvidaron en masa los quejosos tanto su planeta y sus amigos como sus mismos familiares, ofreciéndonos llevar nuestra nave, desde el momento también suya, a cualquier planeta que deseáramos y en donde todos pudiéramos gastar alegremente el inmenso caudal.

Hubo sin embargo una lamentable excepción. Se trataba de uno de los astronautas, precisamente aquél que con su queja me condujera al venturoso hallazgo del grupo. Continuaba el tal romántico suspirando por su Hortensia, reciente esposa dejada en Sifán, y nos rogaba le devolviéramos al planeta, renunciando a la pecunia que le ofrecíamos y todo cuanto le pudiera apartar de su bienamada.

Evidentemente nadie sino él tenía el menor deseo de llevar nuestra nave a Sifán, donde no seríamos desde luego demasiado bien recibidos, y si se prolongó algo la polémica fue por nuestro asombro ante el caso, pues nos parecía inaudito que, teniendo veinte toneladas de auricalco al alcance de la mano, aquel individuo no dejara al momento, y perdóneseme el chiste, plantada a la Hortensia para dedicarse en cuerpo y alma a una buena vida que pocos hombres en la historia habían podido lograr. Imaginábamos algunos cómo habría de ser la belleza de aquella fémina, tal vez similar a las mujeres de la vieja Tierra con fama que ha llegado a nosotros, tales como Semíramis de Babilonia, la reina Helena, cuyo rapto originó una cruenta guerra, Jacqueline, esposa de un gran rey que a su muerte lo fue luego de Aristóteles y después de Sócrates, filósofos griegos de fama, la cortesana Cristina que causó la pérdida del jefe de los anglos preespaciales…

Pero lo cierto era que si la divina Helena hizo salir mil naves hacia Troya, Hortensia no llevaría la nuestra a Sifán. De modo que se cortó en seco la plática indicándose al enamorado que, tanto si quería como si no, vendría con nosotros en la nave, y que demasiado buenos éramos al darle como consuelo aquella inmensa cantidad de dinero con la que en cualquier planeta podría conseguir no ya una Hortensia sino un jardín completo.

Terminado el incidente, pasamos al problema de adónde habría de dirigirse nuestra nave.

Aquí cada cual tenía su idea propia y hubo un grupo de mis compatriotas que solicitó ir a Garal para asombrar a toda la ciudadanía del planeta con su nueva fortuna. No me desagradó del todo la idea, pues si en un principio había sido allí perseguido, no es lo mismo un pobre acólito infiel que un individuo con un millón de coronas por delante y un crucero de batalla guardándole las espaldas. Del mismo modo otros esclavos liberados pedían visitar sus propios mundos para pavonearse en ellos.

Puso fin a la discusión uno de los astronautas, desde luego no el enamorado de Hortensia, sino uno de los que con más entusiasmo habían acogido su nueva situación. Nos rogó unos minutos de atención y luego otorgónos una breve explicación técnica que nos sacó de muchos errores en los que la mayoría de nosotros estábamos.

La idea general entre nosotros era que el salto hiperespacial constituía algo entre mágico y místico, una especie de caja de los deseos en lo que a viajes se refería. Bastaba, creíamos, con apretar un simple botón, bien que después de un complicado cálculo, para aparecer junto a cualquier cuerpo planetario de la Galaxia y aun más allá que se deseara. Pero el astronauta rompió nuestras creencias sobre el particular.

—El hiperespacio cambia continuamente, día a día, hora a hora —dijo—. Si se quiere ir de un lugar a otro a su través, hay que calcular el trayecto en otra dimensión, entre el lugar de entrada y el de salida. En muchas ocasiones no se puede.

—Pero durante el Imperio había líneas estelares de naves que iban de uno a otro planeta, cubriendo todo el territorio imperial —interrumpió un listo—. Y ésta es una nave del Imperio.

—En los tiempos del Imperio había organización —respondió el astronauta, con firmeza—. Los saltos eran precalculados con meses de anticipación, en observatorios que ahora no existen. Había una red de estaciones espaciales.

¡Millones de ellas! A través de ellas se podía hablar o viajar de un extremo a otro del Imperio…

—¿De veras? —se asombró alguien.

—Y estas estaciones estudiaban el hiperespacio. Cada sobresalto y fluctuación del ultra éter. Sus mediciones eran lanzadas por el sistema de comunicaciones para alimentar los ordenadores centrales. Cada nave tenía acceso a todos los datos de la red. ¿Comprendéis ahora por qué en los tiempos del Imperio se podía viajar con seguridad a cualquier planeta y ahora no?

—¿Y esas estaciones? —intervino otro oyente—. ¿Es que ya no funcionan?

—¡Claro que no funcionan! —respondió el astronauta, con una risa seca—. Los técnicos las descuidaron, los piratas destruyeron muchas de ellas para aislar los planetas… poco a poco todas fueron averiándose, y ya no había servicio de reparación. ¡Ni siquiera sabemos dónde están situadas, si alguna queda!

Hubo un pesado silencio, que me pareció de réquiem por las glorias del Imperio caído.

—Entonces ¿cómo nos podremos mover? —fue la siguiente pregunta.

El astronauta alzó los brazos con gesto pesimista.

—Como se hacía en los tiempos de las primeras exploraciones. Seleccionamos una estrella, si es posible y está en alguna carta de galactografía ¡de las pocas que quedan!, y estudiamos sus coordenadas. Luego intentamos sondear el hiperespacio desde la misma nave, y los ordenadores nos darán la respuesta.

Resultó que ninguno de los planetas propuestos, ni siquiera Garal (ah, el capitán Dudley debía tener cartas mejores que las nuestras), estaba a nuestro alcance. Pero los sifanianos habían dotado el gran crucero, que creían había de ser suyo, con todos los mapas del espacio que poseían, más algunos otros comprados a las naves de los comerciantes. Disponíamos de bastantes mundos para elegir, y de momento convinimos en ir al denominado Brenda, muy frecuentado por los comerciantes y del que, al parecer, todos se hacían lenguas por lo lujoso de su vida común y lo sibarítico de sus centros de placer.

No demasiado corto había de ser el viaje, pues resultó que nos equivocábamos también los que creíamos en el «apretar un botón y ya está». De lo que entendí o creí entender de las explicaciones que nos dieron, resultaba que en primer lugar debíamos saber donde estábamos, pues aquel primer salto fugitivo lo dimos a ciegas, cosa ésta sí que muy fácil. La nueva operación habría de realizarse por triangulación de las estrellas.

Una vez triangulados los astros y conocida nuestra posición entre ellos, se estudiaría el futuro salto, y la nave debería ponerse en marcha para entrar por la boca más cercana dada por los ordenadores, en viaje quizá de varios días. Tan sólo llegados a aquella sección del espacio sería posible apretar el consabido botón. Y puede que ni siquiera entonces estuviéramos en nuestro objetivo o cerca de él, ya que periplos había que debían hacerse en varias etapas, repitiéndose una y otra vez lo antes expuesto.

En tanto se llevaban a cabo todos los preparativos, procuré ingeniarme una situación cómoda a bordo. Como de momento tenían todos buen concepto de mí, por haber convoyado a los astronautas, ofrecí encargarme de ellos, lo que fue fácilmente aceptado. Así pues elegí uno de los mejores camarotes destinados a los oficiales, lo amueblé y adorné a gusto, y colgué en la puerta un impresionante cartel que rezaba «Coordinador de Astronáutica y Astrogación», lo cual contribuyó a elevar aún más, si cabía, mi prestigio. La labor que presuponía tan rimbombante cargo se redujo a ponerme yo en contacto con uno de los astronautas, precisamente el que antes nos instruyera, y encargarle de toda la tarea tanto técnica como administrativa como segundo mío, en tanto que yo me entregaba al descanso y la meditación.

Habíanse embarcado víveres de sobra, y las cocinas automáticas comenzaron a dispensarnos un yantar a cuya buena calidad no estábamos acostumbrados. Blando y cómodo era también el lecho de mi camarote, y supongo que todos los demás, y existía una instalación de aire acondicionado que se podía acoplar a voluntad. Pero la mayor gloria para mí era la de tener rancho nocturno aparte, y dormir sin ser sobresaltado por ronquido ni rumor ajeno.

Pusiéronse en marcha los motores, saltamos a su tiempo, y llegó al fin el día en el que el glorioso planeta Brenda, solaz y descanso del viajero estelar, apareció ante nuestra vista.

Al mismo tiempo, claro está, aparecimos nosotros a la vista de ellos, y al principio, como luego supimos, no fue muy tranquila su reacción. Aquella inmensa nave de guerra, la nuestra, aparecida de pronto junto a su estrella sembró en un principio la inquietud, y hubo quien pensó si no se trataría de alguien venido a civilizarles, con lo que cada cual se sujetó la cartera y buscó enterrarse lo más profundamente posible.

Aclaróse, para bien, la situación, cuando los astronautas, por orden de Héktor, pusieron en órbita el crucero, y las lanchas descendieron en su principal astropuerto. Diré que si los brendanos no se fiaban de nosotros, tampoco nosotros nos fiábamos de ellos, de manera que mantuvimos el crucero en estado de alerta en tanto que algunos de nosotros descendíamos a negociar.

¡No fue poca la alegría de aquellos planetícolas, en cuanto olieron el auricalco que traíamos! El temor se hizo risa, al ver que no dejábamos de ser viajeros o turistas, si bien mejor armados que otros anteriores visitantes, igualmente mejor provistos de metálico. Abriéronse tabernas y restaurantes, pusiéronse en funcionamiento molinos de emociones y desde todas las direcciones de la rosa de los vientos acudieron las más hermosas y complacientes ninfas para darnos la bienvenida.

Propuso Héktor y por consenso aceptamos, que se descendiera en el planeta en turnos de cincuenta hombres, y así se realizó, para gozo de los primeros designados e impaciencia de los que debían esperar. Hasta los astronautas y los técnicos tuvieron su oportunidad, puesto que les habían nombrado iguales nuestros para lo bueno y lo malo.

Es de imaginar la alegría que sentíamos los que habíamos sido esclavos y por ello tratados a vergajazos, al vernos ahora requeridos y mimados, gustando los más sabrosos platos, bebiendo los vinos más añejos y gozando las más encantadoras damas, cuya fama era proverbial en todo aquel sector de la Galaxia. Las autoridades celebraban recepciones en nuestro honor, se nos invitaba en todas partes, peleábase por nuestra amistad, y las juergas que organizábamos marcarían sin duda un hito en la historia del planeta.

Olvidaba decir que habíamos decidido conceder un millón de coronas a cada uno de nosotros, reservando el resto para necesidades comunes. Y así, en tanto que el auricalco privado corría en los centros de placer, el público se empleaba en aprovisionar la nave de lo necesario, muebles y material mejor que el que los sifanianos habían preparado, y aun mano de obra humana y robótica para modificar a bien el interior del crucero. El auricalco daba para todo, y el gasto que de él hacíamos apenas si rascaba la superficie de nuestra fortuna, de tal modo apreciado era el dorado metal del Imperio.

Encontrábame yo, como todos los demás, en un serio dilema. Claro había quedado que cada cual era dueño absoluto de su armario de auricalco, y que siendo hombre libre, nadie podía retenerle ni siquiera dentro del crucero. Tenía, pues, la alternativa de seguir viajando entre las estrellas o bien establecerme, con mi armario a cuestas, en algún planeta que muy bien pudiera ser aquel paradisíaco en el que ahora estaba.

¿Qué hacer? Por una parte existía el hormiguillo de la aventura, por el otro la riqueza y la seguridad. Tenía la oportunidad de hacer realidad el engaño del malvado Dudley, convirtiéndome en aventurero de los espacios, conquistador de Nebulosas Púrpuras, vagabundo del éter… pero por otra parte meditaba qué podía sacar en limpio de tanta aventura, y por qué luchar y penar para lograr quizá una situación como la que ahora mismo se me ofrecía a mano limpia y pie enjuto. Por no hablar de que toda aventura es riesgo, y pese a la potencia de nuestra nave, pudiéramos hallar alguien que se molestara por nuestra intrusión y, por hábil o zorro, enviara al Tártaro a quien podría gozar largos años de vida dulce.

Tanto la disyuntiva en que me hallaba como las dudas en resolverla debieron trascender, sin duda por boca de dama nocturna, que no hay lengua más ágil y habladora como la de las enamoradas de pago para esparcir secretos ajenos, y sucedió así que un día en que acababa de desembarcar para seguir mi turno de goces brendanos, salióme un esclavo uniformado que, entre mil reverencias y zalemas, me dijo que su amo el Preboste de Seguridad de la villa se sentiría muy honrado si yo accediese a ir a su casa para hablar con él.

Por no defraudar tal honra y por no tener de momento otra cosa que hacer seguí al esclavo, que me hizo subir a un deslizador último modelo, el cual me transportó en un guiño de ojos al palacio que era vivienda de dicho funcionario.

Me aguardaba éste en sala tan lujosa como el resto de la casa, acompañado de un sujeto al parecer igualmente importante o más que él mismo. Fue presentado este último como director de un banco privado, tras de lo cual sirviéronse licores y alguna golosina antes de pasar al grano.

Inició la suerte el Preboste tratándome de amigo y diciendo haber conocido mis deseos, dijo él, de establecerme en el planeta. Hízose lenguas de la belleza de éste y de lo bien que me iría en él.

—Podrías contar entre los más influyentes ciudadanos, obtener un cargo público, fundar una familia respetada. Si el apremio de viajar y conocer tierras nuevas te llegara, grande es nuestro mundo, y hay islas y continentes casi desiertos, donde un caballero puede entregarse a los placeres del turismo, de la caza, de la aventura, e incluso adquirir tierras y establecerse, definitiva o temporalmente, y si el espacio te atrae, nada más fácil que concertar un viaje con algún comerciante estelar, un recorrido a la vez seguro y excitante, pero con la seguridad de tener a tu vuelta un hogar tranquilo y respetable donde reponerte.

Oía yo aquello y, al no ser tonto, me daba cuenta de que lo que aquel Preboste veía era el brillo del auricalco, cuya provisión sería de incalculable beneficio para un mercado de comerciantes estelares como era Brenda, pudiendo convertirlo en encrucijada de comercio y aun en cabeza de imperio. Pero ello más me tranquilizaba que inquietaba, pues mayormente molesto estaría de serme ofrecido algo sin pedirme a cambio nada, y por otra parte, si Brenda prosperaba, también lo haría yo si brendano me hacía, sobre todo siendo patrocinador y causa de tal prosperidad.

Terció ahora el banquero, llevando la conversación a un terreno más práctico, en todo de acuerdo con mis pensamientos. Me dijo que, de confiar mis veinte toneladas de auricalco a sus cuidados, se honraría en poner a mi nombre un hermoso palacete con parque, robotes y todos los adelantos modernos a más de asegurarme una renta mensual suficiente para hacerme vivir como príncipe o rey. Dentro de un año, siguió, me ofrecería la oportunidad de asociarme con él, o de aceptar su consejo para invertir parte de mi caudal en algún negocio seguro de tráfico espacial, pero entretanto debería dejar tranquilo mi amarillo metal en sus manos, en la seguridad de que buen uso haría de él, para satisfacción de ambos.

Parecióme bien el negocio, y tras brindar de nuevo con mis recientes amigos, les dije que estaba en principio de acuerdo, dejando la afirmación definitiva para después de hablar con mis compañeros.

Dos días más tarde hubo, en efecto, nueva asamblea a bordo del crucero, con el fin de tratar el caso. Resultó que, para sorpresa mía, de ciento setenta y siete hombres libres del espacio tan sólo treinta y dos optamos por quedar en Brenda. Diría que el virus de la aventura había hecho mayores estragos de lo que yo esperaba, y aquellos hombres, antes esclavos, deseaban sustraerse ahora incluso de la servidumbre de un suelo que les mantuviera, convirtiéndose en nómadas del éter para ir a donde les viniera en gana.

Tomada la decisión y despedidos con tristeza los amigos, bajamos por última vez, o tal creíamos, en las lanchas del crucero llevando en cabeza a Héktor, que arreglaría como mentor nuestro los trámites legales. Efectivamente, negoció nuestro jefe con la Cámara de Notables que gobernaba el planeta y allí mismo se votó ley por la que se nos declaraba ciudadanos libres con todos los derechos de Brenda, y aun hijos predilectos del dicho mundo, a salvo de cualquier reclamo o extradición de otro planeta y protegidos de cualquier mal. Con la generosidad que le caracterizaba, aceptó Héktor para el público caudal todo lo que antes gastáramos, quedando cada uno de los treinta y dos de la fama con su millón íntegro, lo que nos causó gran alegría y más a los brendanos. Subieron y bajaron las lanchas con los dorados caudales, y alegráronse los ojos de los banqueros mientras se firmaba la documentación que les hacía administradores de tanta riqueza y poseedores de sus frutos.

Me sobró tiempo aquel día para visitar mi nuevo domicilio, que encontré encantador. Me acompañaba el Preboste, que se había aficionado a mí al parecer, y por consejo suyo di una vuelta por el mercado de esclavos contento de estar por una vez del lado bueno de la barrera, si bien que algo mohino al ver a otros en la triste situación en que yo antes me contemplara. No obstante, compré a crédito un Tristán y una Laurita, matrimonio joven que se me aseguró podría llevar una casa y aun manejar toda clase de robotes domésticos. Quise luego seguir a la sección de personal de cama, pero el Preboste me disuadió de ello, advirtiéndome que no había buen material en aquella época, y prometiéndome algo por mejor digno de mí si le acompañaba a su casa. Allí, jugando a Katius I el Generoso, me puso delante un ramillete de bellezas, esclavas particulares suyas, y me pidió que eligiera una como regalo en prenda de su amistad. Protesté cortésmente, no mucho, pues se me iban los ojos y demás ante aquella soberbia exposición, y finalmente escogí una rubia estupenda, que me fue presentada bajo el nombre de Celina. Alabóme mi amigo el gusto, y encargó a uno de sus chóferes que llevara al trío servil para mi nueva casa, en tanto que él y yo nos aprestábamos a la gran cena, de despedida para unos y acogida para otros, que las autoridades y cámara de comercio locales nos ofrecían en uno de los más afamados hoteles de la ciudad.

Excelente fue el ágape, pero amarga la última despedida del buen Héktor y de los compañeros que con él habían bajado al planeta. En especial nuestro jefe y amigo se detuvo en mi persona, por haber tratado mucho con él, habiendo sido su colaborador y prácticamente segundo durante nuestro viaje. Me abrazó fuertemente y me habló con voz conmovida:

—Que los dioses te guarden en tu nueva vida, hermano Gabriel. No hemos de vemos más, pues esta misma noche partiremos hacia los confines del antiguo Imperio, hacia los mundos de la aventura. Cree, sin embargo, que todos nos acordaremos de ti y de lo que hiciste por nosotros.

Respondí, también alterado, que tampoco habría yo de olvidar el magnífico equipo de hombres libres que había conquistado el Invencible y lo había sacado primero de las zarpas del arcontado, y luego de las de Luvieni. Igualmente les deseé buena suerte en el arriesgado pero emocionante periplo aventurero que iban a seguir. Brindamos todos de nuevo, y luego los del crucero partieron hasta las lanchas que para siempre habrían de apartarles de nosotros.

No nos dispersamos entonces los treinta y dos, entre los cuales, quizá se me pasó decirlo antes, se hallaba mi buen amigo Barnabás Holly, superviviente de la batalla quizá por idéntico medio que yo. Salimos todos hasta una gran plaza cercana al hotel y allí, en la noche que caía, miramos la estrella brillante que sobre nuestras cabezas era el Invencible. Esperamos en silencio, y al poco tiempo el astro se hizo fugaz, trazó un resplandeciente arco celestial y desapareció de nuestra vista. Suspiraron algunos y tosieron otros, y finalmente nos despedimos y pusimos espalda a la vida que habíamos rechazado para enfrentar la que aceptáramos.

Llegado de vuelta a mi casa, salieron a recibirme mis tres flamantes sirvientes, pidiéndome instrucciones para el día siguiente y los sucesivos. Entregué con confianza a la tal Laurita un cierto papel que en el banco me dieran, nominándolo tarjeta de crédito y con el que, a cuenta de las futuras mensualidades, pudiera ella comprar provisiones y cuanto era necesario para la casa, ya que en sus llaves mandaba. Recorrí luego una vez más mi nuevo hogar, admirando las salas, los muebles y aun la bodega, que si vacía estaba ahora, no tardaría mi pecunia en hacerla llenar con ricos caldos para recrear a mis invitados y a mí mismo. Entre apetecibles augurios para mi vida futura, deshice mi equipaje y me ocupé con preferencia de llevar la querida Tritónida a lugar preferente donde pudiera rendirle el culto a ella debido.

Pero tras el honor a Atenea, bueno era ocuparse de adorar también a su divina hermana, que por ser bella mujer no podría menos que ser celosa. Así pues preparé el templo acostumbrado para los misterios que Afrodita propicia, y llamé a Celina para compartir los oficios con ella.

Apareció la rubia, y la vi más bonita aún que en la casa de quien me la diera, por lo que pronto estuve en disposición de oficiar. No obstante la advertí algo temerosa, y al aproximarme a ella noté un cierto susto y retroceso, como si temiera que yo fuera a hacerle algo malo. Con lo que se me subió la conciencia a la boca y, sacrificando la carne al espíritu, le hablé así:

—Querida Celina, nada debes temer de mí. Sabrás, como saben todos, que en tiempos fui esclavo, y conozco lo que es obedecer al amo bajo castigo de látigo. Si tienes miedo de mí, o te soy especialmente desagradable, no he de obligarte a hacer lo que debe ser cumplido siempre de mutuo acuerdo. Vuelve a tu habitación, y los dioses queden con los dos.

No necesitó más la rubia para soltar el chorro de lágrimas y abrazarse a mí, de lo que colegí que su anterior amo no la había tratado nada bien. Arregláronse las cosas, con gran gusto mío pues pese a lo noble de mi gesto, miraba con temor la perspectiva de deber arriar a solas lo izado. Y fue así como penetramos en los misterios citéreos, mostrándome ella muchas cosas que yo no conocía y enseñándole yo algunas que ella ignoraba.

A nadie ha de extrañar que, tras los juegos nocturnos, nos sorprendiera en el lecho no sólo el alba, sino casi el mediodía, ya que además había yo hecho solemne promesa de, siendo rico, no separarme de las sábanas en tanto me quedara el menor deseo de permanecer entre ellas, sin atender diana ni costumbre. Pero en aquella mañana, cuando a punto estábamos de levantarnos al fin, nos sobresaltó un fuerte estrépito dentro de la casa. Antes de que pudiera yo preguntar que ocurría, abrióse la puerta sin que nadie llamara a ella, e irrumpió en el dormitorio el preboste en persona, seguido por una par de fornidos y sonrientes ganapanes.

—¡Arriba, esclavo! —me gritó aquél.

No quiero decir que tardé en comprender lo que ocurría, pues para mi desgracia lo entendí en el mismo instante de oír la orden. Sin embargo permanecí unos segundos paralizado por la desgracia que había caído sobre mí, por lo que, a una seña del Preboste, sus forzudos acompañantes avanzaron y, sin atender a los chillidos de Celina, me echaron mano y sacaron de la cama en el adánico atavío en que me encontraba.

—¡Tápate las vergüenzas, esclavo! —me gritó el Preboste, arrojándome mi pantalón, y mientras me cubría lo que nada me avergonzaba y más me hubiera avergonzado de no tenerlo, rio él y me lanzó una explicación de lo que ocurría.

—Pues sabrás, siervo, que la Cámara de los Notables ha reconsiderado su decisión, y ha decidido contrario al orden natural de las cosas que un esclavo escape a sus amos y halle asilo en un estado civilizado de la Galaxia. De modo que vuelves a tu condición, y todas tus pertenencias quedan confiscadas por el estado.

A una nueva seña, los dos bigardos me sacaron en volandas de la habitación. Quedó en ella el maldito Preboste, y le oí cómo decía:

—Y en cuanto a ti, querida Celina, vuelves al hogar —a lo que siguió un desesperado gemido y el ruido de un golpe. Pero tal era mi desesperación que apenas me preocupé de ello, como tampoco del llanto de Laurita y del dolor de Tristán, que por fidelidad a mí había intentado detener a los incursores y había sido derribado y golpeado hasta sangrar. Me insultaba a mí mismo frenéticamente una y otra vez por haberme fiado de aquellos granujas. ¡Pensar que podía estar ahora mismo viajando en mi cómodo camarote, rodeado de amigos y con la perspectiva de alegres escalas!

Ya estábamos en la calle, y fui izado, medio desnudo, a un coche abierto, provisto de altavoz. Púsose en marcha éste y, para mi mayor vergüenza, el megáfono empezó a salmodiar con atronador sonido:

—¡Ved, ciudadanos, de qué forma es castigado quien intenta escapar a su natural condición! ¡Ved al esclavo que pretendía usurpar la calidad del hombre libre!

Acordábame yo amargamente de toda la parentela de quien por el micrófono hablaba, y en mucho aumentaba mi pesadumbre el ver cómo el populacho que antes nos aclamara, reíase ahora de mi desgracia, abucheándome la chiquillería y carcajeando y señalando con el dedo las gentes mayores. ¡Hipócritas, cínicos, carne de horca! ¡Permitieran los dioses que su sol se convirtiera en nova para chamuscarles las nalgas!

Llegamos finalmente a un gran edificio que reconocí como el palacio de justicia de la ciudad, y mientras descendía del vehículo vi con horror cómo conducían en camilla a otro de mis compañeros que sin duda había cometido el error de resistirse. No pude saber quién era, ya que me llevaron por corredores y pasillos hasta meterme en una especie de calabozo.

Permanecí allí lo que me parecieron muchas horas, entregado a la desesperación, y luego llegaron de nuevo mis cancerberos para llevarme ante los jueces.

Estaban éstos sentados en su tarima con alegre talante, y parecían haber recibido ya a varios de mis compañeros de desgracia, y aun haberse burlado de ellos. Poca piedad, pensé, habría de esperar de ellos, pues más cruel es quien se mofa que quién insulta, y mayor compasión ha de esperarse del segundo que del primero.

—¿Y bien, siervo? —me preguntó uno de los jueces—. ¿Qué tienes tú que decimos? ¿Por qué escapaste a tu condición?

Caí de rodillas ante el tribunal y expresé todo mi arrepentimiento por el delito cometido, gimiendo y dándome golpes de pecho, echando la culpa a las malas compañías que habían corrompido mi natural honradez. Solicité regresar a la esclavitud, y pedí también que me vendieran en aquel bello planeta de Brenda, donde ser siervo sería privilegio.

Pero no se ablandaron a mis súplicas, ni les conmovió mi arrepentimiento. Por el contrario me azuzaron unos sayones que cayeron sobre mí, y por cada golpe de puño que me daba en el pecho, sacudiéronme ellos diez de porra en las costillas.

—¿Desde cuándo un esclavo decide dónde y a quién ha de ser vendido? —atronó uno de los jueces. Y luego su voz se dulcificó falsamente—. El planeta Brenda se siente muy honrado de que quieras servirle, amigo, pero el caso es otro. Todo esclavo debe ser devuelto a sus naturales dueños, y por tanto tú y tus compinches seréis embarcados en una nave comercial con destino a Sifán.

¡Sifán! La noticia cayó como un jarro de agua fría encima de mi pobre cabeza, precisamente cuando había creído llegar al fondo de la desgracia. En un instante de pavor medité en el cariño que los habitantes de aquel planeta tendrían hacia nosotros. Habían llegado los buenos sifanianos a la conclusión de que habrían de ser los dueños de la Galaxia gracias al gran crucero cuyo hallazgo los dioses les habían deparado. Y hete aquí que nosotros nos habíamos llevado el crucero, escabechado a buena parte de la dotación y para colmo, arrebatado un tesoro que ellos ni siquiera sabían que estaba allí, pero que de no ser por nosotros pronto habrían descubierto y aprovechado. Sólo de pensar en lo que nos harían en Sifán sentía fallar mis piernas.

Estuve a punto de caer nuevamente de rodillas para rogar a aquellos jueces inmisericordes que nos retuvieran a todos, especialmente a mí, en su planeta, o que nos enviaran a otro cualquiera que no fuera Sifán. Pero en su rostro y su sonrisa adiviné que era precisamente aquello lo que esperaban para mofarse aún más de mí, y que quizá antes lo habían hecho de algún infortunado compañero mío. De manera que, por el contrario, la rabia me dio fuerzas para erguirme, dibujar en mi rostro la sonrisa más idiota de que fui capaz y decir:

—Justo es ello, y obráis honradamente en devolver a Sifán los esclavos que le pertenecen, así como el dinero que en nuestra locura arrebatamos a sus legítimos dueños.

Con lo que tuve la satisfacción de ver avinagrarse la alegría de aquellos malvados. Pues pensaron ellos, estoy seguro, que una vez enterados los sifanianos por nuestra boca de la existencia del tesoro, tiempo les faltaría para exigir a Brenda la mínima parte de aquel que había caído con nosotros en su poder y que sin duda los brendanos pensaban reservarse.

Rápidamente me sacaron de allí, haciéndome abandonar el edificio y llevándome, ahora en coche cerrado y sin altavoz, a una verdadera cárcel, donde me metieron en celda aislada y sin mobiliario. Pasaron de nuevo las horas y llegó el momento en que un carcelero me sirvió una repugnante bazofia, entregándome al mismo tiempo un ejemplar del periódico local, con intención de que sufriera más leyéndolo, pues como primera noticia, en tono ampuloso e inflado, se contaba cómo la justicia de Brenda había echado mano de los esclavos fugados que durante unos días «habían aterrorizado a la población» y de qué forma, seguramente asustada por los elementos guerreros y policíacos del planeta, «la nave pirata» había escapado, teniéndose noticias de que había sido luego destruida por una patrulla sifaniana.

Ni por un momento creí lo último, que no estaba Sifán para mandar patrullas tan lejos, y caso de haber adivinado dónde nos dirigíamos y de haberlo hecho, fuerte nave habría de ser la que se enfrentara con la nuestra. Aparte de que, de estar cercana una patrulla de Sifán, ¿para qué amenazarnos con enviamos a dicho planeta a bordo de una nave comercial? No, ciertamente nuestros amigos y compañeros, y tal idea me llenó los ojos de lágrimas, navegaban contentos hacia aquellos mundos fronterizos que a su sed de aventuras atraían, pensando habernos dejado ricos y felices. Este pensamiento me acongojó de nuevo. ¡Ah, si tuviera de nuevo la oportunidad de elegir, de marchar con mis compañeros lejos del planeta de bandidos en el que ahora me hallaba! Recordé mi preciosa Palas Atenea, que había quedado en mi frustrado hogar y que a saber en manos de quién estaría ahora, y me arriesgué a pedir su socorro, rogándole que me sacara de aquella terrible situación, aunque no pensaba cómo podría arreglárselas para hacerlo, a menos que interviniera en persona y pertrechada con todos los rayos y los truenos de su padre el Tonante.

Pasó la tarde, y no hubo cena. Con las primeras tinieblas que me llegaron a través del pequeño ventanuco de la celda, apareció también el frío y, poco vestido tal cual me hallaba, hube de acurrucarme como pude en el suelo, hecho una rosca para intentar dormir, pobre, dolorido y solitario, cuando había creído hacerlo hasta el fin de mis días rico, cómodo y en galante compañía.

No sé qué pesadillas turbaron aquel miserable sueño, pero lo cierto es que con las primeras luces del alba, un tremendo bochinche procedente del exterior me despertó, exactamente como la noche anterior, bien que si entonces tal estrépito fue heraldo de desastre, el actual, ignoro por qué, me iluminó con una loca esperanza.

Hubo una tremenda explosión, seguida por otras más lejanas. Luego una voz estentórea clamó en las alturas, como si un dios rugiese sobre la ciudad. No pude entender las palabras, pero otros sí lo hicieron, a juzgar por la chillería que se levantó por todas partes. Grandes acontecimientos parecían estar desarrollándose fuera, y a mí tan sólo me cabía esperar que estuvieran relacionados con mi pobre persona para mejorar mi suerte, ya que empeorarla hubiera resultado imposible.

Siguieron luego frenéticas carreras en el interior de la prisión, junto con gritos de «¡Sacadles afuera!». Se abrió después la puerta y surgieron los carceleros, con los rostros blancos como el yeso.

—¡Ven! —suplicó, que no ordenó uno de ellos—. ¡Ven con nosotros!

Tratándome con el mismo cuidado como si fuera mi persona de cristal de Alantor, me llevaron por escaleras y ascensores hasta una amplia terraza. Salí a la luz del día y… ¡oh, maravilla!, allí arriba, dominando la ciudad entera con su masa, estaba el bendito crucero de batalla que yo suponía en marcha hacia las remotas estrellas y nebulosas.

Rodeábale un negro pero transparente nubarrón, que debía ser el famoso campo protector de que me habían hablado, y a simple vista podían verse sus torretas artilleras moviéndose lentamente, enfilando los cañones a éste o a aquel blanco, con la amenaza de hacer polvo la ciudad entera. Para los perversos habitantes de la misma debía constituir una visión aterradora, pero para mí era arcángel en toda su gloria, salvador de mi destino y vengador de los ultrajes que, sin motivo, me habían sido inferidos.

—¡No te hemos hecho nada! —plañía uno de los guardianes—. ¡No te hemos causado ningún daño!

¡Ah, cómo aquellas quejas eran música para mis oídos! Bajé la vista del flotante crucero a la terraza y vi otros grupos de carceleros que sacaban a mis pobres compañeros, en tanto que alguien hacía ondear una gran bandera blanca. Todos miraban al cielo y, al seguir yo sus miradas, observé una navecilla que descendía desde el crucero directamente hacia donde nosotros estábamos.

—¡Fuera de aquí, bandidos! —oí entonces gritar a uno de mis compañeros de desgracia—. ¡Fuera de aquí!

Tras de lo que añadió algunas precisiones sobre las costumbres y estado civil de los ascendientes de los guardianes. Salieron éstos, temiendo algo peor, en tromba por las portezuelas de la terraza, alguno ayudado por un vigoroso puntapié. Quedamos solos los que antes presos estábamos, y junto a nosotros aterrizó con suavidad la navecilla. ¡Un instante después estaba abrazado a mi añorado y buen amigo Héktor!