Capítulo VII

De cómo realizóse el más grande robo de la historia de los mundos, y de la terrible batalla entre las estrellas que siguió, donde mi valor, brillando a gran altura, me hubo de hacer acreedor a imperecedera fama.

Allí estábamos mi amigo y yo, mudos y espantados, ante el inmenso tesoro que teníamos a la vez al alcance de la mano y tan lejano como las más remotas nebulosas. Pues esclavos erámos, y necedad sería echar mano a cualquiera de aquellas apetitosas cajas, sabiendo que al momento seríamos despojados de nuestro botín. Y ni siquiera nos serviría de nada distraer alguna moneda suelta, ya que una vez descubierto por los sifanianos el gran depósito, nos sería pedida cuenta sin ninguna duda de su posesión.

Finalmente me llegó la idea de consultar a quien quizá pudiera ofrecemos alguna solución.

—Holly —llamé, y luego repetí, al ver que, absorto, no me oía—. ¡Holly!

—¿Qué? —respondió con una sacudida, como si le sacara de un sueño.

—Rápido, ve a buscar a Héktor. Yo te espero aquí.

Asintió Barnabás Holly, y salió de estampía. Porque tanto él como yo sabíamos que si alguien podía ayudamos, ese era Héktor.

Mucho había progresado nuestro amigo en los últimos tiempos, su habilidad como armero le había hecho indispensable en el estudio de las curiosas armas imperiales descubiertas en las naves. Incluso con los guardias del espacio había hecho buenas migas, dentro de lo posible, y en no pocas ocasiones les había solucionado alguna avería fastidiosa en su propio armamento.

Quedé solo, en espera del refuerzo pedido, meditando sobre algún plan personal. Pero nada me venía a la mente. ¿Acaso podía cargar con alguna de aquellas pesadas cajas y correr con ella por el espacio?

Me parecieron siglos antes de que sonaran pasos y Héktor Vaser entrara en la sala, seguido por Holly. Algo le debía éste haber adelantado, ya que se limitó a silbar cuando advirtió las cajas y su contenido.

—¿Qué hacemos? —le pregunté.

Héktor, sin contestar, se internó en la bodega, pasando revista a su contenido. Examinó la caja abierta, contando las pilas de monedas que la llenaban. Luego se internó en las profundidades de aquella cueva de maravillas, pasando revista a las grandes cajas, como si de soldados en formación se tratara.

—Debe haber unos doscientos millones de coronas, en total —dijo, como si sencillamente nos deseara las buenas noches.

Quedamos mudos. Doscientos millones de coronas era una cantidad fuera de toda imaginación humana o humanoide. ¡Doscientas veces un millón de coronas! ¡Doscientas mil veces mil coronas! ¡Aquello eran doscientos mil millones de soles! ¡Doce millones de millones de créditos! Si pudiéramos hacemos con ellos podríamos gastar… y gastar… y seguir gastando…

Héktor seguía pensando en voz alta, tal que si todo aquel despliegue de auricalco no fuera sino algo carente de importancia.

—Esto lo explica todo, muchachos —dijo—. Fijaros, debían ser las reservas de auricalco de todo un planeta, tal vez de la propia Tierra del Sol. El acorazado las transportaría a algún sitio… un lugar de retirada… cuando estalló la batalla.

—Sí, pero ¿cómo nos lo podemos llevar? —se impacientó Holly.

Héktor alzó el índice, imponiéndole silencio.

—El crucero se acercó para trasbordar… o para robar el tesoro. Llegaron sus hombres a la cámara y lograron abrir una de las cajas, y entonces el arma les alcanzó… a las dos naves.

Hizo una pausa, tan pensativo como nosotros ansiosos.

—La solución —dijo al fin— es obvia. Hay que ponerse de acuerdo con Luvieni.

Confieso que la idea no me agradó.

—¿Con ése? Se quedará con todo.

—Confiad en mí —rio entonces Héktor—. Él nos necesita a nosotros y nosotros le necesitamos a él. ¡Vamos!

Cerramos la puerta de aquella mágica bodega, y volvimos a nuestros lugares habituales de la nave.

¡Qué voy a contar de las horas sucesivas! En tanto que Héktor desarrollaba su aproximación hacia el buen Luvieni, yo no podía sino pensar en montañas de coronas, cordilleras de soles y continentes de créditos, en planetas de placer a mi servicio, mujeres a regimientos, comida a quintales y vino a océanos. Y pasaba luego del optimismo al pesimismo, pensando si acaso Luvieni o cualquier otro malandrín por el estilo no se alzarían con santo y limosna, privándome de lo que ya mío consideraba. Así, entre el gozo y el desánimo, pasé el tiempo hasta que noté que llamaban al batallón, y el mismo Luvieni se encargó de sacamos de dudas.

Concentráronnos en una de las vastas salas del acorazado, y pude ver aquellos trajes del espacio de los que en los últimos tiempos ya nos habíamos olvidado. Pero lo más importante fue la cara del propio mayor, cuyos brillantes ojos y expresión de rapiña decían a las claras que habíase enterado del caso y que ya había tomado sus providencias.

—Muchachos —empezó— sabed todos que la fortuna nos ha favorecido, y que ya no hay esclavos ni libres, sino que hermanos somos todos, y muy pronto hemos de ser ricos.

Respingaron algunos ante tan raro prólogo, y a mí súpome a cuerno quemado aquella hermandad que se nos presentaba de pronto, pues hermanos hay que se tiran trastos a la cabeza, y más si hay herencia por medio. Pero no me dio Luvieni mucho tiempo para pensar sino que me ordenó, como a todos, que me enfundara la escafandra, tomara algún fardo de herramienta y equipo y que me pusiera en marcha. El destino de ésta no podía ser otro que la cámara de maravillas que yo mismo descubriera.

En el camino hallé forma de acercarme a Héktor y preguntarle si de verdad se fiaba del mayor, y si no temía que nos hiciera alguna gatada, ya que repartir y compartir son feas palabras para gentes de la catadura de quien nos mandaba.

—No te preocupes, que si nosotros le necesitamos a él, también él necesita de nosotros, y mientras esto ocurra, todos estaremos seguros.

No estaba yo muy convencido, pues nada provoca tanto la desconfianza actual como el palo pasado, mas no dije nada sobre el particular preguntando en cambio qué plan había para llevarnos el dinero.

—El mayor se ha hecho cargo de la planificación —me respondió mi amigo—. Nos llevaremos el crucero.

—¿El crucero? —pregunté casi en un grito.

Pero ya no pude obtener más respuesta a mi aclaración, porque habíamos llegado a la cueva del tesoro, y Luvieni empezaba a dar instrucciones precisas. Me di cuenta entonces que más de la mitad de sus matasietes estaban ausentes, y lo que me había dicho Héktor me dio una idea de su paradero. ¡Llevarse el crucero! ¿Quién habría de conducirlo?

Siguiendo las órdenes del mayor, adaptamos cohetes de impulsión, cuyo manejo conocíamos desde el tiempo de nuestros correteos espaciales, sujetándolos a los costados de las grandes cajas monetarias. Medité si acaso no volveríamos ya a nuestros alojamientos, y celebré el haber traído conmigo a mi Atenea, pues sin ella no sé si me hubiera decidido a salir de la nave. Feliz idea ésta fue o quizá inspiración de la misma diosa, a la que ahora colgué fijamente a uno de los muchos agarraderos que en mi escafandra, como en todas, había.

Pero he aquí que los acontecimientos se precipitaban. Vi pasar junto a mí a media docena de técnicos, sin duda aliados con nuestro golpe, que se distribuyeron ante diversos artefactos situados en el fondo de la bodega. Mientras ellos maniobraban allí, Luvieni echó una ojeada a su cronómetro.

—¡Cascos cerrados! —gritó—. ¡Sujétese bien todo el mundo! Obedecimos rápidamente, y al segundo de hacerlo oímos retumbar una serie de explosiones en algún lugar de la gran nave inválida. Sentí un vuelco en el estómago cuando la gravedad artificial se hizo la del humo, y de no hallarme sujeto con fuerza a las agarraderas de la caja que, junto con un compañero, me correspondía, hubiera botado hasta el techo.

No fue ello todo, sino que allá en el fondo de la bodega comenzó a abrirse una puerta inmensa que daba al espacio, y en el acto notamos una atroz ventolera al escaparse el aire, mientras detrás nuestro retumbaban las sirenas de alarma, y cerrábanse con estrépito los compartimentos estancos del acorazado.

—¡Rápido! —escuché a Luvieni por la radio del casco—. ¡Al crucero con toda la carga!

Encendiéronse los cohetes y las cajas se pusieron en movimiento. Pensé en el último instante si todas las cajas estarían bien cerradas, no fuera a desparramarse nuestra dicha por todo el lácteo camino, pero nada pude hacer sobre el particular, ya que pronto me hallé en el espacio vacío, con la compuerta abierta tras mí, y, delante, la inmensa silueta del crucero, en la que se adivinaba la boca hambrienta hacia la que nos dirigíamos.

No fue muy difícil la travesía; mientras dos de nosotros pilotaban cada caja, que en gravedad pesaría unas veinte toneladas pero que allí era menos que una pluma, un contingente de reserva dirigido por Héktor vigilaba en el espacio para hacer de samaritano si alguien se perdía. Más temía yo que los del acorazado se dieran cuenta de lo que sucedía y nos enviaran algún saludo, pero no sucedió nada de eso, sin duda a causa de que aquellas bombas de tiempo que nuestro mayor dejara habrían causado sobrada confusión para permitir cualquier investigación o aventura.

Fue en el instante en que la boca negra del crucero se avecinaba ya para tragamos, y dábamos vuelta a los cohetes a fin de que sirvieran de freno y no nos estrelláramos contra nuestro destino, cuando advertí que no éramos nosotros solos quienes habíanse lanzado al espacio, sino que otro grupo navegaba en torno al crucero, aunque, quizá por prisa, ellos habían olvidado colocarse las escafandras de vacío. Debía tratarse de los pobretes que se hallaban a bordo a la llegada de los matachines de Luvieni y a quienes éstos habían pasaportado al otro mundo para evitarse estorbos y testigos. No mentiré si digo que sentí palpitar de pena mi corazón, pues las bárbaras experiencias de mi aventurera vida no han podido jamás acostumbrarme a mirar indiferente el escabeche del prójimo. Intenté, no obstante, consolarme pensando que aquellos sifanianos habían hecho almoneda con mi vida y libertad, y habíanme mantenido en la esclavitud cuando el malvado capitán Dudley me trajera a su planeta, en vez de romper las cadenas que aquél, sin culpa mía, arrojara sobre mis hombros.

Pero ya no era hora de meditar, la caja que yo copilotaba había entrado de lleno en la compuerta del Invencible, y un grupo de esclavos del batallón se ocupaba de frenarla y de colocarla en su sitio.

—¡Eh, los que vais llegando! —gritó una voz en la radio—. ¡Quitáos de enmedio! ¡A la puerta!

Busqué y no encontré la citada puerta, por lo que me limité a seguir la corriente principal de escafandristas. Uno de los últimos era mi cargamento, ya que al poco tiempo se cerró la compuerta de entrada, y el bendito aire respirable entró en aquella nueva bodega de carga, permitiéndonos quitar los cascos. Hallé entonces, ahora sí, la puerta de salida, y la crucé, procurando orientarme entre la algarabía de excitados comentarios de quienes me rodeaban.

—¿Qué hacemos ahora? ¿Cuándo nos ponemos en marcha? ¿Adónde vamos?

Uno de los técnicos que nos habían acompañado se apresuró a responder a una de aquellas cuestiones, la más urgente de todas ellas.

—Estamos ya en marcha —dijo—. En cuanto la última caja estuvo a bordo nos hemos puesto en camino, alejándonos del sistema.

—¿Pero quién maneja la nave?

Antes de que se me respondiera, todos sentimos un repeluzno en nuestro interior, un salto o brinco en las entrañas que a muchos nos hizo tambalear y aun soltar alguna interjección.

—¡El hiperespacio! —gritó el técnico, jubiloso—. ¡Acabamos de saltar!

Más o menos todos conocíamos de qué se trataba, y así acogimos la noticia con una salva de vivas y hurras, pues aquello nos colocaba lejos del poder sifaniano y de su venganza por el flaco favor que acabábamos de hacerle. Debíamos hallarnos ahora en torno a algún astro de la Galaxia, a salvo de toda persecución. Pensé que aquel mayor Luvieni que nos mandaba, si bien brutal y aun asesino, habíase mostrado un perfecto planificador, llevando a cabo su difícil tarea a las mil maravillas y sin que ningún error se deslizara en la trama.

Me interné en la nave, curioso por lograr alguna vista del lugar donde nos hallábamos, y al poco tiempo me encontré junto al objeto de mis anteriores pensamientos, que discutía con Héktor y con toda una turba de esclavos, técnicos y aun guardias espaciales, que al tiempo que le rodeaban le hacían mil preguntas.

Me uní al grupo en el instante en que el mayor alzaba los brazos para pedir silencio e iniciaba una explicación:

—¡Tranquilos! —dijo—. ¡Tranquilos todos! Dad por seguro que nos encontramos a salvo. Nuestros astronautas acaban de realizar un salto al espacio profundo. Estamos lejos de toda estrella, en un lugar donde nadie nos puede encontrar. Aquí reuniremos consejo para decidir lo que vamos a hacer y adónde vamos a ir.

Aquello contentó a muchos de los interpelantes, y el grupo empezó a dispersarse. Entonces el mayor se fijó en mí y se me aproximó seguido por Héktor.

—¡Ah, muchacho! —dijo en tono amable—. Creo que fuiste uno de los dos que encontraron el tesoro ¿no es cierto?

Asentí, turbado al verme objeto de tal amistad por parte de quien antes tantas veces me moliera a golpes.

—Bien, muchacho —siguió Luvieni, mientras me palmoteaba la espalda, un poco como si yo perro fuera—. Puedes decir que has hecho tu fortuna y la de todos nosotros.

Tras de lo cual se olvidó de mí y partió hablando con Héktor que al parecer habíase hecho segundo suyo. Pero yo quedé aturdido y asustado, pues al mismo tiempo que él me hablaba de la riqueza que juntos habíamos hallado creí ver en sus ojos justamente la misma mirada que antaño me dirigiera el maldito capitán Dudley cuando me prometiera gloria y fortuna si embarcaba en su nave.

En horas sucesivas, recorrí junto con mis compañeros toda la nave, que inmensa era, buscando ropa y de qué comer, al tiempo que admirábamos todos los mil artificios que al parecer eran ahora de nuestra propiedad, discutiendo de quién sería éste o el otro camarote, asomándonos a las pantallas de visión para otear el negro espacio estrellado, prometiéndonos ser artilleros de las temibles piezas de rayo o lanzatorpedos que amenazaban en las baterías y haciendo alegres planes de nuestra futura vida entre los astros de la Galaxia. Pero el contento de mis compañeros no podía hacerme olvidar aquella breve visión, ni el temor de que Luvieni tramara algo en contra de nuestros optimistas planes.

Porque yo me observaba a mí mismo y notaba una parte de mí ser contemplando con animosidad a todo aquel gentío que me rodeaba, ya que habría de repartir con ellos todo el caudal que, por haberlo descubierto, podía pensar que me correspondía. Y aunque luego me maldecía y les miraba a todos como compañeros y hermanos, meditando que la parte que en el reparto me correspondiera bastaría para cumplir todos mis deseos y caprichos en diez vidas que tuviera, siempre notaba aquel pinchazo degradante, pues es de humana naturaleza que más se goza descubriendo una dobla y quedándosela entera, que hallando un millón y debiendo repartirlo con otro.

Y si estas ideas se me ocurrían a mí, inocente y bienintencionado varón incapaz de hacer mal a nadie ¿qué otras no faltarían en la mente del mayor, rudo, aventurero y sin escrúpulos? Pensé en ello una y otra vez, y finalmente decidí buscar al buen Héktor y hacerle partícipe de mis preocupaciones.

Así pues, recorrí pasillos, salas y cámaras, preguntando a todo el mundo dónde se hallaba Héktor Vaser. Finalmente alguien me dirigió hacia los talleres de popa, y tras subir y bajar, avanzar y retroceder, y perderme en un par de ocasiones, logré encontrarle, trabajando con otros de los nuestros en alguna intrincada tarea.

En el primer instante, al oírme, me trató de miedoso y mal pensado, aduciendo aquellas mismas razones que yo me daba sin lograr convencerme.

—Piensa que todos somos ricos, tanto nosotros como los guardias, los técnicos y los astronautas —decía Héktor—. Tenemos una nave que puede llevarnos a cualquier mundo que elijamos como hogar, o que podría servir a quien quisiera para visitar toda la Galaxia. ¿Para qué vamos a pelearnos unos con otros?

Repliqué que todo eso estaba muy bien, pero que quien tiene cien y puede tener mil nunca vacila en lograrlos, y que una vez a bordo todas las cajas de auricalco, los esclavos ya no éramos otra cosa que estorbo para Luvieni, uniéndose a esto el hecho de que, si bien los guardias espaciales a sus órdenes eran cincuenta contra quinientos esclavos, ellos estaban armados y nosotros inermes.

Finalmente logré que mi amigo se rascara la cabeza y admitiera, si no el convencimiento, al menos la duda.

—Quizá haga mal en tener tanta confianza en Luvieni —dijo—. Pero de todas formas no creas que los esclavos estamos del todo desarmados. Ven y mira.

Me fijé entonces, por ruego suyo, en el trabajo que en aquellos talleres se realizaba. Héktor, como armero que era, estaba poniendo a punto toda una serie de armas imperiales halladas a bordo del crucero. Manifestó mi amigo que todas ellas estaban en disposición de uso, y que una muestra de ellas había sido probada en un polígono, sea ello lo que fuera, anexo a los talleres.

—Así pues, puedes ver que nosotros también estamos armados, y que sabremos defendernos en caso de necesidad.

Quizá le hubiera opuesto ya alguna razón, pero la conversación quedó interrumpida por la llegada de Barnabás Holly, compañero mío en descubrimientos.

—¡Héktor! —gritó—. Luvieni está reuniendo a todos en la sala común. Quiere hablarnos.

—Ah —respondió Héktor, sin alterarse—. Ya me dijo algo. Vamos a decidir entre todos adonde iremos, y cuándo se hará el reparto del botín. También habrá que arreglar el tema de las guardias y servicios que cada uno cumplirá en tanto estemos en la nave, y cuándo se servirán las comidas en común… y todo lo que sea necesario.

Temía yo otra cosa, y empecé a hacerme el remolón, pero el buen armero, adivinando mi desconfianza, me empujó hacia delante, con ellos, mientras que me decía:

—No te rezagues, amigo Gabriel, que si llegara a suceder lo que temes, cosa que sigo seguro en que no, mejor es que estemos todos juntos y que mostremos nuestra fuerza. Ten, si esto te tranquiliza.

Y me metió en la mano una preciosa pistola lanzarrayos. Con lo que, lejos de darme la tranquilidad que me deseaba, me intranquilizó del todo, pues hombre de armas no soy. Y pienso que si bien puedo yo ser héroe y diezmar al adversario, de igual forma puede ser héroe uno de los de enfrente y darme a mí, eventualidad en la que no quiero ni pensar. No obstante, oculté el arma entre mis ropas y me esforcé en sacar ánimos para seguir el paso del grupo.

Advertí que todos sus componentes habíanse también armado, bien que como yo ocultaran el material, y que Héktor todavía repartía más de éste entre algunos que parecían gozar de su confianza. Lo que me convenció de que después de todo tal vez no estuviera mi amigo en el estado de optimismo e ingenuidad que aparentaba.

Penetramos todos en la sala común, llena ya con el resto de los serviles si bien que yo procuré quedarme no lejos de la puerta. Aquel inmenso salón que yo conocía de cuando arreglábamos el crucero tiempo atrás, debía ser el lugar donde se reunían las tripulaciones imperiales para gozar de alguna festividad, ver videofilmes o recibir algún discurso o conferencia de sus superiores, y así de grande era. El techo era también alto, y a mitad de camino del suelo con él había una galería donde también podía acomodarse gente, si bien que ahora aparecía vacía. Frente a nosotros aquella galería se rompía en una especie de estrado donde podía colocarse el orador de turno, en este caso el mayor Luvieni.

Mientras todos los presentes cambiaban entre sí opiniones y comentarios, yo paseaba mi vista por los alrededores, poniéndome cada vez más nervioso. Advertí al momento que allí no había ni técnico ni astronauta ni guardia sino tan sólo esclavos. Y mi horror se acentuó cuando miré la galería y vi asomar aquí y allá, ocultos con deficiencia, dónde una mano, dónde un ojo, dónde un colodrillo, pertenecientes sin duda alguna a los matones de Luvieni, estratégicamente dispuestos para dominar la concurrencia desde las alturas.

Pensé en gritar mi pánico, pero ello no hubiera hecho con toda seguridad sino desencadenar precisamente lo que temía. Y para mi mayor espanto vi que Héktor y alguno de los armados habían advertido lo que yo, y que, lejos de asustarse y huir, hablaban brevemente entre ellos e iniciaban una especie de despliegue, disponiéndose sin duda para el evento que tanto ellos como yo sospechábamos.

Ver aquellos esbirros semiocultos, y aquellos armados siervos que se preparaban a afrontarse sin que la masa de los reunidos supiera nada sobre ello, y augurar que la Parca pronto guadañaría a su placer por la sala, agarrotó mis músculos y dio fin a mis fuerzas hasta el punto de hacerme imposible llevar siquiera la mano a mi propia arma, cuanto menos alzarla o combatir con ella. Me sentí vacío por dentro, y noté una atroz tembladura, en tanto que deseaba con todas mis fuerzas estar lejos de allí, aún sometido a la esclavitud, pero con la vida fuera de peligro.

Para acentuar, más que disminuir mi malestar, las primeras palabras de Luvieni, bien erguido en su tarima, fueron en apariencia amistosas, exaltando nuestra victoria sobre lo que calificó de tiránico arcontado sifaniano, si bien no explicó cómo había él libremente servido la tal dictadura hasta que le llegó a los ojos el fulgor del auricalco. Finalmente, nuestro mayor pasó al grano:

—En esta hazaña hemos estado implicados gentes de diversas clases y procedencias —dijo—. Soldados de la guardia espacial, como yo mismo lo soy, o lo era, y también miembros de la laboriosa clase servil. Y para todos ellos habrá el merecido premio, pues si entre los primeros se repartirá el tesoro del Imperio, los segundos habrán alcanzado un don mucho más precioso: el de la libertad.

»¡Hermanos míos! Habéis dejado de ser esclavos. En el primer planeta al que este crucero llegue, todos seréis desembarcados para gozar de vuestra nueva condición de hombres libres…

Algo más debió seguir diciendo, pero su voz se vio de pronto ahogada por las protestas. Pues si bien algunos gruñidos habían ya sonado coincidiendo con el «¡Hermanos míos!», tan sólo unos segundos después se dio cuenta el resto de la concurrencia de lo que en realidad significaba lo dicho. Alborotáronse los serviles diciendo que, aunque no rechazaban la libertad, pensaban que ella debía ser complementada en metálico, y exigían que el tesoro del viejo Imperio se repartiera por igual entre todos, antes de que la nave se dirigiera a este o al otro planeta.

Me di cuenta, espantado, que de la expresión de Luvieni se deducía que aquella era precisamente la reacción que había esperado y planeado. Permaneció inmóvil y dominador, brazos cruzados y boca irónica, dejando que las protestas subieran de tono hasta que se transformaron en injurias. Entonces, dominando el tumulto con fuerte voz, lanzó las palabras que yo temía.

—¡Así, ingratos, pretendéis despojarnos de lo que por nuestro esfuerzo hemos logrado! Pues bien, ya que tan poco parece importaros la libertad, yo os la impondré… —hizo una profunda aspiración— ¡liberándoos el ánima del cuerpo!

Tras de lo cual desapareció de la tarima al tiempo que sus matones aparecían en la galería, armados con toda clase de pistolas y fusiles. Y a las palabras sucedió el horroroso estrépito bélico que dicen es clamor con el que Marte Ares incita a los mortales a la guerra y la matanza.

Pero al menos hubo uno para quien el fuerte hijo de Zeus clamó en vano. Pues con el primer zambombazo volviéronme las fuerzas a las extremidades inferiores, ya que no al resto del cuerpo, y recordé de pronto que tenía una cita urgente en las letrinas de estribor. En un relámpago me abrí paso hasta la cercana puerta, con un fuerte grito de «¡Duro con ellos, hermanos, que ahora vuelvo!» y antes de que nadie pudiera reaccionar, estaba yo corriendo como un olimpiónida por los desiertos corredores, el estruendo de la lucha tras de mí, hasta alcanzar el lugar excusado que era objetivo de mis afanes, y donde al fin mis últimas fuerzas alcanzaron para dejarme caer sentado, no sin cerrar y asegurar la puerta del cubículo, por temor a que alguien me persiguiera.

Espantoso era el ruido de explosiones y estampidos que hacía retemblar la nave entera, cual si una tremenda tempestad la sacudiera, y me hacía sentir como insecto en el huracán, pececillo en el torrente o polilla en el incendio, mísera bestezuela temblando ante las desatadas fuerzas de la naturaleza, juguete del capricho de dioses o demonios ante cuyos atronadores poderes nada se puede.

De igual forma que en la orquesta la valiente tuba capricornia sigue e imita al majestuoso trombón, repitiendo sus sonidos y secundándole en el estribillo, yo podía sentir cómo mis pobres intestinos movíanse al compás de las deflagraciones y truenos que al cubículo llegaban, respondiendo al disparo con el tiro, al retumbo con la andanada y al alarido con el grito. Y ciertamente eran aquellas las más activas partes de mi humanidad, al menos movíanse por sí mismas, en tanto que mi mente consciente no acertaba a menear pie ni mano, desparramado todo yo en el lugar, y temiendo que de un instante a otro la nave se partiera en dos y verme arrojado a las etéreas sendas, sentado en el trono en el que me hallaba, para ser hecho rey del espacio infinito.

Finalmente, como en este universo nada es eterno, tampoco lo fue la batalla y los últimos disparos fueron sucedidos por un silencio de tumba que, si bien apartaba el pánico, no así la intranquilidad. Quedé yo temblando en mi puesto, meditando sobre cuál bando habría quedado victorioso y cuál vencido.

En esto pude oír una puerta que se abría, y cómo alguien penetraba con paso muy mesurado en aquel gran templo en una de cuyas capillas yo me hallaba. Me preocupé en el acto, y aun hallé suficiente energía para empuñar la pistola de rayos y dirigirla hacia la puerta. Afiné el oído para advertir cualquier movimiento del desconocido, que por lo vacilante y cuidado de su paso bien pudiera ser un otro yo en valor. Y cuando le advertí cercano a la tal puerta, reuní todas mis fuerzas y lancé al aire un estentóreo «¡Ocupado!» que retumbó cual voz de gargantúa. Percibí en el acto un fuerte respingo, seguido por un ruido muy apropiado al lugar en que estábamos. Luego unas apresuradas zancadas y un gran portazo me indicaron que el invasor había puesto en la polvorosa entrambos zapatos, no buscando mayor contacto ni confrontación.

Algo animado por el incidente, bien que temeroso de que el fugitivo fuera acaso a volver con algún refuerzo, decidí abandonar aquel lugar donde por siempre no podía permanecer. Cumplí pues con todo el ceremonial de clausura para la acción realizada, tarea que en una nave espacial dista de ser sencilla. Asomé luego la gaita fuera y, al no ver a nadie, me puse en marcha, quitapenas por delante, dispuesto a soltar más rayos que el Olímpico si alguien surgía de pronto ante mí para atacarme.

Las galerías y los pasillos mostráronse igualmente faltos de toda vida, y por un momento temí que todos hubieran muerto o abandonado el navío, dejándome solo en él. Pero al momento recordé que, por lo que sabía, al menos una persona compartía el crucero conmigo, y continué la exploración, bien que cada vez más inquieto.

Atravesaba una gran cámara, desierta como todas las anteriores, cuando sin aviso ninguno, un largo suspiro llegó a mis oídos, seguido de una voz lastimera que clamaba:

—¡Ah, Hortensia, amor mío, nunca más te veré!

Pasado el primer susto, que no fue pequeño, vencí la momentánea tentación de volver al refugio que había abandonado, y pasé a considerar la situación. Más acongojado que amenazador parecía el parlamento, de manera que empuñé con vigor reforzado mi arma y comencé a buscar dónde se ocultaba el duende, trasgo o taravillo que de tal modo se lamentaba.

Poco tardé en encontrar el resquicio de una puerta oculta y, empujándola me colé en una pequeña salita apenas amueblada. Allí estaban, amontonados y temerosos, nada menos que los diez astronautas de Sifán que hasta el momento nos habían conducido por los espacios.

—¡Allí hay uno! —exclamó uno de ellos al advertir mi presencia.

Y en el acto se me encararon con súplicas y gemidos, rogándome que no les matara, ya que ellos nunca me habían causado el menor daño, y prestos estaban a servirme en todo cuanto les mandara.

Como no hay mejor antídoto contra el miedo propio que el hecho de que otros le teman a uno, pronto me engallé, enfrenté al rebaño, y les dije que de mí nada tenían que temer, pues no sólo me abstendría de matarles, sino de hacerles mal alguno. Al mismo tiempo les invité a que me dijeran qué hacían allí escondidos y cuál era la causa de su temor.

Algo más tranquilos, delegaron en uno de ellos para que me contara su historia. Como ya me imaginaba, los diez habían sido raptados sin contemplaciones por los hombres de Luvieni, que les habían obligado a dirigir el crucero, bajo pena de vida. Habían detenido, según orden del mayor, la nave en medio del espacio vacío, y entonces uno de los guardias espaciales peor encarados les había anunciado que se preparaba una gran rebelión de esclavos, habiendo jurado éstos exterminar a todos los hombres libres de la nave. Por ello se les obligó a ocultarse en una cámara más o menos secreta en tanto que los heroicos guardias acababan con la amenaza. Habían después oído los ruidos de la gran batalla, del mismo modo que yo, y a continuación habían esperado la llegada del vencedor, con el susto de creer descubrirlo en mi persona.

—Nada debéis temer —les tranquilicé de nuevo con magnanimidad—. Pongámonos todos en marcha y, haya vencido quien sea, deberá contar con nosotros.

Pues yo me había dado cuenta de lo que ellos no pensaran: que aquel grupo era indispensable para manejar el gran navío y que si actuaban unidos y con decisión, serían los verdaderos amos, ya que nadie se atrevería a hacerles desaparecer.

Púsose en marcha de tal suerte la caravana, manteniéndome yo en medio de ella, mitad protector, mitad amenazante, y desde luego mucho más animado, pues sabía que, aunque no quedara otra persona con vida a bordo, aquellos buenos astronautas bastarían para transportarme a algún acogedor planeta. Pero alguien más debía alentar, ya que al poco tiempo llegaron hasta nosotros voces humanas.

Salían éstas de una de las cámaras de ordenadores, a las que nos acercamos con cautela. Para mi terror reconocí en el acto la detestada voz del mayor Luvieni, que hablaba alto y recio, si bien no lograba entender lo que decía.

No era cosa de echarse atrás, sin embargo, y no tuve más pensamiento que el de negociar con el vencedor al menos mi integridad física, ya que no mi fortuna, haciendo valer mi negativa a haber luchado en su contra. De manera que puse cara de circunstancias y franqueé la puerta, seguido de mi rebaño.

¡Oh sorpresa! Cierto que hablaba Luviani, pero atado codo con codo, tal como algunos de sus sicarios, y enfrentado a un ceñudo Héktor, al que rodeaban varios esclavos. ¡Así pues habíamos vencido!

Pero no por derrotado parecía abatido el mayor. Antes bien, galleaba como si él hubiera sido el victorioso.

—¡Y os digo que os pudriréis todos aquí encerrados! —gritaba—. Estamos entre las estrellas, a años de luz de cualquier planeta habitable, y no sabéis donde están los astronautas. ¿Quién os va a llevar a los mundos de la Galaxia, desgraciados?

—¡Yo! —intervine.

Y no porque tuviera la capacidad de llevar a ningún desgraciado a los mundos de la Galaxia, sino porque detrás de mí llegaban quienes sí podían hacerlo.

Asombráronse todos al verme, al tiempo que Luvieni palidecía terriblemente, de lo que me alegré.

—¡Gabriel, amigo mío! —exclamó Héktor—. ¿Dónde te habías metido? Te dábamos por muerto.

—En medio de la batalla —relaté— pensé que la clave de la victoria estaba en los astronautas, los que podían dirigir la nave entre las estrellas. Así pues me puse en marcha, aunque solo, y les encontré a tiempo de impedir que esos asesinos les hicieran daño o les tomaran como rehenes. Les protegí con mi arma, y ahora me dirigía con ellos a la sala de mandos, para tomarla por asalto si fuera necesario.

Ninguno de quienes me oían dudó de aquella incongruencia, tan contentos estaban al ver a los astronautas que les traía. Me rodearon con gran profusión de felicitaciones y plácemes, en tanto otros ponían a buen recaudo a Luvieni y los suyos.

—Veo que, de entre nosotros, eres el único que has tenido cabeza —recuerdo que me dijo Héktor, de lo cual quedé muy orgulloso.

Poco a poco, entre unos y otros, me fui enterando de las vicisitudes de la batalla, que había sido horriblemente sangrienta. Los malandrines de Luvieni habían causado en un principio una gran matanza al disparar sus armas de rayos sobre la apiñada multitud de serviles, tal como su criminal jefe había planeado. Pero por suerte nuestra y desgracia suya, nadie de entre ellos pudo suponer que algún esclavo pudiera estar armado, por lo que asomaron todo el cuerpo fuera de la galería, incluso intercambiando groseras chanzas. Así, la primera respuesta de Héktor y de aquéllos que estaban armados casi acabó con todos, cayendo igualmente los que pretendían taponar las puertas. Siguió luego una terrible confusión de esclavos que huían y otros que disparaban, en tanto que Luvieni intentaba agrupar lo que quedaba de sus fuerzas. Los guardias espaciales fueron luego perseguidos con saña por toda la nave, aunque sus armas, mejor manejadas por ellos que por los nuestros, causaban cada vez más bajas. Pero su número era pequeño, y uno a uno fueron cayendo, hasta que tan sólo el mayor y alguno de sus paniaguados quedó para entregarse, pretendiendo lograr con amenazas y trapacerías lo que les fue imposible por la fuerza de las armas.

No quise visitar la sala de reuniones donde se iniciara la lucha, pues me dijeron que lo que había allí bastaba para marear a los más valerosos de los luchadores, con lo que medité que mayormente me afectaría a mí que no lo era. Allí habían quedado muchísimos pobres compañeros, víctimas de las primeras descargas, requemados y cubiertos de sangre, formando el espectáculo de una horrorosa carnicería que a duras penas podía ser limpiada por un equipo de robotes, auxiliado por varios esclavos de estómago firme. Sentí en el alma la muerte de tanto inocente, y juro que combatí con toda mi fuerza aquella maligna vocecilla interior que me felicitaba por el gran beneficio que lograría al faltar tantos pobretes al reparto del tesoro.

Y no era menudo el tal incremento, porque la lucha con armas de rayo había estado a pique de dejar la nave vacía. De quinientos esclavos quedaban con vida ciento setenta y seis (y siete conmigo), y de los cincuenta malandrines de Luvieni, sólo éste y otros cuatro. Perecieron tres técnicos de la docena que había a bordo, y la clase más beneficiada vino a ser la de los astronautas, de los cuales (yo siempre sostuve que gracias a mi valerosa acción) ni uno sólo sufrió un rasguño.

Alguno de estos supervivientes, sin embargo, no lo fue por mucho tiempo y éste es un triste pero necesario capítulo que quisiera dejar en el olvido. Por exigencia de todos los esclavos que salvaron sus vidas, y pienso que de los espíritus de los que no, el mayor Ranford Luvieni, antiguamente de los Guardias Espaciales de Sifán y sus cuatro compañeros, fueron puestos en el espacio sin estorbo de escafandra alguna. Giran sin duda allí eternamente, lejos de toda estrella o planeta, purgando el error de haber intentado traicionar y quitar la vida al esforzado Gabriel Luján de Garal y a sus dignos compañeros, a más de otros muchos crímenes.