De cómo salí por segunda vez al espacio, de mis penas y fatigas en él, y de como trabé conocimiento con algunas de las más grandes naves de guerra que el ingenio humano lanzara a las estrellas, así como del interesante hallazgo que en una de dichas naves hice.
En los primeros momentos pensé, inocente de mí, que aquel mismo vehículo volador que nos sacara del campamento servil nos llevaría directamente a las estrellas, pero no ocurrió así. Tras volar sobre aquel malhadado continente salvaje, cruzamos un brazo de mar y descendimos sobre la gran isla de Zara, donde la armada del espacio tenía una de sus más importantes bases. Fuimos llevados a un barracón militar donde se nos bañó y desinfectó, entregándosenos luego ropa nueva que, si muy buena no era, al menos mejoraba con mucho la que conocimos en los campamentos. Se nos proporcionó también un sabroso rancho militar, que para nosotros constituía las delicias de Rigel, y luego nos vimos encuadrados en el 2032 Batallón Servil de Trabajos Especiales.
Ni que decir tiene que todos estábamos muy excitados acerca de nuestro destino y del trabajo que en él realizaríamos, por lo que eran incesantes las preguntas y los rumores. Finalmente, por indiscreciones ajenas e insistencia propia llegamos a conocer la realidad de la situación, que en pocas palabras resumiré.
Al contrario que mi planeta natal, quizá por no haber sufrido las atenciones de los megaros, era Sifán un planeta medianamente poderoso, dotado de una flota mercante y otra de guerra interplanetarias, y aun de algunas naves de ambas categorías capaces de viajar a las estrellas. De hecho mantenía relaciones regulares con algunas de las más cercanas.
Pero sucedió que, algún tiempo ha, un arriesgado explorador habíase aventurado por el espacio abierto tras del último planeta del sistema y había allí encontrado los restos de una sin duda formidable batalla sideral librada en los años anárquicos que vieron la caída del Imperio.
De todos es sabido que el viejo Imperio tenía cosas que nosotros desconocemos, y así el hallazgo vino a ser una bendición del cielo para el arcontado sifánico, que se veía poseedor de nuevas técnicas de transporte y combate, dueño y señor de su sector de la Galaxia y dedicado a la grata labor de civilizar a diestro y siniestro todo planeta que por sus riquezas naturales se hiciera merecedor de ello.
Creáronse pues algunas bases espaciales junto al arcaico campo de batalla y una nube de técnicos y científicos se dedicaron a estudiar las naves despanzurradas, buscando en ellas los secretos del saber imperial. Pero como los citados suelen ser sujetos bastante cómodos, amigos de trabajar más con el seso que con la mano, incluyéronse también algunos batallones de esclavos para realizar las labores sucias y pesadas. Ahí entrábamos nosotros en el ajo, o entraríamos dentro de poco.
Pronto hicimos conocimiento con nuestro comandante, Mayor de la Guardia del Espacio Ranford Luvieni, quien confieso que no me gustó desde el primer momento. Era el tal un pelafustán malencarado, rígido y orgulloso, embigotado a lo viboráceo y de talante poco agradable. Hubiera preferido con mucho tener como jefe al oficial que nos reclutó, pero no estaba en posición de elegir, sino de conformarme.
Durante los días que pasamos en la base se nos instruyó algo en el manejo de complicados trajes de vacío, así como de las diversas herramientas que en el espacio deberíamos usar. Mis naturales dotes de ingenio y habilidad pronto me hicieron destacar, hasta el punto de dominar unas técnicas que a algunos de mis compañeros dejaban fríos. Pero no fue muy largo nuestro período de instrucción, pues tras una comida especial de despedida y un reparto de vales para el burdel servil de la base, embarcamos pronto en un panzudo transporte militar y alzamos vuelo hacia las estrellas.
Ya habíamos tenido, desde luego, ocasión de conocernos, e incluso había hecho algunos amigos. El mejor de ellos era un llamado Héktor Vaser, garaliano como yo (olvidé decir que en el batallón había encontrado varios de los engañados pasajeros de la Karamán, sin duda escogidos por la misma experiencia espacial de que yo había presumido al ser reclutado). Era Vaser un tipo fuerte y alegre, que ostentaba el cargo de cabo especialista a causa de que, aún siendo esclavo, había trabajado eficazmente en una armería de Randinor. Precisamente a causa de ello había sido requisado por la Guardia del Espacio, esperándose utilizar su habilidad con las posibles armas imperiales a descubrir. Juntos hablábamos de lo que nos podía esperar en el espacio, y de si acaso la potencia que quizá adquiriera la nación sifaniana podría mejorar nuestra situación y aun lograr para nosotros la libertad.
No éramos esclavos todos los componentes del batallón. Además de los quinientos serviles, el mayor Luvieni disponía de una sección de unos cincuenta guardias del espacio, encargados de vigilarnos y dirigirnos. Diré que si la noción de guardia espacial puede sugerir a unos nobles héroes del Cosmos, terror del malvado, auxilio del necesitado y embrujo de las damas; la colección que nos había caído en suerte muy poco podía ayudar a mantener tal leyenda. Cualquiera hubiera dicho, al verles, que su partida había dejado vacías las cárceles de Sifán, tal aspecto de matones, barraganes y pistolachines tenían todos. Varios de ellos, para mejorar las cosas, habían actuado en el planeta como capataces, ya que tal actividad se consideraba como mérito para ser enrolado en un batallón servil de trabajo. Y para terminar con la descripción, me limitaré a decir que hacían bueno a su comandante.
No tardaría mucho éste en hallar trabajo para nosotros en tanto llegábamos a nuestro lugar de destino. Una vez al día deteníanse los chorros de la nave y se desconectaban las placas de gravedad para que pudiéramos entrenarnos en el trabajo a gravedad cero, tal como se le llamaba. Y ello me trajo las primeras dificultades.
Evidentemente, el flotar en el aire sin gravedad no es caer sin fin, pero mi estómago era incapaz de distinguir la diferencia y cuando me veía flotando y dando vueltas en la gran cabina de entrenamiento, rebotando en suelo, techo y paredes y chocando en el aire con mis propios compañeros, el citado órgano se apresuraba a tocar el sálvese quien pueda y abandonen el navío, vaciándose con ejemplar premura de todo su contenido. No era yo el único en sufrir de tal efecto, pero para todos sobraban los varazos, pues aquellos de nuestros guardianes que habían sido capataces no tardaron en instruir a los demás, y entre todos nos animaban con energía a realizar la limpieza de la cabina, sin atender a nuestro lamentable estado.
Si desagradable era el vómito en los primeros entrenamientos, excusado es decir lo que ocurría en los que luego se llevaron a cabo con escafandra puesta. En ocasiones llegaba yo a echar de menos a las selvas de Sifán, con sus bichos y aun sus misioneros.
Finalmente el mayor Luvieni arregló el asunto seleccionándonos a los más afectados y creando en una de las cabinas un campo continuo de gravedad cero donde nos dejó permanentemente para que nos acostumbráramos o nos muriéramos. Y tan adaptable es el ser humano a las adversas condiciones naturales que logramos todos sobrevivir, aunque no por mucho margen y aun mantener tranquila la comida en su lugar. Salimos pues hechos unos superhombres, e incluso llegamos a tiempo de efectuar el último entrenamiento, en pleno espacio y con la nave detenida. Fuimos, desde luego, objeto de burla y chacota por parte de nuestros compañeros, más veteranos en aquella lid, pero conseguimos pasar con bien la prueba. Por mi parte yo me limité a acurrucarme lo más posible contra la pared de la nave, fijando los ojos en el acero y no dirigiendo sino las miradas imprescindibles al espacio exterior, que me pareció muy negro.
Al día siguiente de esta prueba que he referido, alcanzamos la base espacial que nos estaba destinada, muy cerca de un nutrido revoloteo de restos espaciales. Despidióse el transporte y quedamos todos al cuidado de nuestro buen mentor, el mayor Luvieni, que a su vez obedecía a un coronel del que dependíamos tanto nosotros como los técnicos que exploraban los restos de naves imperiales que flotaban en el espacio.
Tuvimos un día de descanso, mientras nuestros superiores discutían la planificación del trabajo, y nosotros maldecíamos de la dieta espacial, que en buena parte, al menos para los serviles, se componía de insípidas píldoras y desagradables brebajes. Luego comenzó el trabajo propiamente dicho.
En un deslizador abierto fuimos transportados, bien escafandrados y provistos de herramientas, hasta los pocos restos flotantes que habían sido sin duda naves antes de recibir algún tremendo chupinazo por parte de sus enemigos. Se nos lanzó luego hacia diversos restos con cortadores y sopletes, y también una pistola a reacción con que dirigirnos en el vacío.
¡Palas Atenea de mi corazón! Aquel primer trabajo especial estuvo a punto de ser para mí el último. Salté al vacío, intenté retorcerme para darme la vuelta hacia mi destino, giré en redondo una y otra vez…
Es fácil hacerse una idea del negro espacio estrellado sobre nuestras cabezas. Después de todo es muy parecido a lo que se ve en la noche de un planeta cualquiera si se mira para arriba. Pero el hecho de dirigir la mirada a los pies de uno y no ver ningún suelo amigo, sino la nada y, allá lejos, las mismas estrellitas remotas que por el otro lado… ¡De mirar a un costado, a otro, arriba, abajo, delante, detrás, y no ver sino las estrellas fijas y hostiles, pues ni sol se advertía a la distancia de él a la que estábamos!
Me retorcí de nuevo, miré por todas partes y no vi a nadie, ni tampoco los restos navales, ni el deslizador, ni nada. Chillé, perdí la chaveta y alzando la pistola reactora, me líe a tiros con las estrellas, buscando ir a no sabía dónde, y no logrando sino convertirme en una especie de meteoro loco ajeno a todo destino y control.
Allí hubiera acabado mi historia de no ser por mi amigo Héktor, que llegado al conjunto de planchas de metal desgarrado que eran nuestro objetivo, me vio pasar como una centella, dando tumbos y volteretas, y tuvo el valor y el gesto de amistad de, antes de perderme de vista, lanzarse tras mí utilizando su propia pistola con más cordura que yo. Yo tales vueltas y giros daba que ya no veía estrellas, sino líneas de fuego en todas direcciones, y después ya no vi nada, pues mi estómago volvió a las viejas andadas y cegó el material transparente del casco. Sentí que me cogían por una pierna y pensé si no sería el radamente en persona, por lo que di un tirón y casi escapo a la mano de quien quería salvarme. Pero Héktor logró mantener la agarradura y, abrazándome luego, me guio y se guio de vuelta a las planchas flotantes, donde algunos camaradas nos acogieron en sus brazos muy a tiempo.
Me llevaron de nuevo a la base transtornado y pidiendo lastimeramente que me devolvieran al planeta Sifán o a cualquier otro donde tuviera un suelo firme bajo los pies. Mas no logré conmover con mi desdicha al feroz mayor Luvieni, que me amenazó duramente y aun recriminó a mi salvador el haber abandonado sin permiso el lugar de trabajo para ir a por mí. Respondió reposadamente Héktor que, conociendo el precio elevado de la escafandra de vacío, había querido evitar su pérdida, con lo que se libró del apuro. No así yo que, no bien repuesto en algo, me encontré frente al mayor, quien me abofeteó una y otra vez, insultándome soezmente y abominando de la experiencia espacial que había mencionado al ser reclutado. Tras el vapuleo consolóme diciéndome que había tenido suerte de no haber perdido el soldador que llevaba pues, de haberlo hecho, hubiera ordenado a sus guardias que me despellejasen a varazos. En realidad ni me había acordado del condenado chisme, que por instinto había mantenido durante toda mi aventura tan apretado contra mí que hicieron falta dos hombres para arrancármelo de la mano. Cuento todo esto para que quien lo lea se haga cargo de la aberración moral de Luvieni, que parecía dar más importancia a un simple aparato mecánico que a mi propia y valiosa vida.
En días sucesivos continuaron los trabajos, saliendo nosotros en grupos de diez, a bordo de deslizadores, para cortar y transportar los materiales que se nos indicaba, todo a costa de mil sudores y espantos. Por algún tiempo llegué a pensar que el verdadero Averno no debía hallarse bajo tierra, donde tozudamente lo colocan casi todas las religiones, sino en aquel espacio estrellado infinito, donde la menor imprudencia o el más mínimo descuido llevan inevitablemente a la muerte, por añadidura nada dulce.
Quizá un equipo entrenado hubiera podido acostumbrarse a la tarea, pero nosotros éramos novatos, y la sola vista del espacio a nuestro alrededor nos hacía sudar de pánico. Igualmente sentíamos pavor hacia el maldito Luvieni y los suyos, que descargaban feroces castigos por los motivos más insignificantes. Les vi en una ocasión varear tan sañudamente a un pobre muchacho por haber éste perdido su soldador, que le dejaron baldado y hubo de ser repatriado en la primera nave de transporte, no sabiendose si moriría luego de las heridas. Y nada era más fácil que perder las herramientas, pues el menor empujón o descuido podía lanzarlas al espacio, en lenta pero inexorable trayectoria que muy pronto hacía que se perdieran de vista.
No fue aquel desdichado nuestra única baja: en poco tiempo perecieron tres esclavos por falta de aire y otros dos perdidos en el espacio. De los primeros, dos murieron al romperse su traje, a la vez de asfixia y de frío, uno al chocar con el borde agudo de un resto metálico de los que pescábamos y otro al perforarlo con su propio soplete. El tercero, que olvidó comprobar sus botellas de oxígeno, se hubiera podido salvar, pero nuestro mayor prohibió que uno de nosotros volase al lugar en que estaba llevando una botella de reserva, y así pereció el infeliz. También culpo a Luvieni, aunque indirectamente, de la muerte de otro camarada, ya que tal era el pánico a perder las herramientas que, enviada la suya al espacio por un movimiento brusco, el hombre se lanzó en su pos, desapareciendo para siempre. El quinto difunto lo fue al despistarse en un corto vuelo, sin más culpa que la del hado que le llevó allí. Tampoco pudo encontrarse nunca su cuerpo, que viaja sin duda eternamente entre los astros.
Yo mismo estuve a punto de perder la vida tras aquel suceso, pues en el transcurso de otro vuelo, de pronto perdí de vista deslizador y objetivo, encontrándome de nuevo sólo en el espacio, girando lentamente. Miré hacia arriba y ¡oh espanto!, vi el trozo de nave al que me dirigía, como un techo curvo del que colgaban mis compañeros, cabeza abajo y haciéndome señas. La tal visión a punto estuvo de desconcertarme y perderme, pero por fortuna me rehíce y, al notar que giraba lentamente, esperé a tener aquel pecio bajo mis pies, en cuyo momento disparé un pistoletazo hacia arriba y me impulsé así hacia él. No pensé que el giro continuaba, por lo que en vez de aterrizar sobre mis zapatos, caí de panza entre mis camaradas, no rebotando por sujetarme ellos. Al menos salvé la vida.
Con todos esos sucesos, nuestros nervios estaban deshechos. Por la noche, es decir en el período de descanso, que noche allí era siempre; en las cabinas donde dormíamos apiñados estallaban gritos y alaridos, pues todos nos veíamos, en pesadilla, cayendo por el espacio para siempre. Despertábamos sobresaltados en ocasiones, sin saber donde nos encontrábamos, horrorizados de estar sin escafandra en lo que creíamos espacio cósmico, y muchas veces perturbábamos el sueño de los compañeros, restándole el descanso que tan necesario era a todos para preparar la labor siguiente.
Afortunadamente, quizá debido al mismo peligro, la amistad y camaradería eran allí mucho mayores que en las selvas sifanianas, y de ello tenía parte de mérito mi amigo Héktor Vaser, que con todos se llevaba bien y a quien hasta Luvieni y sus matones parecían respetar. No se portaban mal con nosotros los técnicos, con quienes compartíamos los peligros del espacio, y algunos de ellos incluso condescencían a hablar sobre los resultados de nuestra común labor.
Que no eran demasiado animadores, dado que las naves estelares de la era imperial se habían de tal modo machacado unas a otras que poco quedaba aprovechable de ellas. Nos dijeron los técnicos que acaso el mismo metal (ellos decían aleación) de que estaban hechas pudiera proporcionar algún adelanto a la industria sifaniana. Pero nada hallábamos en lo referente a armas o maquinarias revolucionarias. En vano recogíamos penosamente todo lo que oliera a artefacto mecánico, pues todo estaba destrozado de forma irremediable. En cierta ocasión hallamos un cuerpo en un traje espacial destrozado, de expresión espantosa como si hubiera continuado gritando a la muerte durante los siglos que errara por el vacío. Uno de los guardias espaciales, riendo, le impulsó de nuevo al cosmos para que continuara su interrumpido viaje.
Quizá hubiéramos acabado todos así de no ocurrir un acontecimiento que vino a variar toda la situación. Advertimos un día una gran algarabía entre los técnicos, y no tardamos en enterarnos por los más amables de entre ellos de lo que ocurría.
—¡Naves! —nos dijo excitado uno de ellos—. ¡Naves espaciales del Imperio enteras! Acaban de avistarlas acercándose a nosotros.
La noticia no dejó de causarme cierto sobresalto.
—¿Naves imperiales? —pregunté—. ¿Quieres decir naves del Imperio funcionando?
—¡Oh, no! —el técnico rechazó la idea con un gesto—. Son pecios, restos de naufragio. Pero están casi intactas. Sin duda fueron lanzadas a una órbita cometaria muy excéntrica en los tiempos de la batalla, y ahora vuelven a nosotros.
Todo aquello de órbitas cometarias me sonaba a thorbod[1], por lo que rogué al técnico que me explicara por qué las naves, habiendo siendo inutilizadas en la batalla, no habían permanecido en el campo de la misma hasta nuestra llegada.
El técnico dudó un poco, pero luego prevaleció su buen natural, y se dispuso a educar mi ignorancia.
—Sabrás que los planetas dan vueltas alrededor del sol ¿no? —me preguntó con desconfianza.
Le aseguré que había oído rumores sobre el particular.
—Bien. Pero en realidad no describen circunferencias como ésta —y su mano derecha describió en el aire un redondel perfecto— sino más bien elipses, así —y ahora su mano trazó algo como un huevo.
—Bueno —acepté.
—Pero también hay otros cuerpos, los cometas, que describen órbitas más excéntricas en torno al sol, una cosa así —y la mano indicadora trazó otra figura aovada, pero ésta mucho más alargada—. Los cometas pueden acercarse al sol una vez cada cien años… o cada mil. Pues bien, si una nave queda inutilizada, según la posición y el impulso que lleve, puede describir una órbita normal, de planeta, y también una órbita cometaria. Parece ser que esas naves que ahora nos llegan fueron lanzadas en su día en una elipse de esa clase, muy alargada. Quizá han pasado por este mismo lugar decenas de veces, sin que nadie las descubriera.
Con lo que quedé más o menos enterado de lo que ocurría, y pude más tarde ilustrar a mis compañeros acerca de elipses cometarias y naves vagabundas. El interés de todos creció cuando se nos anunció que iríamos a trabajar en los buques recién descubiertos. Poco después nos apiñábamos todos en una nave de transporte y volábamos rumbo al nuevo destino.
Por lo que entonces y luego me enteré, el descubrimiento de las naves había causado a los sifanianos un inicial susto aún mayor que el mío. De súbito una de las naves de guerra que vigilaba en la zona había captado en los detectores algo enorme que se dirigía, al parecer premeditadamente hacia el antiguo campo de batalla. Cundió la confusión y temióse que alguna raza desconocida marchara hacia el sistema con el propósito de civilizar a los planetas que lo componían.
Los informes de las patrulleras enviadas de reconocimiento fueron al mismo tiempo tranquilizadores y confusos. Comprobóse que el objeto era artificial y enorme, pero también que avanzaba por inercia, sin rastro de vida en su interior. Causaron extrañeza sus raras formas, y llegó a pensarse en un colosal supernavío extraño a la humanidad, llegado quizá de otra galaxia. Pero un examen posterior resolvió el enigma al revelar que se trataba no de una, sino de dos naves, ambas de proporciones gigantescas y acopladas cual si estuvieran haciendo el amor.
Cuando los tristes esclavos del 2032 Batallón de Trabajo fuimos llamados, ya se estaba procediendo al frenado de las naves, e incluso se habían identificado las mismas. ¡Oh, maravilla de las maravillas! A los militares sifanianos se les hizo la boca agua al enterarse de que la mayor de ellas era nada menos que el legendario superacorazado Señor de la Guerra, la mayor nave de combate construida por el Imperio, y cuya fama había llegado hasta nuestros días. ¡Qué armas, qué artefactos, qué motores no se hallarían a su bordo! En cuanto al otro navío, no tan famoso, era un crucero de combate nominado Invencible que, pese a su relativamente menor tamaño, abría también gloriosos horizontes de futuras correrías galácticas y planetas rentablemente civilizados. Sin duda aquel día se bailó la jiga en los Estados Mayores de los ejércitos de Sifán.
También para nosotros fue buena fecha la del suceso, aunque al principio no lo comprendimos bien. Por el contrario, cuando nuestra nave se aproximó al flanco del Señor de la Guerra todos nos sentimos sobrecogidos y aun asustados ante aquel coloso, titán de los cielos y terror de los espacios, gloria y epítome de la desaparecida Armada Imperial que un día dominara el Universo. Parecíanos nuestra nave una mosca rondando el lomo de una ballena, y temíamos no se desperezase el gigante y pulverizara el insecto atrevido, junto con los que en él navegábamos.
Mas permaneció tranquilo el leviatán, y pronto hubo de sufrir el asalto de los pigmeos, que penetraron en él por las heridas que la artillería enemiga le produjera. Revoloteaban aquí y allá los técnicos, como niños en una pastelería, gritándose unos a otros los descubrimientos. Nosotros, los trabajadores serviles, les seguíamos, más silenciosos, pero también contentos. Porque en los pasillos de la gran nave parecíamos estar en un planeta sólido, y aunque la gravedad se mantuviera a cero y fueran precisos los trajes del espacio, había desaparecido la pesadilla espacial, y nuestros vuelos y brincos tenían paredes que los limitaran. Trabajábase, pues, con alegría.
Incluso los últimos inconvenientes que he mencionado acabaron por desaparecer, ya que pronto se introdujeron placas de gravedad y, cerradas y soldadas las heridas del casco, insuflóse dentro aire respirable y aun se trajeron muchos de esos jardines que llaman hidropónicos, con lo que acabamos por andar y respirar como si en nuestra casa estuviéramos. Llegaron militares, científicos, expertos, y hasta algunos robotes, acelerándose las reparaciones hasta dar a las naves un cierto aire de normalidad.
Era de preguntarse, y yo lo hice, por qué no se trasladaban ambos navíos a un cómodo astillero espacial de los que Sifán poseía, o al menos a una distancia más cómoda del planeta madre. La respuesta me la dio Héktor Vaser.
—Amigo Gabriel, algunas veces pareces poco inteligente —me dijo, riendo—. A Sifán no le interesa que nadie sepa lo que se está cociendo aquí. Si las estrellas vecinas se enteraran de que tienen dos naves de guerra imperiales casi intactas, y que las están reparando e investigando, reunirían todo lo que tuvieran capaz de volar y lo lanzarían contra Sifán antes de que la cosa fuera demasiado lejos.
—¿Quieres decir que nadie sabe que estamos aquí? —pregunté.
—¿Y quién va a saberlo? Las naves interplanetarias no salen del sistema y las estelares saltan al hiperespacio en lugares alejados de esta zona. El espacio real entre las estrellas es tierra incógnita para todos, aun estando tan cerca de un sistema como esta zona…
Aquello no me gustó nada. Estaba muy bien lo del hiperespacio y la tierra incógnita, pero por experiencia sabía yo que secreto mal guardado es el que mucha gente conoce, y temí que cualquier día no nos viniera encima una flota de guerra lanzando píldoras, sin que me apeteciera la idea de morir defendiendo más o menos un planeta del cual sólo vergajazos había recibido hasta el momento, Finalmente opté en confiar, deseando que el secreto quedara tan bien guardado como se proponían los jerifaltes sifanianos.
Adelantaba el trabajo entretanto. Daba gusto manejar sopletes, soldadores, cortadores y demás sin preocuparse de que al menor descuido abandonaran nuestras manos para emprender por su cuenta la conquista de la Galaxia. Con las dichas, y ahora dóciles herramientas desmontamos algunos de los monstruosos cañones, y abrimos para los técnicos los arcanos del puente de mando, descubriendo los complicados mecanismos que hacían marchar el gran acorazado, lo comunicaban con otras naves y lo protegían por medio de invisibles pantallas de fuerza.
Más desagradable era la tarea de evacuar los cadáveres. Los había en todas partes, en las cámaras, en los pasillos y en las galerías artilleras, Unos estaban ataviados con trajes del espacio, en tanto que otros vestían los llamativos uniformes azules con capa roja que habían sido del Imperio Galáctico. Parecíanse todos en la catadura, pues no había sido el fuego ni la exposición al vacío lo que les obligara a pasar el Estigia. Algún infernal tipo de arma desconocida les había alcanzado a todos, convirtiendo sus cuerpos y sus rostros en una semiemulsión que les hacía espantosos a la vista. Una vez golpeados de tal forma, ni siquiera se descomponían, por más que estuvieran expuestos al nuevo aire que habíamos llevado a bordo. Limpiamos, pues, de ellos tan sólo las secciones de la nave en las que nos movíamos, dejando a los situados en otras partes del inmenso buque que esperaran unos días tras haberlo hecho durante siglos.
Sobre los trágicos sucesos que habían originado tal matanza, así como de la curiosa posición de los dos navíos, se habían hecho mil conjeturas. La mayormente aceptada era la de haber sido atacado por sorpresa el gran acorazado por el crucero de batalla, siendo acribillado y puesto fuera de combate junto con la mayoría de sus ocupantes (las dos naves ostentaban el brillante sol del Imperio en sus cascos, pero en aquella época anárquica ello no significa nada). Habrían entonces los del Invencible abordado al vencido rival, nadie sabe con qué propósitos, y en plena faena ambas habían sido alcanzadas por un tercer ladrón con aquella arma desconocida que emulsionara a los vivos y a los muertos. La batalla habría luego dado buena cuenta del agresor; y los abrazados navíos, olvidados por los combatientes, emprenderían en amor y compañía, aquella elipse de que el técnico me hablara. Decían otros que crucero y acorazado podían haber sido del mismo bando, y el primero intentado salvar al segundo antes de ser alcanzados por el emulsionador. Creo que tan sólo el divino Janus, que a la vez contempla el futuro y el pasado, podría sacarnos de dudas sobre lo sucedido hacía tanto tiempo.
En un principio los sifanianos habían pensado ilusionadamente poner en funcionamiento el gigantesco Señor de la Guerra, pero pronto se vieron defraudados en su propósito. Un impacto enemigo había destruido totalmente el bloque de las máquinas, y algunos otros chupinazos certeros del Invencible o de quien fuera habían también causado un irreparable desastre en casi todas las instalaciones. El titán estelar no navegaría ya más por el espacio y únicamente debían quedarle como consuelo los recuerdos de sus tiempos de gloria.
Asunto distinto era el del crucero de batalla. Además de la desagradable arma de emulsión, había sido alcanzado éste por otros disparos, y sólo algunos pocos compartimentos estancos quedaban con el viejo aire de hace siglos. Pero las máquinas, los equipos y la mayoría del armamento habían quedado prácticamente intactos, y su total puesta a punto entraba en el campo de lo posible. Aunque menor que el acorazado, no dejaba de ser una nave potentísima, muy superior a todo lo que se conocía en aquel sector de la Galaxia, y si Sifán lograra repararlo, sin duda se enseñoraría de toda estrella cercana que le apeteciera.
Así pues, si el principal esfuerzo habíase dedicado primeramente al acorazado, pasó después al mucho más entero Invencible, quedando aquél reducido a la condición de buque cuartel y base de operaciones.
En realidad todo eso a mí no me importaba demasiado; tan sólo me afectaba como cambio de puesto de trabajo. Pero debo mencionarlo, insistiendo en el hecho de no haberse completado la total exploración del Señor de la Guerra a causa de concentrarse el trabajo en el crucero. Ello habría de traer, para mí y para otros, grandes consecuencias.
Un día sucedió a otro, dentro del mecánico turno de sueño-vela oficial en nuestro batallón. Soldamos, empalmamos, reparamos y, finalmente, limpiamos. Vimos a las comisiones de técnicos resolver los secretos de los ordenadores que guiaban la nave de guerra. Vimos a los especialistas militares poner a punto los grandes cañones radiantes y el armamento secundario, tanto defensivo como ofensivo. Asistimos a la llegada de diez cosmonautas de élite, que en el acto iniciaron la tarea de estudiar el puente de mando y los instrumentos de dirección. Estuvimos igualmente presentes cuando se logró poner en marcha el generador principal, que según me dijeron quemaba cualquier cosa que se le echara, transformándola en energía, tras de lo cual el crucero comenzó a funcionar con su propia fuerza.
Comprendí, o al menos se me hizo comprender, que el día del estreno se acercaba cuando una nave transbordó al resucitado todo un cargamento de jerifaltes y personalidades, indicando que el período de secreto se había acabado y que las potencias extranjeras no tendrían ya nada que hacer aun en el caso de que se percataran de lo que ocurría. Dióse descanso, comida en especial sabrosa y vales para el bar de a bordo, amén de numerosos discursos y alocuciones loando el humilde papel desempeñado por nosotros en bien de la gloriosa patria sifaniana en particular y de la civilización galáctica en general.
Fue precisamente esta afluencia de gentes importantes y acaudaladas lo que me dio una idea que habría de cambiar luego de forma radical mi propia vida y la de otros muchos, aunque en aquel momento no fuera aquella mi intención. Sencillamente pensé que aquellos recién venidos acaso pudieran proporcionarme algún dinero.
Me propuse, por tanto, hacer acopio de todo aquello que pudiera tomarse como recuerdo de los pasados tiempos imperiales, y venderse así a los que habían acudido para celebrar la resurrección del gran crucero. Pero, para estar seguro del éxito debía esperar al último momento, cuando ya regresaban a sus planetarios lares. Hice una buena cosecha por camarotes y cabinas, arrebañando insignias militares, dagas labradas con la marca de la Marina Imperial y toda baratija que estimé adecuada, y luego me dispuse a esconder mi botín donde nadie sino yo pudiera hallarlo hasta el momento elegido y así me interné lejos de los espacios explorados del acorazado.
Aquellos pasillos solitarios no eran, desde luego, muy aptos para tranquilizar un alma tan poco intrépida cual la mía, y no pude evitar, mientras los recorría con mi cargamento, lanzar alguna que otra mirada inquieta por los rincones, y para colmo, pronto empecé a encontrar aquí y allá algunos cuerpos de desdichados marinos imperiales, con la atroz catadura que el arma emulsionadora les dejara, lo que puedo asegurar que no contribuyó nada a consolarme.
Dispuesto a terminar mi tarea, elegí como escondrijo una cámara cuya puerta se abría a un vestíbulo lleno de extraños instrumentos. Una docena de espantosos cadáveres montaban allí guardia, y su presencia me pareció una salvaguardia adicional. De modo que afirmé mi cargamento de baratija entre mis brazos, enfilé hacia la puerta de la cabina y di el primer paso hacia ella.
Uno de los cadáveres se agitó entonces con violencia, produjo un atemorizador gruñido y púsose en pie, agitando ciegamente los brazos en mi dirección.
Excusado es decir con qué serenidad y presencia de ánimo acepté aquella visión. Lancé un grito, propulsé hacia el techo toda la baratijería que portaba y me di media vuelta pensando en poner entre mi persona y aquella estantigua resucitada toda la longitud del acorazado, y más que pudiera. Pero en el último momento me detuve al oír, mezclada con el trueno de mi botín al granizar en el suelo, una conocida risita que, aun siendo odiosa, no podía proceder de espectro, lemur o zombie alguno.
Dime la vuelta de nuevo y pude comprobar, como sospechaba, que el difunto no era tal, sino mi muy querido amigo y compañero de fatigas, Barnabás Holly, hombre atravesado como pocos, que habíase vestido con la ropa de algún desdichado muerto para darme la broma y que ahora reíase a carcajadas, el animal, gozando con mi susto.
Como puede suponerse, pasado éste, traté al bromista con todos los nombres que se me ocurrieron, pero ya que aquello no parecía sino aumentar su regocijo, acabé por dominar el sofoco, tranquilizarme, y aun reír algo con él, si no sinceramente, espero que de un modo convincente.
Resultó que, como nada hay nuevo bajo los soles, la misma idea que yo tuve, antes la había maquinado Barnabás Holly, e incluso coincidió en la zona en que debería ocultar el futuro objeto de su comercio. Viéndome llegar, optó por vengar su exclusividad perdida con un buen susto. Y ciertamente acertó puesto que a punto estuvo de dejarme tan verdadero fiambre como él lo era falso.
Quedamos al fin más o menos amigos, e incluso acordamos asociarnos en la empresa que por separado habíamos ideado. Le reproché, no obstante, el haber desnudado a un infeliz cadáver merecedor de más respeto, con el sólo objeto de embromarme.
—¡No! —negó entonces él—. Nunca me hubiera atrevido a hacer una cosa así. Este uniforme proviene de un depósito que he encontrado, y donde aún quedan muchos más, en perfecto estado. ¡Ven conmigo y verás!
Le seguí por unas galerías que dijo haber explorado en sus correrías, y llegamos ante una gran puerta, a medio abrir, ante la cual habían caído para no levantarse varios de los infortunados guerreros del pasado.
—Tenemos a nuestra disposición uniformes de almirante, de general… ¡de Príncipe del Imperio! —se entusiasmó mi compañero—. Si pudiéramos llevárnoslos allá abajo, a Sifán, daríamos el golpe en las calles, y las chicas se morirían por nuestros pedazos.
Asentí, con algo de pesimismo, pues era evidente que en cuanto se descubriera el guardarropa, otros se llevarían aquellos uniformes que no nosotros. No obstante, cuando pasamos aquella puerta, me maravillé ante las colecciones de entorchados, galones y cintajos que se presentaron ante nuestros ojos. Pasamos revista a aquellas bélicas vestiduras imperiales y finalmente cedimos a la tentación de probarnos algunas, sintiéndonos por unos momentos líderes de ejércitos, guiadores de flotas y conquistadores de mundos, cada uno con una cohorte de comandantes Luvieni bajo nuestras órdenes.
En una de estas andanzas nos apartamos un tanto de la exposición de uniformes, y nos vimos entonces desagradablemente sorprendidos por la presencia de tres cadáveres más, caídos por tierra en la misma postura en que quedaran siglos hacía. Comprobamos al mismo tiempo, no sin asombro, que la sala en que estábamos era mucho mayor de lo que creíamos, inmensa en realidad, más bien bodega de carga que simple cámara para exponer piezas de sastrería. Estaban los tres difuntos junto a una enorme caja de hierro de altura mayor que la de un hombre, con puerta lateral ligeramente entreabierta. Otras cajas similares se alineaban tras ella, al parecer, hasta el infinito.
Aquel trío de macabeos nos había aguado la fiesta, por lo que, sin ponernos oralmente de acuerdo, empezamos a quitamos nuestros disfraces para dejarlos en el sitio de donde los cogiéramos. Fue entonces cuando vi en el suelo algo redondo que brillaba y que por ello atrajo mi atención y mi mano.
¡Minerva Atenea me valga! La cosa era una moneda dorada, con una conocida cabeza grabada sobre ella. Le di vuelta y, por si alguna duda quedara, allí estaba la Espiral Galáctica.
—¡Pero… que me cuelguen! —estalló a mi lado Barnabás Holly—. ¡Eso es una Corona Imperial!
Asentí, como hipnotizado. Nunca antes lo había visto, pero había oído sobre él lo bastante para saber que en mis manos tenía el auricalco, el metal artificial del Imperio cuyo secreto se había perdido. Aquella moneda era una corona imperial, la única divisa admitida en toda la Galaxia, orgullo de sus posesores y envidia de quienes no lo eran.
Una corona imperial equivalía a mil soles imperiales y por cada uno de éstos se pagarían con facilidad en Sifán cincuenta o aun sesenta créditos.
—¡A medias! —se relamió Barnabás—. ¡Vamos a medias!
Estuve de acuerdo, mientras pensaba en otra cosa.
—¡Escucha! Se debe haber caído de uno de estos uniformes, y puede…
—¡Puede que haya más! —completó Barnabás. Buscamos en todos los uniformes, bolsillo por bolsillo.
No había ninguna otra moneda.
—¿Y ahí? —me dijo mi compinche, señalando a la caja de hierro—. ¿Qué habrá ahí? ¿Más uniformes?
Pasando sobre nuestros tres silenciosos acompañantes, que con el brillo del auricalco ya me impresionaban menos, me dirigí a la caja y abrí la puerta.
Durante unos instantes el tiempo se inmovilizó. No, allí dentro no había ningún uniforme. En absoluto.
Tras lo que me pareció un siglo logré mover la cabeza para mirar a Barnabás. Él también me devolvió la mirada.
Luego, ambos desviamos la vista hacia la caja y su contenido. Después clavamos los ojos en la interminable hilera de cajas idénticas a la primera, que se perdían en la oscuridad. De nuevo nos miramos uno al otro.
Cerré la puerta de la caja con mucho cuidado y los dos salimos de la gran bodega. Nos apoyamos en la pared de acero.
Él fue quien primero recuperó el aliento.
—¡Madre mía! —exclamó—. ¿Y ahora qué hacemos?
No contesté, porque no se me ocurría ninguna respuesta. Aquella enorme caja estaba llena a rebosar de monedas doradas. Coronas del viejo Imperio, cada una con el valor de mil soles, por valor de cincuenta o quizá sesenta créditos de Sifán. Había miles de ellas.
Y muy posiblemente el resto de las cajas, de la vasta hilera de cajas de hierro presentes en la bodega, tenían el mismo contenido.