Capítulo V

De cómo hube de conocer los rigores de la servidumbre colonial hasta que la bienaventurada Atenea hizo que saliera de nuevo al espacio.

¡Oh, mísero, infeliz de mí! ¿Qué pecados cometí en contra de los dioses, para que de tal forma me castigaran?

Pues la esclavitud que conocí, nada más llegado al continente oriental, y aun durante el viaje al mismo, poco tenía que ver con la que ahora parecíame suave servidumbre del buen Cliwood, y hasta añorar llegaba los varazos que antes me medían la espalda.

Vendido a las cuadrillas gubernamentales, y despedida de mí con afecto mi anterior ama, fui metido al instante en un sucio almacén abarrotado de gentes brutales, esclavas como yo, pero carentes de mi natural fineza y educación, las cuales hiciéronme pronto objeto de las más groseras y desagradables bromas, o lo que ellos entendían como tales.

Al día siguiente nos introdujeron a todos en un lento y destartalado barco, zarpando rumbo a tierras para mí ignoradas. Malo estaba el mar, y yo no fui el único que se mareó, no contribuyendo el fenómeno a aumentar la ya dudosa limpieza del navío.

De tal forma discurrió el viaje que cuando el barco atracó al fin en un pequeño puerto sentí un inmenso alivio, y aun llegué a pensar con optimismo que en aquellas salvajes tierras quizá pudiese mejorar de condición.

¡Qué equivocado estaba! Por ser salvaje, aquella tierra pedía trabajo, y éramos nosotros los destinados a proporcionarlo. Se trabajaba de sol a sol, construyendo carreteras, barracas y todo cuanto requiriera labor humana, bajo la custodia de bárbaros capataces carentes de toda compasión. Actuaban éstos, por añadidura, a comisión de la labor realizada por sus cuadrillas, así que cada rato de ocio del esclavo era una moneda que huía de la bolsa del capataz, con lo que es de suponer la bondad y comprensión de tales brutos hacia nuestros sudores y fatigas.

Deteníase a mediodía la labor para que consumiéramos, mal que bien, la alimentación sana y abundante que nos correspondía, y que un cerdo hubiera rechazado con indignación. Seguía luego el trajín durante toda la tarde, hasta que, al caer el sol y tras otro refrigerio de parecida exquisitez, nos llevaban a las barracas dormitorio.

Nada agradables eran éstas, pues dormíamos todos en duros jergones, materialmente unos encima de otros, oreados por insoportables hedores y atronados por los ronquidos que la parroquia emitía, y no solamente por la garganta. Añádase a ello que, por el calor, existía amplia ventilación en las barracas, lo que era aprovechado por la bicharraquería local para penetrar en plan de exploración, correteando a gusto y en ocasiones mordiendo o picando.

Nunca, ni en mi no demasiada venturosa infancia, habría pensado yo en dormir en dichas condiciones, con ratas cruzando sobre mi cuerpo y cara y con los ruidos y olores descritos. Mas tal era el cansancio con que a la barraca se llegaba, que apenas tocado el jergón caíamos todos en profundo sueño, saliendo de él únicamente al amanecer, cuando las dulces voces de nuestros capataces nos indicaban que el trabajo fecundo y ennoblecedor nos aguardaba. Debíase salir entonces con toda rapidez, pues el retardatario podía atraer sobre él cuanto menos un cubo de agua fría y cuanto más una lluvia de zurriagazos.

En una de las primeras noches sucedió una desgracia que a todos nos hubiera dejado sin sueño en las posteriores de no ser por el cansancio de que ya he hablado. Pues ocurrió que, mezclada con las ratas y otros bichos exploradores, penetró en mi barraca una gran araña de las que llamaban cangrejo y, quizá enfadada ante tanto roncador, propinó al más cercano tan venenoso mordisco que el infeliz pasó del reino de Morfeo al de Plutón en sólo el tiempo de alertarnos con un chillido. Despertó la concurrencia sobresaltada, encendió algunos fósforos y, en tanto unos vengaban al muerto, otros gritaban contra las condiciones en que vivíamos, y golpeaban ruidosamente las paredes. Acudieron luego los capataces, golpeando también, pero sobre nuestros lomos, para sofocar lo que creían motín.

Entendieron al fin nuestros mentores lo que sucedía, y mucho se dolieron de ello, ciertamente no por caridad, sino por haber costado dinero el siervo emponzoñado. En consecuencia cerraron todos los orificios de ventilación, por miedo a que fuera a entrar otro visitante de ocho pies, con lo que la barraca se trocó en horno. Finalmente, pensando ser mejor araña probable que sofocón cierto, quebramos las barreras nosotros mismos para que entrara el aire y todo bicho que lo deseara. No penetró, o al menos no mordió, ninguna nueva araña, y pienso que por ser esos bichos poco sufridos y no gustar del ambiente que en nuestro dormitorio reinaba.

Pero más desesperante que las arañas, los parásitos, la dura labor y los vergajazos recibidos, resultaba la total desesperanza sobre el futuro, el saber que a un día seguiría otro, y que sólo con la muerte cesaría nuestra condición de animales de carga. Y aún peor, que tal barbaridad fuera considerada como natural por todos aquellos que nos rodeaban.

No había que pensar en la fuga, pues de lograr burlar la vigilancia de los capataces de quienes éramos responsabilidad, tan sólo lograríamos perdernos en una selva pantanosa llena de animales salvajes que poco tardarían en dar buena cuenta de nosotros. Las tribus indígenas de la región dividíanse entre las que, de entregarnos en sus manos, nos devolverían al campamento para cobrar la recompensa en especie, y las que por el contrario nos conservarían para su comida. Y si por un milagro lográramos llegar a algún centro civilizado, en el acto retornaríamos bajo buena guardia a las zarpas de nuestros capataces. Que para un esclavo no hay en el mundo otro lugar que el que por mandato ajeno ocupa en cada momento.

Como fiel siervo, recordaba yo a menudo a mi ama Dunia, ya que allí no había más mujeres que las que nuestra imaginación creaba. El recuerdo de nuestras sesiones amatorias me desesperaba y complacía al mismo tiempo. Pensaba también a veces si acaso ella sabía algo del infierno al que me había arrojado, y gustaba de creer que no.

Pues en el otro continente se pensaba que los siervos llevaban una vida perezosa y apacible en las nuevas tierras orientales, y la propaganda destinada a lograr colonos libres para las mismas contribuía mucho a ello.

Había conservado, como único consuelo, la imagen de mi patrona Minerva Atenea, ya que no había despertado las apetencias de ningún capataz, o éstos respetaban a los dioses. Rogaba a veces desesperadamente para que la diosa me sacara del apuro, aunque no llegaba a pensar cómo podría hacerlo. Enfadábame en otras ocasiones con ella, meditando que me había llevado de acólito de templo a esclavo de ciudad, y de esta condición a la de esclavo de campaña, siempre de mejor a peor, no obstante mis continuos ruegos.

Luego pensaba si acaso el hecho de saquear el tesoro del Templo no me había acarreado tal castigo, y suplicaba perdón para mi falta, prometiendo enmienda. De un modo u otro, siempre tornaba a la oración, porque la esperanza es lo último que se pierde, y cuando no se puede basar en el mundo natural, se acude al sobrenatural para alimentarla.

Pero entre oración y oración, atendiendo al dicho de «a los dioses ruegues y con el mazo pegues», pugnaba yo también por mi cuenta para, si no solucionar, al menos suavizar los rigores de mi situación. Portábame dócilmente en todo y procuraba lograr la amistad de mis capataces, intentando mitigar el trabajo que sobre mis espaldas caía. No me valía allí mi condición de contable, pues nada había que contar sino los palos que repicaban en nuestras costillas, de modo que intenté meterme en la cocina, destino siempre deseable que engorda a quien lo logra al compás que enflaquece a quienes de él dependen. Presentéme como experto en sopas, licenciado en salsas y doctor en bazofias, ofreciendo hacer comestible el engrudo que a los esclavos daban, y sabroso el más sofisticado manjar que correspondía a los capataces. Puesto a prueba, bien salió ésta en lo que a la comida servil se refiere, que de tan mala que era nada de lo que le hiciera yo podía empeorarla, pero tuve la mala suerte de quemar el guiso de los del zurriago, amén de socarrar su carne y aguar su sopa, por lo que salí del hogar de la marmita más deprisa de lo que había entrado, y tuve suerte de salvarme de las iras de los frustrados comensales.

Algún tiempo después me puse en contacto con un despistado ingeniero encargado de la planificación del poblado-colonia que estábamos construyendo. Intereséme grandemente en su trabajo y de tal forma me gané su confianza que logré me encargara transportar sus instrumentos y ayudarle en su labor dentro de mis capacidades, todo ello sin perjuicio de mi habitual trabajo de bracero. Magnífico logro era esto, pues nada hay como tener dos trabajos para no realizar ninguno de ellos, excusándose el primero con el segundo y viceversa.

Procuraba o fingía ser llamado por el ingeniero nada más surgir algún trabajo penoso en mi cuadrilla, permanecía junto a aquél algún tiempo, entregado a ligeras tareas, y retardábame luego en volver a mi habitual laborar hasta tener la seguridad de haber acabado lo más grueso del mismo. Evidentemente empleaba el mayor tiempo posible en el traslado de un lugar a otro, llegando siempre tarde para el trabajo y a punto para el yantar.

Sin embargo no tardó en acabar el dicho planteamiento en catástrofe, como casi todo lo que en los últimos tiempos emprendía. Cierto día que había sido emparejado con un compañero de fatigas para entre los dos transportar y plantar los recios troncos de una empalizada, me excusé en el último momento con el cuento del ingeniero y le dejé viudo toda la mañana, luchando con los troncos, sudando a mares y renegando sin parar del trabajo de dos que él solo debía realizar.

No consideró aquel belitre que aquella dura labor más correspondía a un forzudo barbián como él que a un joven cultivado y gentil cuya mayor energía se hallaba en el cerebro y no en la musculatura. Así, cuando a la hora del rancho me vio venir fresco y descansado, las manos en los bolsillos y un melodioso silbido en los labios, aprovechó no haber capataz cercano para venirse a mí y emprenderla a golpes sin el menor aviso ni explicación, y no hubo de necesitar muchos de aquellos, pues al primero dio conmigo en tierra y, a diferencia de Anteo, el contacto con el suelo no me socorrió con nuevas fuerzas, antes bien me quitó las pocas que tenía, con lo que quedé a merced de aquel salvaje. Poca ayuda podía esperar de los restantes trabajadores serviles, que por el contrario jaleaban y animaban a mi ofensor.

Dióme éste varias patadas, tras de lo cual me levanté varias veces para otras tantas lanzarme a tierra de un puñetazo. En vano pretendía huirle, o clamaba socorro, deseando tanto la llegada de un capataz como en ocasiones anteriores la había temido. Sordo a mis gemidos y súplicas, el bárbaro aquél, que me parecía entonces semejante a un Alcides en fuerzas y saña, atajábame por todas partes y parecía decidido a dejarme baldado para el resto de mis días.

De tan triste sino salváronme al fin dos fornidos esclavos de otra cuadrilla quienes, tras reír al principio, como todos, mi desgracia, intervinieron mediada la tunda para tranquilizar a mi enemigo y rescatarme de sus uñas. Con grandes cuidados y muestras de simpatía me tomaron por los brazos, pues yo apenas podía mantenerme en pie, y me alejaron del campo de mis desdichas, apartándome tanto de las manos como de las vistas de aquellas falsos camaradas, con el pretexto de llevarme a que curaran mis contusiones. Tan sólo cuando llegamos tras unos arbustos comprendí con espanto que los dos fingidos samaritanos no tenían otro propósito que remediar con mi cuerpo la absoluta carencia de mujeres de que todos adolecíamos.

Chillé y me debatí cuanto pude, pero bien sujeto me tenían, y lo irremediable hubiera llegado a suceder de no aparecer en el último momento, parecidos a ángeles salvadores, una pareja de capataces. Habían éstos acudido atraídos por la noticia de la pelea y al buscarme luego, escucharon mis gritos y lamentaciones y me localizaron a tiempo de frustrar a mis asaltantes. Descargaron al instante fuerte tormenta de vergajazos sobre ambos bujarros, sin atender a si lo eran por necesidad o vocación, y luego me sacaron de entre sus zarpas, llevándome, ahora sí, a que me curaran las contusiones de la pelea.

Quisiera poder decir que mis compañeros me mostraron después de tal lance alguna simpatía o lástima, pero nada de esto ocurrió. Acosáronme por el contrario con toda clase de pullas y bromas groseras alusivas al episodio y no tuve sino que resignarme al hecho de que mi natural don de gentes no hacía efecto en las ánimas, si es que tenían, de aquellos brutos que mejor estarían comiendo en pesebre que gozando de consideración humana.

Medité asimismo que me convenía trabajar, bien que no a gusto, junto al resto de la cuadrilla y renunciar a martingalas para escurrir el bulto, pues muy bien pudiera suceder que alguien me rompiera los huesos. No hube de disculparme sin embargo con mi amigo el ingeniero, puesto que al día siguiente mi cuadrilla fue trasladada de lugar, y se nos confió la tarea de talar la selva, labor que no digo no deseara yo a mi peor enemigo, sino que para mí mismo jamás la querría, de haber tenido elección.

¡Ah, amigos de los tiempos futuros que tengáis conocimiento de mis desventuras! No escuchéis jamás a quienes claman por la conservación de la naturaleza virgen, presentándola como propia de paraísos perdidos. Denme a mí una buena ciudad de cemento vulgar y árido, con calles para pasear, cómodas viviendas donde morar y acogedoras tabernas en las que adorar al pródigo Baco Dionisos, y déjenme de selvas rumorosas y lujuriantes, quizá buenas para simios pero no para seres racionales. Pues os diré que aquella naturaleza virgen apestaba como jamás virgen alguna lo hiciera, si no es en período de regla, y rebosaba de pinchos, ortigas y alimañas de todo calibre y aspecto.

Marchaban contra la jungla docenas de enormes monstruos metálicos enarbolando palas, rastrillos, tenazas y toda clase de instrumentos cortantes, y allí reventaban los arbustos y caían los árboles que era bendición de los dioses. Pero luego llegaba la hora de que nosotros, los tristes siervos, avanzáramos sobre las huellas de los leviatanes para apartar los restos de la batalla, llenar los vagones de motor o tiro animal, limpiar el caído follaje y dejar listos aquellos troyanos campos para las apisonadoras que allanarían la futura carretera. Allí sudábamos y jadeábamos bajo el calor, nos destrozábamos las manos en rugosas cortezas y agudas espinas, y hundíamos pie y pierna en fétidos charcos de podredumbre.

Contábamos también con el aliciente de la multitud de habitantes del bosque que, súbitamente huérfanos de su amparo, salían a pedirnos razón y cuenta del desafuero. Tan pronto estallaba nube de insectos como corría escolopendra o saltaba arácnido, siempre con daño o susto para nosotros. A uno de mis compañeros, al echar a un lado un tronco caído se le vino encima un serpentón que por no ser venenoso no le envió en al acto a los dominios subterráneos, bien que dentro de sus medios hiciera todo lo posible por logrado. A mí personalmente, mientras intentaba hacer rodar otro de aquellos palillos, de un agujero en él salió de repente un gusano como una catedral, que se me quedó mirando fijamente, quizá calculando si yo era apropiado para su dieta. Tan sólo un segundo duró el careo, pues al siguiente puse pies en polvorosa, y de no topar con un capataz y con su vergajo, sin duda hubiera interpuesto la redondez del planeta entre mi persona y el objeto de mi pánico. Excusado es decir que tuve que volver mal de mi grado, con amenaza de palo, a la tarea que tan gratas sorpresas era capaz de proporcionar.

Al segundo día de tala tuvimos conocimiento de una novedad, quizá fruto de lo que me había sucedido con aquellos dos fallidos enamorados de mi persona. Sin duda alarmados por aquel caso y otros similares, y temiendo no se convirtiera aquella pestífera selva en jardín de Sodoma, acordaron nuestros patrones hacer venir a nosotros algunas mujeres de pago, a cuenta naturalmente del presupuesto general, ya que nosotros ni un centésimo teníamos para contentarlas.

Pero decepcionante fue el encuentro, pues aquellas ninfas por su edad bien podrían haber conocido los fastos y esplendores del difunto Imperio Galáctico, y si alguna había de buen ver, nunca demasiado, claro está que no pasaba del círculo de los capataces. Aprovechamos sin embargo, aquellos averiados platos, pues siempre cabeza pelada es peor que viejo gorro, pero aquellos favores no sirvieron sino para hacernos aún más penosa la idea de nuestra condición, y para recordarnos que para nosotros no había esperanza de redención en tanto el Universo subsistiera.

Habíamos terminado de desbrozar un largo tramo de carretera, y estábamos ahora ocupados en construir un nuevo poblado provisional a su término cuando se nos proporcionó o creyó proporcionar otra clase de consuelo, éste de índole espiritual. Llegaron al efecto unos raros curas todo de negro vestidos, luego supimos que de la religión en cierto modo oficial del planeta, y fuimos nosotros convocados para escuchar su palabra. Acudimos con gusto, no hay que decido, pues hora oyendo a cura más descansada es que hora desbaratando bosque, sea cual sea la religión o creencia de que se trate.

Habló el principal de los recién llegados, principiando por exaltar nuestra calidad de siervos, ya que, según él, cuanta más fatiga pasáramos en esta vida, mayormente felices habríamos de ser en otra eterna que principiaría tras de nuestro fallecimiento. Tanto insistió sobre el particular que llegué a preguntarme cómo él mismo y sus secuaces no abandonaban su condición para hacerse esclavos y acompañarnos en el desbrozamiento de la selva, comprando gloria futura con infortunio presente. Antes bien, por su barriga y aspecto general notábase que otra cosa comían que no la bazofia sana y abundante con que a nosotros nos obsequiaban, y que sus espaldas poco habíanse curvado sobre el tajo, ahorrándose vergajazos en este mundo aun a riesgo de disminuir la dicha en el siguiente.

Pero seguía hablando el preste, y sus palabras tenían ahora gran interés para nosotros. Diciéndose conocedor de que en gran parte éramos ignorantes en el aspecto religioso, hacía propaganda de su fe mencionando que uno de cada siete días, por considerarse santo, estaba vedado al trabajo, debiendo dedicarse a diversas ceremonias religiosas y, en nuestro caso, a la necesaria instrucción catecuménica. Eso, claro ésta, siempre que renunciáramos a nuestras falsas creencias y supersticiones y aceptáramos abrazar la verdadera fe.

Algo continuó diciendo el buen cura, pero nosotros ya habíamos oído lo suficiente. Sin duda hubiéramos preferido alguna otra religión que aparte del día señalado, santificara igual los otros seis, más a falta de ello, aceptamos todos la dicha ofrecida, y alegremente apostatamos de nuestras anteriores creencias, quienes las tenían, para ponernos a disposición de quienes ahora nos predicaban. Jamás misionero alguno obtuvo tal éxito de conversiones, que en verdad milagroso parecía que con un solo sermón se pusiera tanta tropa en camino de la eterna salvación.

Menos entusiasmados estaban los capataces, que ya dije que llevaban comisión sobre nuestros sudores, y un día de descanso representaba por tanto un atentado a sus bolsillos. Pero las consignas venían en esta ocasión de muy arriba, si no del cielo mismo, sí del gobierno planetario de Sifán aquejado de un pasajero arrimo a su religión. Por tanto no podían hacer sino poner buena cara al mal tiempo, en evitación de males quizá peores.

Y ahora he de relatar un hecho vergonzoso, del que nunca me doleré bastante. Quisiera ocultado, apartándolo de la curiosidad de quien por mi vida se interese, pero en verdad que no puedo, en aras de la honradez, falsear mis memorias en este caso sin que llegara a dudarse de la veracidad del resto. Pues fue que, llegados todos en alegre algarabía a nuestro campamento, sabiendo no poder ocultar nada a los ojos de posibles chivatos, hice realidad mi apostasía y cogiendo a mi antes adorada Atenea, fiel compañera de tanto daño y fatiga, corrí con ella en alto, dando gritos en favor de la nueva religión, y la arrojé a un cercano estanque sucio de barro y juncos, viéndola hundirse y desaparecer bajo las impuras aguas. ¡Oh, repulsiva naturaleza humana, que de tal forma sacrifica la tranquilidad de la conciencia al beneficio de la carne! Y de ese modo me separé de aquella a la que por tanto tiempo había rogado, y a la que transportara a través de males y peligros de toda índole.

Debo decir, extremando mi miseria, que no me arrepentí de lo hecho en las primeras semanas que siguieron. Porque el día de asueto era bendición para nuestros agotados cuerpos, fuera del bien que nuestras almas pudieran atesorar. Asistíamos de mañana a las complicadas ceremonias oficiadas por nuestros religiosos, tras de lo cual dábannos ellos de comer en cuantía y calidad antes jamás soñadas, de manera que tan sólo por esto ya podía darse por provechosa la conversión. Por la tarde se nos instruía en la nueva fe, aprovechando alguno para, en las últimas filas de la audiencia, echar un buen sueño y aun organizar una clandestina partida de cartas.

¡No así yo, desde luego! Como siempre acostumbro a hacer, permanecía siempre en primera fila, bebiendo materialmente las palabras del predicador, dando siempre señal de mi atención y fervor ante sus ojos, e instruyéndome en todo cuanto decía. Pues he de confesar que tenía yo mis propios planes que no se detenían en el descanso semanal y el buen yantar.

Aprendí que, para nuestros nuevos mentores religiosos, tan sólo un dios había, en vez de la multitud de ellos que en otras religiones se prodigaban. Existía también, sin embargo, para que la vida no fuera demasiado aburrida, un cierto sujeto denominado Demón que procuraba oponerse al Ser Supremo, hurtándole las sombras de los difuntos para llevarlas a sus dominios, donde luego se divertiría en atormentarlas. Así pues el dicho individuo, que solía presentarse de fea catadura, instigaba a los humanos a portarse mal a fin de que, tras morir, fueran rechazadas sus ánimas por la divinidad, y pudiera él mismo hacer acopio de ellas.

Buenas eran las normas morales de la mentada religión, si bien que algo duras en lo que al aspecto citereo se refiere, de modo que costaba comprender cómo considerábase oficial en un estado que en tan lamentable condiciones nos tenía. Pero es bien sabida la distancia entre lo dicho y lo hecho, lo que se reza y lo que se actúa, lo que sabiamente se legisla y lo que prosaicamente se ejecuta. De cualquier modo, aquello no era de mi incumbencia.

En los días sucesivos, no hubo catecúmeno más atento a los sermones, orante más dócil en los rezos ni acólito más dispuesto en las ceremonias que quien estos hechos relata. Aprendía con afán la nueva creencia tal como en Garal hiciera con la vieja, interesábame en sus problemas y ejercía el arte de hacer preguntas que dieran ocasión de lucirse al respondedor, por lo que pronto fui favorito de aquella clerecía. Llegué de tal forma con provecho a las proximidades de nuestra iniciación, que habría de realizarse mediante cierta aspersión de aguas.

Elegí estos días para iniciar mi plan, que pensaba habría de sacarme de mi triste situación. Así pues, busqué un aparte con el más gordo de los curas, llamado Gastán, que habíase mostrado muy amistoso hacia mí durante todo el período de instrucción.

Mostréme grandemente satisfecho de haber tenido ocasión de acercarme a la verdadera luz y le di las gracias por su intervención en tal sentido. Mas luego manifesté mi inquietud por el inmenso número de infieles que aún existía en nuestro mundo, por no hablar de otros de la Galaxia, fácil presa para las artimañas del astado y malintencionado Demón.

—Creo firmemente, padre Gastán —manifesté, como quien expresa por primera vez un pensamiento oculto— que no puede considerarse salvado quien a su vez no se preocupa por salvar a los demás. Desearía por ello que me ayudarais para, nada más ceremoniado, entrar en un seminario de la verdadera fe y así poder llevar a todas partes la santa palabra, tal como vos ahora lo hacéis.

Emocionóse el padre Gastán ante mis pías intenciones, pero hubo de aguarlas con su respuesta:

—Celebro en verdad que pienses así, Gabriel —dijo—. Más debes saber que en nuestros seminarios no son admitidos los hombres de condición servil. Que te sirva de consuelo saber que en todo momento y lugar de nuestras vidas tendremos ocasión de servir al Señor.

Sin duda debí dejar en el acto aquella conversación y procurar salvar lo salvable, pero el golpe de la desilusión fue fatal para mí. Veíame ya alejado de la esclavitud, redimido por los buenos padres y llevado a uno de aquellos seminarios en donde, a juzgar por quienes de ellos salían, habría de comerse y beberse a gusto, y he aquí que me sentía arrojado de nuevo a los rigores de la cadena y el vergajo, sin esperanza de salir vivo de ellos. De modo que olvidé en un fatal momento mi buen parecer picaresco y protesté ante quien mejor me hubiera valido callar.

—¿Y cómo se explica, padre Gastán, que se nos diga que todos los hombres son iguales ante el Señor, y luego en los propios seminarios de esta fe se establezcan distingas entre el libre y el siervo?

Frunció el ceño mi interlocutor y respondió, ya sin benignidad alguna:

—Iguales somos todos ante el Señor, Gabriel, pero sólo en lo que al ánima se refiere. Y el lugar en que hemos sido colocados en la vida forma parte de sus designios, y así debemos practicar la resignación y ofrecer nuestros sufrimientos para su mayor gloria.

Repliqué, enfadado, que muy fácil era para él y los suyos, bien comidos y bien bebidos, resignarse con su agradable estado y ofrecer unos sufrimientos inexistentes a la gloria de quien fuese, pero que distinto cantar era el referente a nosotros, los esclavos. Y terminé diciendo con más imprudencia que cordura.

—¡Y si esto es así, llegaré a pensar que no es tan buena la religión que nos mostráis, o que quizá sus ministros no son dignos de la divinidad a quien sirven!

No pude añadir más, pues en el acto el padre Gastán me echó mano al cuello, medio sofocándome, y a empujones me llevó ante los restantes catecúmenos, que se habían reunido ya, en espera de una próxima ceremonia. A sus pies arrojóme con violencia, en tanto que gritaba enfurecido:

—¡Aquí tenéis a Gabriel Luján, a quien hasta ahora tenía por el más piadoso de vosotros! ¡Acaba de confesar que su conversión a la verdadera fe se debía únicamente a la esperanza de salir del estado servil en que se halla!

En realidad yo no había confesado tal cosa, pero en lugar de manifestar mi inocencia y aun pedir perdón, la ira me empujó a ponerme en pie y arengar a mis compañeros:

—¡Y ahí tenéis al sacerdote de una religión que dice que todos somos hermanos, y que luego nos deja en la esclavitud, como si fuéramos animales, y cierra todos los caminos a quienes no posean el privilegio de ser libres!

Asombráronse los oyentes ante estas razones y creo que quizá la simple idea del buen yantar y el descanso hasta entonces disfrutados hubieránles llevado contra mí. Pero si antes había yo errado, ahora se equivocó el padre Gastán, ya que sin esperar reacción ni respuesta, se enfrentó con el resto de los catecúmenos, tratándoles poco menos que si fueran cómplices míos.

—¡Pues así es! —les gritó, rojo como un pavo e hinchado como un sapo—. El esclavo es y será esclavo tanto a los ojos del Señor como a los de los hombres. ¡Y si algunos de vosotros han pensado en la religión como un camino para hurtaros a vuestra condición natural, o como un medio de tragar mejor o trabajar menos, debo deciros que la religión no necesita de vosotros!

Mejor hubiera hecho en callar, y pensar que, aunque servil, todo hombre tiene su corazón y sus genitales, y riesgo había en herir el primero y patear los segundos, máxime si no había motivo suficiente.

Y así sucedió que un fuerte mozarrón, sin poder contenerse, avanzó un paso y gritó:

—¡Ni nosotros necesitamos de tu religión!

Lo que fue señal de comenzar el motín. Gritó el pastor y respondieron en el mismo tono sus ovejas hasta que, pasando de palabras a hechos, cogiéronse cantos del suelo y descargó fuerte granizada primero sobre el gordo cura y después sobre todos los demás, que acudieron sin saber muy bien lo que sucedía.

Sostuviéronse firmes los prestes al principio, amenazando con lo divino y lo humano, pero como arreciara el pedrisco, corrieron al fin en desbandada para refugiarse en las barracas o buscar el amparo de los capataces. No fueron éstos, sin embargo, muy diligentes en acudir al salvamento, antes bien disfrutaban con el espectáculo, pensando en el caudal que las actividades misioneras habían restado a sus bolsas, y gozándose en el desastroso fin de la operación. Mas era evidente que no tardarían en entrar en danza los vergajos, pues a nadie convenía que las cosas fueran a mayores.

Entretanto había yo abandonado apresuradamente el lugar de los hechos, pero por una vez no impulsado por la prudencia ni por temor a la represión que no tardaría en llegar. La pena y el arrepentimiento me llevaban a determinado lugar, y existía algo que tenía que hacer antes de que ninguna circunstancia pudiera impedírmelo.

Llegué jadeante hasta aquel charco donde días atrás lanzara a mi traicionada Atenea y, despojándome de mis ropas, me arrojé a las sucias aguas resuelto a ahogarme antes que renunciar a su recuperación. Fue difícil tarea, pues el barro y los residuos de toda clase estorbaban la visión, mientras que juncos y hierbajos amenazaban con enredarse en mis miembros y mantenerme bajo las aguas. Luchando y escupiendo, hube de salir a la superficie una y otra vez hasta que finalmente, en una de las zambullidas, conseguí que mis manos rozaran el contorno familiar, bien que semienterrado en el lodo.

Saqué de las aguas a mi enfangada Tritogenia y, casi llorando, la limpié con mis pobres vestiduras, jurando que jamás la abandonaría de nuevo, y que prescindiría de toda nueva petición o ruego, limitándome a esperar su perdón o su castigo. Y mientras me dirigía a la diosa, frotaba una y otra vez su imagen hasta lograr, mal que bien, limpiarla o al menos dejada en estado algo menos lamentable. En aquellos momentos me sentía el más innoble y desdichado de todos los humanos, pero prometíame, viniérame encima lo que me viniere, no burlar mi conciencia, y soportar como hombre lo que el destino o los dioses tuvieran a bien depararme.

No tardaron en manifestarse éstos o aquél en la figura de un corpulento capataz que, merodeando por allí, me vio y se apresuró a acercarse.

—¿Qué haces aquí, Luján? —me preguntó con rudeza—. ¡Vístete y ponte en marcha! Estáis todos convocados en el campamento principal.

Obedecí y, empuñando firmemente la imagen de mi diosa recuperada, me puse en camino hacia el suplicio. Porque no dudaba de que los apedreados misioneros serían el origen de aquella concentración servil, ni de que sabrían muy bien a quién echar la culpa del desastre.

Pero sin duda fue sensible la sapiente hija del Tonante a mi arrepentimiento y, si no perdón, quiso otorgarme una nueva oportunidad. Pues al llegar al campamento y a la reunión, en lugar del cura que temía, vi aparecer un robusto militar, con uniforme de los guardias del espacio, que se dirigió a nosotros en los siguientes términos:

—¡Muchachos! El arcontado de Sifán, a quien Dios muchos años guarde, ha tenido a bien solicitar personal servil voluntario para trabajar en el espacio. Todo el que se atreva a salir fuera de la atmósfera y hacer un trabajo de hombres no tiene sino acercarse y dar su nombre.

No hay necesidad de decir que fui de los primeros en dar el paso adelante. Aquella inesperada proposición me pondría de momento fuera del alcance de los clérigos, quienes si bien al cielo sirven, por lo general mantienen sus pies bien firmes en la tierra. Además entre las estrellas no encontraría araña mordedora, ciempiés picador ni alimaña de ningún tipo y quizá sí una oportunidad de mejorar mi suerte. Avancé por tanto, y muchos avanzaron conmigo, al estimar que cualquier situación no podía ser sino mejor que aquella en la que nos encontrábamos.

Al llegar, uno de los primeros, junto al guardia, éste me pidió el nombre y me preguntó luego si tenía alguna experiencia en el espacio.

—He recorrido cientos de años-luz desde mi planeta natal hasta aquí —dije, sin mentir— y puedo decir que no he robado la comida que me daban.

En efecto, era cierto, ya que, por ir dormido, ninguna comida que pudiera ser robada me habían dado. El guardia especial gruñó y anotó algo en su cuaderno, aunque creo que hubiera sido admitido igualmente de haber dado cualquier otra respuesta y aun en el caso de no haber abierto la boca. Sospeché que el reclutador cobraba cuota por número de alistados y me confirmé en ello al verle admitir a brutos que visiblemente no conocían otro espacio vacío que el que había dentro de sus cabezotas.

A punto estábamos de entrar en el vehículo aéreo, nada cómodo pero para nosotros esperanzador, que debía llevarnos a nuestro destino, cuando uno de los capataces puso una objección a nuestra partida.

—¡Un momento! Tenemos una denuncia por parte de los misioneros acerca de un motín. Los padres quisieran ver a esos que ahora se marchan, por si alguno estuviera implicado y mereciera castigo.

Por un momento sentí mi corazón detenerse. Pero fue solo un momento, pues el reclutador lanzó un par de maldiciones y expresó en lenguaje claro adónde podían irse los buenos padres y lo que podrían hacer una vez llegados allí. Tras de lo cual, para alegría mía y de más de uno de los que conmigo iban, prestó oídos sordos a todo requerimiento y protesta, y ordenó el despegue.

Atrás quedó el maldito campamento, la maldita selva y los malditos capataces, y fue así como se inició una nueva etapa en mi vida.