De cómo, reducido a la más negra esclavitud, pasé a ser propiedad de un comerciante, y de los servicios que le presté.
Como suele decirse, había salido de Deneb para caer en Denébola, escapando de las garras del Templo garaliano para ir a parar a las cadenas de la esclavitud en un planeta cuyo nombre ni siquiera conocía. Y aún peor debía ser la situación de mis compañeros, porque si yo había dejado atrás un destino tal vez peor que el que me esperaba, ellos habían caído en el garlito voluntariamente, abandonando una vida quizá dura, pero también segura y libre, con la esperanza de correr aventuras y ganar dinero fácil.
Y no eran pocos lo que tan mal negocio habían hecho. De la nave brotaba una verdadera multitud de gentes vestidas de blanco, desde luego no todas pertenecientes a mi planeta. Pensé que cuando la maldita nave Karamán llegó a Garal, ya cientos de pobres desgraciados debían estar durmiendo en varias de sus cámaras frías. Y acaso, y ello me gustó todavía menos, mientras yo reposaba inconsciente en mi litera, la nave visitaba otros mundos y en ellos izaba bandera para reclutar audaces conquistadores de tesoros planetarios.
Desahogábanse algunos de mis compañeros de infortunio con terribles maldiciones dirigidas al capitán Dudley, a su nave y a su tripulación, e incluso volviéndose para amenazar con el puño al navío. Absteníame yo de tales demostraciones, ya que no tenía la menor intención de que, encima del daño hecho, los nautas se rieran de mí.
Otros de mis compañeros intentaron explicar su caso a los soldados que nos dirigían, clamando cómo se les había engañado, y no consiguiendo como respuesta sino algún que otro chicotazo. Finalmente fuimos todos metidos en amplios furgones a motor, de los que se utilizan para transportar el ganado, y nos pusimos en marcha hacia la ciudad en cuya proximidad estaba el astropuerto.
Me había correspondido en el furgón un lugar trasero, cerca de la parte abierta, por lo que pude atisbar algo de las calles que recorríamos, mirando sobre los dos uniformados que allí iban por precaución de que no saltáramos a tierra durante el viaje. La ciudad me pareció limpia y moderna, abundando los vehículos de motor o eléctricos, y viéndose en el cielo incluso algunos helicópteros. La riqueza y el nivel técnico del planeta debían ser muy superiores a las de Garal. Me animé algo con la idea, y más al pensar que aquel hijo de mala madre de Dudley bien hubiera podido vendernos a los mismísimos megaros a guisa de aperitivo.
Como todo en la vida termina, también acabó nuestro viaje, y fuimos sacados sin mucha amabilidad de los furgones para encontrarnos en pleno mercado de esclavos, en la que debía ser la plaza principal de aquella ciudad.
Ya nos esperaban allí los presuntos compradores, ávidos de lograr alguna ganga, y las miradas que nos dirigían en nada diferían de las que podían poner en una colección de animales de carga. Tras un breve papeleo entre los dirigentes de nuestra escolta y las autoridades mercatorias, fuimos repartidos por diversos puestos y tarimas, iniciándose la venta.
Un nuevo temor habíase apoderado ahora de mí pues, siendo yo muchacho, había la posibilidad de que fuera comprado por alguien de la cofradía de los que prefieren el clavel a la rosa, el mirto al acanto y el envés al frente. Como ello no me resultaría nada agradable, procuré poner remedio el caso antes que sucediera, y me acerqué educadamente al marchante que se disponía a iniciar la venta.
—¿Puedes escucharme un momento, señor? —le rogué. El otro se volvió, con cara de no demasiados amigos.
—¿Qué quieres tú ahora? —me espetó.
—Mi nombre es Gabriel Luján, a tu servicio —le dije—. Tan sólo quería advertirte que sé de cuentas y puedo ser útil para llevar la contabilidad de una tienda. Puede que ello sirva para elevar mi precio.
El fulano se rascó la cabeza, sin acabar de hacerse a la idea de que le estuviera hablando en serio.
—¿Sin trucos, eh? —advirtió, amenazador.
Le aseguré que no tenía la más mínima intención de usar con él ninguna clase de truco.
—¿De modo que contable? —gruñó—. Y a propósito ¿qué llevas ahí?
Se refería a la estatuilla de Atenea, y así se lo aclaré.
—Bueno —vaciló—. Aquí no somos muy amigos de los idólatras pero a mí no me importa nada. Ten, guarda eso no sea que alguien se ofenda.
Me tendió una bolsa no muy limpia para que guardara en ella a la mil veces bendita Tritogenia. Era un acto de amistad, y ello me animó a hacerle una pregunta:
—Por favor ¿podrías decirme en qué planeta nos hallamos?
—En el planeta Sifán, del sol Althor —me respondió con toda amabilidad— y esta ciudad es Randinor, capital del planeta y de todo el sistema. Ahora, si no te importa, tengo que venderte a ti y a tus compañeros, de modo que mantente quieto y callado, y todo irá bien.
Lo prometí así, tras darle las gracias, con lo que la venta empezó. No voy a relatar sus incidencias, el modo degradante en el que hombres creados a imagen de los dioses fueron vendidos como mercancía, los desagradables comentarios de los compradores… todo ello es desgraciadamente conocido en los tiempos en que vivimos.
Buena parte de mis compañeros fueron vendidos a bajo precio como braceros a una compañía de construcciones urbanas, pero el marchante me reservó para ofrecerme individualmente con la coletilla de mis habilidades contables. Hubo una breve pausa, y luego el señor Cliwood entró en mi vida.
Con posterioridad tuve ocasión de conocer bien al que ahora iba a trasformarse en mi amo, pero de momento tan solo vi a un hombre grueso con expresión que me pareció avinagrada, y que se acercó a mí, clavó sus ojillos en mi persona y luego paso a hablar con quien llevaba el negocio de mi venta.
—¿Un contable? —oí que decía, dubitativo.
—Al menos eso es lo que él mismo asegura —se encogió de hombros el marchante, sin comprometerse.
El comprador se acercó de nuevo a mí, junto con el marchante.
—Desde luego no parece tonto —dijo.
Con lo que no puede menos que estar totalmente de acuerdo.
—Bien, me lo quedo —decidió al fin—. Me servirá para llevar las cuentas, espero.
Y después, para mi horror, llevó su mano a la más delicada parte de mi persona, en tanteo exploratorio.
—Y también creo que servirá para otras cosas —murmuró en tono casual, con lo que creí confirmados mis peores temores.
Mas ¿quién era yo para oponerme a quienes en su mano tenían mi destino? Fue pagado mi precio, y se me indicó que siguiera a mi nuevo amo. Subí con él a un coche de motor, si no mejor que el aerodeslizador del Templo, al menos casi tan bueno. Todo el mercado me parecía lleno de ojos inquisidores, y entre eso y la debilidad que me aquejaba, ni siquiera pensé en intentar huir a mi destino, limitándome a rogar a Atenea que me hiciera menos duro el trance que temía.
Recorrimos algunas calles, y finalmente el señor Cliwood metió el vehículo en un gran portón, pasando a lo que tomé por un almacén vacío y desierto.
—¡Vamos, muchacho! —ordenó—. Ya sé que tendré que darte una buena comida antes de que empieces a funcionar. ¡Peste de esclavos!
No dije nada, y le seguí con docilidad a través de una puertecilla y luego subiendo una escalera. Desembocamos al fin en lo que no podía ser sino una vivienda, a mi entender lujosa y dotada de objetos e instrumentos cuyo uso desconocía. Una mujer de mediana edad, no mal parecida, hizo su aparición, y mi amo la besó afectuosamente en las mejillas, lo que me hizo pensar si no sería de quienes disparan andanadas por ambas bordas. Todo aquello me parecía muy raro.
—Este es el esclavo, Dunia —dijo mi comprador—. Parece que sabe de cuentas, de modo que ayudará en la tienda.
—No está mal —me favoreció la tal Dunia con una mirada—. ¿Crees que servirá?
—Tendrá que hacerlo. Podría haber traído un bigardo musculoso y estúpido pero si además trabaja en la tienda, y es un poco listo, tal como parece, pues una cosa se añade a la otra.
—Ya veremos —la mujer me indicó una puerta—. Allí está la cocina. Dile a Emilia que te sirva de comer. ¡Y lávate!
Sin saber bien cuál debía ser el ritual de mis nuevos deberes, me limité a hacer una leve inclinación de cabeza y a obedecer.
Emilia era una criada adolescente, que me miró con ojo pícaro, mientras me servía un apreciable yantar.
—¿Así que tú eres el nuevo esclavo? —me preguntó.
Asentí, y ella soltó una risita. No siguió adelante la conversación, pues estaba yo de verdad desfallecido y pensando que los duelos menguan con el pan y los quebrantos con la morcilla, di fin a cuanto me pusieron delante, que ni malo ni escaso era. Terminando estaba el postre, cuando mi amo asomó por la puerta.
—¿Has acabado ya de comer, muchacho? Vamos, acompáñame.
Le obedecí, no sin cierto repeluzno, pero se limitó a hacerme recorrer unos pasillos y bajar nuevas escaleras hasta acabar en el marco de una tienda de tejidos y sastrería, al parecer aneja al domicilio. Rodeáronme al instante un par de dependientes y varios mequetrefes.
—Aquí tenéis ayuda —anunció el señor Cliwood—. El nuevo esclavo dice que entiende de cuentas.
—¿Sí? —preguntó, no muy entusiasmado, uno de los dependientes—. Nada cuesta probarle.
Abrió un cajón en el mostrador, y me dio un montón de viejas facturas.
—¡Suma! —dijo.
Busqué el ábaco, pero no lo vi por ninguna parte. En cambio se me entregó una extraña caja con botoncitos en los que habían grabado en rojo los números del uno al diez, amén de diversos signos. Me quedé sin saber qué hacer.
—¿Bien? —se impacientó mi amo—. ¿Eres contable y no sabes ni manejar una sencilla sumadora?
—Señor —dije humildemente—. Estoy acostumbrado a usar otra clase de instrumento.
Sin proponérmelo debí de hacer un buen chiste, pues todos se echaron a reír. Menos mi amo, que lanzó un gruñido de disgusto.
—Sí, ya lo sabemos —respondió— pero no creas que vas a estar holgazaneando todo el día. En esta casa se trabaja, y si no lo haces de contable o de cajero, te usaré para descargar fardos o para hacer recados. ¡Vamos di la verdad! ¿Te has inventado lo de la contabilidad?
Me excusé, y rogué que me proporcionarán un ábaco.
Ahora conseguí que me miraran con asombro.
—¿Un ábaco? —se extrañó mi dueño—. ¿De qué planeta de mala muerte habrás venido tú?
Pero el otro dependiente, el que no había abierto aún la boca, salió brevemente a la trastienda y regresó con el artefacto que yo había solicitado. Viejo era, y de forma poco familiar para mí, pero pronto mis dedos se acomodaron a él y las piezas empezaron a bailar y chocar entre sí como si aún estuviera yo haciendo cuentas a beneficio del Templo. Ahora sí que desperté interés y aun admiración en quienes me veían. El primer dependiente tomó la cajita calculadora e intentó competir en velocidad conmigo, quedando sin embargo atrás, pues si manejable era el instrumento, chapucero resultaba quien lo usaba. Durante un rato fui así espectáculo del personal de la tienda y también de algunos clientes y curiosos que entraron a ver las habilidades del esclavo llegado de los mundos lejanos.
Finalmente quedó mi amo convencido de mi habilidad con los números, y golpeándome en la espalda, me dijo:
—¡Basta! Me has convencido. Si eres diligente y honrado me servirás como contable y cajero, y no te arrepentirás de ello. ¡Vamos, cerrad la tienda vosotros, que ya es hora! Y tú ven conmigo.
Diré que entretanto había oscurecido, lo que me dio por primera vez noticia de la hora en la que el Karamán me había arrojado a aquellas playas. Cerróse en efecto el comercio y yo, no sin cierta inquietud, seguí los pasos de mi amo.
—Tu habitación —me indicó éste—. ¿Estás ahí, Emilia?
Estaba Emilia, como supe al oír primeramente su contestación y al verla luego, cuando entramos en la estrecha cámara. Pero me costó algo reconocerla, puesto que cuando la vi en la cocina ella estaba vestida.
—Bueno, ya eres mayor para que te diga lo que tienes que hacer —se despidió el señor Cliwood, y cerró la puerta tras de sí.
En el primer instante quedé como helado, pues aquello era lo que menos podía yo esperar. Luego la chica me sonrió con timidez, y yo devolví la sonrisa más ampliamente, ya que acababa de quitárseme un gran peso de encima. Tras de lo cual me dispuse a soportar la ruda opresión que a mi condición de esclavo correspondía.
* * * * *
En los días posteriores me fui acostumbrando a la rutina de mi nuevo estado, al tiempo que era informado del entorno en que ésta se desarrollaba. Supe que el planeta Sifán había quedado, como todos, aislado tras la caída del antiguo Imperio, pero había tenido la fortuna de no ser, como Garal, objeto de la atención megara. Disponía así de una técnica elevada, un aceptable nivel de vida, e incluso una pequeña armada estelar. No obstante, la mayoría del intercambio comercial con otras estrellas cercanas se llevaba a cabo por medio de naves corsarias como la Karamán del capitán Dudley, que traían mercancías, artefactos y en ocasiones, esclavos.
Mi vida como parte de este último material de importación, no podía ser más monótona. Trabajaba en la tienda como cajero, contable y cualquier cosa que se me mandara, y ello sin sueldo, que para eso era esclavo.
En cuanto a mi otra actividad servil, la cosa quizá merezca una explicación. Sabido es que los esclavos humanos pueden reproducirse, cualidad de que carecen los robotes, y por la que aquéllos son mejores que éstos, aparte de su mayor simplicidad y menor precio. Pero en los últimos tiempos se había venido dando una preponderancia de material esclavo femenino, niñas vendidas por sus padres en el continente oriental y cargamentos de esclavas traídas por naves corsarias con la idea de que tendrían mejor aceptación en el mercado. Así, cuando el capitán Dudley arribó con una masa servil masculina, muchos fueron los que adquirieron ejemplares con el propósito de lograr que sus bienes se multiplicaran.
Quizá alguien se extrañe de que tales funciones no pudieran ser desempeñadas por el mismo amo, pero era el caso que las conveniencias sociales se oponían a ello, y quien tal hiciera sería tan mal visto como si intentara sustituir al toro en la cría de ganado vacuno.
De manera que heme aquí convertido en garañón de aquel rebaño, gallo de aquel corral y carnero de aquel redil, en situación que, pese a poder considerarse humillante, tenía sus facetas agradables.
No era lecho de rosas, sin embargo, mi vida bajo la égida del señor Cliwood. A poco de llegar me fue ofrecido un manual sobre los Derechos y Deberes del Esclavo, de cuya legislación los sifanianos se sentían muy orgullosos, pero que en la práctica no salvaguardaba demasiado la condición de los serviles. Menudeaban las alusiones al paternal cuidado, la filial obediencia, el respeto que todo ser humano merece y otras hierbas, pero también se hablaba —con mucha mayor matización— de la necesaria disciplina, de la adecuación al lugar que cada cual ocupa en la sociedad y de la potestad patronal.
Ciertamente uno de los artículos declaraba que el amo debía al esclavo alimentación sana y abundante, vestimenta digna y cómodo alojamiento pero el siguiente advertía que el esclavo no será objeto de castigo físico salvo en caso de absoluta necesidad, lo que evidentemente se traducía en el sentido de zurrar el amo al siervo tantas veces como le viniera en gana.
No se privaba el buen señor Cliwood de invocar la absoluta necesidad, para lo cual llevaba una robusta vara que manejaba a la perfección. Castigaba con ella a cuanto esclavo poseía, sin distinguir edad ni sexo, y creo que gozaba en ello. Personalmente pude probar en más de una ocasión el gusto de la dicha vara, debido a gran diversidad de causas. Cierto día, por habérseme pegado las sábanas, fallé la hora de bajar a la tienda y cuando descendía a toda prisa por la escalera me topé con mi amo, que ya subía a buscarme, y el resultado fue una tempestad de varazos de la que aún me acuerdo, y que debí soportar con la cabeza entre las manos. Otra vez descargó la felpa con motivo de haber derribado por inadvertencia un fardo de tela, otra por haber tardado en exceso en la comisión de un recado que se me encargó, y aún otra por un error cometido por uno de los dependientes, cuyo castigo cayó en mí por ser aquel hombre libre y no poder por ello ser golpeado ni aun en caso de absoluta necesidad.
Quede claro que el señor Cliwood no gozaba de mi simpatía, y que cuando quedaba solo en mi cuarto rogaba a mi diosa que repartiera sus castigos más contundentes entre el capitán Dudley y él, el uno por traerme y el otro por conservarme. Menos queja tenía del ama Dunia pues, aunque solía hablarme con aspereza, más prefería yo mil regaños que un solo varazo.
Ni que decir tiene que, exteriormente, era yo el más dócil de todos los esclavos, el que obedecía sin la menor protesta, el que se afanaba en cuanto se le mandaba y el que soportaba el castigo con resignación. Puesto que la rebelión es inútil cuando no hay salida para ella, y deber del hombre avisado es extraer a cada situación lo mejor que pueda proporcionarle, tanto si es mucho como si es poco.
Y confesaré que no era demasiado. Tenía mi trabajo, en el que cuando los hombres libres se marchaban a sus casas, los esclavos quedábamos aún laborando, ya que todas las horas de la vida del siervo son propiedad de quien lo ha comprado. Mientras hubiera algo que hacer, un esclavo lo haría. Tan sólo en el caso de que ninguna tarea quedara, era posible disfrutar de alguna salida e incluso, si el amo estaba de buen humor, recibir de sus manos lo que el mencionado manual llamaba dinero de bolsillo que podía ser empleado en multitud de menesteres.
No muy lejos de la tienda descubrí lo que en Sifán era llamado estéreo, es decir un local donde mediante pago, se podía asistir a una presentación tridimensional de historia o aventura imaginada con el adecuado acompañamiento de diálogo o sonido. Nada parecido existía en Garal, aunque algo se recordaba de los tiempos del Imperio, en torno a la palabra «cine». De modo que el pobre esclavo que yo era tenía acceso a un medio de diversión que ni magnates ni sacerdotes conocían en mi planeta natal.
Y no era el único. La más elevada civilización sifaniana se manifestaba en una serie de trucos agradables, de algunos de los cuales yo podía disfrutar. Recuerdo en especial un llamado «dispensador de sueños» mediante el cual podía gozarse de una serie de visiones semejantes a los sueños nocturnos, encontrándose uno protagonista de mil aventuras, hazañas y situaciones citereas, a gusto del consumidor. Muy caro era, sin embargo, el invento y tan sólo pude gozar de él un día que, durante la contabilización, se me quedaron pegadas a los dedos algunas monedas sifanianas («créditos», las llamaban), de las que entre ellos discurrían.
La comida tampoco dejaba nada que desear, incluyendo algunos bocados como nunca antes conociera, productos también de una cultura superior a la que regía en mi nativo Garal. Los primeros días el tacaño de Cliwood escatimaba algo mis yantares, pero cuando los estragos de mi trabajo nocturno comenzaron a dejarme flaco, y aun a hacerme menos pródigo en aquellos mismos afanes que mi amo de mí deseaba, no tardó en proporcionarme alimentos en cantidad y calidad, que si se quiere que una máquina trabaje, preciso es proporcionarle combustible.
Hablando sinceramente, diré que los hierros de la esclavitud no eran muy pesados sobre mis hombros, descontando las caricias de la vara a que tan aficionado era mi amo. Yantar incluso mejor que en el Templo, y disciplina no mayormente rígida, aunque por descontado se trabajara más. Mi alojamiento contaba con comodidades modernas desconocidas en Garal, la ciudad superaba en mucho, como dije, a las garalianas en cuanto a diversiones, y los placeres citereos por los que comúnmente un hombre debe pagar, a mí se me ofrecían de forma gratuita y aun se me agradecían como tarea realizada. Incluso llegué a hacer amigos, tanto esclavos como libres, y mi natural viveza y simpatía me atrajo el afecto de todos ellos, junto con numerosos convites, a los que nunca me faltaba, desde luego, calderilla para corresponder, a costa de la abultada hacienda del amo Cliwood.
Sin embargo, algo echaba en falta. ¿La libertad quizá? No sabría decido. Pienso a veces que el escenario que añoraba no era el del frustrado sacerdocio en Garal, sino el imaginario de la Nebulosa Púrpura con que se me había encandilado para que me dirigiera por propio pie hacia la esclavitud. A veces soñaba con aquellos ilusorios mundos, y veíame dominador y rey de alguno de ellos, tal como me había imaginado durante el engaño. Maldecía a continuación con todas mis fuerzas al malvado Dudley, que de tal forma me había colocado la miel junto a los labios, para luego regalarme con estiércol.
En los primeros días de aquellos dos años mal contados que pasé bajo el dominio del amo Cliwood, soñaba ciertamente en escapar a mi estado servil, quizá embarcando de forma clandestina en alguna de las naves estelares que de tanto en tanto llegaban al puerto, para ir en ellas a otros mundos de mayor atractivo. Mas no era el primero al que tal idea se le había ocurrido, y las tales naves estaban más que vigiladas, siendo por otra parte sus capitanes muy reacios, según se me dijo, a aceptar pasajeros clandestinos. Además de ello, el castigo que los sifanianos reservaban para los esclavos fugitivos comportaba —¡oh, resabio indudable de la barbarie de otras épocas!— una muerte nada agradable a manos de personal especializado. Así pues medité que mejor que lo bueno por conocer vale el mal conocido, me acordé del gato que vertió su taza de leche queriendo alcanzar la salchicha, y me dispuse a adaptarme lo mejor que pudiera a las circunstancias, dejando al destino y a mi bendita Atenea el cuidado de sacarme de mi condición si tal era su deseo.
Varié, en efecto, el modo de vivir, pero ello no fue al principio para mi beneficio, sino por mi daño, y causa inmediata del suceso, como en el caso de mi salida del Templo, fue una vez más el quehacer citereo que tanto encanta a quienes de él gozan y tanta envidia despierta entre aquellos que necesitándolo lo contemplan.
Mi tarea nocturna incluía a las esclavas del servicio doméstico de mis amos, así como a las muchachas serviles que trabajaban en un taller de hilados también propiedad de Cliwood, amén de alguna extraña que, mediante pago o por amistad hacia su dueño, él confiara a mis cuidados. Eran en general despiertas y simpáticas, si bien no todas bellas, y en los descansos del trajín gustaba yo de conversar con ellas, enterándome así de mil chismes y rumores. Entre otras cosas, supe allí mucho de la hipocresía de que hacen gala las malas gentes de Sifán en lo relativo al trato con los siervos.
Si bien, como antes he dicho, se considera infame que el dueño sirva de garañón para intentar reproducir y aumentar su rebaño servil, nada hay que se oponga a usar de sus esclavas para el placer. Así pues, teniéndome a mí por coartada de cualquier fruto que sus devaneos produjeran, quedaba abierta con mi llegada la veda del mujerío que servía a los Cliwood, y no se privaban del gusto los familiares, amigos invitados e incluso amantes de pago, considerándose socialmente que tales contactos serían siempre estériles, pues todo niño que como consecuencia naciera, sin discusión se consideraba efecto de la actividad del garañón, en este caso yo. En cuanto al propio Cliwood, rumoreábase a sus espaldas que no apetecía mucho de tales licencias, y que ante sus hermosas esclavas apenas si levantaba otra cosa que la vara.
Asombrábame tal cinismo, pero de algún modo me servía también de consuelo y así cuando empecé a tener noticia de haber dado a luz alguna de las muchachas con las que había departido en la noche, y de ser vendidos los niños, como era costumbre, a establecimientos especializados para su cría y posterior subasta, una vez mayores, me hacía la ilusión de que los tales angelitos caídos no eran hijos míos, sino frutos de la lascivia de algún familiar de Cliwood, huésped pagano, aprovechado dependiente o mequetrefe precoz. Consolábame yo así, bien que me dolía pensar en aquellas criaturas, mías o de quien quiera que sea, condenadas a ser siervas desde el nacimiento y que no estarían libres de amo ajeno hasta que lanzaran el postrer suspiro. Pero así eran los usos en Sifán y en buena parte de los astros que con él compartían la Galaxia.
Los primeros indicios de la tempestad se manifestaron al comprar el amo Cliwood una hermosa nativa del continente oriental, subastada como virgen, para que sirviera a su esposa como doncella y azafata. Agradeció grandemente el obsequio el ama Dunia, y al principio se hizo la ilusión de que la muchacha estaría a su servicio sin mengua de su virginidad, lo que traería consigo un gran prestigio y la envidia de todas sus amigas. No es extraño, por tanto, que las mieles se volvieran hieles cuando el amo insinuó con firmeza que la recién llegada debería contribuir, aparte de sus funciones domésticas, al engrandecimiento del rebaño servil de la casa.
Corrientemente yo acostumbraba a esquivar los lugares de discusión entre el amo Cliwood y el ama Dunia, ya que demasiado bien sabía que el primero solía aplacar sus ánimos luego, por medio de la vara, sobre cualquier esclavo o esclava que hallara en su camino. Mas en esta ocasión me detuve algo, y aun arrimé la oreja, pues también a mí me interesaba la solución que se daría al caso de la doncella oriental, al ser parte activa en el asunto. Escuché así como los gritos y protestas del ama Dunia se estrellaban contra la más firme oposición de su señor y esposo, que machacaba una y otra vez con el argumento del alto precio que alcanzaría el futuro infante mestizo. Terció entonces imprudentemente la propia interesada, llorando el peligro que su virginidad, sin duda muy apreciada entre los suyos, corría. Pero su súplica fue de súbito cortada por el ruido de un furioso varazo, al que siguió un gemido, y una indignada protesta del ama Dunia.
Convencióme aquello de que la vara del amo Cliwood andaba desenfundada y que no era cuerdo quedarse en las proximidades. Pero, al alejarme, aún pude escuchar algunos gritos y una referencia a «sin luz» y a «la oscuridad» lo que acabó de convencerme de que las cosas no andaban muy claras.
Poco antes del anochecer, como ya esperaba, fui llamado por mi dueño, quien, en contra de lo que temía, se mostraba placentero y aun bromista.
—Alégrate, muchacho —me dijo— porque esta noche estrenarás mujer. Precisamente la nueva esclava llegada de Oriente, y que la estúpida de mi esposa quería conservar virgen para presumir de azafata y doncella.
Rio con zafiedad al pensar en el enfado de su costilla, y luego me dio una torpe palmada en la espalda.
—¡Azafata será, pero no lo otro, y de ello te encargarás tú, muchacho! —exclamó—. ¡Dale gusto, muchacho, para que no eche de menos lo que le vas a quitar! ¡Y planta en ella un mamón que me dé buen dinero al venderlo!
»Sólo te recomiendo una cosa, la condición en que por lástima he transigido. Me dice mi esposa que en el país del que la doncella viene las mujeres tienen gran vergüenza en ver al hombre que primero las perfora. Así pues la recibirás en la oscuridad, al menos esta primera vez, y te guardarás mucho de encender luz alguna en tanto te diviertes con ella.
Prometí humildemente obedecerle, en ello como en todo, y así acabó la entrevista. Poco podía imaginarme, pobre de mí, las consecuencias que la misma habría de tener.
Cuando aquella noche llegué a mi aposento, una vieja esclava de la casa me comunicó que mi obligada amante estaba ya dentro y a punto, por lo que me abstuve de encender la luz, alcanzando a tientas el lecho que conocía y las carnes que presentía.
El minuto siguiente a la toma de contacto fue de gran sorpresa, pues no tardé en comprobar que alguien había estafado de mala manera a mis amos. En efecto, aquella hembra que bajo mí apretaba tenía tanto de virgen como yo de cura, es decir que habiéndolo sido sin duda en tiempos, ahora ya no lo era, tal como mostraba la evidencia. Tuve idea de decir algo, de preguntar quizá, pero las palabras se me quedaron en la garganta, ya que la falsa doncella resultó terremoto verdadero, y al instante me encontré demasiado ocupado para hablar, sumergido en un frenesí que hubiera cortado la palabra no ya a mí, sino al más famoso de los oradores de la galaxia conocida. Aun sin el otro detalle, el transcurso de aquellos instantes acabó de convencerme de que la oriental nada tenía de doncella, pues aquellas técnicas nunca hubieran sido alcanzadas sin un largo entrenamiento. En verdad que parecíame tener entre los brazos a la propia Citerea.
Diré sin falsa modestia que en muy poco tiempo nuestra estrella se volvió nova por tres veces consecutivas, y aún hubiera continuado haciéndolo de no haberse interrumpido su actividad de la forma más brusca. Y fue ello que de pronto la luz se encendió, en contra de lo pactado y sin intervención mía.
Furioso por la interrupción lleve mis ojos a la puerta para descubrir al causante del desaguisado, y así pude ver al amo Cliwood en persona, plantado en el umbral con la mano aún en la perilla de la luz. Por un fugitivo momento pensé que la razón de su venida estribaba en complacerse contemplando el número representado, pero pronto advertí que su expresión no era nada divertida. Muy al contrario, sus ojos estaban desorbitados, sus dientes prietos, y todo su rostro había adquirido un curioso tono verde.
Llevado de un mal presentimiento volví el rostro hacia mi compañera de cama y, válgame el radamante, allí no había oriental alguna, sino el ama Dunia en carne y hueso, más de lo primero que de lo último, con el mismo atavío con el que su madre la arrojara a este bendito universo.
En el colmo del espanto, y creo que nadie me lo reprochará, lancé un grito ronco mientras me volvía de nuevo hacia el ángel exterminador que en la puerta estaba. Así pude ver cómo, sin otro ruido que una especie de gruñido, la cara de mi amo pasaba lentamente del verde al rojo, al tiempo que avanzaba hacia la cama. Comprendí en el acto que aquel arco iris acabaría en tormenta sobre mí, y ahora ya no de simples varazos, pues la pena para el esclavo que adulterara con la esposa de su amo era la de muerte.
Comprobé entonces cómo el pánico llevado a su extremo puede confundirse con el valor, y de qué manera la desesperación es capaz de trocar al gato en tigre, a la paloma en águila y a la lagartija en dragón. Pues sin casi yo mismo darme cuenta de lo que hacía, viendo al amo Cliwood llegar sobre nosotros me alcé del lecho con un grito y agarrando un jarro de metal que había sobre la mesa, lo primero a que pude echar zarpa, lo descargué sobre su cabeza con todas mis fuerzas, alcanzándole de lleno en medio de entrambas astas, con lo que se desplomó a tierra, nunca mejor dicho, como buey apuntillado.
Siguió un terrible silencio mientras se apagaban los últimos ecos del cacharrazo, que debió sonar como golpe de gong en toda la casa. Miré al ama Dunia, que parecía paralizada por el espanto, y luego a su esposo y señor derramado por tierra como un saco vacío. Y luego otra vez al ama Dunia.
—¡Me voy! —grité.
Salté hacia la puerta, preparado a huir hacia donde fuera, pero al punto me di cuenta de que el atavío, por decirlo así, en el que me encontraba no era el más apropiado para correr por las calles. Regresé entonces junto al lecho y me vestí con mayor rapidez que antes nunca lo hiciera, sin pronunciar palabra. El ama Dunia tampoco dijo nada, ni aun se movió del sitio en el que los acontecimientos la sorprendieran. Tan sólo, cuando ya terminaba, apartó la vista de su inánime esposo para clavarla en mí.
—¡Me voy! —repetí, sin ocurrírseme cosa mayormente ingeniosa que decir.
Y sin más salí corriendo de la habitación, y luego de la casa. Cierto que no sabía dónde ir, pero el conocimiento de lo que había hecho me ponía alas en los pies. Pues la suerte que las leyes sifanianas reservan al esclavo que mata a su amo convierte el castigo por fuga o por adulterio en unas agradables vacaciones.
¡Infortunado de mí! De nuevo el oficio citereo me arrancaba de una situación estable, si no agradable, para convertirme en perseguido y reo de los peores castigos. Y en esta ocasión yo era por completo inocente de lo sucedido, víctima sin culpa del lazo en el que la picardía del ama Dunia y la desconfianza del amo Cliwood me habían lanzado.
Detuve tan solo mi loca carrera cuando las fuerzas me faltaron, apoyándome entonces, jadeante, en el quicio de una puerta cerrada, en mitad de un calle desierta en la noche. Medité sobre lo que a continuación debía hacer, y fue terrible que mi mente, de ordinario tan viva e ingeniosa, no hallase ahora ninguna solución para escapar al aprieto en que me encontraba.
No había que pensar en ir al puerto espacial, bien que fuera idea tentadora, pues los capitanes astronavales, reacios a aceptar la presencia de un esclavo fugado en sus navíos, aún lo serían más si el tal fuese, además, perseguido por asesinato. Pensé también en alcanzar el puerto marítimo, robar una nave e intentar de algún modo llegar al continente oriental donde se decía que era posible adquirir una nueva personalidad. ¡Pobre de mí! Resultaba fácil hablar de robar una nave, pero sus propietarios buen cuidado pondrían en evitado, y buenas precauciones habrían tomado al respecto. ¿Qué sabía yo de violentar una cerradura o de efectuar un falso contacto que pusiera en marcha un motor? ¡Si apenas sabría, abierta y a punto la embarcación, dirigida sencillamente sobre las aguas del mar!
No había remedio, pasarían pocas o muchas horas y luego la eficiente policía sifaniana daría conmigo donde quiera que estuviese y me llevaría ante un poco amistoso tribunal. ¡Un esclavo que había asesinado a su amo! ¡Nada menos!
Quedábame el recurso postrero del fugitivo, el de procurar proporcionarme muerte dulce antes de que la justicia me la diera amarga, pero sabía que nunca encontraría valor para hacerlo. ¡Ah, mis perdidos dioses de Garal! ¡Ah, mi adorada Minerva Atenea, olvidada en mi cuarto, y muda testigo de mi desgracia!
La evocación de mi diosa, o quizá una inspiración procedente de ella me hizo tomar una desesperada decisión. En mi bolsillo estaban las llaves de la tienda, y en la tienda se hallaba la recaudación del día anterior. Decidí regresar a la casa y allí ¡muerto por uno, muerto por mil!, arramblar con todo cuanto hallara antes de que amaneciera, que no hay mejor llave que el dinero, y quizá ella me abriera el camino a una posible fuga. Así que deshice el camino corrido en la oscuridad, sin hallar nadie en las desiertas calles, hasta volver, como el proverbio no se cansa de repetir, al lugar de mi crimen.
Atisbé la casa, inquieto. Nada, quietud y oscuridad. ¿Acaso el ama Dunia no habría llamado a la policía, temiendo descubrir su funesta travesura? ¡Atenea de mi vida! ¿Acaso aún podría salvarme?
Penetré furtivamente por la misma puerta por la que escapara, sin hallar sino silencio y sombras. Pero cuando me disponía a cruzar el pasillo que habría de llevarme a la escalera y a la tienda, encendióse la luz y me encontré de manos a boca nada menos que con el ama Dunia.
Lancé un grito de susto, y creo que ella también, pues sin duda no esperaba mi presencia. En el momento siguiente salté hacia ella y puse mi mano en su garganta, al tiempo que le decía:
—¡Quieta! ¡No grites o te mato a ti también!
Chillona sonó mi voz, que no siniestra ni amenazadora como me habría gustado. Y tampoco era convincente la amenaza, ya que en el estado en que el miedo me tenía, perfectamente hubiera podido el ama hacerme besar las baldosas de un solo soplamocos. Pero en vez de hacerla, o mucho menos de asustarse, ella se echó a reír y me apartó con toda tranquilidad la mano que amenazaba o quería amenazar su cuello.
—¿Matarme a mí también, Gabrielillo? —dijo de buen talante—. Me matarías a mí sola, que bien vivo está mi marido, y pienso que ha de durar aún muchos años, para mi aburrimiento.
Me alegró la noticia, aunque no demasiado. Porque si ya no era criminal, poco aprecio habría de esperar de aquel cuya frente había quebrado después de ornarla.
Advirtió el ama Dunia mi miedo, y de nuevo rio.
—No debes preocuparte —dijo— que de lo ocurrido solo yo he tenido la culpa, y ya cuidaré de que no te ocurra nada malo. Ven que te explique lo que hemos de hacer, pero antes creo que podríamos acabar lo que estábamos haciendo cuando nos interrumpieron.
No estaba mi ánimo para cabalgadas nocturnas, o por lo menos así lo creía yo. Pero cuando regresamos a mi cuarto, del cual eché a faltar al momento el cuerpo del supuesto difunto, de tal forma actuó el ama Dunia que casi llegué a olvidar lo que me amenazaba. No fue aquello ya nava en explosión, sino cefeida variable que pulsaba apocalípticamente una y otra vez hasta perder la cuenta, y de creer a aquel viejo libro terrestre en que se decía que un trajín bien llevado pudiera hacer temblar la tierra, sin duda en aquella ocasión hicimos trepidar las tierras, vibrar los cielos y crujir los dientes a los dioses que tras ellos moraban.
Finalmente, aparecidas las primeras luces del alba, exhausto yo y calmada mi ama, condescendió ella a explicarme lo ocurrido después de escapar yo de la habitación, así como lo hecho por ella y lo que pensaba hacer.
Resultó que en el primer momento también creyó mi ama que el buen Cliwood había cruzado el Estigia, pero, con más ánimo que yo, quiso cerciorarse y pronto advirtió que, aunque maltrecho, aún alentaba. Siendo de natural robusta, logró arrastrarle mal que bien hasta su propio dormitorio, hecho lo cual llamó a la servidumbre y dispuso la llegada de un médico. El galeno, a quien se habló de una caída accidental por las escaleras, remedió lo que pudo y luego, tras tranquilizar a la doliente esposa, administró al interfecto una droga que le tendría tranquilo durante el resto de la noche y buena parte de la mañana. Despedido el doctor y vuelta la servidumbre a sus cámaras, el ama Dunia había velado al bello durmiente hasta que, al oír cierto ruido en el pasillo, salió para encontrarse conmigo.
—Pero cuando el amo despierte recordará todo, y me denunciará o se vengará personalmente de mí —me quejé, nada tranquilo.
—No estará en condiciones de tomar venganza —opuso el ama Dunia, sonriendo—. Al menos en unos días. Pero tienes razón, no puedes permanecer en esta casa, y es arriesgado que te quedes en la ciudad. ¿Sabes lo que haremos? Esta misma mañana, en cuanto abran el mercado de esclavos, te venderé a las cuadrillas de trabajo del continente oriental.
Aquel plan no me gustó mucho, pues la palabra trabajo jamás ha sido de las más gratas a mis oídos. Recordé, no obstante, que hacía tan sólo unas horas hubiera vendido cuerpo y alma por poder llegar, como fuera, a aquel mismo continente que se me ofrecía. Aun ahora, algo tranquilizado, la sola idea de enfrentarme con el amo Cliwood me daba sudores fríos, de modo que decidí resignarme.
—¿Y no me denunciará el amo? —pregunté.
Mi compañera de lecho rio ahora francamente.
—De que no lo haga me encargo yo —repuso—. Le recordaré que si denuncia el caso, éste no tardará en ser público, y la cosa no le gustará.
Reflexioné sobre ello, y convine que mi dueña tenía razón. La historia del bravo comerciante, a más de cornudo apaleado, no sería de las que aumentan la dignidad y favorecen el negocio. Por un instante estuve a punto de interesarme por lo que podría ocurrir al ama Dunia, pero opté por no meterme en asunto ajeno, que bastante tenía con el mío. Ya procuraría lidiar aquel toro, y pienso que no le resultaría demasiado difícil.
Así pues, tras reunir mis escasas pertenencias, dije adiós a aquella casa donde había sido si no feliz tampoco grandemente desgraciado, y seguí a mi dueña hacia el mercado de esclavos, donde habría de iniciar un nuevo capítulo de mi aventurera existencia.