Capítulo III

De cómo, recobrada la libertad, embarqué para el espacio en busca de tesoros, y de la menguada manera que los hallé.

Dícese que la idea de la muerte es tan insoportable a los humanos, que tan sólo guardan estos su cordura ausentándola de sus pensamientos hasta su definitiva llegada. Algo así ocurría en Garal con respecto a los megaros, cuya última visita había sido de tal modo grata que todos deseaban olvidada. La idea de una repetición de la fiesta era algo que nadie quería ni siquiera tomar en consideración, y más aún por no ser absolutamente improbable.

Y por ello, ante la sola palabra «megaros», todos parecieron enloquecer a mi alrededor. Arremolináronse los vehículos en el fútil deseo de dar media vuelta estorbándose mutuamente, formaron un terrible tapón y, finalmente los conductores y pasajeros los abandonaron a su suerte en medio de tremendo griterío.

No fueron más valientes mis tres amigos y conductores. Mientras los diáconos gritaban como sabandijas cogidas en un cepo, el padre Garfio se aferró al volante del deslizador como si se pretendiera campeón de una prueba deportiva.

—¡Los megaros! ¡Los megaros! —berreó.

Con un tremendo crujido, nuestro vehículo se estampó contra un gran carromato cuyo conductor corría ya campo a través con la rapidez de un olimpiónida. Al golpazo, una nube de aves de corral se disparó en todas las direcciones de la rosa de los vientos, uniendo sus voces a la confusión general.

Aquello fue demasiado para Garfio. Con un último chillido de miedo abandonó asiento y volante y se tiró del vehículo abajo, decidido a confiar a sus piernas la tarea en la que la mecánica le había fallado. Al punto le imitaron los diáconos, con lo que quedé yo sólo para hacer cara a los invasores, no tanto por la bravura de mi corazón como por las ligaduras que aún me ataban al asiento.

—¡Desatadme! —grité—. ¡No me dejéis aquí!

Pero de mis compañeros ya no se advertía sino tres bultos color cura que disminuían rápidamente de tamaño en la dirección del horizonte más próximo. Fue en vano que lanzara tras ellos las más terribles maldiciones e insultos, encomendándoles a la venganza de los dioses más mortíferos si no regresaban y me ponían en libertad.

En el pasado, con la tranquilidad de meditar sobre un mal ausente, había yo pensado en lo que haría en caso de una nueva invasión megara. Me había imaginado cien escondrijos en bosques o ciudades, cien rutas de fuga y cien artimañas para escapar de sus afilados dientes. Incluso, en momentos de exaltación, me había soñado luchando contra ellos, procurando llevarme por delante el mayor número de invasores posible antes de sucumbir. Pero ¡nunca hubiera llegado a sospechar que ante la llegada del temido suceso, me vería inmóvil y atado, como un sacrificio inerme a la gula de los alienígenas! ¡Oh no! Ya no quería llevarme por delante ni por detrás a ningún megaro, ni vender mi vida cara o barata. Tan sólo pedía a los dioses que alguien me liberara, comprometiéndome, caso de suceder así, a alcanzar y rebasar en un santiamén a todos los fugitivos que ya se perdían en la distancia. ¡Ah! Pero mi abandono era tan absoluto que hasta la comida que me habían proporcionado mis guardianes horas antes desertó de mí igualmente sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Entretanto, el camino de la ciudad seguía desierto, aunque temía que pudieran aparecer de un momento a otro las vanguardias megaras a bordo de sus pequeños deslizadores de combate o en sus naves voladoras. Pero en vez de ello, vi de pronto venir hacia mí un jinete vestido de espantache, gritando quién sabe qué y envuelto en una nube de polvo. Con lo que renació mi esperanza y lancé un grito que me salió de lo más hondo.

No sé si me llegó a oir el caballero, pero al llegar a mi altura freno el caballo y se me quedó mirando con extrañeza.

—¡Eh, paisano! —me dijo con toda tranquilidad—. ¿Qué haces ahí? ¿Quién te ha atado?

Recuperando mi presencia de ánimo, con grandes voces de ¡Caín, Caín!, referí al recién llegado cómo un malvado hermano mío me había dejado amarrado con el propósito de que los megaros me devorasen y así hacerse él cargo de la herencia familiar. Tras de lo cual le rogué que me soltase para que pudiera huir de tan fea suerte.

—¡Pero si no hay megaros! —rio con fuerza el jinete—. Eso es lo que estoy encargado de avisar. Cierto que ha venido una nave estelar, pero es humana. Toda la ciudad está en fiestas.

Así pues, no había megaros. ¡Y de nuevo Garal estaba en contacto con el universo humano! Grande fue mi alivio, pero al instante recordé que mis miserias distaban de terminar. Del mismo modo que, cuando el dolor fuerte pasa, volvemos a sentir el picor de la rabadilla que aquel había ocultado, al desaparecer la amenaza megara torné a recordar a mis buenos amigos Garfio y los diáconos que, sin ninguna duda, se alegrarían tanto como yo de que la alarma fuera falsa para regresar junto a mí y poder culminar la tarea comenzada. Así pues, rogué de nuevo al jinete para que me pusiera en libertad, no fuera que aquel mi hermano malvado regresara y me hiciera objeto de algún nuevo ultraje.

Puede que recelara algo de la historia mi interlocutor, mas quizá pensando que quien abandonaba atado a un prójimo ante la amenaza megara no debía merecer la menor consideración, extrajo de su cintura un estilete y, descendiendo de su corcel, rompió mis ataduras. Disculpóse luego con la necesidad de alertar a otros, montó de nuevo y salió para siempre de mi historia, los dioses recompensen su caridad.

Libre al fin, medité que el Templo me debía todo el caudal reunido gracias a las nalgas de la Citerea, por lo cual arramblé con los saquetes de doblas guardados en el deslizador, pues es sabido que no hay mejor amigo para el fugitivo. Estropeé después y a conciencia el ingenio, no fuera a servir para mi persecución; su lujo y notoriedad le hacían peligroso para mi propio uso.

A punto de dejar el vehículo con la intención de poner pies en polvorosa, advertí la pequeña estatuilla que representaba a mi diosa, la sin par Atenea, realizada por los artífices samoritas. Tras alguna duda, cogíla igualmente, pues pensé que la oportuna llegada de la nave estelar y el susto megaro que trajo consigo muy bien pudiera ser hazaña de la hermosa y sapiente deidad que me era tan simpática. Dejando en el pasado mi incredulidad, me prometí llevar conmigo por siempre, y honrar como se merecía la imagen de mi salvadora. Que de tal modo los peligros despiertan la fe religiosa de los hombres.

Reunido mi equipaje, hice requisa de un carricoche que me pareció ligero, elegido entre los muchos que sus dueños habían desamparado, y púseme en marcha hacia la capital.

Primera cuestión a considerar era la de mi indumentaria, denunciante —a más de sucia— de mi condición de acólito. Así pues, tras dejar el carricoche al cuidado del guardia urbano de la puerta, a quien dije haberlo recogido tras haberse desbocado el caballejo que lo impulsaba, penetré primeramente en una sastrería y luego en una casa de baños, que buena falta me hacía. A costa del dinero sacerdotal, no tardé en cambiar por completo de apariencia, quedando tan contento yo como quienes me prestaron el servicio y a quienes pagué con generosidad.

Limpio y bien vestido, me decidí al fin a pasar el mal trago de llegarme a mi madre y explicarle mis diferencias con el Templo. Al menos me despediría de ella antes de partir para el Sur, hacia las tierras continentales del Trópico, en la esperanza de escapar a la venganza sacerdotal.

Llegué ante la casa, que no era la que conocía, sino el domicilio de aquel Zenón Barca, mi padrastro, con quien tan poco me ilusionaba encontrarme. Pero no se dio el caso; tras llamar varias veces inútilmente a la puerta, asomó por la vecina una horrorosa vieja que me dijo con ásperos modos que el matrimonio había salido de viaje, no esperándoseles antes de un mes.

Hube pues de resignarme a partir sin despedirme de mi madre, a quien ya nunca volvería a ver. Y mi destino hubo de quedar sellado a poco de abandonar aquel edificio.

Ocurrió que cuando marchaba por la calle cabizbajo y sin saber muy bien qué hacer a continuación, me llamó la atención un musical estrépito que procedía de una plaza cercana, y hacia allí encaminé mis pasos.

¡Qué espectáculo! Ondeaba allí una gran bandera y junto a ella dos robotes como los que nos describieran nuestros mayores pero nunca se habían visto en Garal desde hacía generaciones. Ambos tocaban una estruendosa marcha con diversos raros instrumentos. Ocioso es decir que la plaza estaba llena de curiosos, y las ramas de los árboles cargadas de chiquillería.

Cesó la fanfarria, y junto a la enseña apareció un individuo casi cuadrado, tocado con una gorra extravagante. Antes de que empezara a hablar caí en la cuenta de que el sujeto debía pertenecer a la nave estelar que tan gran susto nos había proporcionado. Ello me fue confirmado apenas inició su discurso, tanto por el extraño acento que tenía, como por las cuestiones que abordó.

—Sabed, hombres y mujeres de Garal —dijo— que el famoso capitán Dudley, de la nave estelar Karamán, alza bandera con el permiso de las autoridades de este planeta para reclutar a todos los hombres fuertes y valerosos que deseen unirse a él para viajar a las estrellas. Tiene el propósito nuestro ilustre capitán de dirigirse a los mundos de la Nebulosa Púrpura, célebres por sus tesoros, para conquistarlos y derribar a los reyezuelos que tiranizan a sus pueblos, llevando a ellos los beneficios de la civilización galáctica. El capitán Dudley os ofrece buena paga, una vida de acción y la oportunidad de enriqueceros en los nuevos mundos. ¡Pensadlo bien, hombres de Gara!! Con el anochecer de mañana partirá de nuevo nuestro buque hacia las estrellas y con él desaparecerá la mayor oportunidad de vuestras vidas. ¡Mañana durante todo el día estará abierto el banderín de enganche en la Posada del Lagarto Verde, junto a la Plaza del Comercio!

Cesó de hablar el nauta de las estrellas, y a continuación los dos robotes reanudaron su música. Pero ya aquella invitación me había llegado al alma. ¡Era precisamente lo que necesitaba! Dejar el planeta y en él, con dos palmos de narices, a mis clericales perseguidores. Cierto que el reclutador había hablado de «hombres fuertes y valerosos» y mi humilde persona, si poco de lo primero, nada absolutamente tenía de lo segundo. Pero confiaba que mi ingenio natural me serviría en aquellas fantásticas conquistas estelares, y aún me valdría para alcanzar la riqueza.

El primer problema que se me presentaba era el de encontrar un lugar donde pasar la noche sin riesgo de ser sorprendido por Garfio y sus dos sayones, de los que algo me decía debían estar persiguiéndome de cerca, quizás ayudados por la policía. Recordé haber oído hablar de cierto elemento que, sin excesivas preguntas, alojaba en su casa a quien bien le pagara, y a ello me acogí, fingiendo ser curioso llegado de un pueblo cercano al anuncio de la nave estelar, y tapando bocas y oídos de mi anfitrión con buenas doblas, lo que me hubo de valer una noche tranquila.

A la mañana siguiente, lo primero que hice fue personarme en la Plaza del Comercio, y la hallé llena de gente como si un gran festival se celebrara en ella. Interminable fila de aspirantes aguardaba turno para alistarse, no en vano abundaban en Garal los mozos sin fortuna, ganapanes sin pan que ganar, caballeros de la vagancia y buscarruidos de todo tipo a quienes la ocasión aparecía que ni pintiparada. Observé, también por suerte, la presencia de tal cual córvido policial atisbando la fila como quien no le da importancia a la cosa, lo que me hizo preferir los caminos indirectos; me trasladé al patio interior de la posada, que conocía por mis andaduras infantiles, tiré de la bolsa para engrasar a dos mozos y una maritornes que me salieron al paso y no tardé en verme en el interior del edificio. La suerte pareció acompañarme; en aquel instante, el propio capitán Dudley, acompañado por dos de sus oficiales, apareció de pronto, topandome yo de bruces con ellos.

—¡Señor capitán! —grité al momento, poniéndome delante—. ¡Señor capitán!

Detúvose el héroe de los espacios, con algo de fastidio, al tiempo que uno de los oficiales me preguntaba qué quería.

—Habéis levantado bandera para viajar a las estrellas —expliqué, aplicando el tratamiento que se debe a gente tan importante— y aquí tenéis un voluntario para acompañaros hasta ellas.

Me miró entonces el capitán, y yo le miré a él, admirando su jeta tostada por quién sabe qué soles y la cicatriz de algún fiero combate que le cruzaba la mejilla izquierda.

—Muchachito, vuélvete a tu casa —gruñó, con lo que mi gozo se hizo pozo.

—¡Señor capitán! —me permití insistir—. Quizá no sea muy fiero mi aspecto, pero ved que he estudiado números y que soy buen contable, como os puedo demostrar cuando gustéis. Y si es cierto que vamos a conquistar tantos tesoros, bueno es que haya alguien para tomar nota de su cuantía y preparar el reparto de ellos entre todos los que los ganaron. Llevadme con vosotros y os prometo que no os arrepentiréis.

Frunció el ceño el capitán, dudoso. En esto uno de los oficiales sonrió y le dijo al oído algo que pareció mejorar su humor.

—Bien —accedió finalmente— baja y ponte en la fila de los que firman el enganche. Si el recluta dar te pone alguna pega, dile que has hablado conmigo.

—¡Pero señor capitán! —me permití insistir antes de que se alejara—. Si me he atrevido a acercarme a vos se debe a la presencia de unos moscones vigilantes en torno al banderín de enganche; son gentes que me quieren mal y de verme sin duda me impedirían gozar de vuestra compañía y del viaje a las nebulosas.

Ahora sí que se echó a reír el nauta estelar, así como sus lugartenientes.

—¿De modo que es eso? —preguntó en tono más festivo, y luego, volviéndose al oficial más próximo, ordenó:

—Aníbal, saca de mi habitación un impreso de embarque y házselo firmar a este muchacho. Que tenga lo que pretende y que le sea de provecho.

Marchóse el nauta antes de que pudiera expresarle mi agradecimiento, y su subordinado me condujo hasta la habitación más lujosa de la posada, que los navegantes estelares habían alquilado. Hízome allí firmar un documento, y luego me despidió advirtiéndome que estuviera en la nave antes de las diez de la noche bajo el peligro de quedarme en tierra, tranquilizándome en el sentido de pertenecer desde aquel momento a la gente del navío y no tener nada que temer de autoridad ni de particular alguno del planeta Garal, con lo que me fui bastante animado.

Tal fue mi optimismo que eché por la borda mis antiguos temores y, suponiendo que la dobla garaliana no tendría curso ni en la nave estelar ni en los nuevos planetas en los que pronto me hallaría, decidí poner con amo lo que me restaba de botín, pensando resarcirme con ventaja luego a costa de los tesoros siderales. Entré así en una afamada casa de comidas, que en mi niñez siempre fuera para mí ejemplo de paraíso prohibido, y me regalé con el mejor yantar que fueron capaces de servirme, manjares nunca antes probados por mí y con vinos que jamás pensara podría catar.

No acabó ahí la cosa, sino que al salir me topé con dos tripulantes de la nave, a los que me di a conocer como futuro compañero de andanzas y les hice en el acto mis camaradas, pasando a serles guía y mentor de la ciudad al tiempo que generoso anfitrión a costa del Templo. Sorprendidos y contentos ellos por la invitación, iniciamos el recorrido por las principales tabernas donde se rendía culto al dios de las vides y de la alegría.

Entre una y otra libación, pregunté a mis nuevos amigos por el estado de la galaxia, que ellos debían conocer y yo no. Respondiéronme que todo seguía igual desde el derrumbe del Imperio, cada astro en su sitio y el radamante con todos. Aunque luego dijeron que era probable que pronto se creara un nuevo y glorioso estado imperial, y que caballeros como Dudley tendrían gran mérito en ello por su labor civilizadora entre los astros.

Meditaba yo que la tal labor civilizadora suele consistir en el trasiego de riquezas de la bolsa del civilizando a la del civilizador, pero no expresé mi pensamiento en voz alta. Me interesé, sin embargo, sobre las perspectivas de la próxima campaña en la que yo participaría. Hiciéronse guiños mis camaradas el uno al otro, y respondieron con grandes risas que realmente había tenido yo mucha suerte al embarcarme con su capitán, ya que de todos los que antes lo hicieran, no había uno que no hubiera alcanzado la riqueza, y muchos habían quedado gobernantes de mundos y naciones, servidos como príncipes y rodeados de bellezas complacientes. Alegróme mucho esto, y los tres brindamos por los planetas de la Nebulosa Púrpura, próximo objeto de nuestras ansias civilizadoras.

De la adoración de Baco pasamos a la de Venus, para lo cual irrumpimos en casa de unas simpáticas damiselas que, al conjuro de las doblas, recibiéronnos con los brazos y las piernas abiertos. Visto que aún quedaba metal en mi inextinguible Cuerno de la Abundancia, invité a clientes, pupilas, chulos y empleados, corrió el vino y tal fue la algazara que finalmente se hizo cama redonda en el salón y gozamos todos de los placeres citereos como descosidos, puntualizándolos con toda suerte de chanzas y donaires, riendo y cantando, flotando en los vapores vínicos y ebrios, al fin, tanto de estos como de simple alegría. Parecíame aquello un venturoso anticipo del futuro derroche que de los tesoros siderales pensaba yo hacer una vez obtenidos.

Hallábase la juerga en su apogeo cuando me cogieron por el brazo con fuerza. Me volví, pensando que alguna de aquellas ninfas quería atraerme a su regazo, y cual no fue mi espanto al encontrarme cara a cara con el padre Garfio, que me agarraba con la energía propia de su nombre, en tanto me contemplaba con los ojos centelleantes.

—¿Así despilfarras el dinero del Templo que has robado, rata? —me gritó con furia—. ¡Pues andando de aquí, que vas a recibir tu merecido!

Se evaporaron de mi cerebro en un instante los vapores de Baco, y quedé paralizado por el horror, no acordándome sino de aquel cruel refrán que me pronosticaba horca segura. No encontré fuerzas para defenderme, ni voz para protestar, y cuando Garfio tiró de mí, le seguí dócilmente, aniquilado, viendo alejarse para siempre los tesoros del espacio y la nave que me había de llevar a ellos.

Salvóme entonces uno de mis nuevos camaradas que, sorprendido ante el silencio que se hizo en la sala, se sobrepuso a la situación y avanzó decidido hacia mi aprehensor.

—Téngase quieto el señor sacerdote —se encaró con él, amenazador—. Que ese muchacho es compañero nuestro y ha de embarcarse en la nave Karamán esta noche, mal que a vuestra eminencia pese.

Vi entonces que los dos forzudos diáconos habían acompañado a Garfio en su irrupción, y que uno de ellos empujaba rudamente a mi defensor, al tiempo que le decía:

—¡Quítate de enmedio, borracho! Que este ladrón no embarcará en otra nave que la de Caronte, luego que se le haya ahorcado.

Quizá algo hubiera añadido de no estrellarle al punto mi camarada en su cabeza la botella medio vacía que tenía en la mano. Estalló una horrible chillería entre las damas, en tanto todos se arremolinaban en torno nuestro.

—¡Vamos, hay que sacarle de aquí! —gritó el buen Garfio, apurado—. Y estad quietos vosotros, que éste ha pecado contra el Templo, y la policía está abajo.

Tiró de nuevo de mí hacia la puerta, pero ya por entonces la desesperación había vencido mi inicial parálisis y, aunque pacífico soy, me defendí con una tremenda patada dirigida a mi aprensor. Fue alcanzado el malhadado Garfio precisamente en la parte anatómica que en establecimientos como en el que se hallaba suele ejercitarse, de forma que, sin ser yo pontífice, me hizo una amplia reverencia, dejándome libre.

Vacilé, viendo por todas partes diáconos que hacia mí se dirigían, como si en vez de dos fueran doscientos, y en esto alguien apagó la luz. Redobló el tumulto, y una vez más sentí una mano sobre mi brazo, pero esta vez resultó amiga, y perteneciente a una de las damiselas de la casa.

—¡Ven conmigo! —apremió.

Con lo cual comprendí que mi generosidad no había sido en vano, y que tanto las dríadas de aquel árbol como los faunos que las guardaban y aun los sátiros que las requerían estaban de mi parte. En efecto, en medio de la oscuridad y entre gritos de «¡muera el sacrílego!» y «¡por allí, por allí, que escapa!» repicó un chubasco de palos que, por los aullidos de dolor, debió descargar íntegro sobre los lomos de Garfio y sus secuaces. Aun antes de salir por excusada puerta puede oír las voces que lanzaba un chulo en tanto que daba gusto al garrote.

—¡Toma, ladrón, y así aprenderás a no robar el bendito dinero del Templo! —sin que las protestas del diácono que era su víctima sirvieran para enterarle del error que cometía.

Reía de buena gana mi conductora, en tanto que a mí aún no se me había pasado el susto. Estábamos junto a la puerta de salida trasera que no falta en ninguno de aquellos establecimientos, cuando alguien chistó, y una segunda ninfa se unió a nosotros, llevando un lío entre las manos.

—Aquí tienes tu ropa, tu bolsa y la estatua de tu diosa —me dijo—. Vístete mientras yo bajo a ver si la policía anda cercana.

Hízolo así en tanto que yo me vestía, admirándome que mi bolsa me hubiera sido devuelta, y meditando que hay más honradez en ciertas mujeres de la vida que en numerosos altos cargos del Templo. Recogí también la pequeña estatua de Atenea, a quien agradecí el haber salido tan bien del trance.

Chistó de nuevo la exploradora, anunciando que la costa estaba huérfana de moros, tras de lo cual besáronme ambas y abandoné aquel amable establecimiento para no volver más a él.

Quizá se me reproche no haber aguardado a mis dos camaradas de la nave estelar, o al menos no haberme cerciorado de que salían con bien de la cuestión, pero no pude menos de considerar que ellos eran a la vez más robustos y menos buscados que yo, por lo que no me retardé en correr cuanto pude por las oscuras callejas que en aquella parte de la ciudad había, temeroso a cada momento de escuchar el policial «¡a ese!» o sentir la mano de la Ley sobre mi hombro. Lo cierto fue que, por haber mentido Garfio al señalar la presencia de los policías, o por haber permanecido éstos ante la puerta principal, nadie turbó mi fuga.

Había ya anochecido, y la hora de presentarme en la nave estaba cercana, no conviniéndome en modo alguno retrasarla, al haber oído mis enemigos de labios del camarada mi propósito de embarcar en ella. Así pues enfilé hacia la Puerta Negra y allí acordé con el dueño de un vehículo a motor que me llevara al astropuerto. Muchos eran los que seguían dicho camino, y nadie nos detuvo en él.

Magnífico era el aspecto de la gran nave, vasta como una colina y brillante como un espejo. Los nautas estelares habían establecido un campo alambrado en torno a ella, pero eran muchos los garalianos que entraban y salían por las puertas de aquél, al parecer sin control alguno. De modo que me acerqué con precaución y, vista la falta de peligro, me colé dentro del recinto, saliendo así de la jurisdicción garaliana y escapando a la saña de mis adversarios.

Ya con más tranquilidad, acudí a un nauta estelar, que me dijo no ser posible todavía entrar en la nave. Así pues consumí mis últimas horas en el mundo que me vio nacer paseando en torno a la nave y observando la multitud de trajinantes, vendedores y mendigos, a más de los aspirantes al viaje y los mismos marinos del espacio, que voceaban, reían y discutían. Muy flaca había quedado ya mi famosa bolsa con las anteriores sangrías, de forma que compré de qué cenar a un marchante, me animé con los últimos tragos de vino y, recordando luego las normas de la caridad que los dioses recomiendan, repartí el resto de las doblas entre los menesterosos, con gran jolgorio por su parte ya que poco acostumbrados estaban a tales generosidades.

En esto surgieron de la nave unos robotes, haciendo sonar sus trompas con gran estrépito, tras de lo cual un oficial provisto de altavoz ordenó que nos pusiéramos en fila y fuéramos entrando por la principal compuerta. Hecho lo tal, con no poca confusión, se inició nuestra aventura.

Pensaba yo que la identidad de cada embarcado sería debidamente comprobada, pero nada de eso sucedió. Nos vimos de pronto en un amplio salón de paredes metálicas, alumbrado por extrañas luces brillantes. Nautas estelares empezaron a agruparnos, llevándonos a varias puertas que desembocaban en pasillos también metálicos. El aire estaba lleno de conversaciones y de risas excitadas.

Personalmente, no era yo de los menos impresionados ante la idea de que pronto surcaría los espacios rumbo de otros planetas y mil aventuras. Seguí con toda docilidad, junto con los de mi grupo, al nauta que nos indicaba el camino, y pronto fuimos todos introducidos en una rara sala sin ventanas, ocupada principalmente, aparte de por varios aparatos de uso incógnito, por un conjunto de estrechísimas literas situadas unas sobre otras, hasta llegar al techo.

—Muchachos, idos metiendo en las camas —ordenó nuestro guía.

Hubo un unánime murmullo de protestas.

—¿Es que tenemos que dormir? —gruñó un garaliano, no muy de acuerdo con la idea.

—Y por bastante tiempo —asintió el nauta—. No pensaréis que íbamos a transportar tanta gente despierta, comiendo, bebiendo y respirando. Vamos, quitáos toda la ropa y dejadla cada cual en el cubículo con el número de la cama donde os metáis. ¡Vivo, que no puedo quedarme aquí mucho tiempo!

Sentí que la carne se me ponía de gallina. ¡Dormir, dormir durante todo el viaje! Aquello no se nos había dicho. ¿Qué quedaba de mis sueños de avizorar las brillantes estrellas desde la sala de mandos, solazarme con la belleza de las nebulosas y advertir la llegada de cada planeta que habría de ser escenario de mis hazañas?

Arreció el coro de protestas. El nauta extendió las manos con ademán apaciguador.

—¡Silencio! —exclamó—. ¡Silencio he dicho! De momento sois reclutas, y no debéis sino obedecer las órdenes que se os den. ¡Pensad que vuestro viaje será más fácil que el de la tripulación! Cerraréis los ojos y ¡hop!, al abrirlos de nuevo estaréis ante un nuevo mundo, en la Nebulosa Púrpura. ¡No sabéis la suerte que tenéis!

Los garalianos rodeamos al guía, todavía no muy convencidos.

—Mirad —y el nauta señaló unos tubos en el techo—. Dentro de unos minutos entrará por allí un gas que llamamos stasis y que dejará vuestras funciones vitales en suspenso. Luego la cámara se enfriará hasta poco por encima de cero grados, y permanecerá así hasta que lleguemos a nuestro destino.

Puesto que nada había que hacer, me resigné a mi hado y empecé a quitarme la ropa, imitado por algunos. Otros exigían que se les permitiese primero satisfacer sus necesidades, a lo que el nauta accedió, aburrido, indicándoles una puerta al otro lado del pasillo.

Elegí una litera y, antes de meterme en ella, localicé el cubículo que, en la pared de enfrente, ostentaba el mismo número. Allí dejé, no sin dificultades, pues era muy estrecho, mis ropas y la estatuilla de Atenea, que constituían ahora todas mis pertenencias. Varios garalianos protestaban a mi alrededor de lo exiguo de aquellos depósitos y los que portaban maletas y mochilas no tuvieron más remedio que dejarlas amontonadas en el suelo de cualquier modo.

Me introduje luego en la litera, ligeramente acolchada y nada incómoda, pero tan estrecha que me hizo pensar al momento en la tumba. Los hombres quedaban almacenados allí como suelen estar los troncos en una serrería, en apretadas filas y unos sobre otros. Se oían jadeos y palabrotas de disgusto, mientras que todos se iban acomodando.

—¡Vamos, muchachos! —apremió el nauta, empujando a los rezagados—. ¡Ya hemos perdido demasiado tiempo!

Oí los últimos pasos apresurados y luego el metálico ruido de la puerta al cerrarse herméticamente. Por un instante sentí un verdadero pánico ante lo que iba a suceder. Luego, de improviso, noté un irresistible peso en los párpados y mis ojos se cerraron. ¿Un segundo? ¿Una hora? ¿Un mes? Me quedó el recuerdo deshilvanado de mil sueños o pesadillas, junto con la impresión paradójica de que no había pasado ningún tiempo apreciable desde que cerré los ojos.

La primera sensación fue la del mal olor. Una intensa peste llegaba a mi nariz, procedente de algún lugar cercano. También había voces junto a la litera.

—Con éste son siete —dijo alguien, disgustado.

—Podría ser peor —respondió otra voz—. ¡Ah, ocho con el de allá!

El hedor se intensificó.

—Este se ha deshecho —dijo la primera voz.

Quise moverme y no pude lograr sino un ligero temblor. Intenté luego hablar, y tan solo fui capaz de producir una serie de gruñidos.

Gruñó alguien en mi respuesta, y luego otro y otro, hasta parecer que una gran caterva de cerdos hubiera sido allí encerrada.

—¡Silencio! —gritó alguien que sí podía hablar—. ¡Callaos vosotros!

Nada podía ver, pues me había introducido en la litera con la cabeza para adelante. Advertí, eso sí, que poco a poco mis músculos iban recobrando la facultad de movimiento, y pugné por arrastrarme hacia atrás, para salir de mi indeseado lecho.

—¡Venga, vosotros! —aulló sin ninguna amabilidad—. ¡Id saliendo!

Me deslicé hasta que logré salir. Y en el acto caí al suelo, puesto que estaba aún muy débil. Aquel condenado gas no me había sentado muy bien, pensé, y añoré un buen trago del remedio de Baco para entonar mi cuerpo.

Mientras luchaba por ponerme en pie, otras figuras desnudas fueron saliendo de las literas como abejas de un panal. Poco a poco, una pequeña multitud se fue reuniendo, agarrándose a las paredes, y ensayando algunos tímidos pasos. Algunos nautas nos contemplaban, socarrones.

—¡Vestíos! —rugió uno de ellos, arrojando un lío de ropa blanca, al que todos nos quedamos mirando estúpidamente.

—¿Pero dónde están nuestras ropas? —vaciló alguien. Antes de que la respuesta llegara, otro garaliano empezó a dar gritos indignados.

—¡Mi maleta! ¡Mi maleta!

La atención de todos se dirigió a los cubículos, y entonces fue cuando vimos que se nos había despojado. Aquellas estrechas taquillas habían sido abiertas y en su mayoría estaban vacías. Las maletas y mochilas aparecían violentadas y parte de su contenido esparcido por el suelo.

—¡Vestíos, digo! —volvió a ordenar el nauta—. No necesitaréis equipaje adonde vais.

Algo me decía que las cosas no se estaban desarrollando de la forma que nos prometieran. Procuré andar hacia mi propia taquilla y vi que mis ropas habían desaparecido. Por fortuna la estatuilla no debió despertar la codicia de los saqueadores, y aparecía caída en el suelo, indemne.

—¿Hemos llegado ya a la Nebulosa Púrpura? —preguntó, soñoliento, un muchacho joven.

La cuestión levantó grandes risas entre los nautas.

—¡Sí, claro que has llegado! —respondió uno—. ¡Vístete, que dentro de unos momentos empezará la conquista!

Un chillido llegó desde el otro extremo de la sala.

—¡Eh! ¡Este hombre está muerto! ¿Qué ha pasado?

Los nautas, cansados, empezaron a repartir empellones, amenazando con los peores males si no nos colocábamos con rapidez la basta camisa y el pantalón corto que a cada cual correspondía. Tan sólo uno, que parecía ser el jefe, se dignó contestar al que había gritado.

—¡Sí, está muerto! —explicó—. Y habéis tenido suerte. Corrientemente quince de cada doscientos no se despiertan, y en vuestro grupo solo han muerto ocho.

Sentí que las piernas me flaqueaban al comprender el significado de aquellas palabras. Algunos garalianos se desahogaron con furiosas maldiciones, y no faltó quien intentara agredir a los nautas, siendo fácilmente derribado por éstos.

—¡Ea, se acabaron las contemplaciones! —amenazó el jefe de los que habíamos considerado nuestros amigos—. ¡Vestíos todos, y a formar en fila!

Para puntualizar esta orden, tanto él como sus secuaces habían desenfundado unas porras de inquietante aspecto.

Por lo que yo, siempre ecuánime y dócil cuando otro remedio no queda, me embutí en el áspero uniforme blanco que se me ofrecía y fui de los primeros en formar ante la puerta. Los remisos recibieron primeramente varios puntapiés, y luego el simple contacto de una porra con la piel de uno de ellos le envió a tierra chillando y retorciéndose, cosa que me dijo que aquellos instrumentos no eran tan sólo objetos contundentes.

Salimos todos al pasillo, donde nos unimos a otras corrientes de hombres, todos vestidos de blanco, que brotaban de las restantes cámaras acuciados como ganado por brutales nautas. Aún débiles, tropezábamos unos con otros, nos tambaleábamos y a veces debíamos apoyamos en las paredes de metal para no caer, en tanto se nos gritaba y se agitaban las terribles porras bajo nuestras narices. Como el traje blanco carecía de bolsillos, hube de conservar mi única pertenencia, la efigie de Atenea, sujetándola en la mano.

Tropezón tras tropezón y sin saber cómo, nos hallamos de pronto fuera de la nave. Brillaba un sol más blanco que el de Garal, y la gravedad era ligeramente menor, lo que nos indicó que habíamos llegado por fin a uno de los soñados planetas exteriores.

Pero nuestra llegada en nada se parecía a una conquista, más bien al contrario. Pues apenas puestos nuestros vacilantes pies en el cemento del espaciopuerto, los nautas que nos hostigaban cedieron paso a una banda de gaznápiros de uniforme verde, policías o soldados, armados éstos de látigos. Eran por fortuna de raza humana, y su idioma, aunque con desconocido acento, resultaba inteligible para nosotros. Así, al pasar junto a un par de ellos, pude oír un revelador comentario:

—¡Buena tanda! —decía satisfecho uno de los tales—. Con tanta oferta espero que bajarán los precios en el mercado.

Con lo que la desagradable verdad, ya antes sospechada, se hizo evidente. El noble capitán Dudley habíanos trasladado allí con el exclusivo fin de vendemos como esclavos.