De mi vida en el seno del templo hasta que, por causa de las nalgas de Venus Afrodita me vi forzado a dejarlo, y de mi triste retorno a la capital de Garal.
Cómoda y sin incidentes transcurrió mi vida de acólito en el Templo de Minerva Atenea, sirviendo a los sacerdotes de la tal deidad, estudiando con provecho y, más que otra cosa, rezando a todas horas. Y debería añadir que con sinceridad, pues la diosa de la sabiduría comenzó a serme simpática y de veras llegué a desear que realmente existiera en algún apartado repliegue del espacio y el tiempo. De acuerdo con su biografía, concienzudamente estudiada por nosotros, no era ella celosa como Juno Hera, voluble como Venus Afrodita ni vengativa como Diana Artemisia, sino persona seria en el Olimpo y bondadosa entre los dioses, protectora de ciudades y dispensadora de ciencias y saberes, bien que no muy paciente con quien le buscara las cosquillas, pues más de una vez echó de un linternazo patas arriba a su turbulento hermano Marte Ares, cuando el bélico dios hizo o intentó alguna barrabasada o maldad. Convertíla en lema y guía de mi vida, y quizá me enamoré infantilmente de su imagen, sin ser en ello el único dentro de mi juvenil promoción.
De cualquier modo, mis dos primeros años de estancia en el Templo fueron muy aprovechados, y nadie hubiera dudado que al alcanzar la quincena yo pasaría al primer diaconado con toda facilidad y que, posiblemente, cinco años después me convertiría en uno de los más santos y píos sacerdotes que el planeta pudiera conocer. ¡Ah! ¡Cuán cierto es el dicho de que si los hombres proponen son sólo los dioses los que disponen!
En aquel venturoso período acordéme grandemente de mi madre, y en una sola ocasión me fue permitido hacerle una visita, aprovechando el viaje de un amable sacerdote que se ofreció a llevarme a la capital y volverme luego a traer. Sostuve, desde luego, abundante correspondencia con ella y nunca estuvo alejada de mis pensamientos, como estoy seguro que yo tampoco de los suyos. Había quedado muy sola con mi partida y, dos años después de ésta, supe por carta que había concertado casarse con cierto ganapán capitalino, de nombre Zenón Barca, y de oficio maestro carpintero. No acogí con gusto la noticia, aunque luego medité no ser justo que mi madre, aún joven y bien parecida, permaneciera en la soledad el resto de sus días tan sólo por darme gusto.
Cumplidos los dos años de estancia en el templo de Minerva Atenea, salimos a recorrer mundo en compañía de nuestros sabios mentores sacerdotales, a quienes debíamos servir de criados y asistir en sus tareas eclesiásticas, la principal de las cuales era el negocio del préstamo. Y como mi amada y sapiente Palas había infundido en mí una gran facilidad para el manejo de los números y una extraordinaria agilidad a mis dedos en el del ábaco, no es jactancia recordar que ciertamente les fui de considerable ayuda a los sacerdotes a quienes serví y que quedaron muy satisfechos con mi productiva asistencia.
El azar nos llevó en nuestro recorrido de templo en templo, en dirección opuesta a la de la capital, y no me apené mucho por ello pues, si bien deseaba volver a ver una vez más a mi madre, sentía también una invencible aversión a verme en presencia del Zenón Barca y temía provocar alguna situación que en nada beneficiaría a ninguno de los tres protagonistas. Me alegré, por todo ello, de poder dar tiempo al tiempo y disponer de alguno más para irme acostumbrando a la nueva situación familiar antes de afrontada.
Inicié la marcha, bajo los auspicios del sabio padre Garfio, recorriendo la carretera central hasta el montañero puerto de Espantacuervos, haciendo noche en él para, al día siguiente, descender a la llanura oriental en la que se alzaba la ciudad de Sanmarcia, nuestro primer objetivo.
He de reconocer que gocé durante todo el viaje. Nuestro deslizador se cruzaba con toda clase de gentes y vehículos, y por añadidura lucía un sol esplendido. Tras la larga reclusión apenas interrumpida del Templo de Minerva Atenea, el aire libre era una bendición. Y el buen Garfio debía sentir algo parecido, pues pocas veces le vi de tan buen humor.
—¡Paz y prosperidad, Gabrielillo! —decía, más contento que unas pascuas—. ¡Paz y prosperidad! Dime si no es cierto que con un gobierno justo y eficaz y con la indispensable piedad hacia los dioses, todas las heridas pueden ser curadas. Tráigannos los inmortales un nuevo imperio, si a su divina voluntad se le antoja así, pero en el caso de que no lo hagan, bien tranquilos y prósperos estaremos los garalianos en tanto se atienda la adoración de los dioses y las justas necesidades de quienes les sirven.
Respondí que en ello tenía razón, pero que quizá esa misma prosperidad pudiera traemos desagradables sorpresas, y caernos de los cielos no los mensajeros de un nuevo imperio galáctico, sino otra vez los megaros con más hambre que nunca. Ante lo cual él se echó a reír de buena gana.
—No debes hacer caso de los cuentos de miedo del buen padre Zacarías, hijo mío —me tranquilizó—. Esos abortos del averno no volverán por aquí, a no ser que nuestra impiedad les llame. Tienen toda la galaxia para merodear y acaso el gran Júpiter Imperator haya ya hecho que se devoren los unos a los otros. Prósperos lo somos ya, y cada año más que el anterior ¿Por qué no han venido a comernos, si es cierto que desde el espacio nos vigilan?
Callé prudentemente, aunque hubiera podido decir a mi optimista compañero que, si bien el Templo era próspero, aún quedaba demasiada miseria en Garal como para desmentir el agradable cuadro en el que él se complacía. Pero el buen padre tomó mi silencio como aquiescencia, mostrándose con ello tan complacido que no me atreví a decir nada.
Mediada nuestra segunda jornada de viaje, avistamos al fin la bella ciudad de Sanmarcia, bañada por el río Artache, lo que nos llenó de gran alegría.
Hallábase la ciudad consagrada al diligente Mercurio Hermes, cuyo gran templo pontifical se perfilaba en la lejanía. Tal devoción resultaba muy apropiada, pues ninguna otra deidad sería tan acorde con el carácter, costumbre y oficio de los sanmarcianos. Suélese representar al Argicida con alas en el casco y los talones, y piénsase que igualmente debe tenerIas en los diez dedos de sus manos, tan ligeros son éstos en la tarea de explorar bolsas ajenas. No en vano Mercurio Hermes es dios del comercio y del hurto, y de él se cuenta que, apenas recién nacido, robó un rebaño de bueyes nada menos que al radiante Apolo Febo, sin que a éste le valieran sus rayos solares ni su arco certero para evitar el despojo. Y de tal forma son adoradores de este dios los sanmarcianos que, no contentos con serIo en una sola de sus advocaciones, pugnan por hacer honor a ambas, y así, son al mismo tiempo comerciantes y ladrones.
Como suele suceder, no obstante, la ciudad destacaba por lo bonita y alegre, que no hay abrillantador que mejor hermosee como el dinero que corre libremente. Preparábase la gran feria anual, motivo verdadero de nuestra peregrinación, y ya habían comenzado a llegar por tierra y río todos los marchantes que en ella esperaban vender o trocar sus mercancías. Al olor de la dobla no sólo los sanmarcianos limpiaban sus almacenes, aprestaban posadas y afilaban el diente, también llegaban de las cercanías multitud de servidores del Argicida en sus dos advocaciones, junto con una nube de mendigos, gentes que por no tener nada carecen de patrón divino y por ello se acogen al benevolente protector de la ciudad.
E igualmente venían a Sanmarcia muchas de aquellas mujeres de las que todo buen sacerdote debe huir, aunque dícese que muchos lo hacen a lo cojitranco, para dar lugar a que ellas les alcancen.
Llegados a última hora del atardecer, cruzamos por las concurridas calles en las que se cantaba y reía, siendo importunados por multitud de mendicantes. No nos entretuvimos con ellos, sino que seguimos hasta el gran templo mercuriano, donde nos fue permitida la entrada al darnos a conocer. En unos minutos fuimos presentados al pontífice en persona, vejete simpático que me causó desde el primer momento una buena impresión.
Menos satisfecho, y aún con regular susto, quedé al tener noticia por primera vez de que el buen padre Garfio y yo sin saberlo —por supuesto—, habíamos sido portadores de un saco conteniendo cien mil doblas, así como quien dice. No debió extrañarme, ya que era sabido que nuestro templo pensaba acogerse a la hospitalidad de Sanmarcia para realizar algunos negocios en la feria, pero siempre había yo creído que esas cosas se harían a través de algún tipo de crédito. No había tal, pues si sabia es Minerva, astuto es Mercurio y de nadie se fia, de modo que alguien había de transportar los caudales en metálico y ese alguien fuimos nosotros.
Con pánico retrospectivo tuve ocasión de rememorar el trayecto de nuestro viaje, rodeados de personas que, sin dudarlo, entre la posesión de cien mil doblas y el gusto de saber en el mundo de los vivos a los eclesiásticos que las portaban, hubieran preferido lo primero. Pero también hube de pensar que nuestra naturaleza propia nos protegía, porque de tal forma es en nuestro mundo el Templo principal banquero del estado y la administración, que ésta no perdona la menor ofensa a sus representantes, ni sufre que nada quede impune, con lo que pocos son los que se arriesgan a causar daño a eclesiásticos. Como dice la copla popular:
Robo a cura
Horca segura
… pues curas son llamados popularmente los santos sacerdotes de la Verdadera Religión Imperial. Y la fama y prestigio de la copla de mucho debió ayudar a llegar con bien a su destino a aquellos dos curas, o mejor dicho cura y medio, pues yo aún no lo era.
No fuimos nosotros, desde luego, los únicos peregrinos en llegar a Sanmarcia y a su templo con ocasión de la feria. Según la fraternal costumbre eclesiástica, otros muchos sacerdotes de diversos templos habían acudido también con sus caudales, acompañados todos ellos por acólitos y diáconos. Y si bien estos últimos me miraban con un aire de superioridad que me resultó francamente desagradable desde el principio, los acólitos, al ser mis iguales, se manifestaron desde el primer momento como amigos. A decir verdad, gran motivo de esto fue el que se nos instalase a todos en uno de los grandes dormitorios del templo pontifical, y no es de extrañar que vulneráramos el toque de silencio para intercambiar relatos de reales o fingidas aventuras. Todos estábamos, naturalmente, a un año del diaconado, y ardíamos en deseos de alcanzarlo para poder mostramos tan despectivos hacia los futuros acólitos como los diáconos actuales lo eran respecto a nosotros.
—En realidad son unos patanes —expresaba un muchacho de mi edad, llamado Sandor Farrim, refiriéndose, claro está, a los diáconos—. Los hay que apenas si saben meter los dedos en un ábaco, pero oyéndoles, cualquiera diría que son cada uno de ellos el Pontifice Máximo en persona. De los que han venido conmigo apostaría que ni uno sólo alcanza el sacerdocio.
Sandor provenía del templo de Vulcano Hefaistos, en la costa oriental, y la peregrinación llegada de allí era una de las más numerosas presentes en Sanmarcia.
—¿Y tú? —preguntó con chunga otro acólito—. ¿Seguro que no te quedarás toda la vida de diácono?
Sandor se engalló:
—¡Estad ciertos de que no será así!
Tal arrogancia me agradó; yo estaba también del todo seguro de superar con facilidad la etapa del diaconado. ¡De tal forma son inescrutables para los mortales los designios de los olímpicos!
—Pero no es esa la cuestión —intervine—. ¿Qué tienen que ver aquí los dedos en el ábaco? Nuestra misión como sacerdotes es la de servir de puente entre los hombres y los dioses inmortales. En verdad os digo, amigos, que más digno del sacerdocio es quien sepa orar, y se deshaga de todo interés material, aunque no haya tocado un ábaco en toda su vida, que el rey de los calculadores relámpagos si éste ingresara en el Templo.
No tengo que decir que la causa de mi perorata era el haber advertido la amplia jeta del padre Garfio asomando por la puerta, no advertida por nadie salvo por mí, que ya desde mi agitada infancia había destacado por mi vista desarrollada.
Ignorantes de la verdadera causa de mi pío comentario, mis compañeros no dejaron de hallarlo extraño, como me hubiera ocurrido a mí de oírlo en otros labios. No faltó quien asintiera con diversas expresiones, al tiempo que se escucharon algunas risitas irónicas; nada de esto me apenó, pues pude aún atisbar —por suerte— de reojo cómo el rostro del buen Garfio se eclipsaba, no sin antes hacer una seña a alguien invisible para mí, como diciendo tal vez «¡silencio y escucha, amigo, y conocerás de la piedad de los acólitos de Minerva Atenea!».
—Bien dices, Luján —sonrió Sandor— pero de avisados es conjugar la piedad con el sentido común. Que si cura rezador es deseable, cura rezador y satisfecho lo es por dos veces. De modo que no descuides tus oraciones, ni tampoco tus matemáticas si deseas que el Templo sea bien servido.
—La prosperidad del Templo y la obediencia a nuestros superiores son cosas que a todos obligan —repuse—, mas no deberemos olvidar que los dioses han de ser servidos antes que los hombres.
Asintieron todos, en el fondo contentos de conocer a alguien que de verdad sintiera como cosa propia la imperial religión, y quizá disciplinados con el ejemplo. No era por cierto para sus oídos que yo había hablado, y seguro estuve de haber remontado en aquella ocasión varios escalones en el camino del sacerdocio que ansiaba. Ocurre que soy de los que creen que la piedad es siempre recompensada, y que los oídos de los inmortales están siempre atentos a las preces de sus adoradores.
Por mucho que mi piedad, claro era, pudiera agradar a mis superiores, preciso era convenir con Sandor en que el Templo requería también otras habilidades mayormente profanas, y que un acólito en exceso rezador y con defecto activo no hubiera sido muy del agrado de los superiores. Fue por ello, que me convencí de la necesidad de perfeccionar mi aplicación a las tareas de la contabilidad, logrando en aquellos días hacerme casi imprescindible en las operaciones económicas que la gran feria de Sanmarcia imponía. No cabía en sí de contento el padre Garfio, y creo que los propios superiores de Mercurio Hermes hubieran gustado de que con ellos me quedara.
No relataré el esplendor de aquellas fiestas y mercados, el vocerío de los marchantes, los gritos de la chiquillería, y también el estrépito de las riñas en las que no poca sangre corría, y no pocas almas saltaban a las tartáreas simas. Pero nosotros fuimos siempre respetados, y las monedas caían en nuestras bolsas al compás que nuestros dedos resbalaban sobre el ábaco. Compramos, vendimos y prestamos, sin olvidar la limosna a los desgraciados, que para todo ello daba el negocio. No faltaron tampoco las ofertas al dios local, puesto que no en vano el Argicida es patrón de los negocios y a bien conviene estar con él.
Poco tiempo libre teníamos, mas algún día logramos aprovechar para conocer Sanmarcia por nuestra cuenta, me refiero a los acólitos, y mucho gozamos en tales expediciones, casi siempre dirigidas por el inquieto Sandor, y fue en una de las dichas ocasiones cuando hube de tener una nueva experiencia.
Ocurrió que, como en otras ocasiones, topamos con un grupo de alegres muchachas de nuestra edad, hijas de mercaderes, y bromeamos con ellas como solíamos hacer, pues de antes las conocíamos del mercado. Fui, al parecer, del gusto de una de las chicas, que se me arrimó y charló conmigo hasta separarme de los demás, y siguió la cosa hasta que la atrevida, en vista de mi timidez en el lance, me llevó aparte y sin más se alzó la falda, por debajo de la cual no llevaba nada, preguntándome qué me parecía el panorama. Pasado el primer susto, como notara ella que me alegrara —y no solamente por los ojos—, me tomó de la mano y no me soltó hasta su casa, desierta entonces al estar ausente su padre por no sé qué ventas. Fue así que me hice hombre y nos divertimos largamente hasta el punto de casi volver yo tarde al templo.
Temí por algún tiempo que el asunto fuera conocido, y significara una decepción de mis superiores acerca de mi presunta santidad, pero aparentemente la cosa no llegó a saberse y creo que, aun sabida, no se le hubiera dado la mayor importancia, al fin y al cabo, si divinos son los inmortales, de carne y hueso están construidos quienes les sirven, siendo las debilidades de tales materiales de sobra conocidas.
De un modo u otro, igual que la mosca retorna siempre a la miel, de la misma forma regresé yo junto a mi reciente amiga, pues a lo bueno pronto se acostumbra el hombre, y muchos agradables encuentros siguieron al primero.
Por aquel entonces sucedióme un raro fenómeno. Ocurría que si antes las monedas cuya contabilidad realizaba eran suaves y resbalaban rápidas entre mis dedos, ahora se tornaban pegajosas y algunas de ellas se me adherían a las manos de forma que me resultaba imposible separarlas de ellas. Hube de desplegar mi habilidad contable para poder disimular tales adhesiones, de tal suerte que hasta me fue posible regalar algún detalle a Marfa, mi nueva y decidida amiga. Y si alguna vez mi conciencia me acusó por ello, con facilidad me defendía argumentando que después de todo ahora estaba de alguna forma al servicio del Argicida, quien desde su olímpica posición hubiera visto con comprensión mis noveles hazañas amatorias; no olvidemos que al allí tan respetado Mercurio Hermes se le veneraba por su fama de gustarle a la vez la ajena bolsa y el bello sexo.
Como todo termina en este mundo, la feria de Sanmarcia también acabó y, tras contar nuestras ganancias y dar el diezmo al templo bajo cuyo amparo las habíamos logrado, el buen padre Garfio y yo nos despedimos de los sacerdotes mercuriales continuando nuestro viaje, más cargados que al iniciarlo. Tuve que despedirme de mi encantadora, tarea que realicé no sin pena, aunque quizá no tanta como me imaginara tendría; su continuo apremio y ardor habían llegado a minar el amor que le profesaba, y casi mi propia salud física. Debo, no obstante, agradecerle por siempre el haberme iniciado, y la mucha ternura y amistad que en tanto estuve con ella me prodigó. ¡Qué la generosa Venus Afrodita, a quien en común tantas veces adoramos, la haya guardado de todo mal!
Nuestra siguiente etapa se encontraba a orillas del gran océano, en el puertecillo de Karkes, población no muy grande pero ciertamente importante en pesca, donde el dinero que transportábamos era esperado para hacer una importante inversión, precisamente en lanchas de motor y artes piscatorias, cuya realización llevaría la prosperidad a toda la región. El templo local estaba dedicado, como no, a Neptuno Poseidón, pero el negocio en cuestión era cosa nuestra, es decir, de la sin par Minerva Atenea.
Breve resultó la estancia en Karkes; ultimado el negocio con los constructores navieros y firmados los pagarés, partimos a bordo del primero de aquellos nuevos y maravillosos navíos a motor rumbo a la isla de Samoriz, la misma a la que mi madre y yo llegáramos tanto tiempo hacía, buscando refugio de los megaros y de nuestra propia hambre. Tal habría de ser el escenario de la catástrofe que sobre mí hubo de abatirse.
El templo de Samoriz se encontraba bajo la advocación de Venus Afrodita, diosa del amor y eterna protectora de las islas, pues se dice que en una isla nació. Samoriz era mercado continuo de los hombres del mar, y muy bienvenido fue allí el dinero contante que transportábamos el padre Garfio y yo.
Apenas podía recordar yo nada de mi anterior estancia en la isla, y de todas formas, poco tiempo tuve para andar recorriéndola haciendo rememoraciones, con la de trabajo que se nos vino encima. No sólo había de hacer uso de mi actividad contable, al ser incesante el negociar con los marinos llegados de todo el orbe, sino que se incluyó entre mis deberes turnarme con dos acólitos del templo y otro más recién llegado en la guardia nocturna de la imagen de la diosa. En tal menester, no hay que decirlo, alternaba yo la orante vigilancia a la vista de los sacerdotes y diáconos antes de que me dejaran, con el más profundo y descansado sueño, apenas se retiraban todos ellos a sus aposentos. De todas formas, la responsabilidad de la guardia de la diosa era plenamente mía la noche que me correspondía su guardia, y en tal cosa estribó mi pérdida.
La imagen de Venus Afrodita era de tamaño natural, esculpida en metal dorado por algún pasado artífice, y sus bien reproducidos encantos no eran los más apropiados para acallar la imaginación de un joven piadoso que debía pasar la noche a su vista y sin ninguna otra compañía. De modo que no tardé en intentar el hallazgo de una segunda Marfa con quien adorar a solas la diosa patrona de la isla.
Pero… ¡Oh dolor! Las cosas no iban a ser tan fáciles como en la acogedora Sanmarcia. Recuerdo ya haber dicho que los habitantes de Samoriz no descollaban precisamente por su generosidad y que jamás entregaban nada si no recibían a cambio alguna otra cosa. Aplicábase esto también al femenino género, y no tardé en comprobarlo al encandilarme para mi desgracia con una morenilla, de nombre Julia, que me puso los ojos tiernos en una de mis escapadas. Cierto que mi querida Marfa no hacía ascos a los regalos que le daba y aun sabía ingeniárselas para solicitarlos sin apelar a la ruda forma directa, pero la bella Julia era distinta, la bella Julia apelaba a la ruda forma directa, negándose en redondo a transigir.
Es de ver las piruetas de contabilidad que hube de hacer, día tras día, para atrapar el esquivo crédito necesario para mis propósitos. Nada era bastante, pues mi dulce chiquilla, dando lo mismo, exigía por su parte cada vez más. Fue así que intenté buscar el remedio a mis males en la azarosa fortuna del libro de las cuarenta hojas, con resultados que fueron desastrosos. Sin duda la diosa Suerte me había dado la espalda, y el buen Jorge se negaba a soportar mis tirones de oreja, de modo y manera que no sólo no logré el capital que ambicionaba, sino que me encontré con unas deudas que de ningún modo podía pagar, con la agravante de que mis camaradas de baraja no eran gente que brillase por su paciencia.
Alguien se preguntará cómo había yo echado por tierra de pronto todos mis bien cimentados planes de llegar al sacerdocio, olvidado los consejos de mi madre y asomado a los bordes del abismo. Mas es sabido que las mujeres pueden enloquecer a los hombres inexpertos, tal como entonces yo era, haciéndoles apartarse de sus deberes y conveniencias, conduciéndoles con los ojos vendados por la pasión hasta el límite del pantano, y abandonándoles entonces con el justo tiempo para no hundirse con ellos.
Y me hubiera hundido sin remisión en aquel momento, si no llega a hacer su aparición quien al principio tomé por un ángel remediador, aunque en realidad no hiciera otra cosa que posponer mi ruina.
Llamábase el citado sujeto Antolín Zert, asiduo frecuentador de la timba donde nació mi apuro y, por tanto, conocedor del mismo. Me llamó un día aparte, cuando más desesperado estaba, y se ofreció a pagar mis deudas si aceptaba auxiliarle en un negocio del que yo mismo podría sacar también pingües beneficios.
—Amigo Gabriel —explicó convincentemente—, creo que tú estabas ya en Samoriz cuando los sacerdotes sacaron la bendita imagen de la Citerea a pasear por nuestras calles. ¿No observaste cómo más de uno, portando flores u ofrendas, se acercaba disimuladamente para tocar con la mano el lugar de la diosa donde la espalda pierde su casto nombre?
Asentí, pues efectivamente lo había advertido, y me había extrañado de ello. Tanto que, apenas iniciada mi primera guardia con la diosa, me apresuré a hacer otro tanto, sin poder descubrir qué raro placer se obtenía en acariciar aquellas divinas nalgas, ciertamente bien cinceladas, pero frías como el metal del que estaban hechas.
—Pues has de saber —continuó mi interlocutor—, que ello se debe a una leyenda de cierto arraigo entre los habitantes de esta isla y aun entre mucha de la gente de mar que la visita. Dícese que quién acaricie la parte posterior de la diosa será favorecido por los dones de la misma, tanto en lo que respecta a despertar el amor en el corazón de la dama deseada, como a sanar la virilidad de quien esté necesitado de ello. Así pues…
Hizo una pausa para dejarme pensar un momento en lo dicho.
—¿Así pues? —pregunté yo.
—Muchos son los que darían una regular cantidad de dinero por tener acceso a la diosa, tanto los que buscan despertar el amor de otra persona, como los averiados del sexo, aunque estos últimos digan hacerla por la razón anterior. He sabido que tú cumples tu guardia nocturna cada pocos días. Si durante ese servicio fuera permitido el acceso de algunos pobres necesitados a las proximidades de la Citerea, no hay duda que la diosa se sentiría contenta, los peticionarios satisfarían su piedad y todos nosotros lograríamos un saneado beneficio.
Medité brevemente la cuestión. El nuevo negocio podía salvarme de la apurada situación en la que estaba, y no creía que a la diosa le importara ver sus nalgas al alcance de algunos adoradores, ya que sabíase que acceso a ellas habían tenido las manos de medio Olimpo y de multitud de mortales. La cuestión era cómo hacerlo.
En ocasiones, cuando el sueño me faltaba durante mis guardias, había recorrido yo el interior del templo citereo, y lo conocía tan bien como los propios sacerdotes que habitaban en él. Existía cierto portón que, debidamente aceitado…
—¡Hecho! —dije.
Y mis problemas desaparecieron, de momento, como por ensalmo. No hubo dificultad con el portón y un nutrido grupo de peregrinos acudió durante mi primera guardia, de puntillas y agradecidos al honor que se les hacía.
Pero mi buen Antolín Zert no estaba demasiado contento.
—No podemos llevar cada noche al templo a tantas gentes como quisieran ir. Debes comprenderlo, Gabriel. Tenemos que sacar a la diosa.
—¿Sacar a la diosa? —me escandalicé.
Pero mi amigo tenía preparadas muchas y buenas razones. La Citerea podía perfectamente ser sacada por varios hombres al efecto, y estar de vuelta antes del amanecer. No costaría nada preparar una pequeña capilla para uso de los adoradores. La cosa daría mucho dinero. El secreto se mantendría.
Yo, entre tanto, pensaba. Pensaba en lo que sucedería si la andariega Citerea era descubierta en alguno de sus periplos nocturnos, o si mi amigo Antolín decidía llevarse la imagen, venderla, trasladarla a otro lugar, o cualquier idea similar. Pero ya estaba lanzado, y una cosa llevaba a la otra. Quedaban algunos meses hasta que el barco que debería llevarnos al padre Garfio y a mí a nuestros lares partiera de Samoriz. Entretanto mis problemas podían ser resueltos.
Confieso que la primera noche que faltó la diosa no conseguí dormir ni mantenerme tranquilo. Pero como estaba acordado, poco antes del alba, el portón se abrió y la inquieta Citerea regresó a su hogar, deslizándose sobre la pequeña plataforma de ruedas que Antolín Zert había construido al efecto. La saludé con un suspiro de satisfacción y en el acto, tan mudable es el ánimo humano, pasé a considerar que todo resultaría siempre tan fácil y que ningún peligro amenazaba la maniobra.
Fueron días y noches de gloria. Incluso sorprendí a los restantes acólitos proponiéndoles sustituirles en sus guardias nocturnas, si bien mediante un módico estipendio por su parte, pues haberlo hecho gratis hubiera sido demasiado sospechoso. No obstante, aquel ofrecimiento tuvo la virtud de aumentar la fama de piedad que también en la isla me había forjado; sin duda yo gozaba verdaderamente sirviendo a la diosa, pasando las noches en perpetua oración junto a ella. Así se cimentan las grandes famas.
En realidad, mis noches eran de tranquilo sueño, desde que la diosa salía a sus excursiones hasta que retornaba apacible y sonriente tras sus aventuras nocturnas. Engordaba entretanto mi bolsa y no sólo las deudas de juego habían sido ya pagadas, sino que Julia había vuelto a mi amistad, y en la tarde me era permitido hacer lo mismo que otros en la noche hacían con mi complicidad, bien que en carne mortal en vez de metal divino.
Había ya amasado una regular fortuna, y estaba a punto de partir con el rumbo a nuevos horizontes, cuando la catástrofe llegó, y hubo de tener su origen en un diácono, justamente el más estúpido de cuantos en el citereo templo conmigo convivían.
No hay ni que decir que se exigía el más completo silencio a los adoradores de la diosa, amenazando con que, de romperlo, no sólo no se lograrían los favores pretendidos, sino que la venganza de la patrona del amor secaría por siempre toda fuente erótica en la persona del perjuro. Pero no era menos cierto que secreto que muchos conocen no puede ser mantenido por mucho tiempo.
Ocurrió así que, acosado por el apremio de la diosa a la que servía, el condenado diácono abandonó el templo por una puerta casi al instante en que la divinidad lo hacía por otra, buscando en una dulce damisela con quién antes había quedado, remedio para su mal. Pero resultó que su entusiasmo sobrepasaba en mucho a sus reales medios, por lo que la ninfa, con toda buena intención, sugirióle buscar el auxilio de la errante diosa para que todo quedara a completa satisfacción de ambas partes.
En un principio no quiso entender el diácono de qué se le hablaba, pero tanto insistió la moza que, espantado al fin, púsose en pie, se vistió y exigió más completa información. De tal forma, confundido con los adoradores de aquella noche, aquel bandido, destructor de secretos y arrasador de negocios ajenos, pagó el estipendio señalado y aun llevó su sacrílega mano a las traseras protuberancias de la divinidad a la que decía servir. Apresuróse luego a regresar al templo, despertando al llegar al pontífice del mismo. No pudo ni quiso decir el real motivo de su salida en la noche, sino que relató que, sospechando, el radamante sabe cómo, el delito de lesa majestad divina que se estaba cometiendo, había visto la salida de la diosa del recinto en el que debía estar.
¡Horror y desolación! Si sobresaltado resultó el despertar del pontífice, imagínese el mio, poco antes del alba, cuando oí el estrepitoso paso de una turbamulta de sacerdotes, diáconos y aun acólitos, que se precipitaban hacia el lugar donde debía montar guardia y luego sentir sobre mi cuerpo el duro puño del pontífice indignado.
—¿Dormías, perro? —me preguntó, tartamudeando de ira—. ¿Dónde, dónde está la sagrada imagen de Venus Afrodita?
Yo nada podía hacer, atontado y aturullado, pareciéndome que todos los diablos del Tártaro habían caído sobre mi persona. Sacudíame quién de aquí quién de allá, zarandeándome como a un can faldero y haciéndome castañetear los dientes, al tiempo que yo buscaba desesperadamente cualquier artificio para escapar a lo que sobre mí se desplomaba.
Hicieron al fin una pausa mis atormentadores en sus gritos y preguntas, quizá por recobrar el resuello, quizá por darme lugar a responder. Y en medio del súbito silencio, apartóse de pronto una cortina y, serena y majestuosa, la diosa cuya falta se discutía hizo su aparición, avanzando en silencio como llevada por su propia voluntad. Ante lo cual no se me ocurrió mejor cosa que gritar con todas mis fuerzas:
—¡Milagro! ¡Milagro!
Morrocotudo fue el susto, y estoy seguro que por un instante sacerdotes y diáconos creyeron en la realidad del prodigio, temiendo que la Citerea hubiérase encarnado en su imagen y llegara ahora para castigar sus faltas. Soltáronme todos y quizá hubiera podido escapar de andar más listo. Pero en el instante siguiente, apercibidos los que a la diosa empujaban de que ante ellos había gente extraña, sobresaltáronse y pusieron pies en polvorosa. Vimos entonces a la diosa dorada tambalearse y acabar por caer de narices con espantoso estruendo. Gritaron los que me rodeaban y en tanto unos se alzaban para correr tras los fugitivos, otros me atenazaron de nuevo, llenándome de mojicones e insultos. De tal forma se cumplió mi destino.
Bien entrado estaba el día, cuando finalmente fui conducido a juicio ante el pontífice de la ofendida diosa y diversos de sus secuaces. Aun dentro de mi desgracia confieso que tuve pena por el padre Garfio, que antes se mostrara como mi amigo y al que yo había dejado en evidencia, pero una mirada a su rabioso semblante convencióme de que toda amistad podía darse por acabada entre nosotros y que de todos aquellos que se me enfrentaban no tendría adversario mayor que el que otrora fue mi protector.
Inició la función el propio pontífice que, con voz de trueno, me pidió explicaciones por lo ocurrido.
—Mal puedo darlas, Eminencia —respondí yo con toda humildad— puesto que nada sé. Debo decir con vergüenza, que en mis últimas guardias me venció el sueño, no obstante mis esfuerzos y mis oraciones, y si soy culpable lo soy de negligencia, pero nunca por ofensa a la bendita diosa de la que respetuoso sirviente soy.
Respondiéronme con terribles gritos de indignación, ante lo que juzgaban cinismo, y no era sino desesperado intento por salir con bien del aprieto.
—¿Dormías, dices? —estalló el pontífice—. ¿Y por qué no confesaste tu falta? ¿Por qué incluso hiciste guardias nocturnas que no te correspondían alegando una falsa piedad? Agaché mansamente la cabeza antes de responder.
—Fue pecado de presunción, Eminencia. Pues llegué a empecinarme en vencer mi debilidad, encomendándome noche tras noche a la protección de la eximia Citerea, y jurándome mil veces vencer el sueño mediante la oración. Pero siempre que lo intentaba, Hypnos velaba mis ojos, en ocasiones en el mismo momento en que, arrodillado, dirigía mis preces a lo alto.
»Confieso que llegué a pensar si no sería la propia Venus Afrodita, cien veces bendita sea, quien llevaba el sopor a mis ojos, pues en alguna ocasión aparecióse en mis sueños con talante bondadoso. Incluso, presuntuoso de mí, llegué a esperar un sueño profético, un mensaje nocturno de la diosa, ya que es sabido cómo los inmortales emplean ese sistema para comunicar sus deseos a los hombres, hasta con sus siervos mortales más indignos.
»Pero, ahora, al saber con pena e indignación que unos diablos o malos hombres aprovechaban mi indefensión para sacar la imagen del templo, quién sabe para qué ofensas o sacrilegios, he llegado a pensar si acaso ese sueño no se debería a cualquier artificio por su parte, droga, hipnosis o magia negra, quizá, dispuesto para sacarme del recto camino, sabiendo de sobra que, yo despierto, hasta la muerte defendería a la bendita Citerea de sus manos.
Quedaron mis jueces callados, tal vez privados del habla por mi impudicia, tal vez empezando a meditar si no fueran acaso ciertas mis razones. Pero en este punto, cuando yo empezaba a tener esperanza, mísero de mí, hizo su aparición el mismo diabólico diácono que desencadenara los hechos, acercándose al pontífice citereo y entregándole algo que no pude ver, al tiempo que murmuraba en su oído. Alzóse entonces Su Eminencia como si le hubieran aplicado carbón encendido en salva sea la parte y gritó:
—¿Droga, hipnosis o magia negra dices, maldito? Mejor dirías soborno, con este dinero que acaba de ser hallado en tu celda, por bien escondido que creyeras tenerlo ¿Cómo te justificas ahora, malvado, criminal?
De nuevo sentí todo el peso del Olimpo caer sobre mis lomos, pues nada podía decir para justificar aquel acopio de dinero que había guardado en escondite que creí seguro, ya que el acólito nada gana sino la comida y el vestido.
—¡Los dioses protejan al inocente! —clamé—. No hay ninguna duda que algún atrevido ladrón ha guardado su botín, para no infundir sospechas, en la celda en la que yo casi nunca estaba, por pasar las noches junto a la diosa.
¡Ay de mí! Aquellos jueces sin conciencia, lejos de creerme, descendieron por mí y, entre los más atroces dicterios, me llevaron malamente a una vieja estancia subterránea, a modo de almacén de trastos viejos, donde cerraron con llave y cerrojo en tanto decidían lo que con mi persona había de hacerse.
Negros pensamientos se arremolinaban en mi mente, al meditar en cómo había perdido por una necia aventura todo el porvenir que mi madre había planeado para mí, y para el cual me había provisto en la medida de sus fuerzas. La amable y alegre vida del sacerdote, por tantos deseada y por tan pocos lograda, habíase puesto a mi alcance, mas yo lo arruiné todo con mi estupidez. Renegué de los falsos amigos, tales como Antolín Zert, que habían corrompido mi ingenuidad, y de la impúdica Julia que me había iniciado en el camino de mi perdición. ¿Qué no haría por tener una nueva oportunidad, por hacer retroceder el tiempo y poder decir no a las tentaciones que me habían llevado a la presente situación?
Exteriormente no descuidé en llorar desconsoladamente y poner a voces por testigos de mi inocencia a todas las divinidades olímpicas, rogándoles que acudieran en mi ayuda e invitándoles a aniquilarme si mis protestas eran falsas. Todo ello por si algún sacerdote se hubiera detenido tras la puerta a escuchar. No tuve, sin embargo, la menor seña de que tal ocurriera, de forma que opté por callar. Miré y remiré por todas partes, buscando remedio para mi pena, y fue así como descubrí, tras un montón de trastos, lo que parecía ser un ventanuco estrecho.
¡Ah, si pudiera deslizarme sin ser visto ni oído, desaparecer de mi celda como por acto milagroso que diera que pensar a mis acusadores y alcanzar de algún modo el exterior del templo! Sin duda el buen Antolín Zert recordaría nuestra amistad y el mucho provecho que le reportó, y me ayudaría a ponerme lejos de las vengativas uñas sacerdotales. De súbito animado me acerque a la abertura y pugné por pasar por ella a dondequiera que se abriese.
¡Pobre de mí! Más habían madrugado mis adversarios que yo, y el ventanuco no era otra cosa que el puesto desde el que un centinela y observador me vigilaba.
Apenas asomé por él, subido en una pirámide de trastos viejos, cuando sentí rebullir a alguien al otro lado, y en el acto me arrearon tal chupete en pleno rostro que vi todas las estrellas de la galaxia y sistemas adyacentes y, violentamente caído de mi pedestal, medí el suelo con mis pobres costillas. Llegóme, por si fuera poco, una ristra de insultos procedentes del oscuro ventanuco, con lo que me convencí de que verdaderamente la Citerea que yo había ofendido era muy querida por sus sacerdotes y quién sabe si realmente creían estos en su real existencia. Lo que acabó de ilustrarme acerca de lo negro que mi porvenir se presentaba.
Pocos, bien que duros días pasé en mi celda, porque a poco llegó el barco que esperábamos y partí de vuelta al continente, si bien de forma más triste que la esperada en tiempos felices. Se me dijo que, a más de la expulsión del templo, para mí ya segura, sería juzgado por sacrilegio por mi propio pontífice, el de Minerva Atenea, siéndome pronosticados los más diversos castigos, que podrían alcanzar incluso la perdida de la cabeza. Me acompañaban en el viaje, para mí vía dolorosa, además del padre Garfio dos robustos diáconos del templo citereo, encargados tanto de mi custodia como de traer de vuelta la crecida indemnización que por misiva que llevaban exigía el pontífice de la diosa del amor a su colega de la divinidad sapiente.
Desembarcamos en Karkes, en cuyo templo neptúnico nos guardaban el deslizador. Corta fue nuestra estancia allí, mas durante ella no se descuidaran los sacerdotes locales en expresar lo que de mí pensaban y en desearme los más sádicos castigos, con lo que colmóse hasta el borde mi copa de amargura.
Decidí, como única salida, escapar durante el viaje, procurando buscar algún ignoto lugar lejos de la venganza del Templo. Pero… ¡Quía! Los diáconos sabían su tarea, y ni para satisfacer mis naturales necesidades me dejaban a solas. Ni ellos ni Garfio me dirigían la palabra, sino para lanzarme insultos, y apenas si pan y agua me daban para mantenerme.
Avanzamos al más rápido paso posible rumbo al Norte, buscando cruzar el paso montañoso del Voladero, al otro lado del cual se hallaba la capital del planeta y escuché con pena los proyectos de mis aprehensores de hacer noche en ella antes de emprender la definitiva etapa hacia el templo de la Atenea. Temblaba yo de vergüenza ante la posibilidad de que mi madre me viera humillado y escarnecido, y tan insoportable se me hacia la tal idea que, haciendo de tripas corazón, apenas vista la cordillera que deberíamos cruzar, salté por sorpresa a tierra y apreté a correr campo a través con ánimo de escapar. Se detuvo el deslizador inmediatamente a mi salto y a tierra se tiraron en mi pos los malditos diáconos que, mejores corredores que yo y no impedidos por atadadura alguna, no tardaron en darme alcance y, tras tundirme a golpes, traerme de regreso al vehículo. Tan sólo conseguí que, para evitar nuevos intentos, me ataran a mi asiento fuertemente antes de ponemos otra vez en marcha.
Multitud de vehículos avanzaban hacia el puerto del Voladero; eran propiedad de comerciantes y de viajeros, aunque casi todos ellos de propulsión equina o bóvida, y solo alguno de combustión interna, con lo que el deslizador era envidia de quienes lo veían. Poco orgullo de ello tenía yo, sino aún más amargura al comprobar el dorado porvenir que para mí se había esfumado. Saludaban por doquier a Garfio y a los diáconos, y ellos respondían a los saludos si bien que con rostro adusto dada la desagradable misión que tenían encomendada con mi custodia y traslado.
Pero ocurrió que, a poco de coronar el puerto del Voladero, oímos chillidos y gritos de pánico, y vimos correr junto a nosotros a varias personas.
—¿Qué ocurre? —preguntó el padre Garfio, extrañado, mientras el deslizador llegaba a la culminación del paso.
Mas no hubo menester de respuesta a tal cuestión, pues todos pudimos ver la causa de la desbandada. Era día claro y a nuestros pies se extendía la capital de tal forma que podíamos ver con detalle cada barrio y casi cada casa y también el por muchos años abandonado astropuerto… y la inmensa nave estelar que había en él. Y con la visión nos llegó el alarido de un paisano que empavorecido corría junto a la carretera.
—¡Los megaros! ¡Han vuelto los megaros!