De mi difícil infancia, de cómo a los once años entré en el templo y de lo que allí me aconteció…
Tendría yo unos cuatro años y medio cuando los megaros se comieron a mi padre. Poco puedo recordar, por tanto, de él, salvo una vaga figura gigante presente en algunas escenas familiares aisladas, y todo ello de un modo harto confuso. Tampoco me dice nada mi memoria sobre nuestra antigua casa o la forma que de vivir en ella teníamos, excepto un poco claro pensamiento de prosperidad y buena comida, aunque quizá ello no sea más que una reconstrucción inconsciente basada en lo que después me contaron.
Siendo niño como era, tampoco comprendí gran cosa de lo que ocurrió el día del gran desastre. Sólo recuerdo la confusión de una huida en compañía de mucha gente que gritaba y lloraba, y la estancia durante algún tiempo en un bosque, con la sensación de tener hambre y no verla siempre satisfecha y, cuando lo era, con manjares que no eran del todo de mi gusto. Después de aquello vino un viaje por mar que me encantó, aunque me di cuenta que las personas mayores con las que iba no compartían mi alegría con la que para mí era nueva aventura. Nuevas gentes más tarde, discusiones, peleas, un hombre moreno y terrible que gritaba enfadado y que luego me miró y, riendo, me acarició el pelo, mi madre peleándose con otra mujer que chillaba sin parar y un remolino de gentes en una plaza extraña, contemplando el cielo y hablando en voz baja, con miedo.
Hubo despues un nuevo viaje marítimo y otra ciudad donde las casas estaban derruidas y en la que entonces no supe reconocer mi propio lugar natal. Y una gran tormenta que nos cogió al raso, de resultas a la cual estuve algún tiempo enfermo, febril, con el solo bálsamo del calor de mi madre que me apretaba contra su pecho, hasta que por fin, mal que bien, las cosas se arreglaron algo y volvimos, ella y yo, a tener techo sobre nuestras cabezas.
Hoy sé que la gran incursión de los megaros ocurrió a finales de Marzo del Año de la Liberación 172, o el 2056 desde la fundación del Imperio Estelar de Tierra de Sol, como aún cuentan quienes se complacen en el recuerdo de la antigua Era Imperial; y que la tal incursión formó parte de la colosal embestida de esa maldita raza en todo el antiguo sector imperial del que nuestro planeta Garal forma —o formaba— parte. El caso fue que las negras naves megaras cayeron sobre la capital sin el menor aviso, y el terror se expandió por nuestro mundo como el fuego en un mar de combustible.
No pudo saberse si el ejército tuvo tiempo al menos de intentar una defensa, pues de los cincuenta mil y pico habitantes de la capital, ni el pico quedó para contarlo. La alarma radiada se cortó a los pocos minutos, muriendo con ella toda posibilidad de respuesta organizada al asalto que sufrimos.
* * * * *
En nuestra pequeña ciudad de Bellavista, como en el resto del planeta, aquella corta noticia bastó para reaccionar con rapidez; cada cual tomó a su familia y lo que le pareció más necesario —muchos incluso nada—, y se salió al campo, en busca de bosque, selva o montaña donde esconderse de la atroz rapiña megara, cuyas abominables apetencias culinarias por la carne humana nos eran, tristemente, conocidas de antes. Nosotros nos dirigimos al extenso bosque de Carmania, en la esperanza de escapar a la atención de la fuerza agresora.
Al pasar tres días sin noticias ni nuevas señales de alarma, sin embargo, fueron muchos —como suele suceder—, los que iniciaron la vuelta a sus hogares. Mi padre, ante la carencia de ropas y viandas que padecíamos por lo precipitado de nuestra fuga, optó por dejarnos en el precario refugio de una barraca de carboneros, para volver en busca de ellas a la tienda que poseía en Bellavista (he de hacer notar que si bien tras la Liberación se abolieron las viejas clases, nos enorgullecíamos en descender de la Mercantil). Buen acierto resultó el que no nos llevara consigo, y malo el suyo en ir, pues prácticamente al entrar él en Bellavista por un lado, los megaros lo hacían por el opuesto. No escapó nadie de los que se hallaban con él en la ciudad y su destino, trágico, aunque sin testigos que nos lo pudieran referir, fue sin duda el que puede suponerse conociendo las costumbres megaras.
Merodearon los invasores por las cercanías del bosque, capturando y devorando a algunos dispersos, pero resulta claro que no emprendieron ninguna acción metódica de búsqueda y captura de los fugitivos; la espesura nunca nos hubiera librado de los detectores de calor o de cualquier otro artefacto de los que debían disponer para tales menesteres.
Marcháronse finalmente a la semana de haber llegado, más el daño no se acabó con su partida, pues tras atender su estómago y robar cuanto quisieron, se ocuparon de destruir lo que dejaban atrás, volando las casas e industrias e incinerando las cosechas.
Nada quedó que se pudiera comer entre las ruinas de nuestra ciudad, no tardando en estallar las reyertas por las últimas migajas de alimento, e incluso no faltando quién, apremiado por el hambre, se hizo megaro sin serIo.
No le faltó presencia de ánimo en el trance a mi madre, quien apenas vista la situación en la que quedamos, en vez de esperar entre las ruinas un socorro improbable, se puso en camino con un grupo de amigos hacia las orillas del océano, donde al menos se podría contar con el recurso de la pesca como alimento.
Llegados a la costa, halló el grupo la barcaza de unos pescadores y aunque no lo hicieran de buen grado, compartieron con los refugiados sus escasos recursos. Más tarde, temiendo todos la llegada de nuevos grupos de huidos, forzaron a aquellos hombres del mar a llevamos a la isla de Samoriz, donde se sabía no había habido razzia megara alguna.
Ciertamente la isla no fue arrasada por los invasores, pero nuestra estancia allí no resultó más grata que en el continente; pues se dice que antes de sacar nada a los campesinos de Samoriz, se extraería agua de las piedras, cosa que sólo un antiguo profeta logró, y eso antes de que el hombre dejara la Tierra para alcanzar las estrellas. Ocurrió, sencillamente, que no fuimos bien recibidos y, si al principio se nos dio algo por caridad, pronto cerraron aquellos destripaterrones sus graneros, sus bolsas y sus corazones (caso de tenerlos) ante nuestra necesidad.
Rompióse el grupo de refugiados, partiendo algunos en busca de tierras más clementes; unos pocos disputaron con los nativos la comida que se les negaba y fueron muertos por ello; otros, muy pocos, lograron encontrar algún trabajo y con ello un misero condumio que les permitiera sobrevivir.
Mi madre se dirigió conmigo hacia una comunidad del Norte de la isla y allí, a falta de otra solución, vendió su cuerpo para que ambos sobreviviéramos, pues entonces era muy hermosa. He de decir que nunca me habló de tal trance —que luego descubrí por referencia ajena—, quizá temiendo unos reproches que yo jamás le hubiera hecho.
El resto de aquel nefasto año lo pasamos en Samoriz, así como los primeros meses del siguiente. Gozaba la isla de una cierta prosperidad; en aquellos días llegaron también multitud de mercaderes en busca de alimentos y vituallas con los que abastecer al resto del planeta y los pagos se hacían en metales preciosos o valiosos objetos recuperados de las ruinas, al no aceptar los avispados samoritas la antigua moneda.
Con la primavera nos llegaron noticias de que la vida volvía a organizarse en la región de Bellavista, bajo los auspicios del Comité de Salvación Pública, por lo que mi madre se animó a regresar, harta ya de aquellos aprovechados patanes con los que trataba. Pagó en oro un pasaje para ambos en un velero mercante y no tardamos en estar de regreso en nuestra ciudad.
Aún estaba Bellavista casi completamente derruida, y debimos alojamos entre las ruinas, sin más abrigo que algunas lonas, al no correspondemos ninguna de las primeras casas reconstruidas. Proporcionábanos sin embargo el Comité, raciones de comestibles a cambio del trabajo forzoso de desescombro que mi buena madre tuvo que realizar. Excusado es decir que de nuestra antigua casa, la tienda y las mercaderías de su almacén…, no había quedado ni el recuerdo. Que todo se lo llevó el radamante.
Pasado así el verano y amenazando la cercanía del nuevo invierno con sus fríos, mi madre decidió partir para la capital, donde se decía que la reconstrucción de la antigua vida era un hecho. Fue decisión afortunada; al llegar a la ciudad y por medio de unos conocidos, consiguió entrar a servir en casa de unos comerciantes que habían sabido reconstruir sus posesiones y enriquecerse con la reconstrucción, traficando ahora con tejidos y ropa. Logró pronto un empleo con ellos como bordadora, labor nada ligera por cierto, pero que le valió poder disponer de una habitación para ella y para mí, en un cubículo adosado a los talleres. Allí fue donde completé los días de mi infancia.
Una infancia realmente dura, porque la situación en la que quedó Garal tardó muchos años en mejorar.
Los abuelos de nuestros abuelos solían hablar de los tiempos del viejo Imperio terrestre, que presentaban como la época de la leche y la miel donde cada cual podía comer a su hambre y las máquinas trabajaban para las personas. Sus cuentos y relatos, pasados de generación en generación, habían llegado a la mía en forma de gloriosa leyenda que no creo se correspondiera con la realidad. Pues de haber sido así… ¿Cómo se había permitido que el Imperio desapareciese? ¿Y cómo se saludaba la fecha de su disolución como El Día de la Liberación?
Garal había tenido varias clases de gobierno tras la caída del Imperio, no quedando demasiado satisfecho de ninguno de ellos. Finalmente, como resulta más habitual de lo que sería de agradecer, se había desembocado en una dictadura totalitaria, a cargo en los días de mi infancia de un tal Selinar Roder, quien acumulaba en su persona los más diversos títulos, desde Benefactor del Pueblo a Príncipe de la Paz. Para unos era bueno y para otros malo, si bien los megaros debieron encontrarlo de su gusto, pues se lo merendaron en unión de todos los miembros de su gobierno.
Hubo en Garal, en sus tiempos, una economía moderadamente sana e incluso un par de naves estelares para comerciar con los sistemas vecinos, pero al llegar los megaros, el radamante cargó con todo ello. Las naves fueron destruidas en el sideropuerto de la capital, y nadie apareció durante años en nuestros cielos, quizá por haberse encargado de todos los planetas cercanos la misma simpática especie que a nosotros atacó.
Tras la incursión, nuestro planeta quedó aislado y en ruinas, con todas las industrias arrasadas y sin esperanzas de socorro exterior. Hubo que regresar a los tiempos de la agricultura y el artesanado; sin duda hubiéramos pasado mucha hambre si los megaros no hubieran satisfecho la suya reduciendo nuestra población a una quinta parte de lo que antes era. Aun así la vida era dura, aunque poco a poco se fueron recuperando las cosechas y la producción de bienes básicos. Pudo la gente, mal que bien, volver a comer y vestir con cierta seguridad, y poco más.
Para nosotros, los niños, la época aquella no fue todo lo mala que pudiera suponerse. Ciertamente se comía poco y mal, y las enfermedades arrebataban a muchos, pero quienes sobrevivíamos a ellas disponíamos del día entero para correr, jugar, y explorar las calcinadas ruinas, pues no había escuela ni posibilidad de organizarla. Si no hubiera aprendido las primeras letras a temprana edad e insistido mi madre en completar en sus escasos momentos libres esta elemental educación, analfabeto hubiera quedado como la mayoría de mis camaradas de juegos. Pero ¿a quién le importaba? Corríamos y golfeábamos por todas partes, estorbando a los equipos de reconstrucción, apedreándonos entre las derribadas torres y las cegadas avenidas, hurgando aquí y allá, y a veces encontrando tal o cual objeto útil entre los escombros, que inmediatamente poníamos a la venta en puestos ilegales que todo el mundo conocía. Pocos eran los mayores que se ocupaban de nosotros, y así podíamos campar a nuestras anchas por donde nos apetecía. Organizábamos partidas y guerras, en las que siempre unos eran los megaros y otros los humanos, y más de uno volvió a su casa descalabrado por alguna certera pedrada de las que nos cruzábamos en aquellas cósmicas contiendas.
Sonada fue en especial la que organizamos precisamente en el sexto aniversario del día del ataque megaro. Despreciando los actos de responso y los patrióticos discursos de la plaza mayor, sentímonos todos de la enemiga raza invasora y dirigimos nuestra negra flota invasora hacia el gallinero comunal, que parecíanos un indefenso Garal abierto a nuestro apetito. Saltando en un instante las tapias y rejas que se oponían a nuestra invasión y aprovechando la ausencia de toda flota o ejercito de defensa, agarramos quién gallo, quién gallina, quién pollo encrestado y, retirados luego a base espacial segura, encendióse fuego y allí consumóse el sacrificio de la raza humana en aras de la voracidad alienígena. Tal fue el alcance del genocidio que, aun comiendo a nuestra hambre, sobró buena parte de la chamuscada carne gallineril, de la que llevé yo algo a casa al caer la noche. Con lo que mi madre me reprendió y llamó por mil nombres, prometiéndome la cárcel y cosas peores, pero, calmada al fin y temiendo los males que sobre mí pudieran caer de conocerse el lance, se conformó con la promesa de no reincidir y, como mejor medio de ocultar el cuerpo del delito, entre los dos acabamos con el botín, siendo aquello de agradecer dado lo menguado de nuestra dieta habitual.
Terrorífica resultó la reacción oficial a nuestra razzia megara, y muy mal lo hubiéramos pasado de haber sido hallados, pero en aquellos calamitosos tiempos hasta los más pequeños chiquillos habían aprendido a negar y disimular las rapiñas y todo quedó en amenazas. Confieso que falté alguna que otra vez a la promesa hecha a mi madre aquella memorable noche, pero nunca en parecida cuantía, y me guardé mucho de llevar a casa botín comestible alguno, temeroso de nuevas reprimendas.
* * * * *
Once años y cuarto tenía yo cuando un día mi madre faltó a su trabajo todo un día, habiendo logrado permiso para ello, y permaneció conmigo en el cubículo donde dormíamos, relatándome unas maravillosas historias. Trataban éstas de dioses y diosas que se amaban o combatían y que en ocasiones intervenían en los asuntos de los pobres mortales. Había yo oído hablar, naturalmente, de las múltiples deidades de la antigua religión imperial, y también de Júpiter Imperator, el más grande de entre todos los dioses, quien lanzaba el rayo sobre los que en él no creían o contra su doctrina faltaban, mas nunca pude imaginar la cantidad de trapisondas en las que los tales inmortales habíanse visto mezclados en el curso de sus por otra parte eternas vidas.
Mi buena madre insistió mucho en ciertas historias y aun me obligó a repetírselas de memoria. Tras de lo cual, y de darme ciertas instrucciones, púsose, y también a mí, las mejores galas de las que disponíamos y, mediada la tarde, salimos a la calle.
Nuestro destino era un edificio de la parte reconstruida de la ciudad, lujoso dentro de lo que cabía. Entrando en él, no tardamos en encontramos frente a un alto y corpulento sujeto vestido con la túnica de los sacerdotes.
—¿Es éste el muchacho? —preguntó.
—Este es —repuso mi madre.
El sacerdote se movió algo en torno a mí como si quisiera contemplarme desde todos los ángulos.
—¿Sabes leer? —me preguntó.
Asentí, y aun probé mi habilidad, si bien con algo de trabajo por lo desusado de la tarea, en un libro que él me presentó.
—¿Conoces la religión? —volvió a preguntar.
—Ha sido educado en ella —mintió mi madre—. Y no encontrará su señoría muchacho más piadoso en esta ciudad dejada de la mano de los dioses.
No se conformó el sacerdote con la aseveración, y me instó a que le hablase de los dioses olímpicos y su relación con los humanos.
Afortunadamente para mí, ya de chiquillo poseía una apreciable memoria, y pude recordar cuanto mi madre me contara aquel mismo día, acerté en las relaciones de parentesco entre los diversos inmortales, recité algunas oraciones de las recién aprendidas —jurando haberlas rezado cada noche desde que pude hablar— y aun asombré al buen sacerdote relatando con puntos y comas algunas leyendas escogidas relativas a las deidades del imperio.
—Bien, veo que no has exagerado, mujer —asintió al fin—. A mi entender el muchacho promete, y el Templo puede darle la debida enseñanza. E incluso, aunque sobre eso me está vedado prometer, muy bien pudiera alcanzar el sacerdocio.
Tal había sido, desde luego, la intención de mi madre al hacerme aprender todo aquel galimatías, con el apreciable interés de darme una posición cómoda en la vida. El Templo representaba, de momento, la única posibilidad de obtener educación y el estado sacerdotal era quizá lo más envidiable de lo que había quedado en Garal tras la devastación megara.
Ha de recordarse, en relación a lo anterior, que, si bien los dioses son tacaños, quienes en ellos creen suelen mostrarse generosos, y es precisamente en períodos de penuria cuando los hombres dirigen sus plegarias a los cielos y sus donativos a los templos, con lo que las bolsas de éstos engordan al compás que las de la gente común enflaquecen. No falta quien necesite del favor de Júpiter Imperator para ultimar con bien un negocio, de Mercurio Hermes para realizar un latrocinio o de Venus Afrodita para acertar en los asuntos del amor, y si hay mujeres que ofrendan a Astra Genitrix para tener descendencia, otras lo hacen igualmente para, habiéndola encargado como se suele, no ser denunciadas en su acto por la llegada de la consecuencia.
Pues fue así como se dispuso mi entrada en la vida sacerdotal, parece que con buen pie y de no ser por lo que luego relataré, muy bien hubiera podido acabar mis días pacíficamente rollizo, dedicando mi vida a ofrecer sacrificios a esta o aquella deidad de las muchas que en el Olimpo moran y en los templos se reverencian.
Citóme el sacerdote para el día siguiente, en el que habría de acompañarle al gran templo de Minerva Atenea, situado a muchas leguas de distancia, donde comenzaría mi enseñanza. No he de decir con qué llanto me despidió mi madre, de quien por primera vez me separaba, y cómo me hizo mil recomendaciones acerca del período de mi vida que al día siguiente empezaría. Aquella noche tiró de sus escasos ahorrillos e hizo una gran cena de despedida, incluyendo algunas golosinas de las que yo apenas había probado desde el día del ataque megaro. Proveyóme también de buena ropa y algún dinero de bolsillo, a lo que yo correspondí, tras dudar un poco, poniendo en sus manos el caudal que había mantenido en seguro escondrijo hasta entonces, fruto de las pequeñas trapacerías de todos aquellos años. Rio entonces ella, pero pronto volvió a derramar lágrimas pensando en nuestra separación, y yo con ella, pues digo que jamás hubo en el mundo mejor madre y más honrada mujer, y ello pese al modo en que tuvo que ganarse la vida en Samoriz y, sospecho, la benevolencia del sacerdote hacia la petición de mi ingreso en el templo.
Al día siguiente, la primera sorpresa de mi nueva vida la tuve al contemplar el vehículo en el que viajaría hasta el Templo de Minerva de la capital. Se trataba de un verdadero hovercraft de los que ya no se veían en las rutas y caminos del devastado Garal. Ciertamente el Templo debía ser rico, y la idea de que yo pronto participaría de esa riqueza me hizo relamerme mentalmente.
Conmigo vendría el sacerdote que ya conocía, Horus, acompañado por dos acólitos que me miraron con una sonrisa burlona. Entre ellos y yo embarcamos una buena cantidad de fardos de comida y mercadería variada, que el buen sacerdote había venido a adquirir a la ciudad. Luego, tras despedirme con un último abrazo de mi madre, montamos en la maquina e iniciamos el viaje.
Ninguno de mis acompañantes pareció muy interesado en entablar conversación conmigo, pero ello no me importó. Pasada la tristeza de la despedida, el airecillo que golpeaba mi rostro al correr el vehículo sobre su colchón de aire comenzaba a hacerme reaccionar y aun disfrutar de la aventura. Quedó atrás la ciudad con sus todavía devastadas avenidas y comenzamos a cruzamos con carros de diversas formas, jinetes y aun caminantes aislados. Todos ellos nos saludaban muy respetuosamente y estoy seguro de que envidiaban la magnificencia de nuestro vehículo. Sentado en él me parecía ser ya un representante de los dioses olímpicos, respetado y hasta temido por los simples mortales.
El gran templo de Minerva Atenea, la diosa de la sabiduría, había sido reconstruido tras el día del desastre, pues de tal modo son ateos los megaros que igualmente lo destruyeron con el resto de la ciudad, e incluso no dudo que hasta les hubiese gustado hincar el diente a algún sacerdote, aunque éstos, por avisados, huyeron a tiempo.
Pese a su evidente novedad, no obstante, el edificio aparecía majestuoso y severo, como un apropiado símbolo del poder que la religión había alcanzado en los últimos tiempos. La propia Minerva Atenea, esculpida en piedra sobre el portón principal, nos dedicó una amistosa sonrisa, y en un tris estuve de corresponder con un guiño.
Descendimos del vehículo en el patio interior, y Horus me condujo luego por unos corredores desnudos de todo adorno, hasta llegar a una sala donde un anciano nos esperaba. Por el tratamiento que mi acompañante le otorgo, supe que se trataba del pontífice local de la diosa.
—Eminencia, traigo conmigo un muchacho de grandes cualidades —dijo Horus—. Creo que muy bien pudiera ser aceptado como acólito y lego, y quién sabe si en el futuro algo más.
El pontífice me miró con bondad en sus ojos.
—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó.
—Gabriel Luján, Eminencia —respondí con el tono más respetuoso que fui capaz de adoptar—, de la villa de Bellavista.
Repasé mentalmente todo cuanto había aprendido sobre la historia de los dioses olímpicos en general y de Minerva Atenea en particular, esperando un nuevo examen. Pero Su Eminencia pareció conforme con la opinión de Horus, pues nada dijo sobre el particular.
—Espero, pequeño Gabriel —se dirigió, en cambio, paternalmente hacia mí—, que comprendas el gran honor que se te ha otorgado al aceptarte como servidor del Templo, al darte la oportunidad de llegar a ser un servus deorum.
No entendí el título, y me pregunté si ello sería una laguna en mis supuestos conocimientos. De cualquier forma procuré hacer notar lo mucho que agradecía el honor que se me concedía. Creo haber estado bastante elocuente.
El pontífice me dio a besar benévolamente su anillo, cosa que hice, y a continuación fui trasladado a la sección del templo dedicada a las clases de los acólitos.
Para mí comenzaba, en verdad, una nueva existencia.
Esperaba que se me instruyera en algún tipo de trabajo manual, con el que quizás podría abrirme camino caso de ser despedido del Templo, pero me equivoqué de medio a medio. Las clases insistían especialmente en las matemáticas, y no tardé en iniciarme en los secretos de la contabilidad, y la cosa era lógica, teniendo en cuenta que el Templo se había convertido en la más poderosa entidad bancaria del planeta; de él partían los préstamos para las empresas y gracias a su actividad se financiaban desde la compra de semillas y abono para cultivar un campo hasta la fabricación de maquinaria para las incipientes industrias, pasando por toda la gama de establecimientos comerciales y talleres artesanos. Y en el caso de que algún honrado ciudadano consiguiera el milagro de amasar una pequeña fortuna… ¿No estaría mejor bajo la protección directa de Juno Hera o de Apolo Febo que en algún rincón de su propia vivienda, amenazada siempre por cualquier ladrón que de ella se encaprichara?
Además de las matemáticas, estudiábamos también algo de literatura, historia y sobre todo, como es natural, religión. De nuevo tuve ocasión de asombrarme ante el dédalo de historias e historietas entrecruzadas que parecía componer la crónica de los dioses olímpicos. Me enteré igualmente de que los dioses habían influido en la caída del Imperio al apartarse de su culto los últimos emperadores, y no esperaban sino que el buen pueblo de la Galaxia volviera al recto camino para instaurar un nuevo y mucho más glorioso Imperio Galáctico que perduraría por los siglos de los siglos, en tanto que la humanidad lo mereciera. Aunque no nos lo explicaron, me imaginé también que la invasión megara debía haber sido ocasionada por algún imprevisto acto de impiedad, y que de haber dado los habitantes de Garal el debido culto a los dioses y el correspondiente diezmo a los sacerdotes, el ataque no se hubiera producido o habría sido rechazado por nuestra armada. Que así de sencillos son de resolver los problemas de las contiendas estelares si se sabe respetar a los dioses.
Se pensará que algunas de mis ideas no casaban por completo con la mentalidad que un piadoso acólito de los dioses olímpicos debería tener. Mas aun si ello fuera cierto, debe creérseme cuando digo que nada traslucía al exterior que pudiera hacer dudar de mi fe. Por el contrario, nunca pudo verse estudiante más docil y piadoso, más apegado a las divinas creencias y menos discutidor de las enseñanzas que los maestros le imbuían. Mi madre me había aleccionado bien al respecto, y no tenía la menor intención de echarlo todo a rodar por alguna duda o intemperancia. Mi objetivo era el sacerdocio, y creo que quienes me instruían llegaron a pensar que en mi persona pudiera realizarse algún día el milagro de un sacerdote que creyese verdaderamente en los dioses a quienes servía.
Al margen de los estudios, mi vida de acólito era aburrida pero cómoda. Vivíase a toque de campana, y los fastidiosos rezos ocupaban buena parte de la jornada, pero en cambio se comía como en ninguna otra parte que hubiera conocido. Verdaderas fiestas eran para mí las visitas al refectorio, y si bien todo mi cuerpo procuraba impresionar a quien tal presenciara con la piedad y recogimiento de la oración en que dábamos gracias merecidas a los dioses por las viandas que en efecto de ellos eran regalo, siempre mi oculto estómago se impacientaba y pugnaba por dirigir mis ojos hacia las carnes y los pescados, en tanto que las tripas movíanse y amenazaban con poner rumoroso e inoportuno contrapunto al férvido rumor de las preces, y luego, iniciada al fin la comida, creíame invitado a los banquetes del Olimpo, dando por bien perdidas mis antiguas libertades, que por otra parte pensaba recobrar con creces apenas alcanzase el pleno estado sacerdotal.
Después de la cena, mientras llegaba la hora de acostarse, era habitual que los buenos sacerdotes se reunieran e incluso conversaran con nosotros, aunque lo más frecuente era que lo hicieran entre ellos mismos, mientras quedábamos reducidos al papel de humildes oyentes, tal como nos obligaba nuestra condición.
Recuerdo en especial la tertulia en la que el tema de conversación recayó sobre el oculto y, si bien siempre presente, raras veces manifestado horror que manteníamos todos los habitantes de Garal: la posibilidad de que los megaros volvieran.
—¿Para qué? —preguntaba optimista, el padre Garfio, alzando hacia el cielo su opulenta y grasa nariz, enrojecida por los dulces dones de Baco Dionisios, del que era ferviente adorador—. La Galaxia es grande, y de aquí tomaron lo que les pareció. Sin duda dirigirán su atención a otros espacios y otros mundos lejanos.
De muy otra opinión era el padre Zacarías, pequeñito y panzón, eternamente quisquilloso y casi siempre malhumorado, por una u otra razón.
—¡Calle el ingenuo! —dijo—. Dime, apreciado Garfio, y piénsalo bien. Si tú tuvieras un corral y un día te viniera la gana de comer gallina, ¿arramblarías con todas las que hubiera y también con los gallos, para ponerlos en tu mesa?
—Claro que no —replicó, confundido, el benevolente Garfio—. Habría de dejar algunas gallinas y al menos un gallo, para que el corral sobreviviera…
—¡Y poder aprovecharlo en otras ocasiones! —terminó Zacarías—. ¿Y qué crees tú que han hecho los megaros? Hubieran podido merendarse toda la población. ¿No tenían detectores de metal y biológicos? ¿No hubieran podido rastrear por los bosques y montañas donde tantos huyeron hasta al último hombre, mujer y niño?
—No, no hicieron eso, por ser demasiado listos. Tienen aquí un corral que se mantiene a sí mismo, que cubre bajas, que crea de la nada buenas reservas de carne para cuando se dignen venir a consumirlas. ¡Los megaros están ahí! —gritó, señalando al techo con tal ímpetu que muchos nos sobresaltamos, pensando verlos colgados de las vigas—. ¡Y nos caerán encima para repetir el número del año setenta y dos en cuanto vean que la población de Garal se ha recuperado lo suficiente para justificarles el viaje!
Intervino entonces el padre Iskahar, solemne y pausado, a quién conocíamos de las clases de aritmética y economía.
—Bueno… eh…, eso les sería más difícil ahora ¿No? Ahora… eh…, estamos preparados… eh…, tenemos la Guardia Garaliana.
Antes de que pudiera añadir un «eh» más, el padre Zacarías se le echó metafóricamente al cuello.
—¿La Guardia Garaliana? —se burló—. ¡Valiente compañía! En el setenta y dos teníamos al ejercito del Benefactor, unos mozos que hacían temblar la tierra, y disponíamos de cañones radiantes y carros de combate, y hasta naves estelares. ¡Pues escucha, todo ello se fue al radamante en una hora! ¿Qué podrían hacer mañana esos cuatro desgraciados con sus fusiles de juguete? ¡Ventoseándolos acabarían los megaros con ellos!
Intervinieron otros buenos padres, con diversas y excelentes razones, pero nada o poco pudieron oponer a la lógica de Zacarías. Tocóse luego a dormir y se disolvió la reunión.
Y precisamente se me quedó en la memoria aquella conversación, por lo mal que lo pasé después al aventurarme por los desiertos pasillos y oscuros corredores que conducían a nuestros dormitorios. Si bien los dioses del Olimpo diéronme el día de mi nacimiento, como quienes me sigan podrán ir comprobando, los más diversos y preciados dones y cualidades, en tal ocasión el fuerte Marte Ares hallábase sin duda de vacaciones o entregado a sus habituales escarceos amorosos con diosas o mortales, ya que el valor y gusto por las guerreras lides que el dios hubiera podido concederme debieron quedar en algún lugar del limbo, lejos de mi persona.
Sucedió así que el camino a los dormitorios me pareció más largo que de costumbre, y en cada sombra me parecía advertir furtivos movimientos, temiendo en cada instante ver surgir la fea jeta de un megaro ante la mía o sentir la mordedura de sus aguzados dientes en aquella posterior parte anatómica que la abundancia culinaria eclesiástica había redondeado en los últimos meses. No acabaron mis temores con la llegada al lecho, y por algún tiempo permanecí atento a todo ruido, hasta que al fin me rindió el sueño, no sin que antes interpusiera, inocente de mí, sábana y cobertor entre mi persona y el mundo exterior, pensando quizá que las telas lograrían detener lo que no pudieron los bizarros ejércitos del Benefactor en el nefasto año ciento setenta y dos.