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en un abrir y cerrar de ojos, antes de que la Doncella de la Hiedra pudiera pensárselo dos veces o adivinar lo que él quería hacer, Richard pasó a toda velocidad el cuchillo por delante del rostro de la mujer, teniendo buen cuidado de no herirla, o pensarlo siquiera, para no disparar la protección arcana que la envolvía. Si él no intentaba hacerle daño, las defensas de la mujer no reaccionarían.

Con certera precisión, en su lugar Richard hizo que la punta de la afilada hoja penetrara justo entre los labios entreabiertos… y seccionara las tiras de cuero que mantenían su boca cerrada.

Los oscuros ojos de la Doncella de la Hiedra se abrieron de par en par.

Su boca también se abrió de par en par, algo que no había hecho nunca antes.

Sus mandíbulas se abrieron por completo. Pareció involuntario.

Y entonces surgió un alarido de tal poder, de tal malevolencia, tan diabólico, que pareció rasgar el tejido mismo del mundo de la vida.

Era un alarido nacido en el mundo de los muertos.

Tarros y botellas estallaron, y su contenido salió despedido en todas direcciones. Algunas criaturas huesudas se cubrieron las cabezas con sus larguiruchos brazos para protegerse.

Cristales rotos, objetos de cerámica, palos y trozos de enredadera empezaron a moverse por la habitación como impulsados por ráfagas de viento, pero luego, con una velocidad creciente, todos los escombros ascendieron en el aire y empezaron a dar vueltas por la habitación. Incluso las criaturas huesudas se vieron arrastradas al interior del vórtice que se estaba creando, sus brazos y piernas dando violentas sacudidas mientras orbitaban impotentes alrededor de la habitación, entre nubes de cristales y objetos de cerámica rotos y todas las cosas que habían contenido.

El mortífero poder del alarido siguió sin reducirse en lo más mínimo, atrapando a todas las criaturas en él, junto con el montón de escombros.

Las figuras encapuchadas se taparon los oídos a la vez que chillaban de terror y dolor. No les sirvió de nada. A medida que el alarido liberado por Jit hendía la habitación, las criaturas empezaron a ser arrastradas por el creciente tornado de sonido y despojos que bramaba en la habitación.

Brotó sangre de los oídos de los que estaban embutidos en las paredes a la vez que estas se estremecían violentamente.

Las criaturas esqueléticas empezaron a desintegrarse, desmoronándose como si las hubieran moldeado con arena, polvo y tierra. Brazos y piernas cayeron a pedazos y se disolvieron en aquella vorágine, mezclándose con el resto de escombros que daban vueltas por la habitación. Chillaban y aullaban al mismo tiempo que se hacían pedazos, y sus gritos aterrados pasaron a formar parte del alarido interminable que surgía de la Doncella de la Hiedra.

Las encapuchadas formas refulgentes empezaron a alargarse y a desgarrarse en chorros de brillante vapor a medida que eran atraídas, sin poder hacer nada, por el poder del alarido de la Doncella de la Hiedra.

El rayo centelleó y titiló cuando, también él, fue obligado a dar vueltas en el exterior de la habitación. El aire mismo rugía y retumbaba.

En el centro de todo ello, la Doncella de la Hiedra permanecía de pie, con la cabeza echada atrás y las mandíbulas bien abiertas, mientras el alarido se llevaba con él su vida.

La ponzoña de quién era, de lo que era, su perversidad, su corrupción, su maldad, su dedicación a la muerte y su desprecio por la vida bajo cualquier forma, escapaba en un alarido desgarrador que era el insondable pozo sin fondo de lo que veneraba.

El alarido era la muerte misma.

Ahora que la verdad del alma sin vida de su interior era liberada, esta se llevaba con ella la vida de quien la había alojado.

La mujer veía la verdad de su muerto ser interior. La vida, su vida, era incompatible con la muerte que llevaba dentro.

La muerte no le mostró agradecimiento, y tampoco misericordia.

Su rostro empezó a derretirse a medida que lo hacía su propia maldad. La muerte que había en el núcleo de su ser escapaba de su prisión. Sus venas se partieron, sus músculos se desgarraron y su piel se rajó hasta que los huesos quedaron al descubierto. Todo ello añadió poder y potencia a su alarido de muerte.

Aquel grito, su poder, su veneno, alanceó también a Richard y el dolor fue superior a lo que podía soportar. Cada articulación suya chillaba presa de un atroz tormento. Cada fibra nerviosa vibraba con la tortura del sonido que escapaba de la Doncella de la Hiedra.

También él estaba siendo tocado por la muerte que había sido liberada.

Mientras empezaba a perder el conocimiento, Richard comprendió que los tapones que había hecho para sus oídos, y para los de Kahlan, no habían sido suficiente para resistir la malevolencia a la que había dado rienda suelta.

Había fracasado. Le había fallado a Kahlan.

Sintió que una lágrima de profunda pena por Kahlan, de su amor por ella, le corría por la cara mientras el mundo que chillaba, rugía y centelleaba se apagaba y quedaba en silencio poco a poco.