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los hombres de una patrulla que habían descubierto la presencia de Richard corrieron hasta él para ver cuál era el problema. Richard vio aparecer a lo lejos a otros soldados a caballo.
Antes de que el fornido capitán de la guardia pudiera hablar, Richard habló primero:
—La Madre Confesora bajó aquí en algún momento después de oscurecer. Sus huellas son de hace al menos varias horas. ¿La viste tú o cualquiera de tus hombres?
—¿La Madre Confesora? —El sobresaltado capitán negó con la cabeza—. No, lord Rahl. Mis hombres y yo hemos estado de patrulla desde mucho antes de eso… desde antes de oscurecer. Me habría enterado si alguno la hubiese visto.
—¿Cuántos carros han partido desde que oscureció?
El capitán se rascó el cuello, corto y robusto, mientras sacaba la cuenta mentalmente.
—Docenas, lord Rahl. Tenemos registros. Puedo conseguiros el número exacto.
—Estupendo. Reúne suficientes soldados de caballería para que un destacamento vaya tras cada carro. Quiero que se registre cada carro y carruaje.
El hombre asentía a las instrucciones, pero parecía confundido.
—¿Qué tenemos que buscar?
—La Madre Confesora abandonó su habitación en algún momento de la noche. Es posible que algo la persiguiera pero tiene fiebre, así que lo más probable es que esté desorientada. Lo que sí sé es que bajó aquí y saltó a un carro que partió de aquí esta noche. No sé cuál, de modo que los soldados tendrán que localizar cada carro y registrarlo. Si se la encuentra, quiero que se la proteja y conduzca de vuelta al palacio.
—¿Sabéis dónde subió al carro, lord Rahl? Eso podría reducir la búsqueda.
Richard señaló la última pisada.
—Justo aquí.
El rostro del hombre mostró su decepción.
—Todos los carros tienen que girar por esta zona al partir.
—Entonces hay que alcanzarlos a todos y registrarlos —dijo Richard—. Envía los destacamentos de inmediato… antes de que los carros puedan llegar demasiado lejos.
El hombre se golpeó el corazón con el puño.
—Ahora mismo, lord Rahl.
—Y necesito un caballo —añadió Richard—. Ahora mismo.
El capitán volvió la cabeza y silbó a la oscuridad. En sólo unos instantes Richard quedó rodeado por más de un centenar de soldados.
Cuando una docena de hombres a caballo llegaron al galope, los hombres allí reunidos los dejaron pasar. Los soldados a caballo se congregaron a su alrededor para averiguar cuál era el problema. En lugar de dar explicaciones, Richard evaluó con rapidez todas las monturas y luego hizo una seña a un hombre para que desmontara de una yegua de aspecto resistente. El hombre saltó al suelo.
—El capitán os explicará mis órdenes —dijo Richard a la vez que ponía un pie en el estribo y montaba—. Tengo que irme.
—Comprobaremos cada carro, lord Rahl —repuso el capitán—. ¿Iréis con algunos hombres?
Richard tenía que hacer que registrasen los carros por si acaso, pero dudaba que fueran a encontrarla. Había más cosas involucradas. Había algo que él todavía no había descifrado.
Pensó en la advertencia de la máquina sobre que los perros se la quitarían. Pensó en todos los problemas que habían empezado después de que vieran al muchacho, a Henrik, en el mercado la mañana siguiente a la boda de Cara.
Sus problemas parecían estar ligados a las profecías. Varios representantes habían decidido que querían seguir a Hannis Arc, de la provincia de Fajín, porque él hacía uso de las profecías. Ese era el motivo de que tantos hubieran partido esa noche.
Uno de los primeros presagios había sido «La reina se come el peón». Nicci había contado a Richard que la profecía era también un movimiento en un juego llamado ajedrez, un juego que se jugaba en la provincia de Fajín, en las Tierras Oscuras. Henrik, el muchacho enfermo que había dado el primer aviso de que había oscuridad en el palacio, había estado en un lugar llamado la Trocha de Kharga, en las Tierras Oscuras, de la provincia de Fajín.
Richard recordó que a la madre del muchacho lo había llevado a ver a la Doncella de la Hiedra, de la Trocha de Kharga. Recordaba que sus ojos se habían movido de un lado a otro cuando había mencionado a la Doncella de la Hiedra. También recordaba lo nervioso que se había puesto el abad Dreier ante la mención de la Doncella de la Hiedra.
Nicci había advertido a Richard sobre lo peligrosas que eran las Doncellas de la Hiedra.
También recordaba que la madre del muchacho había dicho que a Henrik le habían molestado unos perros que merodeaban alrededor de su tienda.
El capitán seguía aguardando a que Richard le dijera adónde iba.
—No voy a ir con ningún destacamento a registrar los carros. —El caballo de Richard cabrioleó, ansioso por ponerse en marcha—. Di al general Meiffert y a Zedd que voy a la Trocha de Kharga y que no tengo tiempo de esperarlos. No puedo perder un momento. Y, además, ellos no harían más que retrasarme.
—¿La Trocha de Kharga? —preguntó uno de los soldados—. ¿En las Tierras Oscuras?
Richard asintió.
—¿Conoces el lugar?
El hombre dio un paso al frente.
—Lo que sé es que no os conviene ir allí, lord Rahl.
—¿Por qué?
—Procedo de la provincia de Fajín. No os conviene ir a la Trocha de Kharga. Personas desesperadas van allí a ver a una especie de mujer de quien se dice que posee poderes arcanos. Mucha de la gente que va, no regresa. Eso no es algo tan insólito en las Tierras Oscuras. Me alegré de marcharme para unirme al ejército d’haraniano. Tuve la gran suerte de ser aceptado en la Primera Fila. No quiero regresar jamás.
Richard se preguntó si el hombre no sería simplemente supersticioso. Cuando había sido guía de bosque, nunca había tropezado con ningún ser siniestro, pero sí con campesinos que temían a tales cosas y creían sinceramente en ellas. Tales historias, sin embargo, no empañaban sus recuerdos entrañables de su hogar.
—Ahora que la guerra ha terminado —dijo al soldado—, ¿de verdad no quieres ir a casa?
—Lord Rahl, no sé mucho sobre el don, pero en la guerra llegué a ver la magia en acción. Lo que hay allí, en las Tierras Oscuras, es diferente. Las criaturas que viven allí utilizan conjuros de… magia negra…, que tienen que ver con cosas muertas. La de las Tierras Oscuras es una magia muy distinta de la magia del don.
—¿Distinta? ¿Distinta en qué modo?
El hombre miró a su alrededor, casi como si temiera que las sombras pudieran estar escuchando.
—Los muertos deambulan por las Tierras Oscuras.
Richard apoyó el antebrazo sobre el pomo de la silla y miró al hombre con el entrecejo fruncido.
—¿Qué quieres decir con que los muertos deambulan por las Tierras Oscuras?
—Justo lo que he dicho. Las Tierras Oscuras son territorio de demonios, donde cazan los carroñeros del inframundo. Si no regreso jamás, mejor que mejor.
Richard pensó que tales temores supersticiosos sonaban aún más extraños proviniendo de un joven fuerte y sano, un hombre que se había enfrentado a una guerra y a terrores a los que nadie debería tener que enfrentarse jamás.
Pero entonces recordó que Nicci le había contado que los poderes de una Doncella de la Hiedra eran diferentes, y que él carecía de defensa contra ellos. Nicci no sólo había sido conocida como la Señora de la Muerte, sino que había sido una Hermana de las Tinieblas y servido a la causa del Custodio del inframundo. Sabía sobre tales cosas.
La idea de que Kahlan fuera a un lugar como aquel hizo que su corazón latiera violentamente. Richard temía que Kahlan fuera a las Tierras Oscuras, y en especial al encuentro de la Doncella de la Hiedra. Pero demasiadas cosas señalaban en esa dirección para tratarse de una coincidencia.
—Gracias por la advertencia, soldado —dijo, asintiendo—. Espero alcanzar a la Madre Confesora mucho antes de llegar allí.
El hombre se llevó el puño al corazón.
—Que regreséis pronto a casa, lord Rahl. Regresad sano y salvo con la Madre Confesora antes de que tengáis que pisar las Tierras Oscuras.
Richard tensó las riendas para mantener quieta a su montura.
—Capitán, aseguraos de decir también a Nicci adónde voy. Aseguraos de decirle que creo que la Madre Confesora podría dirigirse al lugar donde está la Doncella de la Hiedra, en la Trocha de Kharga. Voy a intentar alcanzarla antes de que pueda llegar ahí.
Uno de los otros soldados llegó corriendo y arrojó unas alforjas sobre el lomo del caballo.
—Al menos llevad provisiones, lord Rahl.
Richard sacó su espada de la vaina justo un poco y volvió a dejarla caer dentro, asegurándose de que salía con facilidad. Dio las gracias a los hombres con un movimiento de cabeza y luego instó al caballo a ir hacia la calzada que descendía por la ladera de la meseta.
En cuanto Richard dio rienda suelta al caballo y se inclinó sobre su cruz, este obedeció al instante y se perdió en la noche en medio de un tronar de cascos.