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richard estaba conmocionado y enojado.

A duras penas podía creer la sangrienta escena. Era la segunda reina asesinada en el palacio desde la boda de Cara. Ambos asesinatos habían sido espantosos.

Pero lo que lo tenía aún más trastornado era saber que una mord-sith había hecho eso.

Cuál lo había hecho no lo sabía. Por qué lo había hecho no podía ni imaginarlo.

—Lord Rahl —dijo Cara—, admito que no me gustaba esa mujer, que no confiaba en ella, pero yo no habría hecho esto.

—No he dicho que lo hicieras.

—Entonces decidme algo —replicó ella.

Él volvió la cabeza para mirarla.

—Quiero saber quién hizo esto.

Ella apretó los labios y asintió. Quería decir que una mord-sith no habría actuado por su cuenta de aquel modo, ya no. Pero no podía rebatir la evidencia ni a los testigos.

La misma Cara había confirmado lo que Richard ya había sabido: que la reina había muerto víctima de un agiel.

No había duda de que una mord-sith había matado a la reina Orneta. La única cuestión era cuál.

Richard no quería pensar algo así de ninguna de ellas. Todas eran absolutamente despiadadas en la defensa de la vida de Kahlan y la suya, pero también eran firmemente leales a él.

Sencillamente carecía de sentido.

Richard hizo una seña al embajador Grandon, que estaba en el pasillo, para que entrara. El embajador agachó la cabeza en respuesta a la llamada de lord Rahl y entró en la habitación con paso lento, jugueteando con un botón de su gabán.

Volvió a agachar la cabeza al detenerse.

—¿Sí, lord Rahl?

—¿Decís que fue una mord-sith quien hizo esto y que vos la visteis?

—Sí, lord Rahl.

—Describidla. ¿Qué aspecto tenía?

El hombre lo meditó un momento.

—Alta, rubia. Los ojos azules.

Richard hizo un esfuerzo por mantener su reacción bajo control mientras señalaba a Cara.

—Cara es alta, tiene el pelo rubio y los ojos azules. ¿Fue ella?

El embajador Grandon alzó la mirada hacia Cara.

—Por supuesto que no, lord Rahl.

—Un buen número de las mord-sith son rubias y tienen los ojos azules. Muchas personas en D’Hara son así.

El embajador Grandon volvió a agachar la cabeza mientras seguía jugando con el botón del abrigo.

—Sí, lord Rahl.

—Así pues, decidme qué era diferente en esa mujer. ¿Cómo podemos reconocerla entre todas las demás mord-sith rubias y de ojos azules? ¿Cómo sabremos cuál fue la responsable?

El hombre soltó por fin el botón para dar tironcitos a su puntiaguda barba en su lugar.

—No lo sé, lord Rahl. No la miré con tanto detenimiento. Vi el traje de cuero rojo, la trenza rubia, el agiel. Y tenía esa actitud de una mord-sith, ya sabéis a lo que me refiero. Era una mujer a la que temer y mucho. No estoy seguro de poder señalarla incluso aunque volviera a verla.

Richard suspiró con desaliento. Sabía que el hombre tenía razón. Pocas personas mirarían a una mord-sith a los ojos o le dedicarían más que un breve vistazo. Comprendía ese temor muy bien.

Posó la palma de la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada y dio unos golpecitos sobre la cruz con el pulgar.

—¿Qué estabais haciendo vos y los demás con la reina Orneta? ¿Por qué estabais todos reunidos en la galería? A juzgar por todas las tazas y copas allí dispuestas, estuvisteis allí bastante tiempo. ¿Qué hacíais todos en ese lugar?

Cuando el hombre palideció un poco, Richard supo que había tocado un punto delicado.

—Bueno, lord Rahl, sólo estábamos conversando.

—Sólo conversando… ¿Sólo conversando sobre qué?

—Sobre profecías.

—Profecías. ¿Y qué decíais sobre las profecías? ¿Tiene que ver con que la mayoría de esas personas hayan hecho las maletas y ya se hayan ido, y si no han marchado aún, están preparándose para hacerlo?

El embajador Grandon se pasó la lengua por los labios, considerando con cuidado su respuesta.

—Lord Rahl, yo me he quedado porque sentía que al menos os debía una explicación.

Richard frunció el entrecejo.

—¿Una explicación de qué?

—Del motivo de que los demás se hayan ido, o se estén marchando, y lo que se decidió. Veréis, hemos oído lo que vos y la Madre Confesora habéis dicho sobre las profecías. Hemos oído lo que Nathan, el profeta, ha dicho pero nosotros, respetuosamente, tenemos nuestro propio punto de vista.

Richard reprimió una respuesta malhumorada e hizo una pausa para inspirar. Era él, al fin y al cabo, quien había dicho a todas esas personas, que en tiempos pasados se habían arrodillado para salmodiar una plegaria a lord Rahl, que sus vidas les pertenecían, y que debían ponerse en pie y vivirlas. Esperaba de ellos que pensaran por sí mismos, que tomaran sus propias decisiones razonadas, que vivieran sus propias vidas.

—Embajador Grandon —dijo, poniéndole una mano en el hombro—, somos personas libres. Es necesario que todos cooperemos para nuestra prosperidad común, pero no voy a torturar hasta la muerte a aquellos que no quieran seguir mi modo de hacer las cosas. Por eso se libró la guerra; por la idea de que todos tenemos derecho a vivir nuestras propias vidas como creamos conveniente. Cuando dije que vuestras vidas eran vuestras para vivirlas, lo dije en serio. Lo que yo esperaría es que la gente viera la sabiduría y la experiencia que hay en lo que decimos, y eligiera seguir con nosotros voluntariamente.

El embajador mostró un semblante humilde, y pesaroso.

—No puedo expresaros lo agradecido que estoy de oír ese parecer, lord Rahl. Eso hace que lo que quería contaros antes de partir resulte mucho más difícil.

—Simplemente contadme la verdad, embajador. No puedo censuraros por decir la verdad.

El hombre asintió.

—Veréis, lord Rahl, comprendimos que vos tenéis vuestro propio punto de vista sobre las profecías, y podemos incluso entender que tenéis vuestras propias buenas razones para ese parecer, pero nosotros creemos que es necesario que sepamos lo que dicen las profecías de modo que podamos utilizarlo para ayudar a nuestra gente a vivir unas vidas mejores.

»La reina Orneta eligió entregar su lealtad a Hannis Arc, seguir su guía con la ayuda de las profecías, si él está de acuerdo en ofrecerla. No sabemos con seguridad cómo recibirá él nuestra petición de que comparta su conocimiento de las profecías, pero tenemos motivos para creer que se mostrará receptivo a nuestra súplica. Después de que ella tomara esta decisión, todos decidimos lo mismo, que queríamos hacer caso de un líder que siguiera las profecías, en lugar de… en lugar de a vos.

Richard enganchó los pulgares en el cinto a la vez que volvía a inspirar.

—Entiendo.

—Después de eso, cuando estábamos reunidos en la galería, el abad preguntó a la mord-sith que acudió a llevarse a la reina a qué venía todo aquello, y ella dijo que tenía que ver con la profecía más reciente. El abad Dreier preguntó qué decía esa profecía. La mord-sith dijo que no lo sabía, pero que varias personas la habían recibido. Cuando el abad intentó detener a la mujer, ella utilizó su agiel contra él… le hizo bastante daño.

Indicó con la mano a la mujer muerta en medio de un charco de sangre.

—La mord-sith se llevó a la reina Orneta. Nosotros las seguimos y oímos lo que ella hizo. Tras matar a la reina, cuando salió, todos pensamos que podríamos ser los siguientes. Por eso ninguno de nosotros la miró realmente. En cualquier caso, ella se marchó, y todos conservamos la vida. Así que algunos de nosotros fuimos inmediatamente a ver a la mujer que dice la buenaventura abajo, en los pasillos.

—Sabella —repuso Richard—. La conozco.

El embajador Grandon asintió.

—Esa debe de ser.

—¿Y qué dijo Sabella?

—Dijo que le había llegado un presagio el día anterior, un presagio que decía: «La elección efectuada por una reina le costará a esta la vida». Esto, desde luego, fue después de que la reina Orneta nos hubiera contado que había decidido entregar su lealtad a Hannis Arc a cambio de su guía mediante la revelación de las profecías. —Efectuó un ademán en dirección a la difunta reina—. Poco después, Orneta perdió la vida.

»La profecía se había cumplido. Una prueba más para muchos de nosotros de que tenemos razón al creer que necesitamos estar informados sobre las profecías, que es necesario que sigamos a un hombre familiarizado con ellas, y uno dispuesto a revelárnoslas.

—Entiendo.

El embajador bajó la cabeza.

—Lo lamento, lord Rahl, pero son nuestras vidas y elegimos utilizar cualquier herramienta a nuestra disposición para preservar la vida. Esto es lo que decidimos, y la razón de que muchos de los representantes se marchen. Algunos ya se han ido. Algunos se están yendo en este preciso momento. Algunos están empaquetando sus cosas ahora y se irán esta noche.

—¿Vos entre ellos, embajador?

Él asintió mientras volvía a mesarse la barba.

—Sí, lord Rahl. Por favor, no lo consideréis como que os damos la espalda, sino más bien como que queremos estar abiertos a escuchar a un hombre que nos revelará los oscuros secretos de las profecías.

Oscuros secretos… Richard ya no sabía qué hacer con la oscuridad que había penetrado en el palacio.

Allí de pie, no muy lejos de la reina, cuya muerte había pronosticado la profecía de la tira de metal que tenía en el bolsillo, Richard se sentía inundado por un torbellino de emociones, pero pensó que era mejor guardárselas para sí.

—Comprendo, embajador. Espero que vos y los demás lleguéis a entender un día mi razonamiento y por qué creo que debe ser como la Madre Confesora y yo hemos dicho que debe ser. Vos y los demás seréis siempre bien recibidos en el palacio si cambiáis de idea.

El hombre volvió a inclinar la cabeza y luego, tras dedicar una mirada más a la reina que yacía sin vida a poca distancia, dio media vuelta y se fue.

Al salir, pasó por delante de Nicci, que entraba. La hechicera tenía un semblante inusitadamente sombrío y lanzó sólo una breve mirada a la reina muerta mientras envolvían a esta en un sudario antes de subirla a una camilla y llevársela para enterrarla. En el corredor, un silencioso grupo del personal de limpieza permanecía en actitud solemne a un lado, a la espera de poder entrar y fregar a conciencia el lugar para limpiar toda la sangre.

—He oído que la mató una mord-sith —dijo Nicci.

—No tengo inconveniente en que cualquiera de nosotras admita haber matado —manifestó Cara—, pero sólo cuando lo hayamos hecho realmente.

Estaba de un humor de perros. Richard no podía decir que la culpara. Su propio estado de ánimo tampoco era mucho mejor.

Nicci no parecía tener ganas de discutir el tema. Daba la impresión de que tenía alguna otra cosa en la cabeza.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

Nicci lo miró brevemente a los ojos.

—En primer lugar, quiero que sepas que acabo de venir de tu habitación. Kahlan duerme plácidamente. Comprobé personalmente la habitación en busca de cualquier cosa fuera de lugar, cualquier cosa fuera de lo corriente, cualquier traza de magia de cualquier clase, cualquier problema. Kahlan siguió durmiendo tan tranquila mientras yo lo hacía. Luego comprobé a todos los hombres que custodian la habitación y la zona. Rikka y Berdine estaban en los pasillos. Les dije que mantuvieran los ojos abiertos por si aparecía cualquier cosa que pareciera aunque sólo fuera un poco extraña, cualquier señal de lo que fuera.

Richard frunció el entrecejo.

—¿Qué sucede?

La resuelta mirada de la hechicera fue al encuentro de la suya.

—Estaba con Zedd, con la máquina, cuando esta se puso en marcha con suavidad, poco a poco, del modo que describiste. Cogió velocidad y luego grabó una profecía en una tira de metal. La tira de metal salió fría, tal como nos contaste que hizo cuando la máquina dijo que había tenido sueños. Luego volvió a quedarse quieta y en silencio. Zedd se ha quedado abajo por si emite más presagios. Me pidió que te trajera la tira que grabó. Por el camino, cuando comprobé cómo estaba Kahlan, como te dije, pedí a Berdine que me tradujera la tira.

Richard empezaba a sentir un profundo recelo.

—¿Y qué dice esta?

Nicci tomó aire para armarse de valor y luego le entregó la tira.

—Preferiría que la tradujeses tú mismo. No deseo ser la mensajera de esto.

Frunciendo el entrecejo, Richard tomó la tira de metal y miró el más bien simple emblema de su superficie, seguido por un elemento más complejo.

Sintió que la cólera le enrojecía el rostro.

La tira decía: «Los perros te la quitarán».

Apretó las mandíbulas.

—Se acabó, ya me he hartado de esa máquina. ¡La quiero destruida!

Mientras se encaminaba hacia la puerta, Nicci y Cara corrieron para darle alcance.