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antes de que la mujer pudiera aguijonearla con el arma, Orneta echó una última mirada a Ludwig, luego dio media vuelta y se puso a andar muy digna en dirección a sus alojamientos. Estaba indignada, y rabiosa con la mujer por haber lastimado a Ludwig, pero tuvo buen cuidado de no mostrar sus emociones por el momento. Dejaría bien clara su queja en el momento adecuado y ante las personas adecuadas. Entonces esa mujer pagaría el precio de su insolencia, por no mencionar su innecesaria crueldad.

Al menos Orneta había podido alejar a la mord-sith de Ludwig antes de que este hiciera alguna estupidez y consiguiera que lo lastimara aún más.

Mientras avanzaba por un elegante corredor, Orneta intentó no ir a demasiada velocidad. Antes bien, caminó con majestuosidad, simplemente para recordar a la mord-sith con quién trataba. Además, Orneta no tenía ninguna prisa por llegar a sus habitaciones y estar a solas con la mujer.

Una criada que iba en dirección opuesta, con los brazos cargados de ropa de cama limpia, se apretó contra un lado del pasillo al ver llegar a la mord-sith, y permaneció bien apartada de su camino. La criada mantuvo los ojos puestos en el suelo mientras la otra pasaba, evitando encontrarse con la mirada inmutable de la alta mujer vestida de cuero rojo.

Orneta sentía como si fuera una prisionera siendo conducida a una ejecución. No podía creer que la estuvieran tratando con tan poco respeto. Teniendo en cuenta su decisión, le pasó por la cabeza que no era del todo inmerecido. Durante años, había sido leal a la causa del imperio, y se recordó que lo que hacía era por lealtad al imperio…, a la gente, al menos, aunque no a su líder.

No sabía qué podría querer la mord-sith, pero a Orneta le preocupaba cada vez más que tuviera que ver con que hubiera entregado su lealtad a Hannis Arc. Se dijo que era una preocupación estúpida. Nadie conocía su decisión salvo Ludwig y ella. Y el grupo con el que estaba reunida hacía unos momentos, pero justo acababa de comunicárselo.

Le pasó por la cabeza que podría haber habido una profecía que predijera su nueva lealtad. Lord Rahl no quería contarles lo que decían las profecías, no quería ayudarlos contra las amenazas que esos presagios revelaban, pero eso no significaba que él no las utilizara para sus propios y siniestros fines. No había forma de saber lo que una persona que estaba siendo utilizada por el Custodio del inframundo podría saber, lo que podría hacer.

Lord Rahl era un buen hombre, un hombre decente, pero incluso una persona así podía ser poseída de modo que no actuara según su libre albedrío; a los poseídos los guiaba la misma muerte. Como Ludwig había señalado, ¿quién podría ser el mejor candidato a ser poseído por el Custodio, para llevar a cabo sus siniestros fines, que aquellas personas que gozaban de más confianza entre ellos?

Cuando echó una ojeada por encima del hombro, Orneta vio que la mord-sith iba justo detrás de ella, luciendo un semblante sombrío.

Pero más allá de la mord-sith, la reina pudo ver que todo el grupo con el que se había reunido las seguía por el pasillo. Mantenían la distancia, pero estaban a todas luces decididos a ver de qué iba aquello. Ludwig, sujetándose el hombro, y todavía con aspecto de estar dolorido por el contacto del agiel, iba por delante de un inquieto embajador Grandon, a continuación iba la duquesa, y tras esta caminaban el resto de los representantes. La cólera ensombrecía el rostro de Ludwig.

Orneta se alegró de tenerlos siguiéndola. Pensó que ello podría moderar a la mord-sith. Los testigos acostumbraban a apaciguar la agresividad. También le dio ánimos tener a Ludwig plantando cara por ella.

Orneta hizo una pausa y efectuó un ademán en dirección a las ornamentadas puertas que tenía delante, intentando ganar un momento para que los que las seguían pudieran alcanzarlas.

—Estos son mis aposentos.

Cuando la mord-sith le dedicó una mirada iracunda que minaba la fortaleza incluso de los más fuertes, Orneta abrió la puerta y encabezó el paso de ambas al interior. Empujó con suavidad la puerta para cerrarla, pero la dejó lo bastante entreabierta para que el grupo de sus seguidores, una vez que las alcanzaran, pudiera oírlo todo con facilidad, e incluso echar un vistazo.

La mord-sith empujó la puerta y la cerró con firmeza.

Orneta, intentando parecer despreocupada, fue hasta una cómoda donde botellas de vino, agua y refrescos descansaban sobre una bandeja de plata junto con media docena de copas de cristal.

—¿Puedo ofrecerte algo de beber?

—No estoy aquí para beber.

Orneta sonrió con cordialidad.

—Lo siento, pero ni siquiera te he preguntado tu nombre.

La mirada de los ojos azules de la mord-sith fue suficiente para que Orneta sintiera que se le doblaban las rodillas, pero intentó que no se notara.

—Me llamo Vika.

—Vika. —La reina sonrió—. Bueno, Vika, ¿qué puedo hacer por ti?

La mord-sith empezó a avanzar.

—Puedes chillar.

Orneta parpadeó.

—¿Cómo dices?

Vika agarró un trozo de vestido de Orneta a la altura del hombro.

—He dicho que puedes chillar.

La mord-sith rechinó los dientes al mismo tiempo que tiraba a Orneta al suelo y le estrellaba el agiel en la cintura.

La descarga de dolor superó cualquier cosa que la mujer hubiera experimentado o imaginado en toda su vida.

Le habría resultado imposible no chillar por el impacto de la descarga.

Finalizados los alaridos, Orneta cayó hecha un ovillo al suelo, intentando recuperar el aliento mientras lágrimas de dolor le corrían por el rostro.

—¿Por qué haces esto? —consiguió decir entre boqueadas.

Vika estaba de pie junto a ella, observándola.

—Para ayudarte a chillar.

Orneta estaba atónita. No tenía ni la más remota idea de por qué la mujer había hecho algo así, o qué quería decir.

—Pero ¿por qué?

—Puesto que deseas tanto que las profecías guíen a la humanidad, se te ha concedido el honor de ser el instrumento del cumplimiento de una profecía. Ahora, oigamos un grito realmente bueno.

Mientras Orneta la contemplaba fijamente con petrificada y aterrada confusión, Vika le incrustó la punta del agiel en el hueco del cuello.

Orneta gritó con tanta fuerza que pensó que podría desgarrarse la garganta. No habría podido parar ni que hubiera querido. El dolor la dominó, haciendo que los músculos de sus brazos y su cuello se convulsionaran en espasmos incontrolados.

Espumarajos de sangre brotaron por su boca, ahogando los alaridos. La sangre descendió por su barbilla y le empapó la parte delantera del vestido.

La habitación se oscureció más ante sus ojos, pero luego volvió a aparecer gradualmente. Apenas si sabía dónde estaba la mord-sith o qué estaba haciendo hasta que la vio dar la vuelta y colocarse detrás de ella.

Sin una palabra, Vika clavó el agiel en la base del cráneo de Orneta.

Colores centelleantes estallaron en todas direcciones. Dentro de su cabeza había un terrible sonido chirriante que convertía el dolor en algo que estaba más allá de cualquier cosa que hubiera sentido antes. Afiladas esquirlas de padecimiento penetraron a través de sus oídos.

Orneta permaneció sentada en el suelo, flácida e impotente, mientras aquel sonido chirriante y la llamarada de luz daban vueltas por su cabeza.

Oyó el sonido de las botas de Vika sobre el mármol blanco cuando esta dio la vuelta para colocarse delante de ella. La mord-sith se quedó allí plantada contemplando a Orneta, alzándose imponente ante ella mientras la observaba sin el más leve atisbo de compasión, y mucho menos de remordimiento.

La reina no había visto una mirada tan fría y despiadada en toda su vida.

—Ese ha estado bastante bien —comentó Vika—. Estoy segura de que todo el mundo ha podido oírlo.

Orneta era incapaz de mantener la cabeza alzada. No conseguía que los músculos de su cuello respondieran. Por el terrible dolor, pensó que debían de estar desgarrados. Tenía la barbilla apoyada en el pecho empapado de sangre.

Vio sangre extendiéndose por el suelo de mármol blanco. Su sangre. Mucha sangre.

Las botas de la mord-sith eran del mismo color que el charco de sangre.

Con un supremo esfuerzo, a través del abrasador dolor de su garganta, tragándose la sangre que le llenaba la boca, usó todas sus fuerzas para alzar la cabeza, mirar arriba y hablar.

—¿Qué quieres de mí?

Vika enarcó una ceja.

—Bueno, ahora que has chillado amablemente para mí, quiero que mueras.

Orneta parpadeó. No podía ofrecer resistencia, no podía luchar contra una criatura salvaje como aquella.

No le sorprendió, sin embargo. Sabía la respuesta antes de que Vika la pronunciara.

Orneta vio llegar de nuevo el agiel.

Sintió sólo el primer instante de dolor indescriptible al estallarle el corazón en el pecho.

Y luego, ese suplicio angustiante y demoledor quedó reducido a la última chispa de conciencia.