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el grupo que acompañaba a la reina Orneta calló al aproximarse la mord-sith. Todos los ojos estaban puestos en la alta mujer vestida de rojo mientras esta iba con paso seguro hacia ellos. Debido a la gravedad de su conversación, la inquietud se apoderó del pequeño grupo y ninguno de ellos consiguió siquiera iniciar una charla trivial.

Estaban, al fin y al cabo, en el palacio de lord Rahl, en el hogar ancestral de la Casa de Rahl, la sede del poder en D’Hara durante miles de años, y parecía un tanto de mal gusto, por no decir irrespetuoso o incluso un acto de traición, discutir tales cuestiones mientras estaban allí.

Sin embargo, aun cuando se trataba del hogar de lord Rahl, el hogar de la Casa de Rahl, era también el Palacio del Pueblo. Es decir, era un palacio que pertenecía al pueblo, y por lo tanto la gente tenía todo el derecho a discutir y a decidir cuestiones que tuvieran relevancia para su futuro común.

Pero la mujer de rojo que se acercaba hacía que todo eso pareciera más bien pura especulación. Lord Rahl era la autoridad suprema incontestable en ese lugar y en todo D’Hara. La guerra parecería haber resuelto esa cuestión y reforzado su control del poder. A menos que Orneta y aquellos que pensaban como ella fueran capaces, con la ayuda del abad Dreier y el obispo Arc, de hacer algo al respecto.

Ella se mantenía inflexible, como lo hacían varios de aquellos representantes, en su decisión de que las profecías eran la legítima autoridad rectora transmitida por el Creador en persona y que tenían que ser obedecidas. Para obedecerlas, debían tener conocimiento de ellas. Permitir que el Custodio de los muertos subvirtiera el uso de las profecías era una traición a la vida. Necesitaban un líder que los guiara, como el obispo Arc, quien gobernaría como lord Arc en conjunción con las palabras de las profecías.

En el silencio que reinaba allí, con todos los representantes observando, la mord-sith era el centro de atención mientras iba a la barandilla y echaba una ojeada a la gente que paseaba por los pasillos. Unos soldados que alzaron la vista la vieron y, sin detenerse, prosiguieron su camino. Otras personas que pasaban por los corredores advirtieron a su vez su presencia, pero sus miradas no permanecieron mucho tiempo puestas en ella.

Incluso en el Palacio del Pueblo, la mayoría de la gente había evitado siempre mirar a una mord-sith a los ojos. Desde luego, desde que Cara, la guardaespaldas más allegada a lord Rahl, se había casado, esa cautela se había suavizado un tanto. Un tanto.

El semblante duro de esta mord-sith en concreto, sin embargo, no daba a ninguno de ellos la menor razón para abandonar los temores albergados durante tanto tiempo.

El pelo de la mord-sith estaba peinado con la tradicional e impecable trenza hasta la parte baja de la espalda. Ni un solo cabello parecía estar fuera de lugar. La sensual mezcla de músculos y curvas femeninas llenaba a la perfección el traje de cuero rojo.

Una pequeña vara roja, su agiel, colgaba de una fina cadena de oro alrededor de su muñeca derecha, oscilando justo más allá de las yemas de los dedos, de modo que estuviera siempre listo para entrar en acción.

Cuando se volvió de nuevo tras inspeccionar los corredores y luego la zona de la galería donde estaba congregado aquel grupito de personas, su penetrante mirada de ojos azules se clavó en Orneta.

—Reina Orneta, he venido a hablar contigo. A solas.

Orneta frunció el entrecejo.

—¿Sobre qué?

—Lo discutiremos en privado.

Orneta no estaba muy segura de querer hablar con una mord-sith. A tenor de su reciente decisión de arrojar su lealtad a los brazos de Hannis Arc, Orneta no deseaba precisamente eso, y menos a solas.

—Bueno, no sé si deseo…

—Eso es curioso. Yo no era consciente de que hubiera dado la impresión de que te permitía elegir.

Orneta sintió cómo los finos pelos del cogote se le erizaban. No creía que hubiera oído nunca sonar tan amenazadora una voz tan argentina.

Incapaz de pensar en un modo de zafarse, alzó un brazo en un gesto de invitación.

—Mis aposentos están por ahí. No están lejos. Tal vez querrías…

—Servirán. Ponte en marcha.

Orneta dirigió una mirada a Ludwig, esperando que interviniera, o alguna clase de salvación.

Por su expresión acalorada, este no parecía necesitar que lo animasen demasiado.

—¿A qué viene todo esto?

Ante la cólera que aparecía en su tono, la mord-sith empuñó con rapidez su agiel.

—Tiene que ver con la profecía más reciente.

Todo el mundo pareció sorprendido.

—¿Qué profecía? —preguntó Ludwig.

—Varias personas, incluida esa ciega que dice la buenaventura, fueron visitadas por una profecía.

—¿Qué dice esa profecía? —exigió saber el abad.

La mord-sith enarcó una ceja en su dirección antes de estudiar al resto de las personas que observaban.

—¿Por qué tendría yo que tener alguna idea de lo que dice? La profecía no es para los que carecen del don. Y eso os incluye a todos vosotros.

La ira se manifestaba ahora con toda claridad en los ojos de Ludwig. Le había tomado más que cariño a Orneta, y ella a él. Los dos habían pasado juntos bastante tiempo, y a ella le complacía que él pareciera no cansarse de su compañía.

—Si ni siquiera sabes lo que dice, entonces ¿qué quieres decir cuando indicas que esto tiene relación con la profecía? —preguntó.

—Se me dieron órdenes, y se mencionó de pasada que estaban basadas en la profecía más reciente. —Inclinó el cuerpo hacia él y alzó el agiel en un gesto amenazador—. Ahora, ya he malgastado suficiente tiempo. Tenemos que irnos.

En lugar de retroceder, Ludwig intentó colocarse entre Orneta y la mord-sith.

—Creo que deberíamos…

La mujer le estrelló el agiel en el hombro. El abad profirió un grito de dolor a la vez que retrocedía empujado por la descarga recibida. Cayó de rodillas y apretó una mano contra el hombro mientras gemía.

Alzó la mirada enfurecido.

—¡Zorra! Cómo te atreves…

La mord-sith le apuntó al rostro con el agiel.

—Sugiero que no te levantes y permanezcas quieto, o te liquidaré y haré que te quedes quieto… de una vez por todas. ¿Entendido?

Ludwig le dirigió una mirada iracunda, pero no se movió. Orneta alargó el brazo hacia él, horrorizada al verlo lastimado. Quiso consolarle, saber que se encontraba bien.

La mord-sith se interpuso en el camino de Orneta y le hizo una seña con el agiel.

—Basta de tonterías. Ponte en marcha.